XI

Las consideraciones precedentes enmarcan con bastante exactitud, a mi juicio, el espacio histórico, político, jurídico y racional en el que ha de buscarse una solución para las quejas levantadas en Cataluña contra un sistema de autonomías territoriales que se considera insatisfactorio.

La separación de España, mediando un referéndum en el que el pueblo se pronuncie sobre la transformación de Cataluña en un Estado independiente que formaría parte de la Unión Europea, es un proyecto revolucionario en sentido estricto puesto que implica cambiar las bases constitucionales en que se asienta el Estado español y, a falta de un imposible consenso sobre la segregación, habría de llevarse a término desconociendo la legalidad, por la vía de hecho y, probablemente, con violencia. Es, sin duda, un programa cargado de emociones pero sin ningún apoyo posible ni en la legalidad internacional ni en la interna, ni fundamento cierto en la historia, así como extremo por preferir, para resolver problemas de organización interna de un Estado varias veces centenario, la utilización de la última ratio concebible, que es su destrucción misma.

De todo ello he escrito ya suficiente. Se presenta la idea independentista como una suerte de regreso a un pasado glorioso en el que Cataluña habría gozado de una edad de oro política en la que sus habitantes regían sus propios destinos sin intervenciones externas. Pero la idea de retorno a esos tiempos dorados, tan útil como recurso en la literatura clásica, sirve para crear imágenes del pasado completamente deformadas. Se ha ofrecido intensivamente una explicación de lo ocurrido en Cataluña en 1714 que no es exacta, al menos en un punto: antes de 1714 Cataluña no fue un Estado independiente. De modo que la reposición de la situación política previa a la Nueva Planta borbónica y la restauración de sus instituciones llevarían a Cataluña probablemente a una situación de autogobierno de menor importancia que la que hoy disfruta. Nótese, para ayudar a esta reflexión, que las obligaciones del Estado en relación con la sociedad no tienen parangón alguno entre la Edad Moderna y la actualidad. No son, en verdad, momentos históricos comparables porque nada tienen que ver las atribuciones de los poderes públicos y sus relaciones con los ciudadanos en aquel ayer y el presente. Pero baste con establecer, como conclusión segura, que volver a 1700 no implica retornar a la independencia, sino a un tiempo remoto en el que se gobernaba de forma primitiva, con instituciones totalmente inservibles en la actualidad. No se debería invocar con tanta frecuencia el derecho a recuperar una independencia inencontrable a lo largo de la historia moderna, con las anecdóticas excepciones que ya he mencionado. Tampoco es aceptable la construcción de una historia contrafactual que narra hechos no acontecidos, lo que pudiera haber sucedido y no ocurrió, como aquel caracterizado parlamentarismo catalán que supuestamente evolucionaba en la misma dirección que el inglés y el holandés.

No ocurrió; sencillamente no sucedió. Y si hubiera sido de otra manera a como la historia fue, tal vez el Parlamento catalán, como el escocés, hubiera sido destruido al poco porque no cabían dos parlamentos soberanos bajo una misma Corona, como también enseña el ejemplo de Gran Bretaña.

La única experiencia del pasado histórico real, y no del imaginado, que puede añorarse con justicia es el pactismo. Ya he tratado de explicar en capítulos anteriores que el pactismo constituyó una forma medieval de relación entre el rey y las instituciones representativas de sus reinos que no fue exclusiva del reino de Aragón. En Castilla se mantuvo la misma clase de gobernación, pero con la dificultad para los castellanos de que los reyes de la monarquía hispánica, desde que se estableció la línea de los Austrias, residieron más tiempo en Castilla que en ningún otro reino y las viejas libertades se hicieron antes incómodas que en los reinos periféricos, apenas visitados por sus monarcas, como los memoriales de agravios y las representaciones de cortes revelan a cada paso. De manera que los fueros y libertades de Castilla fueron prontamente arrasados[242]. El pactismo pudo durar mucho más en Aragón, y sobre todo en Cataluña, considerando las ausencias de sus reyes, y que las celebraciones de Cortes no tenían más objeto ordinariamente que la solicitud de recursos económicos o aportaciones militares.

Vicens Vives dijo en alguna ocasión (idolatrado historiador en su tierra, con toda razón, pero no cuando explicó, tantas veces, realidades históricas que negaban mitos nacionalistas) que el pactismo era tan característico del gobierno monárquico de Cataluña como una antigualla institucional que estaba llamada a desaparecer. El ilustre historiador consideró normal su desaparición con la monarquía borbónica en la medida en que era imprescindible para modernizar la gobernación del Estado[243].

