En defecto de las evidentemente necesarias reformas de la Constitución, Cataluña inició un proceso de reforma estatutaria de gran aliento que culminó con la aprobación parlamentaria, ratificación en referéndum y aprobación final por las Cortes Generales en 2006 de un nuevo Estatuto.
Verdaderamente la reforma estatutaria no podía hacer las veces de una reforma constitucional que solventase los muy serios defectos y problemas advertidos al cabo del tiempo, que se han resumido en el capítulo anterior, sino que sólo pretendía mejorar la posición política de Cataluña dentro del Estado y remarcar sus diferencias históricas y culturales con las demás comunidades autónomas, asumiendo algunas atribuciones nuevas, creando determinadas instituciones de autogobierno, definiendo mejor las relaciones intergubernamentales y afianzando más firmemente las cotas competenciales alcanzadas sobre la base de establecer frenos a las intromisiones de la legislación o del propio Gobierno del Estado. Los Gobiernos catalanes sucesivos, desde los años ochenta, habían reclamado sin desmayo contra las violaciones continuas del pacto estatutario de 1979, producidas mediante leyes, reglamentos o simples decisiones administrativas que intervenían en cuestiones propias de las competencias de Cataluña, que resultaban laminadas en consecuencia.
Y, quizás por encima de todos los indicados propósitos, la reforma de 2006 puso en valor también algunos conceptos que no habían sido utilizados en el Estatuto de 1979 y que tienen, para el nacionalismo catalán, un marcadísimo valor simbólico: la idea de la nación catalana, sus derechos históricos, los poderes emanados del pueblo de Cataluña como sujeto soberano distinto del español, y otras nociones semejantes. Se trajeron a la letra del Estatuto evitando las versiones más rotundas de las ideas que representaban, pero resultaba indisimulada la importancia de su presencia en la nueva norma.
El nuevo Estatuto, según se insistía en todos sus antecedentes, que se llevaron al preámbulo mismo, pretendía «profundizar en el autogobierno». Evidentemente su texto se diferenciaba grandemente del de 1979 en cuanto a su apariencia externa, a las formas, a la manera de expresar los conceptos, incluso en la sistemática. Consiguió ser apoyado fervorosamente por todos los grupos políticos catalanes significativos, que trasladaron también su entusiasmo a una parte del pueblo de Cataluña que asumió que la nueva norma traía consigo un incremento notable del autogobierno y contribuiría a resolver definitivamente la «cuestión catalana» mediante fórmulas adecuadas de integración con España.
Escribí, en las fechas en que el Estatuto de 2006 era todavía un proyecto, un pequeño ensayo que titulé El mito del Estatuto Constitución en el que destacaba que uno de los rasgos del nuevo texto radicaba en su pretensión de parecerse a la Constitución misma. Directa o indirectamente, se citaba en él a una nación y a un pueblo, del que emanaban los poderes reconocidos en el Estatuto, se fijaba un catálogo de derechos mucho más extenso que el que figuraba en la norma de 1979; se extendió su parte orgánica para regular las instituciones de la Generalitat a imagen y semejanza de las que la Constitución fija para la gobernación del Estado, incluido el orden judicial, y se apuró la descripción de las competencias propias de la Comunidad Autónoma con un pormenor y esfuerzo llamativo y extraordinario, como queriendo precaverse la norma frente a cualquier usurpación decidida por cualquier otro legislador en el futuro. El punto de vista que sostuve sobre este esfuerzo de equiparar el Estatuto a la Constitución fue que resultaba bastante inocente. Un Estatuto no es la Constitución, ni puede serlo, sino una norma subordinada a ella y, por tanto, ningún contenido del Estatuto que resultara incompatible con las determinaciones de la norma fundamental perduraría frente a una impugnación. Sin perjuicio de lo cual, también sostuve que había contenidos puramente aparenciales, simbólicos, sin un contenido normativo propio, sin más pretensiones que reproducir conceptos, principios o valores que ya están en la Constitución (señaladamente en materia de derechos fundamentales) y a los que no añadía el texto estatutario ningún contenido normativo propio. Otras determinaciones estatutarias, principalmente en materia de competencias, resultaban ser una compilación y sistematización, no siempre exacta, de lo que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional había venido estableciendo con ocasión de interpretar conceptos constitucionales (legislación, bases, exclusividad, legislación compartida, ejecución) o el contenido material de algunas competencias.
