Si, celebrado el referéndum, no es posible llevar a la práctica la respuesta del pueblo favorable a la constitución de un estado independiente, o si no pudiera celebrarse el referéndum por la oposición de las instituciones estatales a cualquier iniciativa en tal sentido, pese a la voluntad manifestada claramente por los representantes del pueblo de Cataluña o por los ciudadanos en manifestaciones y proclamas, o a través de organizaciones civiles, si todas estas reclamaciones no tuvieran la respuesta que esperan, entonces procedería la DUI. Los escritos del Consell per a la Transició Nacional y el vocabulario de los nacionalistas catalanes han incorporado ese acrónimo que se acuñó y puso en circulación en 2010 con ocasión de los debates sobre la independencia de Kosovo ante la Corte Internacional de Justicia.
Se seguiría, frente a la negativa estatal de atender las reclamaciones políticas y populares de independencia, la fórmula kosovar: la Declaración Unilateral de Independencia (DUI).
Considerando que la aventura de Kosovo fuera repetible, es muy fácil organizar una DUI. Durante la guerra de los Balcanes el ejército yugoslavo lanzó una campaña brutal contra la población civil de origen albanés establecida en la provincia de Kosovo; además, previamente habían sido privados de los derechos constitucionales que tenían reconocidos como minoría. Esta acción bélica provocó que la OTAN y la Unión Europea reaccionaran interviniendo en la provincia. El Consejo de Seguridad de la ONU acordó someter el territorio a supervisión internacional bajo el mando de una autoridad militar, la KFOR, dependiente de la OTAN, y de una autoridad civil, EULEX, dependiente de la Unión Europea. No se privaba a Serbia de su soberanía sobre el territorio kosovar, pero dichas autoridades interpuestas le impedían ejercerla[225].
Estando así la situación, el 17 de febrero de 2008 las instituciones provisionales del Gobierno de Kosovo declararon la independencia de la provincia. Algunos Estados se apresuraron a reconocerla. Otros, entre los cuales se encontraba España, le negaron cualquier validez. La independencia no había sido declarada por ninguna institución de gobierno formalmente constituida, no lo hizo una asamblea representativa legalmente regulada, ni representantes electos conforme a procedimientos jurídicos constitucionales que aseguraran su legitimidad, sino por agrupaciones informales de ciudadanos.
Serbia se dirigió a las Naciones Unidas para que la Asamblea General solicitara una opinión consultiva a la Corte Internacional de Justicia sobre la adecuación al Derecho internacional de dicha declaración de independencia. En el procedimiento abierto seguidamente ante la Corte alegaron diecinueve Estados de la Unión Europea (la integraban, entonces, veintisiete en total), cuatro Estados europeos no miembros de la Unión, cinco Estados americanos, cuatro asiáticos y dos africanos. Todos lo hicieron por escrito. Treinta llegaron a intervenir en la fase oral. Grandísima atención internacional, por tanto, suscitó el asunto en el que se debía decidir, por primera vez en la etapa poscolonial, si un territorio que forma parte de un Estado puede separarse de él por la sola voluntad unilateral de sus habitantes y sin el consentimiento del Estado matriz.
La opinión consultiva emitida por la Corte Internacional de Justicia en 2010 ha resultado desconcertante para la mayoría de sus analistas. No sólo por desaprovechar la extraordinaria ocasión que se presentaba para aclarar el alcance del derecho de autodeterminación[226] que reconocen los textos internacionales a los que luego me he de referir. O, peor aún, afirmó que la declaración de independencia en cuanto tal no violaba el derecho internacional ni tampoco las resoluciones del Consejo de Seguridad sobre Kosovo, pero sin concluir con claridad sobre la licitud de la independencia de la antigua provincia serbia. En el párrafo 56 de la opinión se lee: «De hecho, es enteramente posible que un acto en particular, como una declaración unilateral de independencia, no infrinja el derecho internacional, sin que necesariamente constituya el ejercicio de un derecho que este le confiere»; o también, en el párrafo 58: «… no cabe inferir ninguna prohibición general de las declaraciones unilaterales de independencia». En conclusión: «… la Corte considera que el derecho internacional general no contiene ninguna prohibición de las declaraciones de independencia aplicable y llega por tanto a la conclusión de que la declaración de independencia de 17 de febrero de 2008 no vulneró el derecho internacional general».
