Camillo Cavalieri, un sacerdote alto, de cabello oscuro y facciones delicadas, era la esencia misma del hombre convencido de que en el apoyo a los más desvalidos, a través de la acción pastoral, se encontraba la verdadera razón de la Iglesia católica en la tierra, y ese había sido su principal motivo para ingresar en el seminario de Nápoles, su ciudad natal, y consagrar su vida a Dios y a la Iglesia.
Sus altas calificaciones y su incesante búsqueda de respuestas le llevaron a interesarse por la teología y a avanzar en sus estudios hasta sobresalir con diferencia entre los demás seminaristas. Uno de sus maestros descubrió en él un formidable talento, y lo recomendó a un cardenal de Roma.
Le costó dejar Nápoles. Allí quedaba su familia, compuesta en un principio por su padre y su madre y a la que, algunos años después, llegaría su hermano pequeño, al que bautizaron con el nombre de Donato.
Camillo quería prestar servicios en países del tercer mundo, donde el hambre y la miseria eran moneda corriente, pero quién era él «para cuestionar los designios superiores», pensó. Iría a Roma y, una vez allí, intentaría cambiar de destino.
La realidad sería muy diferente. En el Vaticano pronto se dieron cuenta de su frenética inclinación al trabajo y su analítica forma de resolver los distintos cuestionamientos que se le planteaban a la Iglesia. Poco a poco, le fueron otorgando mayores responsabilidades y le autorizaron a perfeccionar sus estudios de física.
Recorrió gran parte del mundo en viajes secretos como enviado papal para investigar, desechar o constatar sucesos o milagros inexplicables, apariciones y posibles posesiones diabólicas. Se transformó en un experto interrogador que desmenuzaba minuciosamente y una a una las respuestas de cada presunto testigo. En muchos casos, era una ardua labor enfrentarse a personas que imaginaban y creían firmemente haber sido partícipes o testigos de un hecho milagroso. Cavalieri desmoronaba sistemáticamente las afirmaciones de dichos individuos y demostraba de forma cabal que existía una explicación terrenal para el caso investigado. Sabía distinguir con maestría incontestable lo que podía ser un fraude o un hecho real.
Pero su trabajo no se circunscribía solo a estudiar lo sobrenatural, sino que abarcaba también los deslices humanos o errores de los hombres de la Iglesia de Cristo. Por eso, y aunque no fuera esa su misión específica, solían recurrir a él por órdenes directas de Su Santidad. Para sus trabajos, contaba con un reducido equipo de ayudantes que el propio Cavalieri consideraba insuficiente en cantidad y casi siempre en calidad. Pedía insistentemente ampliar el presupuesto de su oficina, pero la burocracia también reinaba entre los servidores del reino de Dios en la tierra. La promesa de que en breve atenderían sus demandas nunca se cumplía.
Muchos le temían dentro y fuera del Vaticano. Verle aparecer por algún despacho u oficina de la Santa Sede provocaba inmediatamente las sospechas de los funcionarios sobre si su presencia allí significaba que se les estaba investigando por algún motivo o denuncia.
Entre las investigaciones secretas de mayor relevancia que realizó destaca el estudio de las profecías del papa Juan XXIII. La Iglesia no reconocía ciertos hechos incómodos, los negaba o desacreditaba públicamente según la situación, pero confidencial e internamente los mandaba analizar en profundidad.