Aquella gran reforma de la norma institucional básica del autogobierno de Cataluña, que aparentemente ilusionó al nacionalismo o, al menos, dio nuevas seguridades a la integración de Cataluña en el Estado, fue demolida por una sentencia del Tribunal Constitucional dictada cuatro años después, tras una agotadora espera durante la cual estuvieron desenfundadas todas las armas de la política para evitar el fallo o advertir de sus posibles consecuencias negativas.
El intento de renovar el Estatuto de autonomía había incurrido en notables errores políticos y técnicos. No fue consensuado con el Partido Popular, que era la segunda fuerza política del Estado, el primer partido de la oposición, y se sacó adelante sin sus votos en las Cortes. Pero fueron los parlamentarios populares los primeros recurrentes ante el Tribunal Constitucional.
Desde una perspectiva más estrictamente constitucional, la reforma fue el canto del cisne del principio dispositivo, el último graznido de un principio que se había convertido en el deus ex machina del sistema de autonomías territoriales. En capítulos anteriores lo hemos visto desarrollar sus virtudes desde que lo inventaron la Constitución republicana de 1931 y el Estatuto catalán de 1932. En virtud del principio dispositivo, el contenido material del poder y las instituciones de las comunidades autónomas se definen por los estatutos de autonomía. Como la Constitución no establece la medida exacta de esa autoatribución de poder, la potencia reguladora del principio es inmensa porque, usándola, el Estatuto puede ampliar la autonomía o revisarla tanto y cuantas veces quiera.
Posiblemente la ilusión que generó el hecho de que el entonces presidente del Gobierno prometiera a Cataluña que haría aprobar por las Cortes Generales el mismo texto que aprobara el Parlamento catalán hizo que los técnicos redactores de la nueva norma no advirtieran, o que los Gobiernos y parlamentarios desestimaran, una cláusula, que figura manifiesta en el artículo 147.1 de la Constitución, según la cual las facultades dispositivas de los Estatutos han de desarrollarse «dentro de los términos de la presente Constitución».
Esta regla supone que el Estatuto no puede vulnerar materialmente la Constitución ni cambiar tampoco los procedimientos en ella establecidos para la regulación de determinadas instituciones o asuntos. El Estatuto no incurrió en el primer defecto casi nunca, pero sí aspiró a asumir funciones interpretativas de conceptos constitucionales, que es tarea que la Constitución encomienda al Tribunal Constitucional, y también sustituyó en algunos puntos atribuciones que la Constitución confiere expresamente al legislador estatal para que actúe a través de leyes distintas de los estatutos de autonomía.
Por unas razones o por otras, y evitando aquí un desarrollo jurídico más pormenorizado del problema, lo cierto es que el Estatuto se puso, en relación con algunos extremos regulados, en el lugar de la Constitución. Nada de lo que establecía era, por su naturaleza, ilegítimo, pero el proyecto fue mal concebido porque el Estatuto carecía de fuerza normativa suficiente para desplazar a la Constitución misma.
La legitimidad de origen del Estatuto, avalada por el Parlamento y el pueblo de Cataluña, y refrendada por las Cortes Generales, se derrumbó ante la legalidad constitucional. Resulta inconcebible que no se buscaran otros caminos más adecuados para evitar esa confrontación tan grave, y que terminara remitiéndose al Tribunal Constitucional un arreglo que debería haberse producido en sede política.
Buena parte de las ambiciones depositadas en el Estatuto de 2006 fueron desautorizadas por una sentencia histórica como es la STC 31/2010, de 28 de junio de 2010, que resuelve el recurso de inconstitucionalidad contra la Ley Orgánica 6/2006, de 19 de julio, de reforma del Estatuto de autonomía de Cataluña.
Es posible que quienes elaboraron y aprobaron este texto estatutario pensaran que nunca sería impugnado ante el Tribunal Constitucional, pero, interpuesto el recurso de inconstitucionalidad por noventa y nueve diputados del Grupo Popular del Congreso, la respuesta que iba dar al mismo el Tribunal era perfectamente predecible. Bastaba, simplemente, con repasar su jurisprudencia sobre los problemas jurídico constitucionales que suscitaba el Estatuto para poder anticipar la solución. Era, a mi juicio, segura la desautorización de la parte de su articulado que resultara contraria a las interpretaciones de la Constitución ya establecidas en aquella jurisprudencia. Lo único impredecible era cuántas veces iba el Tribunal Constitucional a salvar la norma de declaraciones de nulidad radical, acudiendo al recurso de la «interpretación conforme».