La división de opiniones entre los jueces de la Corte Internacional de Justicia fue manifiesta. Tuvieron que dejar aparte muchas cuestiones controvertidas para poder llegar a un acuerdo mínimo. Pero expresaron separadamente sus opiniones la mayor parte de ellos para dejar más claro su criterio.
La opinión de la Corte está teniendo las consecuencias que tal vez los jueces debían haber previsto con mayor rigor. Algunos territorios europeos, entre los cuales se encuentra Cataluña, han visto sus aspiraciones reflejadas en la opinión de un organismo judicial relevante. No sólo es que la DUI no sea contraria al derecho internacional, sino que basta con que la formule una agrupación que pueda autodenominarse democrática y representativa del pueblo, aunque no sea una de las instituciones formales de gobierno del territorio. En Cataluña podría ser incluso la Asamblea Nacional de Cataluña, que es una asociación ciudadana, y no el Parlamento o el Gobierno de la Generalitat.
Las organizaciones supranacionales y los Estados que han apoyado la independencia de Kosovo, decidida en tales términos, han justificado su postura aduciendo que se trata de un caso irrepetible, muy especial, distinto por razón de las circunstancias concurrentes de cualquier otro ejemplo europeo, de cualquier territorio que aspire a la separación del Estado al que pertenece. Una declaración unánime adoptada por el Consejo de la Unión Europea el 18 de febrero de 2008 se apresuró a advertir de que «Kosovo constituye un caso sui géneris…».
Desde luego, utilizada la declaración de la Corte Internacional sin tener en cuenta la excepcionalidad del caso Kosovo, cualquier territorio infraestatal con aspiraciones de independencia podría invocarla en su beneficio, y su generalización podría desmontar por completo las fronteras establecidas en la vieja Europa, algunas fijadas hace siglos, otras más recientes, pero casi siempre con sufrimiento y sangre de los pueblos[227].
Algunas reclamaciones de independencia, para constituir estados nuevos a partir de piezas territoriales de otros preexistentes, están planteadas con extrema ligereza intelectual y política. Pero quizá sean peores que las iniciativas formuladas a base de sentimientos y poca meditación, las respuestas consentidoras o complacientes, o la simple indiferencia. En estados como España, donde existen grupos políticos a los que les cuesta, por razones atávicas, hasta pronunciar aquel nombre, suele considerarse reaccionaria la defensa de su unidad, como si la proposición fuera exclusiva de gentes con convicciones autocráticas. De forma que es posible que los proyectos independentistas avancen con especial facilidad, sin frenos ideológicos, y que tengan que ser cortados violentamente a la postre. En verdad, si todas estas cuestiones se plantearan con rigor, sería más fácil comprender sus limitaciones y establecer acuerdos razonables.
El derecho de secesión se enfrenta con el derecho del Estado a la unidad y a la integridad territorial. Aun en los casos en que esté más claramente identificada una comunidad cultural, concretados sus rasgos diferenciales, fijada la singularidad de su historia y advertidas sus peculiaridades geográficas o económicas, dentro de un Estado constituido, cualquier aspiración a la independencia tiene que contraponerse al derecho del Estado a su unidad y al mantenimiento de la integridad territorial.
Estos derechos están consagrados tanto en el derecho constitucional interno como en el derecho internacional, y por lo general resultan de preferente aplicación frente a los derechos singulares de los territorios aspirantes a la independencia, si es que tales derechos existieran. Recordaré las razones en que se fundamenta este aserto:
La más elemental de todas no suele estar formalizada en los textos pero es contundente: un Estado consolidado, que cuenta con instituciones democráticas, en cuyo seno pueden ejercerse en plenitud todas las libertades, y los pueblos que tengan características, tradiciones, culturas o economías diferenciadas puedan contar con instituciones de autogobierno, tiene derecho a no ser destruido por la voluntad de una parte de la población que lo integra. En España no puede argüirse por ningún territorio, como ha ocurrido con Escocia en Gran Bretaña, que se trata de recuperar una independencia que existió históricamente. Cataluña, en particular, en toda la historia moderna y contemporánea ha pasado por épocas brevísimas de desvinculación de España: ocurrió durante los once años que transcurrieron de 1641 a 1652, en que Cataluña se desvinculó de España pero para someterse a la Francia de Luis XIII; también durante unas semanas entre 1713 y 1714, cuando una parte del territorio aspiró a transformarse en una república independiente; y unas horas tras las proclamación por Lluis Companys del Estado catalán en octubre de 1934. Más allá de estas excepciones, Cataluña, desde primeros del siglo XVI hasta hoy, ha formado parte de la monarquía hispánica o del Estado español.
