El sacerdote Giacomo Varelli, un hombre de mediana edad, robusto y calvo, caminaba presuroso por la inmensa sala de sesiones donde se reunirían los miembros de la Secretaría de Estado de la Santa Sede; debía ultimar los detalles del encuentro. Cada participante debería disponer, junto a su lugar asignado en la mesa, de todo el material documental que pudiera necesitar durante los debates que fundamentarían la decisión final.
Tres ayudantes habían ido distribuyendo sobre la mesa del plenario las carpetas con la información sobre el tema que iba a tratar la Sección para las Relaciones con los Estados, o Segunda Sección, dependiente de la Secretaría de Estado del Vaticano, que se reuniría esa tarde. Entre sus cometidos se encuentra el nombramiento de obispos en los países con los que la Santa Sede tiene establecidos tratados o acuerdos. Pero también atiende los asuntos que deben acordarse con los gobiernos de distintos países y las relaciones diplomáticas con los Estados, y ese día la Santa Sede debía formalizar uno de los acuerdos más trascendentales de los últimos años.
Giacomo Varelli era el responsable de todo el papeleo en esas reuniones, y se lamentaba de que le hubieran llamado a última hora, apenas sin tiempo suficiente para hacer su trabajo como a él le habría gustado.
Habría deseado entregar más información por escrito, explicando detalladamente el asunto a tratar. Su metodología de trabajo distaba mucho de lo que se veía obligado a hacer en ese momento, ya que, en este caso, su manera minuciosa y eficiente de preparar una reunión resultaba imposible, y le ponía muy nervioso no tener las respuestas preparadas por si alguno de los cardenales le consultaba o le pedía aclaraciones sobre determinada cuestión.
Pero tampoco tenía tiempo de seguir lamentándose. Los miembros de la Comisión Pontificia, acompañados por sus secretarios personales, comenzaban a llegar.
El deseo del papa Juan Pablo II, comunicado por uno de sus secretarios, no dejaba lugar a dudas: esa tarde debía redactarse el acuerdo para proceder a su presentación. Era una cuestión de Estado y, por tanto, de tramitación urgente.
Allí, en los folios encarpetados, estaba históricamente detallada la situación en la que en ese momento se encontraban las relaciones entre el Vaticano y Estados Unidos.
Nada podía quedar al azar, todo debía ajustarse a derecho y no se admitiría equivocación alguna en la redacción final del documento. Apenas tuvo tiempo de colocar en las carpetas el último folio, que resumía brevemente la situación diplomática actual con Estados Unidos. Leyó las líneas finales para verificar que no contenían ningún error y, con cierto temor, se dispuso a recibir a los prelados.
El sacerdote Varelli saludó a cada uno de los miembros de la sección, y sus nervios fueron en aumento.
—Todo debe salir a la perfección —se dijo.
Después de más de cien años de desconfianzas y recelos recíprocos, Estados Unidos y la Santa Sede estaban a punto de restablecer relaciones diplomáticas. El presidente estadounidense en ese momento, Ronald Reagan, trataba por todos los medios de acercarse al Vaticano[1].