La STC 31/2010 lo hizo con enorme amplitud y de modo, a mi juicio, manifiestamente abusivo, forzando la literalidad de algunos preceptos, la voluntad del legislador, el espíritu y la sistemática de la norma, y sustituyéndola por su propio arbitrio. No interpretando la norma, sino más bien creándola al margen del espíritu y de la letra de los preceptos examinados.
El Tribunal Constitucional no dejó pasar, pese a las apariencias, aquellos aspectos del texto estatutario que más importaban a sus mentores. Las mayores críticas formuladas desde los partidos nacionalistas se han centrado en reprobar que el Tribunal Constitucional haya desautorizado que Cataluña sea una nación en sentido político, que el origen del poder de la Generalitat esté en el pueblo de Cataluña, y que haya condicionado la implantación de sus símbolos y de su lengua propia. Todos estos aspectos eran centrales. Hace falta subrayarlo porque en el Estatuto de 2006 aparecían expuestos con manifiesta precaución por que no pudiera imputarse a tales declaraciones su incompatibilidad con los principios en que se asienta el sistema constitucional entero. El Tribunal Constitucional respondió en la STC 31/2010 a tal disimulo con argumentaciones verdaderamente sorprendentes, circunloquios, paráfrasis, anáforas y paradojas dirigidas a salvar la constitucionalidad de las partes del Estatuto implicadas sobre la base de hacerles decir lo que no dicen.
Véase más en claro lo que quiero destacar:
—El Estatuto no dice en ninguno de sus artículos que Cataluña sea una nación, ni deriva de esta circunstancia consecuencias normativas concretas. Pero la nación y el orden de consecuencias antes indicado aparecen, esquivos y de soslayo, en el Estatuto y, de modo indirecto, en algunos preceptos con las siguientes formulaciones: el preámbulo afirma que «El autogobierno de Cataluña se funda en la Constitución así como en los derechos del pueblo catalán…», «El Parlamento de Cataluña, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Cataluña, ha definido de forma ampliamente mayoritaria a Cataluña como nación…».
—La STC 31/2010 aborda la validez de esas declaraciones sin enfrentarse directamente a ellas sino asegurando que al preámbulo de un Estatuto de autonomía no puede atribuírsele una función interpretativa que se sobreponga a la del intérprete supremo de la Constitución, que es el propio Tribunal Constitucional. Con lo cual el Tribunal Constitucional ha evitado pronunciarse sobre si es constitucionalmente aceptable que un territorio del Estado se autocalifique como nación. Simplemente ha dicho que cuando el preámbulo habla de nación, quiere decir nacionalidad, porque si quisiera decir nación, no podría interpretarse de tal manera por ser contrario a la Constitución.
—Las declaraciones del preámbulo son relevantes en sí mismas. Pero el TC les priva de tal relevancia sustantiva y las valora sólo en la medida en que se recogen o proyectan en preceptos concretos del articulado, como ocurre en los artículos 2.4, 5, 7 y 8, por ejemplo. El artículo 2.4 del Estatuto afirma que los «poderes de la Generalitat emanan del pueblo de Cataluña» y el Tribunal Constitucional responde que el pueblo de Cataluña no es «sujeto jurídico que entre en competencia con el titular de la soberanía nacional cuyo ejercicio ha permitido la instauración de la Constitución», sino que «el pueblo de Cataluña comprende así el conjunto de ciudadanos españoles que han de ser destinatarios de las normas, disposiciones y actos en que se traduzca el ejercicio del poder público constituido en Generalitat de Cataluña». Es seguro que el pueblo de Cataluña es el destinatario de las decisiones de los poderes catalanes, de esto no cabe ninguna duda; pero lo que en verdad dice el artículo 2.4 es, como ya he reproducido, que los «poderes de la Generalitat emanan del pueblo de Cataluña», lo que no es lo mismo por más que se empeñe el TC en disimularlo. En todo caso, la interpretación conforme ha dejado sin contenido la norma impugnada, porque la hace disponer algo bastante obvio, que resulta directamente de la Constitución y de otros preceptos del Estatuto, y se desentiende de su literalidad.