Al margen de las razones jurídicas que, como enseguida veremos, pueden esgrimirse para impedir la fragmentación y desmontaje de un Estado consolidado, pueden alegarse motivos de racionalidad estricta para no dar prioridad a situaciones territoriales superadas por la historia o la recuperación de instituciones y formas de gobierno arcaicas. Los Estados se forman a lo largo de procesos históricos que, por lo normal, cuando cuajan y se consolidan, son irreversibles.
Lo diré con las palabras más autorizadas del Tribunal Supremo de los Estados Unidos. Fue este el primer Estado que se enfrentó a una secesión interna (antes hubo las coloniales, que tuvieron su propia justificación): el intento de segregación de los Estados del sur, que se resolvió con una guerra civil (circunstancia de hecho que también es necesario considerar; ya he señalado en el capítulo anterior, y todavía he de volver sobre ello, que las operaciones de secesión no se resuelven con simples reformas constitucionales, sino que requieren la concurrencia de situaciones revolucionarias). Pero quedaron problemas jurídicos por resolver, como el muy importante de si los Estados integrantes en la Federación eran titulares de un derecho de autodeterminación. La sentencia del Tribunal Supremo Texas v. White de 1869 abordó esta cuestión en relación con el Estado de Texas. Para el Tribunal, cualquiera de los Estados que forman parte de la Unión norteamericana está inhabilitado para romper la relación que le une a ella porque el resultado no es «artificial y arbitrario» sino «forjado por un origen común, simpatías mutuas, principios afines, relaciones geográficas y necesidades compartidas». Este entramado de historia e intereses comunes no admite otra forma de disolución que «mediante la revolución o el consentimiento de los demás Estados»[228].
Esta vieja sentencia volvió a ser invocada por el Tribunal Supremo de Alaska para prohibir un referéndum de independencia, considerando que tal iniciativa era completamente inconstitucional[229].
No es frecuente que las Constituciones recojan expresamente el principio de integridad territorial, seguramente por considerarlo innecesario ya que sin él no se concibe el Estado. En la francesa de 1958 la integridad territorial se configura como un límite a la reforma constitucional; el cuarto párrafo de su artículo 89 dice: «Aucune procédure de révision ne peut être engagée ou poursuivie lorsqu’il est porté atteinte à l’intégrité du territoire» (No es admisible ninguna reforma de la Constitución francesa que afecte al territorio del Estado)[230].
Estas cláusulas de intangibilidad o límites a la reforma de la Constitución tienen tradición en la historia del constitucionalismo. Los primeros textos constitucionales solían establecer límites temporales para la primera reforma (cuatro años para la Constitución francesa de 1791, título VIII, artículo 3; ocho años en la española de Cádiz de 1812, artículo 375, etcétera), pero más tarde, en las Constituciones europeas se prefirieron las restricciones sustantivas, para prohibir reformas que pudieran afectar, principalmente, a la preservación de la democracia y la estructura del Estado. El artículo 79.3 de la Ley Fundamental de Bonn prescribe: «Es inadmisible toda modificación de la presente Ley Fundamental que afecte a la división de la Federación en Länder, o al principio de cooperación de los länder en la legislación, o a los principios consignados en los artículos 1 y 20»[231]. La Constitución italiana también prohíbe reformas constitucionales que afecten a la «forma republicana» de gobierno (artículo 139).
