Camillo Cavalieri se preparaba para una nueva investigación, el caso de una mujer de Perugia que, según los primeros informes, entraba en inexplicables trances en los que comenzaba a hablar en distintas lenguas. Era una simple aldeana con escasa instrucción, y eso dotaba de mayor interés el análisis de los hechos que debía realizar.
Como en anteriores ocasiones, cerró su única maleta donde había guardado sus escasas pertenencias. Nunca viajaba con más de lo estrictamente necesario para su trabajo.
En esta misión iría acompañado por dos jóvenes sacerdotes a quienes debía iniciar en el arte de la investigación. El viaje de casi dos horas hasta Perugia lo harían en un automóvil de los servicios de transporte del Vaticano para desplazamientos fuera de Roma.
Como de costumbre, llamó por teléfono para despedirse de su amigo Giacomo Varelli, el sacerdote que trabajaba en un departamento de la Secretaría de Estado del Vaticano, y volvió a hacerle la misma broma que ya se había convertido en un rito entre ellos.
—Oye —le dijo Cavalieri casi riendo—, si no regreso, hazte cargo de mis bienes, de mis padres y de mi hermano Donato.
Del otro lado de la línea, le llegó la risa franca de Varelli.
—¿No tienes otra broma nueva? Esa ya está muy repetida. Dime, ¿cuándo vuelves?
—Dentro de una semana, tal vez… En este viaje me acompañan también dos alumnos para aprender de mi trabajo. Son frailes jesuitas —le explicó Camillo a su amigo.
—Eso está muy bien, así no tendrás tanto trabajo —señaló Varelli.
—Quizás eso permita que finalmente me concedan la autorización para viajar a África como misionero…
—Eso es lo que más deseas, ¿verdad? —preguntó en tono confidente su amigo.
—Bien sabes que es así —terminó respondiendo Camillo.
—Te la concederán, ya lo verás; ten fe en el Señor.
—La tengo, y sabes que es inquebrantable.
Se despidieron prometiendo volver a encontrarse a su regreso del viaje de investigación.
Camillo Cavalieri observó la hora, tomó su maleta y salió de la habitación en dirección a la calle. Estaban a punto de recogerle para llevarle a Perugia.
Aguardó unos minutos en la puerta del edificio de la curia donde vivía junto a otros sacerdotes, a escasas dos calles de la plaza de San Pedro.
Observó cómo llegaba el automóvil de los servicios de transporte hasta que este se detuvo a su lado. El conductor era un desconocido para él.
—Padre, me voy a presentar —le dijo el hombre mientras bajaba del vehículo—. Soy Mariano, el chófer.
—¿Qué ha pasado con Antonino? —inquirió el sacerdote.
—Estaba ocupado con una visita guiada con unos extranjeros —respondió el interrogado, mientras le ayudaba con la maleta—. Me han enviado en su lugar.
—Debemos recoger a dos sacerdotes… —anunció Cavalieri.
—Sí, lo sé —aclaró el chófer—. Aquí tengo la dirección, es en las afueras de la ciudad.
—Pensaba que se encontraban a pocas calles de aquí —puntualizó el sacerdote mientras se acomodaba dentro del automóvil.
—No, por lo que ponen en la orden de servicio, debemos desviarnos algo de la ruta para recogerlos, pero no se preocupe, no nos llevará demasiado tiempo.
—Bien, salgamos ya, no quiero llegar a Perugia muy tarde.
—Llegaremos antes de la caída del sol —dijo Mariano sonriendo mientras emprendía la marcha para dirigirse hacia las afueras de Roma.