Desde finales del siglo XVIII (1787, año de la Constitución de los Estados Unidos), y a partir del siglo XIX en Europa, esas formas arcaicas de relación entre los poderes públicos fueron cambiándose por otras, que son las actualmente existentes en todos los sistemas confederales o federales en funcionamiento: los poderes territoriales se concretan en competencias que se determinan en Constituciones o Estatutos y marcan los reductos exentos a las interferencias del poder central o de la Federación en que aquellos estén integrados.

Este estricto reparto de competencias se flexibiliza mediante fórmulas intergubernamentales de relación que permiten, a los territorios infraestatales o federados, participar en las instituciones del Estado o Federación y contribuir a la formación de sus decisiones y políticas. Todo lo cual se diseña y equilibra, no obstante, manteniendo una reserva de poderes esenciales a favor del Estado central, o Federación en su caso, que son imprescindibles para su subsistencia, para que pueda ser reconocido como tal Estado o Federación, y también para que pueda ocuparse, de forma ordenada y coherente, de los intereses generales del conjunto de los territorios que agrupa[244].

Lo que hay que discutir no es, por tanto, la medida del retorno del bienaventurado pactismo histórico, sino las técnicas de reparto de competencias entre el poder central y los territoriales, que son sus sustitutivos contemporáneos.

Bloqueada, como debería quedar por todas las razones explicadas en capítulos anteriores, la vía independentista, la que sería preciso abrir de nuevo, explorando sus posibilidades, es la de la autodeterminación al modo en que fue utilizada históricamente para devolver a Cataluña el autogobierno perdido en 1714. Es preciso dar muchas vueltas a los problemas para concluir que la mejor forma de resolverlos ya estaba inventada. Hay que volver a nuestra propia experiencia histórica. El Pacto de San Sebastián de 1930 proclamó, según la versión de los nacionalistas presentes, el derecho de autodeterminación de Cataluña. Dijeron que se había acordado que Cataluña se dotaría de su propia Constitución o Estatuto, que se aprobaría en referéndum y que regiría la forma de integración en el Estado. Así se hizo efectivamente, y el Estatuto de Nuria fue aprobado por el pueblo catalán y sus representantes antes incluso que la Constitución, aunque su enmienda y ratificación por las Cortes no ocurriera hasta 1932. El concepto de autodeterminación ya tenía entonces dos proyecciones, pero no se invocó en el sentido separatista sino estrictamente en la versión de derecho a decidir la forma del autogobierno del territorio, aprobando a tal efecto normas de carácter constitucional o estatutario en las que quedaría fijada la organización de Cataluña, sus competencias y las formas de relación con el Estado.

Esta idea originalísima para resolver las aspiraciones de autogobierno, que permitía una modernización del antiguo pactismo y restablecía formas de relación institucionales que recordaban más la época austracista que la borbónica, se desarrolló inmediatamente aunque el fracaso de la República no dejó tiempo para evaluar con justicia la experiencia.

En 1978 se repuso el modelo, pero ahora en peores condiciones. Una fórmula que había servido para expresar el derecho de autodeterminación interna de Cataluña se transformó, sin que nadie explicara las razones a que se debía el cambio, en un simple procedimiento formal para establecer en toda España una intensa descentralización política de la que podrían beneficiarse todas las provincias españolas transformándose, en solitario o en compañía de otras, en comunidades autónomas.

Cambiaron también los conceptos. No volvió a aparecer la idea del derecho de autodeterminación (que en aquel instante histórico se confundió de nuevo con la de independentismo), sino que se utilizó la expresión «principio dispositivo» para explicar la singularidad más notable del nuevo modelo de autonomías territoriales: como ha quedado analizado en un capítulo anterior, la organización y las competencias de cada comunidad autónoma dependerían de lo que dispusieran las propias provincias interesadas al elaborar sus estatutos de autonomía.

De esta manera se ha universalizado un sistema autonómico en el que todas las provincias españolas se han «autodeterminado», como si en todas hubieran existido problemas políticos iguales a los de Cataluña o se partiera de idénticas premisas históricas.