—El artículo 5 afirma que «El autogobierno de Cataluña se fundamenta también en los derechos históricos del pueblo catalán…». Y el Tribunal Constitucional argumenta que el precepto no es «fundamento jurídico propio del autogobierno de Cataluña al margen de la Constitución misma», lo cual es seguro, pero tampoco resulta de la literalidad del precepto, como basta con su lectura para comprobar.
—El artículo 7 del Estatuto utiliza los conceptos de «ciudadanía» y «ciudadano», que también emplean los artículos 6.2 y 11.2. Los usa de modo expreso, como es manifiesto. El concepto de ciudadano no debería ser vario, sino unitario. Pero el Tribunal Constitucional afirma que cuando lo emplea el Estatuto de Cataluña, no lo está haciendo para usar un concepto que se oponga al de ciudadanía española o para referirse a un sujeto ajeno al pueblo español del artículo 1.2 CE que fuese titular de una suerte de poder soberano propio. «Los ciudadanos de Cataluña no pueden confundirse con el pueblo soberano». Así lo afirma el Tribunal, lo que le basta para sostener que, interpretado el precepto de esta forma, no es contrario a la Constitución. Y de esta manera evita pronunciarse sobre si un Estatuto puede usar el concepto de ciudadano y de ciudadanía en un sentido distinto del que establece la Constitución.
—El artículo 8, en fin, por concluir esta relación que sólo formulo ad exemplum, usa el concepto de «nacionales» para referirlo a los símbolos de Cataluña. Aplicación del calificativo que, según los recurrentes, remite a la nación catalana, incompatible con la unidad e indivisibilidad de la nación española que proclama el artículo 2 CE. A esta objeción contesta la STC que comento argumentando que la «indisoluble unidad de la nación española» hace imposible que ninguna otra colectividad territorial pueda reclamar para sí la condición de comunidad nacional. Por tanto, no cabe referir el término «nación» a otro sujeto que no sea el pueblo titular de la soberanía. Dicho lo cual, y como quiera que el preámbulo también utiliza los términos «nación» y «realidad nacional», afirma que estas expresiones del preámbulo «carecen de eficacia jurídica interpretativa». Y acepta en consecuencia que puedan ser utilizadas aunque hayan de interpretarse en el sentido indicado en la Sentencia, que acabo de resumir.
Basta lo remarcado con los ejemplos anteriores para dejar expresados los términos del juego floral: el Estatuto usa conceptos que en la Constitución tienen una significación jurídica concreta. Los emplea en el preámbulo o de modo indirecto, con ocasión de establecer diversas reglas o asentar principios sin explicitar las consecuencias jurídicas que derivan de los mismos, porque están evidentemente implícitas en el significado de los conceptos. La Sentencia del Tribunal Constitucional resuelve formulando hipótesis sobre la significación de los conceptos, que no es la que realmente tienen ni la que se les pretendió dar, sino inventándose otro más concorde con la Constitución, para evitar declarar incompatible el enunciado. Para ello se ve obligada a privarle de su significado constitucional y atribuirle otro que no figura en el texto del Estatuto ni estuvo en la intención del legislador.
Otros extremos del Estatuto de 2006, que también contribuyeron a plasmar el mito del Estatuto-Constitución, fueron los concernientes a las extensas declaraciones de derechos que se incluyeron en el texto, o a la complitud del marco institucional de la Generalitat que, en esta ocasión, se extendía también a la creación de instituciones vinculadas al poder judicial como el Consejo de Justicia de Cataluña, o que ejercen funciones de naturaleza jurídico-constitucional como el Consejo de Garantías Estatutarias[179]. Pero merece la pena señalar que el exceso, en estos casos, ha consistido en que el Estatuto ha pretendido sustituir la función que tienen constitucionalmente encomendadas otras leyes del Estado, como la Ley Orgánica del Poder Judicial o la del Consejo General del Poder Judicial (FJ 17 de la sentencia).