Algunas viejas corrientes doctrinales de principios del siglo XX[232] negaban todo valor jurídico a esas cláusulas de intangibilidad. Aducían que son fácilmente franqueables: primero se reformaría la cláusula prohibitiva y, despejado el obstáculo, la Constitución después. Además se alegaba contra su eficacia la imposibilidad de oponer un precepto constitucional como parámetro de validez de otra norma de la misma naturaleza. Pero estas objeciones no han sido difíciles de superar cuando la doctrina ha desarrollado la observación de que puede haber preceptos constitucionales que sean inconstitucionales, y que corresponde al Tribunal Constitucional depurarlos[233].
Hay también una objeción de naturaleza más política que jurídica, que se derivó de lo establecido en el artículo 30 de la Declaración de derechos francesa aprobada el 29 de mayo de 1793 (fue la segunda; la primera se aprobó en 1789, como es conocido), donde se prescribía que el poder constituyente de hoy no podía limitar al poder constituyente de mañana (exactamente: «Le pouvoir constituant d’un jour n’a aucun titre à limiter le pouvoir constituant de l’avenir»). Este límite es perfectamente lógico y comprensible: cuando usa el poder constituyente, el soberano ejerce una facultad máxima, irresistible y plena, frente a la que no hay ninguna situación establecida que pueda oponerse. Sin embargo, las cláusulas de intangibilidad no se establecen frente al poder constituyente, que es ilimitado por antonomasia, sino frente al poder de reforma constitucional. Este se constriñe para evitar que incida sobre decisiones esenciales que la sociedad ha tardado períodos históricos muy largos en depurar y resolver hasta dejar definidas nociones o valores que no resulta pertinente poner de nuevo en discusión, con el riesgo de debilitarlos o desvirtuarlos. Forman parte esencial de la arquitectura institucional elegida por la Constitución para asegurar la paz y la felicidad de los ciudadanos. Las cláusulas de intangibilidad expresan así los fundamentos en que se apoya la «legitimidad constitucional» (Hauriou)[234]. Las Constituciones han servido para componer intereses que se presentaban como irreconciliables, fijando en consecuencia los principios básicos en que el acuerdo común resulta obligado para establecer un mínimo orden de convivencia. Este fondo esencial debe ser preservado y al servicio de esta protección se configuran «zonas exentas a la discusión social y a la acción de cualquier poder constituido, incluido, naturalmente, el poder de reforma, y que son las que, jurídicamente, se materializan en las cláusulas de intangibilidad o límites explícitos de la reforma»[235].
Podrá objetarse ahora que ni la integridad territorial de España ni ningún otro valor que la Constitución haya consignado tienen una protección frente a las reformas porque en dicho texto el poder de reforma se ha considerado como abierto y sin límites, hasta el punto de que acepta la «revisión total» (artículo 168.1), extremo en el que el poder de reforma coincide con el poder constituyente. Las limitaciones se trasladan en tal caso al procedimiento de reforma, que se complica y exige acuerdos políticos de dificultad extrema para que pueda ser llevado a buen término.
No obstante, la doctrina de la reforma constitucional conoce también la noción de límites materiales implícitos a la reforma. Se alude con ello a supuestos en que, aun a falta de cláusulas de intangibilidad expresas, pueden considerarse inconstitucionales reformas que atacan al orden de valores sobre los que la Constitución misma se sostiene, o implican la destrucción o descomposición del Estado, o eliminan principios legitimadores del ordenamiento constitucional. Entre ellos me parece que pueden situarse los principios de unidad e integridad territorial.
Sostengo con ello que el poder de reforma ordinario no puede utilizarse legítimamente para modificar, directa o indirectamente, o afectar siquiera, la esencia de dichos principios. Ninguno de los dos aparece consignado como un límite al poder de reforma en la Constitución de 1978, pero ninguna duda puede caber de que ambos son principios estructuradores del ordenamiento constitucional. El primero, vinculado a la «indisoluble unidad» y la indivisibilidad de la «Nación española» (artículo 2), y la integridad del territorio, aunque proclamada de forma indirecta, es nada menos que un valor habilitante de la intervención de las Fuerzas Armadas (artículo 8.1) para procurar su defensa.