El arreglo de la cuestión catalana exige recuperar la versión inicial del derecho de autodeterminación. No quiero decir con ello que sea pertinente dar marcha atrás y empezar de nuevo con la regionalización de España. Pero sostengo que el proceso de regionalización español tendría que haber sido mejor definido, más estrechamente regulado en la Constitución, de manera que los márgenes de disposición de los territorios sobre su autogobierno no provocaran la inestabilidad continua del modelo. Las potestades y el reparto de competencias definidas de modo más exacto, las instituciones autonómicas enunciadas con más precisión… El modelo autonómico final hubiera quedado menos autodeterminado que como ha resultado del principio dispositivo, y más ordenado, aunque no necesariamente diferente en lo sustancial del que hemos conocido estos últimos lustros.

Las reformas constitucionales que se avizoran estarán, probablemente, a tiempo de llevar a cabo estas correcciones.

Una parte de la doctrina y de la opinión política considera que los cambios a introducir en la Constitución deben llevarnos hacia un Estado federal. El concepto no remite, sin embargo, a regulaciones constitucionales claramente identificables y seguras sino que puede incluir variables organizativas muy diversas como demuestra la propia diversidad de modelos de Estado que aceptan identificarse como federales. Debería distinguirse entre las transformaciones meramente nominales, que conducirían a llamar a las mismas realidades de un modo diferente, y las sustantivas. Estas últimas, sin duda las más profundas y significativas, requerirían desmontar el Estado unitario que se corresponde con nuestra tradición secular, sobre cuyos cimientos se ha construido una descentralización política importante a partir de decisiones adoptadas por las instituciones del Estado, de arriba abajo, abriéndonos a la novedad de que cada una de las partes que constituyen hoy el Estado de las autonomías refunde un Estado nuevo, construido de abajo a arriba, sobre la base de que dichas unidades políticas decidan qué intereses generales y comunes ceder a las instancias unitarias, y de qué instituciones nutrirlas. Esto sería el pacto federal que algunos solicitan, que implicaría cambiar la residencia de la soberanía para situarla en las entidades infraestatales (la mayor parte de ellas artificialmente constituidas a partir de 1978) y nos llevaría hacia un confederalismo de nuevo cuño y de futuro ahora inexplorable.

Salvo alguna excepción, ningún territorio ha solicitado, que se sepa, una demolición tan radical de las instituciones con que contamos, y es más ajustado pensar que la España de las autonomías ha cumplido su papel y que los defectos que tenemos denunciados pueden arreglarse con reformas constitucionales y legales adecuadas. Cosa distinta es la necesidad de un pacto para reformar la Constitución, sin variar sustancialmente su orientación en cuanto a la organización territorial. Y también es cuestión diferente el pacto que es preciso alcanzar para resolver la cuestión catalana. En este caso sí podría considerarse como un pacto constituyente de una nueva fórmula de articulación de Cataluña en el Estado, diversa de la aplicable con carácter general al resto de los territorios.

Lo anterior, en cuanto a la medida de los pactos constitucionales necesarios. Las demás invocaciones al federalismo son casi siempre de carácter nominalista. En varias ocasiones he objetado por escrito que la federalización de España sea una solución atinada si lo que implica es un cambio que se agota en denominar «federal» a lo que antes llamábamos «autonómico», «constituciones» a los «estatutos de autonomía», y «estados» a las «comunidades autónomas».

Todo esto es innecesario y, además, puede resultar contraproducente porque a los más reticentes con las ventajas del Estado autonómico, que según las encuestas han crecido mucho en los últimos años, les podría parecer que la reforma es una alocada carrera hacia delante en la dirección misma del abismo. Lo que hay que hacer, como acaba de decirse, es arreglar los defectos de la regulación constitucional de la organización territorial del Estado y, simultáneamente, incluir en el pacto de la reforma las soluciones específicas para las reclamaciones catalanas.