En lo que concierne a las extensas declaraciones de derechos fundamentales, la STC que analizamos considera que derechos de esta naturaleza «son, estrictamente, aquellos que, en garantía de la libertad y de la igualdad, vinculan a todos los legisladores». «Los derechos reconocidos en Estatutos de autonomía han de ser, por tanto, cosa distinta. Concretamente, derechos que sólo vinculen al legislador autonómico» (FJ 16). Aclara[180] que realmente bajo el nomen «derechos» se esconden realidades muy diversas: normas programáticas, normas que prescriben fines al legislador, principios rectores que vinculan exclusivamente al poder público catalán, etcétera. Pero en algunas ocasiones también se enuncian derechos fundamentales, lo cual no es propio de un Estatuto de autonomía por la propia razón que indica la Sentencia en el párrafo antes transcrito. No obstante lo cual, lo acepta siempre que la declaración contenida en el Estatuto sea simplemente «reiterativa; esto es, si se limitara a hacer lo que ya se ha hecho en la Constitución». Lo que no sería admisible es que el Estatuto desarrollara el contenido de los derechos fundamentales porque en tal caso se vulneraría el principio de igualdad de todos los españoles en dicha materia (FJ 17).
Otra cuestión crucial, con la que terminaré esta selección simplemente ejemplificativa de temas relevantes tratados en la Sentencia, que es tal vez la más sustantiva desde el punto de vista del contenido material de los poderes que el Estatuto ha pretendido atribuir a la Generalitat, concierne a las competencias. El Capítulo I del Título IV se refiere a la «tipología de las competencias», distinguiendo entre competencias de naturaleza «exclusiva» (artículo 110), «compartida» (artículo 111) y «ejecutiva» (artículo 112). Estos conceptos figuran también en la Constitución y se emplean para definir el contenido y alcance de las funciones normativas u otras atribuidas a los poderes públicos. El Estatuto de Cataluña ha añadido, al empleo de los conceptos, una explicación de su significación. Por ejemplo, el artículo 110.1 sostiene que «Corresponden a la Generalitat, en el ámbito de sus competencias exclusivas, de forma íntegra, la potestad legislativa, la potestad reglamentaria y la función ejecutiva». Y el artículo 111 señala que en las materias que el Estatuto atribuye a la Generalitat de forma compartida con el Estado, le corresponden a la Comunidad Autónoma las potestades legislativa y reglamentaria y la función ejecutiva «en el marco de las bases que fije el Estado como principios o mínimo común normativo en normas con rango de ley, excepto en los supuestos que se determinen de acuerdo con la Constitución y el presente Estatuto».
Hago notar, en fin, que también en este punto la Sentencia del Tribunal Constitucional era perfectamente predecible porque algunos de los enunciados de los preceptos referidos desatendían, sin ningún circunloquio ni ambages, lo que había establecido la jurisprudencia del propio Tribunal Constitucional al interpretar algunos conceptos constitucionales. Por ejemplo, la significación del concepto «bases» que utiliza el artículo 111 del Estatuto: dice la Sentencia al respecto que dicho precepto eleva «a regla esencial una sola de las variables admitidas por este Tribunal en la definición del concepto de bases estatales», porque es reiterativo en la jurisprudencia que se han de fijar las bases normalmente en normas con rango de ley, pero no es totalmente excluible que se pueda predicar el carácter básico de normas reglamentarias y de actos de ejecución del Estado (SSTC 69/1988, de 19 de abril, y 235/1999, de 16 de diciembre, entre muchas).
El reproche que la sentencia hace al Estatuto, por atribuirse indebidamente la función de definir conceptos que son de naturaleza constitucional, es terminante: «Un límite cualitativo de primer orden al contenido posible de un Estatuto de autonomía es el que excluye como cometido de este tipo de norma la definición de categorías constitucionales… Entre dichas categorías figuran el concepto, contenido y alcance de las funciones normativas de cuya ordenación, atribución y disciplina se trata en la Constitución en cuanto norma creadora de un procedimiento jurídicamente reglado de ejercicio del poder público. Qué sea legislar, administrar o juzgar; cuáles sean los términos de la relación entre las distintas funciones normativas y los actos y disposiciones que resulten de su ejercicio; cuál el contenido de los derechos, deberes y potestades que la Constitución erige y regula son cuestiones que, por constitutivas del lenguaje en el que ha de entenderse la voluntad constituyente, no pueden tener otra sede que la Constitución formal, ni más sentido que el prescrito por su intérprete supremo (artículo 1.1 LOTC)» (FJ 57). Resulta que la pretensión del Estatuto implica una sustitución de la función del Tribunal Constitucional y, por ende, de la Constitución misma.