La conclusión que quería establecer es que la segregación de una parte del territorio de España para formar un Estado independiente es un hecho constituyente que necesita la concurrencia de voluntades suficientes para cambiar la Constitución de raíz, y sustituirla por otra basada en valores distintos (y no sólo por lo que a la unidad y al territorio se refiere). Aunque tal operación fuera posible mediante una reforma total de la Constitución (artículo 168.1), la reforma tiene que actuar con el consentimiento del sujeto constituyente, que es el pueblo soberano. Sin este requisito no pueden producirse reformas que afecten directa o indirectamente a la integridad territorial. Sin el consentimiento del constituyente una secesión de parte de la población, con el territorio en que se asienta, para constituir un nuevo Estado sólo puede ser un hecho revolucionario, o, por mejor decir, una decisión no amparada en la Constitución que genera una situación de hecho que sólo podría consolidarse y estabilizarse si lo consiente el propio Estado y lo ampara la comunidad internacional como ocurrió en Kosovo.
Quiero suponer que no resulta excesiva esta valoración jurídica de la intangibilidad del territorio porque en el mundo en general, y en Europa en particular, ha habido a lo largo de la historia numerosísimas emergencias de estados nuevos y alteraciones de fronteras que, si no se han apoyado en acuerdos voluntariamente adoptados, han sido siempre la consecuencia de revoluciones y guerras.
Que la DUI sea un hecho revolucionario no es contradictorio con que la Corte Internacional de Justicia haya dicho (bastante irresponsablemente, al menos por lo que ha dejado de resolver y argumentar sobre los muchos problemas que su aseveración plantea) que las declaraciones unilaterales de independencia no contravienen el derecho internacional. Aceptado que así sea, la calificación de ilegal o revolucionaria de una acción independentista tiene que hacerse desde la perspectiva del derecho constitucional interno. Aunque para el derecho internacional las declaraciones de independencia fueran indiferentes, desde la perspectiva del derecho interno afrentan la Constitución y la legalidad.
Las DUI, en cuanto expresan la voluntad de una sola de las partes enfrentadas en un conflicto de soberanía, contradicen los principios democrático y de protección de las minorías en que dicen fundamentarse. ¿Cómo se delimita el territorio afectado por la declaración unilateral de independencia? Incluso cuando se utilicen criterios históricos o presentistas (las fronteras serán las actuales de Cataluña), pueden afectar a minorías que, dentro de ese mismo territorio, no desean la independencia. La famosa resolución del Tribunal Supremo canadiense de 1998, tantas veces utilizada por los informes oficiales que apoyan el movimiento independentista catalán, fundamenta la legitimidad del referéndum de Quebec, además de en el principio democrático, en el de protección de las minorías, que es muy importante en la Constitución canadiense. Pero no se hace notar que esta invocación trata de proteger no al conjunto de la población de Quebec, sino a los indios que estaban asentados en ese territorio antes de que llegaran los primeros colonos franceses. La protección de sus derechos, en caso de que Quebec llegara a ser independiente, tendría que consistir en dejarles elegir si preferían vincularse al nuevo Estado o mantener la vieja relación con Canadá[236].
Con ocasión del referéndum escocés, los informes preliminares consideraron que, en una negociación final, tendría que plantearse el problema de los territorios actualmente pertenecientes a Escocia pero próximos a la frontera de Inglaterra que, probablemente, preferirían mantener su estatuto previo a la reclamada independencia de aquella nación.
Estos problemas se plantean siempre, ya sea tras un referéndum de independencia legítimo o de una DUI ilegítima. Salvo que se aspire a imponer a las minorías un Estado nuevo por la fuerza.
Las disidencias internas pueden suscitarse también en el seno de Estados de estructura territorial compleja, autonómica o federal. Aunque no afecten a las fronteras establecidas entre la Federación y otros Estados, suscitan algunos problemas que pueden ilustrar la delicada cuestión del respeto a las minorías.
La secesión del cantón del Jura en Suiza es un ejemplo ilustrativo. Este cantón fue establecido el 1 de enero de 1979, segregándolo del cantón de Berna, y quedó constituido como el número veintitrés de los confederados. Era el primero que se creaba después de la Constitución de 1848. Se esgrimieron diferencias lingüísticas, económicas e incluso religiosas para justificar la separación. Hasta en términos políticos tenían los obreros del Jura antecedentes de ser mucho más activistas de lo que lo es en general la tranquila población suiza (la primera federación que se asoció a la Primera Internacional fue la de «Relojeros anarquistas del Jura»).