Si por reforma de orientación federalista se entiende, como han explicado algunos de los juristas mejor informados que la han defendido[245], no la formalidad del cambio de etiquetas sino la incorporación a la Constitución de algunas fórmulas regulatorias esenciales en Estados federales dignos de ser imitados, nada habría que oponer a su propuesta. En este sentido coinciden los estudiosos inclinados al federalismo con los que, simplemente, han analizado los defectos de la Constitución y reclamado reformas de lo que existe, sea cual sea su naturaleza, sin necesidad de recalificar el modelo de Estado[246]. Por ejemplo, todos creemos que: a) convendría reconocer directamente en la Constitución a las comunidades autónomas existentes, con sus denominaciones[247]; b) el reparto de competencias tiene que clarificarse, determinando la significación de los conceptos esenciales que se utilizan en la Constitución para concretar su naturaleza y contenido[248]; c) la Constitución debe limitarse a recoger las competencias del Estado en dos o más listas que relacionen las que tienen carácter exclusivo y las concurrentes o compartidas; d) igualmente han de relacionarse las competencias estatales de ejecución de su legislación y de supervisión sobre la ejecución cuando corresponda esta a las comunidades autónomas[249]; e) las competencias no atribuidas al Estado pueden ser asumidas por las comunidades autónomas; f) el reparto de competencias debe inspirarse en el principio de subsidiariedad[250]; g) los Estatutos de autonomía serán normas autonómicas aprobadas definitivamente por las comunidades autónomas; las Cortes Generales no deben modificarlos sino solamente emitir un voto de ratificación o negarlo si encuentran elementos contrarios a la Constitución; puede ser pertinente reponer el recurso previo de inconstitucionalidad o una consulta preventiva al Tribunal Constitucional para despejar dudas de constitucionalidad[251]; h) algunos autores pretenden transformar el Senado en una Cámara con organización y funciones semejantes a las del Bundesrat alemán (el autor de este libro mantiene algunas objeciones a tal reforma)[252]; i) el régimen de financiación debe regularse de un modo mucho más pormenorizado en la Constitución[253]; j) el sistema de garantías jurisdiccionales frente a las decisiones de los poderes territoriales ha de mejorarse, reduciendo también la actual concentración de dicho control en el Tribunal Constitucional[254].

Si por reforma de orientación federalista se entiende todo lo anterior y algunas otras cuestiones complementarias, como la relación de las comunidades autónomas con la Unión Europea, tanto por lo que concierne al proceso de elaboración de decisiones, propuestas o políticas, como a su ejecución[255]; si es esto en lo que se concretan los proyectos federalistas, podría decirse que existe un amplísimo consenso intelectual en que, en efecto, tales son las reformas constitucionales necesarias. Por mi parte he de remitir a las críticas y convicciones que expresé en mi Informe sobre España, de donde puede sacarse el resumen de propuestas que antes he relacionado[256].

Queda por entero en el terreno de la política decidir si esas reformas pueden llevarse a término de una sola vez o conviene aplazarlas en el tiempo de modo que sean varios los proyectos sucesivos. Me parece muy difícil su fragmentación considerando que todo el Título VIII de la Constitución y los preceptos, externos al mismo, que tienen relación con la organización territorial del Estado han de formar un sistema cuya construcción normativa debe tener lugar de una sola vez. Es difícil que un parcheo de reformas sucesivas produzca iguales resultados. Todas las indicadas propuestas de cambios constitucionales están enlazadas y el resultado final sería imperfecto si no se presenta como conjunto. Además, quizá convenga despejar de una vez las críticas al sistema de autonomías y restaurar sus grietas para volver a persuadir a los ciudadanos desilusionados de que los ideales que se proclamaron en la Constitución de 1978 no han sido un mal sueño y siguen siendo útiles para la convivencia.

Una reforma como la que he explicado no resuelve, sin embargo, la autodeterminación de Cataluña. Y este es un problema más acuciante que cualquiera de los demás porque la situación política en aquel territorio reclama, no sólo reformas generales de la Constitución, sino una respuesta particular a lo que han denominado «derecho a decidir».

La reforma general tiene consecuencias horizontales y planas. Mejora la regulación constitucional, pero conduce a la identidad caracteriológica de todas las unidades autonómicas existentes dentro de España. Si quedara un margen de principio dispositivo, que desde luego debería reducirse drásticamente, puede tenerse por cierto que se utilizaría para secundar cualquier fórmula diferenciadora que se reconociera en favor de otra comunidad autónoma. Esta dinámica impide la aparición de hechos diferenciales que permitan singularizar a una comunidad autónoma en relación con las demás.