Las reacciones frente a la STC 31/2010 fueron, al principio, desconcertadas. La evaluación más absurda consistió en medir las consecuencias de la Sentencia atendiendo únicamente al alcance de sus declaraciones de nulidad de preceptos concretos. Me parecen mucho más acertadas las valoraciones que, desde la perspectiva de los intereses nacionalistas, dramatizaron la significación de la misma al considerar que hizo añicos el Estatuto frustrando sus principales pretensiones. En líneas generales, comparto esta última valoración, a la que sólo añadiría una crítica al empeño del Tribunal Constitucional por evitar declaraciones de nulidad y enredarse en una sentencia interpretativa, no sólo compleja sino, a mi juicio, indebidamente creativa. De esta manera la Sentencia ha empeorado más las cosas al hacer más difícil la comprensión y aplicación del Estatuto y de la propia Constitución; descarga sobre los hombros de los aplicadores de las normas una tarea hercúlea, llena de resultados inciertos, que obliga a identificar las regulaciones vigentes y descubrir el sentido en el que deben ser aplicadas; con enormes posibilidades de que las conclusiones que se alcancen discrepen con excesiva frecuencia de las que sostengan otros aplicadores. Escribí en una ocasión que este tipo de declaraciones del Tribunal Constitucional que no se atrevían a declarar la nulidad radical de las normas sino que las mantenían vigentes bajo condición de una determinada interpretación, conducían a una medievalización de nuestro ordenamiento jurídico.
La sensación arrasadora que me produjo la lectura de la Sentencia[181] es la misma que, desde un plano técnico, manifestó Carles Viver Pi i Sunyer en un artículo publicado en El País pocos días después de que fuera publicada. Se reconoce a Viver con carácter general la condición de responsable técnico máximo del Estatuto de 2006, de manera que su opinión sobre la Sentencia es especialmente cualificada.
Se puede estar de acuerdo en que los Estatutos de autonomía deben ser normas consensuadas y que, una vez aprobadas, no deberían ser recurridas ante el Tribunal Constitucional de modo que esta abstención formara parte del consenso. Pero no es legítimo demonizar con imputaciones de jacobinismo irredento, españolismo trasnochado o epítetos semejantes, a quienes dan preferencia a la Constitución para declarar la incompatibilidad con la misma de una norma infraconstitucional. Pretender el aquietamiento a ultranza implica dejar la Constitución indefensa frente a cualquier modificación introducida por la vía legislativa ordinaria. Y, por lo que respecta al Tribunal Constitucional, carece de cualquier fundamento serio la pretensión de algunos de sus críticos de que se abstuviera de resolver o se declarara incompetente. ¿En base a qué principios, valores o reglas concretas de la Constitución o de la Ley Orgánica que regula el Tribunal? No hay ninguna que ampare semejante postulado.
Se hicieron menos comentarios planteando la cuestión desde la perspectiva que entiendo más ajustada para abordar adecuadamente el problema de la reforma del Estatut. Después del retroceso impuesto por el Tribunal Constitucional y las aclaraciones que ha llevado a cabo en su Sentencia, el Estatuto de 2006 no tiene un contenido sustantivo mucho más importante que el que ya tenía pacíficamente reconocido el Estatuto de 1979. Sostengo, por tanto, que Cataluña no tiene más poderes reales, después del Estatuto de 2006, que los que tenía desde que se aprobaron la Constitución y el Estatuto de 1979. La diferencia entre ambos Estatutos es solamente aparencial. Muchas determinaciones del Estatuto de 2006 son puramente simbólicas, repetitivas de lo que la Constitución dice, pero no añaden un ápice de valor jurídico nuevo a los derechos que proclama, que ya existían en nuestro ordenamiento general, ni a las garantías establecidas para su ejercicio. Algunas determinaciones concernientes a valores culturales irrenunciables de Cataluña, como la lengua, habían sido objeto de desarrollos en la legislación catalana ordinaria, es decir en el marco del Estatuto de 1979, que son los mismos que el Estatuto de 2006 se limita a poner de manifiesto y sintetizar en una norma de mayor rango. Pero no añade al ordenamiento jurídico catalán algo que no existiera. Puede decirse lo mismo de la legislación sobre la codificación civil, prácticamente ultimada en términos que, para algunos, van más allá de lo que permite el artículo 149.1.8.ª de la Constitución. Y en general, por lo que concierne a la parte más extensa del Estatuto, los poderes y competencias de la Generalitat, ya he señalado, y ningún mentor del Estatuto niega, que la mayor extensión de los preceptos relativos a las competencias materiales de la Comunidad Autónoma son una simple sistematización de los contenidos de la jurisprudencia constitucional dictada en interpretación del reparto de competencias entre el Estado y las Comunidades Autónomas en las materias concernidas. Por tanto, nada hay en esos preceptos nuevo, que no resultara ya de la mera aplicación de lo que estableció el Estatuto de 1979, conforme a su interpretación jurisprudencial.