La separación exigió cumplir los requisitos constitucionales establecidos tanto en la Constitución suiza como en la del cantón de Berna. A esta última se añadió una previsión que habilitaba la celebración de una consulta popular en el Jura. De los siete distritos que lo integraban, sólo tres dieron su aprobación. Hubo que celebrar cuatro referéndums más en los distritos que habían rechazado la secesión, que dieron otra vez resultados negativos. El Jura independiente quedó integrado solamente por aquellos tres distritos anuentes, aprobando su Constitución el 20 de marzo de 1977. Más tarde fue preciso otro referéndum en el que toda la población suiza fue consultada para que la Constitución federal recogiera la existencia del nuevo cantón. Se celebró el 24 de septiembre de 1978.
El 24 de noviembre de 2013 se llevó a cabo otra consulta en las dos partes del Jura, el nuevo cantón independiente francófono, y el territorio todavía adscrito al cantón de Berna, para que decidieran si pasaba a incorporarse al Jura. Los votantes volvieron a dar la espalda a los separatistas por una abrumadora mayoría.
Retomaré ahora de nuevo las perspectivas internacionales del problema del separatismo porque, establecido ya, conforme a la resolución del asunto Kosovo, que una declaración unilateral de independencia no es necesariamente contraria al derecho internacional, conviene precisar que el derecho internacional contiene reglas sobre el derecho de autodeterminación, aunque la Corte Internacional de Justicia declinara pronunciarse sobre la mayor parte de sus problemas de aplicación[237].
Además de los principios sobre el derecho de autodeterminación contenidos en los tratados (artículo 1.º de los dos Pactos internacionales sobre derechos de 1966), hay dos resoluciones de la Asamblea General de las Naciones Unidas que precisan su alcance. La 1514 y la 5625. La primera fue dictada con pretensiones regulatorias limitadas a casos de dominación colonial y extranjera. La segunda obliga a todos los Estados con independencia de la anterior situación. Tiene una doble proyección: implica el derecho de cada comunidad constituida como Estado a la determinación interna, es decir, a resolver sobre su autoorganización y sus políticas; y, por otra parte, a la libre determinación externa, que afecta a la política exterior, para que pueda programarse y ejecutarse sin interferencias de otros Estados. En este doble sentido España cumple con los principios de la segunda resolución citada. Como han remarcado nuestros internacionalistas mejor informados, «la libre determinación en el seno de un Estado, que no tiene colonias, ni es racista, ni ocupa territorios de otros pueblos, es decir, en Estados consolidados en su territorio —como España, Reino Unido, Canadá— se ejerce cuando toda la ciudadanía del territorio participa en la organización político-administrativa y en la formulación y decisión de las normas que rigen el Estado. La opción autonómica, la federal, la cantonal, la municipal o la regional son formas legítimas de ejercicio de la libre determinación». También la opción por un Estado unitario, como en Francia por ejemplo[238].
El reconocimiento del derecho de libre determinación, en cualquiera de las dos resoluciones citadas, ha de respetar los principios de unidad e integridad territorial de los Estados consolidados. Aunque tanto la libre determinación como la unidad e integridad territorial son principios estructurales, se reconoce la prevalencia de estos últimos sobre el primero.
El párrafo sexto de la resolución 1514 no deja dudas al respecto: «Todo intento encaminado a quebrantar total o parcialmente la unidad nacional y la integridad territorial de un país es incompatible con los propósitos y principios de la Carta de las Naciones Unidas».
Y la resolución 2625: «Ninguna de las disposiciones de los párrafos precedentes se entenderá en el sentido de que autoriza o fomenta cualquier acción encaminada a quebrantar o menospreciar, total o parcialmente, la integridad territorial de Estados soberanos e independientes que se conduzcan de conformidad con el principio de la igualdad de derechos y de la libre determinación de los pueblos antes descritos y estén, por tanto, dotados de un gobierno que represente a la totalidad del pueblo perteneciente al territorio, sin distinción por motivos de raza, credo o color».