La diferenciación política y jurídica entre territorios puede provenir de tres fuentes: a) la primera está en la naturaleza; el carácter insular de una comunidad, su ubicación en el interior o en la costa, extensión, etcétera. b) La segunda puede derivar de la cultura y la historia. La lengua es un hecho diferencial irrepetible; y la historia, aunque tiene muchos trazos comunes en todas las Españas, permite entresacar particularismos, algunos muy importantes de carácter jurídico como el derecho civil propio que sólo han mantenido y desarrollado concretos territorios. c) La tercera y decisiva fuente ha de estar en la propia Constitución, en la medida en que permita a unas comunidades autónomas y no a otras mantener determinadas instituciones o tener asignadas competencias específicas. Puede sumarse, en cuarto lugar, una fuente mixta que se valga al mismo tiempo de la historia y de la decisión constitucional, como ocurre con los derechos históricos de los territorios vascos, cuya vigencia procede no solamente de su existencia histórica sino de su reconocimiento por la disposición adicional primera de la Constitución[257].

Las peculiaridades geográficas, culturales y las diferencias jurídicas que se corresponden con tradiciones propias, existentes en un concreto territorio, no pueden ser transportadas a otro por más que un Estatuto lo disponga. En cambio, los hechos diferenciales que no tienen más consagración que la puramente normativa pueden imitarse cuando no exista un límite constitucional a su generalización.

La inexistencia de este límite ha sido determinante del uniformismo característico del Estado de las autonomías en España: el principio dispositivo ha contribuido a la emulación, de modo que todos los Estatutos han terminado ajustándose al mismo patrón[258]. Para comunidades autónomas como Cataluña, que aspiran a articular sus relaciones con el Estado de un modo singular, este uniformismo excesivo resulta evidentemente frustrante. Y, desde la perspectiva del Estado, si la igualación se refiere a organizaciones territoriales que toman como referencia las propias instituciones estatales, la situación puede resultar incompatible con su supervivencia.

De todo lo cual se sigue que la reforma general del Título VIII de la Constitución y de otros preceptos conexos es una parte de las modificaciones que el sistema de autonomías precisa. Pero, además, es necesario incorporar las respuestas diferenciadoras que el catalanismo político reclama.

El problema mayor que plantea el enunciado «derecho a decidir» es su separación del objeto o proyecto a que se refiere. La expresión es una versión poco afortunada del más contundente «derecho de autodeteminación», que es un concepto bastante más preciso porque permite deducir, sin mayores concreciones, que es la facultad que invocan los ciudadanos de un Estado, o de parte de un Estado, para establecer su autogobierno.

Existe un elemento común en ambas formulaciones, que radica en la apelación al pueblo. Lo que el derecho a decidir y la autodeterminación tienen en común es que se realizan o sustancian mediante un referéndum en el que es consultada la población del territorio que aspira a decidir sobre su futuro político. La diferencia entre ambas categorías jurídicas es que el derecho a decidir no está relleno de un contenido sustancial bien delimitado: puede consistir en mantener la integración de Cataluña en España, en constituir un Estado independiente pero confederado, o en establecer un Estado nuevo y adherido a la Unión Europea. Las posibilidades de realización de estas opciones son las que ya he indicado en capítulos anteriores y no volveré sobre el asunto[259]. La autodeterminación, cuando se ha ejercitado históricamente, se ha referido siempre a un proyecto concreto. Los miembros de partidos nacionalistas catalanes que asistieron al Pacto de San Sebastián dijeron inmediatamente que se había reconocido el derecho de autodeterminación que consistiría en la elaboración de un proyecto de Estatuto o Constitución que sería sometido a la aprobación del pueblo catalán. Esta operación sí tiene contenido porque se trata de que el pueblo apruebe un texto concreto que regirá el autogobierno.

El derecho a decidir a secas, aunque se concrete en un referéndum sobre la constitución de un Estado independiente, ni tiene contenido cierto ni se acomoda a las reglas de claridad y democracia que deben regir cualquier proceso independentista, como también tenemos estudiado aprovechando las experiencias extranjeras[260]. Aunque la respuesta a la pregunta sobre la constitución de un Estado independiente fuera positiva, la posibilidad de establecerlo y las relaciones subsiguientes con España dependerían de una negociación de resultados inciertos, en lo económico y en lo jurídico. Por tanto, se sometería al pueblo, una consulta sin determinar previamente sus consecuencias.

El derecho de autodeterminación sobre la base de un proyecto normativo permite programar el futuro de modo exacto. Si lo que desea el pueblo de Cataluña es votar, para decidir sobre su porvenir político, es más claro, ordenado y seguro que lo haga sobre un texto concreto.