Ciertamente, como excepción a esta limitada innovación del texto de 2006, pueden señalarse algunas instituciones (por ejemplo, el Consejo de Garantías Estatutarias), el fortalecimiento de algunas estructuras organizativas históricas (las veguerías), la mayor interiorización del régimen local para integrarlo en la estructura política general de Cataluña (pero, en esto, siguiendo una pauta que es universal en los nuevos Estatutos de autonomía), o aclaraciones en materia de justicia o financiación, o de relaciones con el Estado. Estas, no obstante, o no son del todo nuevas tampoco, o, en muchos casos, como ha tenido ocasión de decir también la Sentencia que comento, son simples anticipaciones de lo que han de regular leyes orgánicas externas al Estatuto, que serán las que tendrán que establecer, en definitiva, si las regulaciones propuestas por el Estatut se mantienen o alteran.
Se ha hecho, insisto, muchos menos análisis del Estatut de 2006 desde la perspectiva que acabo de proponer que críticas sobre la inconstitucionalidad de algunas de sus determinaciones o el mal papel cumplido por el Tribunal Constitucional.
Si mi tesis fuera aproximadamente exacta, la conclusión sería que el Estatuto de 2006 supuso un derroche político innecesario, en algunos aspectos una provocación, con el riesgo de cuestionar el equilibrio establecido en los treinta años largos transcurridos desde que se aprobó la Constitución. Porque si, habiendo intentado con el mayor esfuerzo incrementar las bases del autogobierno a través del Estatuto y, más allá de los elementos simbólicos, no se consiguió añadir en él ningún poder sustantivo a las instituciones catalanas que lo diferencie claramente del Estatuto de 1979, es porque la Constitución no lo permitiría. Sencillamente, el Tribunal Constitucional se limitó, cumpliendo su función, a advertirlo; esta es la esencia de su Sentencia. Lo cual tiene una enorme importancia, tanto política como técnico-constitucional. Es notorio que nuestro sistema de autonomías se basó, en la Constitución de 1978 que seguía en esto lo establecido en la de 1931, en el principio dispositivo: el acceso a la autonomía y la definición de las instituciones de autogobierno y competencias dependen de las decisiones del propio territorio interesado y se concretan en los Estatutos «dentro de los términos de la presente Constitución» (artículo 147.1 CE). Durante bastante tiempo se ha pensado que el principio dispositivo mantiene permanentemente abierto nuestro sistema de autonomías en cuanto que resulta siempre posible reajustarlo por decisión de cualquier Comunidad Autónoma que reforme su Estatuto con la pretensión de incrementar su poder a costa del Estado. Pero esta aseveración, que la mayor parte de los juristas han tenido por cierta, ha de manejarse con mucha ponderación y con los debidos matices. Por la sencilla razón de que «dentro de los términos» de la vigente Constitución ya no cabe mucho incremento de poder autonómico por la vía estatutaria. Los Estatutos de la primera generación, los desarrollos legislativos de los mismos y la jurisprudencia que ha interpretado el reparto de competencias han consolidado, bloqueado y petrificado el sistema mucho más de lo que era pensable cuando la Constitución aceptó la denominada desconstitucionalización del reparto de competencias. Todas estas ideas deben ser profundamente revisadas para no dar lugar a equívocos como el que, probablemente, ha afectado a quienes redactaron, debatieron y aprobaron el Estatut.
En verdad, todo hubiera estado mucho mejor hecho si a la propuesta de Estatuto se hubiera acompañado un proyecto de reforma constitucional que le diera cobertura.