Las dos resoluciones establecen, por tanto, que el derecho de autodeterminación no incluye que sea legítima su invocación para destruir estados soberanos independientes. Fuera de la hipótesis, que se concibe como única excepción, de que el Gobierno constituido no represente a la totalidad del pueblo. Salvo que concurra esta circunstancia o se esté en casos de dominación colonial o racista, el derecho de libre determinación no puede ser invocado por grupos de población que forman parte de un Estado democrático consolidado.
La conclusión sobre la inaplicabilidad de esas excepciones en España, y la inadecuada utilización por el nacionalismo catalán del derecho internacional como fundamento jurídico de su supuesto derecho a la independencia, no puede ser razonablemente impugnada.
Lo que quedaría es la posibilidad residual de constituir un nuevo Estado, a partir de una comunidad y territorio de otro preexistente, por la vía de hecho. Ya he indicado que, desde el punto de vista de la Constitución, se trata de una operación contraria a sus principios y revolucionaria. Sin embargo, desde un punto de vista internacional, un Estado existe cuando una comunidad asentada sobre un territorio definido asume el ejercicio de todo el poder y lo hace de forma estable y permanente a través de instituciones a las que corresponden las facultades legislativa, ejecutiva y judicial. Cuando se dan estas circunstancias, el Estado existe de hecho y pudiera ser reconocido por otros Estados pese a que su formación contraviniera cualesquiera reglas jurídicas. No hay Estados nuevos que, salvo consenso previo, nazcan con el beneplácito del Estado al que pertenecían. Lo importante es la constatación de su existencia de hecho, con independencia de su legitimidad de origen. Si una situación meramente fáctica se estabiliza y mantiene, podrá darse por existente el nuevo Estado. Incluso aunque no sea reconocido por otros Estados. Un eventual aval o apoyo en forma de reconocimiento de otros Estados contribuirá a consolidar el nuevo, pero, aunque ello no ocurra de modo formal e inmediato, los demás Estados, paulatinamente, pueden tender a adecuar las relaciones con el nuevo Estado para, al menos, proteger a sus nacionales y empresas.
Sin necesidad de declaraciones formales, los territorios independentistas pueden avanzar mucho en la consolidación de instituciones en todo parangonables a las de un Estado, así como en la sustitución o desconocimiento de la legalidad procedente del Estado matriz.
Todas las hipótesis posibles concernientes a la autodeterminación de Cataluña quedan enmarcadas en lo expuesto hasta ahora. La dinámica independentista va acompañada de programas especulativos sobre la continuidad de Cataluña en las organizaciones internacionales y en la Unión Europea. Las proclamas políticas sostienen interpretaciones, a veces inaceptables, de los tratados internacionales y comunitarios, ofreciendo seguridades de que una Cataluña independiente conservaría la misma posición que el Estado español tendría en las organizaciones internacionales o supranacionales correspondientes. Dos informes del Consell per a la Transició Nacional han contemplado también estas cuestiones[239]. Dan los dos rienda suelta al voluntarismo más enterizo, se olvidan del contenido de los textos que pretenden interpretar y su práctica, y acaban dando por hecho que Cataluña será inmediatamente un nuevo Estado de la Unión Europea y un miembro más de las organizaciones internacionales más importantes, como la ONU[240].
Las reglas del derecho de las organizaciones internacionales y sus tratados constitutivos, así como el derecho comunitario, no permiten ninguna duda sobre la continuidad del Estado matriz y la inmediata exclusión del nuevo Estado. Este habrá de iniciar una negociación y superar la difícil prueba de la aceptación unánime de los socios en unos casos (Unión Europea), o la no concurrencia de vetos en otros (ONU)[241].
La duración de estas negociaciones es impredecible. Sólo puede decirse que una separación no consentida por el Estado español haría imposible que el proceso se iniciara y, desde luego, pudiera concluir de modo inmediato. Pero como, a partir de este punto, todos son especulaciones sin bases jurídicas sólidas, no me parece que sea de interés adentrarse en la disputa.