Esta vía, que es la que me parece más adecuada, permite resolver varios problemas al mismo tiempo: el primero, y por lo que parece más principal, es que el pueblo de Cataluña vote en referéndum sobre su futuro político; el segundo, permitir que la decisión sea encajable en la Constitución española, ya que el proyecto de autogobierno que apruebe Cataluña puede tener perfecta cabida en el texto constitucional previa su reforma si es necesaria; tercero, por tanto, permitir que el pueblo español también vote, simultánea o sucesivamente, para aprobar la reforma de la Constitución; y cuarto, vincular la norma que rija el autogobierno de Cataluña y la Constitución, de modo que cualquier reforma futura tenga que comprender ambos textos.

Desarrollo estos extremos:

1. La celebración de un referéndum para la aprobación de una reforma estatutaria está prevista en la Constitución y en el propio Estatuto de Cataluña. Es absolutamente constitucional y legítimo, y ya ha tenido lugar en otras ocasiones anteriores con el mismo objeto. Por tanto, no hace falta acudir a ninguno de los artificios que los sucesivos informes del Consell per a la Transició Nacional ha tenido que inventar en relación con el derecho a decidir, que no ha acertado a residenciar en precepto constitucional alguno. No es preciso forzar la interpretación del artículo 92 CE ni inventarse transferencias imposibles con cargo al artículo 150.2 CE, ni aprobar leyes autonómicas que no caben dentro del ámbito de las competencias de Cataluña. El pueblo será consultado sin estridencias y sin necesidad de violentar la Constitución porque esta y los Estatutos prevén la consulta si es para aprobar una reforma estatutaria o una nueva norma de autogobierno.

2. El proyecto de norma estatutaria que se someta a referéndum del pueblo de Cataluña (puede consistir en una simple modificación del Estatuto vigente, para cambiar parcialmente su contenido y hasta su denominación) tiene que regular sus hechos diferenciales de carácter institucional, desde el punto de vista organizativo, competencial y en lo que concierne a las relaciones con el Estado. En la medida en que esta regulación nueva se exceda de lo establecido para el régimen general de las autonomías territoriales en la Constitución, será preciso también que se programe una reforma constitucional que le dé cabida. La Constitución tendrá que dotarse de uno o más preceptos relativos a Cataluña.

3. No soy partidario de hacerlo en una disposición adicional general y ambigua semejante a la que ya contiene la Constitución respecto de los territorios forales vascos reconociendo su singularidad histórica. La experiencia de la aplicación de la disposición adicional primera enseña que, salvo algunas cuestiones organizativas, el derecho civil propio y los conciertos y convenios económicos, el País Vasco y Navarra disfrutan de un régimen político y administrativo no muy diferente del de las demás comunidades autónomas. El carácter genérico y ambiguo de la disposición adicional primera y su remisión a unos «derechos históricos» que no se concretan han sido más bien una fuente de conflicto. Y la posibilidad de una actualización o amejoramiento de aquellos derechos históricos a través de los Estatutos tampoco ha permitido grandes diferenciaciones porque cualquier intento de hacerlo ha demostrado que la mayor parte de los derechos históricos es de naturaleza medieval y de traslación imposible a la actualidad[261].

4. La habilitación constitucional que permita el reconocimiento de las especialidades institucionales de Cataluña y su relación con el Estado podría hacerse en un precepto que enmarcara la normativa reguladora del autogobierno de Cataluña. Pero entre lo inconcreto de la disposición adicional a que acabo de aludir, y la regulación pormenorizada de las especialidades catalanas, hay un gran trecho. Tampoco la constitucionalización total de la relación de Cataluña con el Estado es una buena solución regulatoria porque, por una parte, sería demasiado rígida y, por otra, incurriría en repeticiones innecesarias de muchos aspectos comunes con el régimen autonómico general. Por ello creo que la solución óptima sería la tramitación simultánea, y naturalmente paccionada, de la norma que ponga al día el autogobierno de Cataluña y su integración en el Estado, y la reforma constitucional, si fuera precisa, que dé cabida a ese proyecto. La diferencia con las anteriores fórmulas es que la norma a incorporar a la Constitución no se remitiría a unos derechos históricos indeterminados, sino a las instituciones y protestades consignadas en un texto concreto, en una norma bien identificada. La reforma del régimen de autogobierno de Cataluña sería finalmente aprobada en referéndum, es decir ejercitando el derecho a decidir del pueblo de Cataluña, y el resto de los ciudadanos españoles utilizarían también su derecho de autodeterminación aprobando o no en referéndum la reforma de la Constitución que recoja la especialidad de las relaciones con aquel territorio. Por tanto, podría simultanearse el referéndum estatutario y el concerniente a la reforma de la Constitución. Además, el texto estatutario adquiriría naturaleza constitucional en virtud de esa remisión recepticia, lo que traería como consecuencia dejarlo fuera del control del Tribunal Constitucional al convertirlo en una norma de rango constitucional.