Siguió a la sentencia de 2010 un período de tiempo en el que un arreglo financiero con el Estado hubiera podido servir de paliativo al dolor político causado por el Tribunal Constitucional. A lo largo de los últimos meses de 2011 primeros de 2012, la Generalitat hizo preparar informes justificativos de la reclamación, enarbolada poco después de la gran manifestación contra la sentencia, de que su régimen financiero se sostuviera en un concierto económico similar en su concepción al vasco y navarro. El Instituto de Estudios Autonómicos, de donde ha salido en los últimos años toda clase de informes justificativos de las reformas, emitió el 4 de octubre de 2011 un estudio titulado «Informe sobre la aplicación a Cataluña de un nuevo modelo de financiación basado en el concierto económico». Sirvió de base para que el Gobierno catalán formalizase su reclamación al del Estado. Junto a este estudio hubo también otro «Informe sobre el pacto fiscal», que emitió el Consell Assessor per a la reactivació econòmica y el creiximent, organismo creado también por la Generalitat. Otros organismos influyentes en Cataluña, como el Círculo de Economía o el Consell de Treball Econòmic i Social de Catalunya, de junio de 2012, opinaron sobre la cuestión.
En el informe del Instituto de Estudios Autonómicos se hablaba de los legítimos deseos de autogobierno y autofinanciación como fundamento de un cambio en el régimen financiero establecido. Cataluña aspiraba a tener un sistema de financiación que le permitiera, sostenía el informe, contar con «instrumentos de política económica y fiscal específicos que, con respecto a las prescripciones constitucionales y de derecho europeo que resulten aplicables, permitan impulsar las actuaciones que mejor se adapten a las especialidades del tejido productivo catalán…». Se reclamaba una financiación adecuada a la «realidad económica y social de Cataluña, que presenta unas particularidades que no están presentes en otras comunidades autónomas: la densidad del tejido productivo e industrial catalán, el número de población inmigrante, la población en riesgo de exclusión social, los costos de mantenimiento de infraestructuras, las actuaciones de impulso a la investigación, no son más que algunas de las especificidades que están presentes en la realidad económica y social sobre la cual la Generalitat de Cataluña ejerce sus competencias. Ignorar esta realidad o no valorarla adecuadamente conduce indefectiblemente a la insuficiencia de la financiación de las competencias de la Generalitat en el marco de una situación paradójica: en Cataluña se generan bastantes recursos tributarios para hacer frente al ejercicio de las competencias asumidas, pero, en cambio, no dispone de bastante financiación para ejercerlas. Un nuevo sistema de financiación autonómica debería poder permitir disponer de los recursos suficientes para financiar, de manera efectiva y real, las competencias asumidas».
El Gobierno y el Parlamento de Cataluña reclamaron un modelo de financiación propio, caracterizado por la atribución de todas las competencias de gestión tributaria respecto de todos los tributos soportados en Cataluña. La Agencia Tributaria de Cataluña sería la única Administración responsable en esta materia. Se atribuiría a la Generalitat competencia plena en relación con todos los impuestos soportados en Cataluña, dentro del marco de armonización fiscal comunitaria y progresividad del sistema impositivo. La aportación catalana al Estado en concepto de coste de las competencias y servicios comunes y prestaciones que afecten a Cataluña, y también en concepto de cooperación interterritorial, se fijaría mediante un cupo o cantidad alzada, establecida de común acuerdo por el Estado y revisada quinquenalmente.
Todas estas reclamaciones tenían difícil cabida. Se enfrentaban a la misma dificultad que el Estatuto de 2006: la Constitución impedía extender a otras comunidades autónomas el régimen de concierto o convenio económico. La misma sentencia 31/2010, de 28 de junio, se ocupó de recordarlo. Y tampoco el Tribunal de Justicia de la Unión Europea se ha mostrado en los últimos años muy flexible a la hora de aceptar especialidades fiscales en los territorios infraestatales (sentencias de 6 de septiembre de 2006, 11 de septiembre de 2008 y 9 de junio y 28 de julio de 2011).
En definitiva, todo este programa de reformas se estrelló con la negativa del Gobierno a aceptar negociaciones de ninguna clase que condujeran a un régimen fiscal basado en el concierto económico.
Cerrada también la puerta financiera, las políticas nacionalistas catalanas se orientaron hacia el «derecho a decidir», la segregación y la independencia.