Si bien se examina, se verá que a una solución semejante hubiera podido llegarse si el Estatuto de 2006, en buena medida desautorizado por el Tribunal Constitucional, hubiera sido acompañado de una propuesta de reforma constitucional que acogiera todo aquello que no tenía cabida en el texto originario de la Constitución de 1978.

La recepción, en el texto constitucional, del contenido normativo del Estatuto puede tener el inconveniente de dotarlo de la misma rigidez que tiene la Constitución y, por tanto, requerirse para reformarlo los mismos procedimientos establecidos para la reforma constitucional. Puede asumirse ese blindaje o evitarse, si fuera más procedente, si el Estatuto establece sus propias reglas de reforma y la Constitución remitente las acepta.

Un proyecto de este tipo tiene que ser necesariamente paccionado. Si así se hiciera, retornaríamos al mejor pactismo: el que resuelve de una sola vez y para un futuro indefinido la forma de desarrollar las políticas intraestatales, no aquel otro que requiere continuas negociaciones para la elaboración de cualquier política cotidiana.

Se equivocan quienes piensan que hacer muchas concesiones de poder efectivo y reconocer especialidades en las relaciones intergubernamentales con Cataluña puede ser la semilla de la destrucción del Estado. Es imposible, en la Europa económica y política del siglo XXI, que las entidades infraestatales, por muy relevante que sea su posición, puedan utilizar los poderes que tengan reconocidos para diseñar políticas económicas diferentes de las generales, mantener un estándar de protección distinto de los derechos fundamentales o, incluso, variar sustancialmente el nivel prestacional y las garantías de los derechos sociales. El Estado, en todo caso, debe poder asegurar la igualdad esencial en la protección de los derechos y en las prestaciones públicas a favor de los ciudadanos.

En el plano interno el Estado, para reconocerse a sí mismo y mantener sus responsabilidades y posición, tendrá que seguir contando con instituciones y potestades supremas, entre las cuales ha dejado ya de tener la moneda, y cada vez es más condicionado su poder militar y su capacidad para las relaciones internacionales, con las que compite con creciente intensidad la Unión Europea. El Tribunal Constitucional Federal alemán o la Corte Constitucional italiana han utilizado conceptos similares para declarar cuáles son los límites de la transferencia de poderes propios del Estado a una instancia distinta. Todas estas experiencias pueden utilizarse con aprovechamiento[262].

La asunción por Cataluña de mayores poderes legislativos y ejecutivos, acompañados de un robustecimiento de su aparato institucional reducirán las atribuciones y responsabilidades del Estado en relación con dicho territorio. Ese mayor crecimiento de poderes propios puede acabar imponiendo una simultánea reducción de la capacidad de influir en la formación de la legislación y las políticas que se apliquen al resto del Estado. Sobre ello vuelve a darnos un buen ejemplo el debate sobre la participación de Escocia en el Parlamento de Westminster, ya que tradicionalmente se ha planteado que a mayores competencias que se atribuyan a aquel reino, menos influyente debe ser su participación en el Parlamento de Gran Bretaña[263]. Las opciones para solucionar esta cuestión, que se han propuesto durante el debate sobre la independencia de Escocia, han sido diversas: la reducción del número de parlamentarios escoceses y galeses porque ya cuentan con parlamento propio; crear dentro del Parlamento británico un cuerpo legislativo formado exclusivamente por parlamentarios electos por Inglaterra para que se convirtiera en una asamblea inglesa exclusivamente; crear una asamblea autonómica de Inglaterra, igual que la de Edimburgo o Cardiff; o eliminar la representación de Escocia y Gales en Westminster igual que ocurrió antes de la Union Act. Los escoceses de Salmond se inclinaron por la elección de un Parlamento inglés con competencias similares al de Gales y Escocia; y los tories de Cameron, por reducir la participación de parlamentarios escoceses, galeses y norirlandeses en Westminster exclusivamente a los asuntos generales del Reino Unido.