Como la crisis a que aludo afecta a toda la regulación constitucional del Estado autonómico, creo que es imprescindible analizarla antes de estudiar específicamente los términos en que actualmente está planteado el problema de Cataluña, ya que, cualquiera que sea la solución específica que se dé a este, serán también imprescindibles arreglos constitucionales que alcancen a las demás Españas[159].
Resumiré lo esencial[160].
1. Se ha generalizado la convicción de que fue un error de la Constitución de 1978 hacer pivotar todo el cambio de la estructura territorial del Estado sobre la iniciativa de las provincias que, solas o en unión de otras, quisieran constituirse en comunidades autónomas. De esa remisión a la voluntad provincial, apoyada en el denominado «principio dispositivo», derivaron muchas consecuencias imprevistas, sobre todo para los propios constituyentes que pudieron comprobar, sin remedios para evitarlo, cómo la organización territorial del Estado seguía desarrollos que ni siquiera habían sospechado.
No había ninguna razón que pudiera justificar la utilización, en 1978, de un modelo regulatorio que tuvo razones de ser específicas en 1931, de donde se trajo dando un salto constitucional en el tiempo y desconsiderando que la situación política, económica y social era completamente diferente en una época y en la otra. Tal mezcolanza actuó en la probeta institucional exactamente igual que si la hubiera ideado un aprendiz de brujo. Todo se desbordó mucho más allá de lo imaginado ante la mirada asombrada, y ya impotente, de los promotores del ensayo. Se constituyeron comunidades autónomas hasta llenar el mapa completo del Estado. Se formaron comunidades uniprovinciales sin ninguna correspondencia con criterios de racionalidad o eficiencia ni con reclamaciones populares o exigencias históricas constatables sino con el deseo emulativo de los caciques políticos locales de dotarse de instituciones en las que poder ejercer ese prebendalismo depredatorio que, poco después, caracterizó tanto su gestión. Se forzó la Constitución al máximo para cerrar los ojos ante el primer fracaso del referéndum de Andalucía y abrir paso, a la primera, a una autonomía con contenido político equiparable a las más favorecidas constitucionalmente porque llegaron a plebiscitar durante la República Estatutos de autonomía (criterio privilegiado, nunca discutido por cierto, pero que tiene bastante poca solidez). Y, cada una de estas nuevas comunidades autónomas, en fin, decidió en su Estatuto, con libertad, dentro del marco constitucional, sobre su organización y el alcance de sus competencias.
La mejor prueba de que ese desbordamiento no estaba entre las previsiones de los constituyentes es que el Gobierno y los principales partidos promovieron en 1981 un informe de expertos que explicara cómo podía funcionar todo aquel complejo organizativo que subitáneamente se le había venido al Estado encima, e inmediatamente después, unos pactos autonómicos que evitaron el colapso y pusieron el sistema en orden. La afortunada coincidencia de que un año después el PSOE se hiciera con el gobierno por mayoría absoluta, y controlara también políticamente la mayor parte de las comunidades autónomas, hizo posible la aplicación de aquellos compromisos, que se ejecutaron gracias a esa coyuntura política y no porque existiera una regulación constitucional que los garantizase[161].
2. La segunda derivación importante del carácter abierto del modelo constitucional afectó a la distribución de las competencias. En este punto, algunas opciones son imputables a la propia Constitución aunque otros defectos resultan de sus aplicaciones en los Estatutos o de las asombrosas interpretaciones fijadas por el Tribunal Constitucional en sus primeras sentencias de los años ochenta, cuya doctrina se ha mantenido sin variación.
El constituyente no estuvo nada fino al establecer el marco que habría de servir de referencia para el reparto de competencias entre el Estado y las comunidades autónomas. Hay, en las Constituciones federales y regionales del mundo, muchas maneras de repartir competencias entre el poder federal —o central— y el de los estados miembros o regiones autónomas, pero ninguna ha optado, que yo sepa, por la peculiar solución de establecer dos listas de materias, la primera (artículo 148) sometida a caducidad, que dejaría de servir como referente enseguida, y la otra (artículo 149) conteniendo una larga relación de competencias exclusivas del Estado. Esta última clase de preceptos que relacionan materias de competencia federal no es nada inusual en las Constituciones comparadas; lo que tiene de singular la nuestra es que ni define qué es una competencia exclusiva ni excluye que, en las materias de competencia exclusiva del Estado, también puedan tener atribuciones las comunidades autónomas si sus estatutos así lo deciden.
De esta peculiaridad constitucional española resultaron las aplicaciones e interpretaciones de que antes me quejaba. En cuanto a las aplicaciones, los estatutos decidieron escalar el territorio de las competencias estatales hasta lo más alto posible y asignaron a las comunidades autónomas competencias que podían ejercerse también en dominios reservados en exclusiva al Estado, aunque aclarando que ello habría de hacerse «sin perjuicio» de respetarlas, o de tener que ejercerlas «dentro del marco» que fijara la legislación estatal en cada caso. Combinación bien complicada, como todos los estudiosos de tales peculiaridades han puesto de manifiesto, y que ha dado lugar a un sinfín de conflictos. Y, por lo que respecta a las interpretaciones sobre la constitucionalidad o no de tales atribuciones estatutarias de competencias, el Tribunal Constitucional estableció, ante la perplejidad de los demás juristas del mundo, que no era inconstitucional que los estatutos calificaran de exclusivas las competencias autonómicas sobre algunas materias que la Constitución calificaba como exclusivas del Estado, asegurando que cuando dos competencias sobre la misma materia se califican al mismo tiempo de exclusivas «están llamadas a ser concurrentes». Con lo cual el Tribunal Constitucional, en lugar de colaborar a definir el concepto de «exclusividad», lo desbarató y lo hizo inservible como categoría general, sin considerar que en otras constituciones de referencia, como la alemana, es el centro sobre el que gira el buen funcionamiento del sistema entero.
3. Esta clase de aplicaciones e interpretaciones de conceptos constitucionales dándoles significaciones insólitas, sobre cuyas consecuencias aplicativas no existía ninguna experiencia comparada que pudiera invocarse como inspiración o guía, produjeron una gran erosión, lenta pero apreciable en las categorías técnicas e institucionales de las que el constituyente se había valido y socavaron la coherencia de las relaciones competenciales entre el Estado y las comunidades autónomas, llevando las reglas de reparto a una situación realmente incomprensible para cualquier experto. En la práctica casi no hay ya ninguna materia de competencia estatal en la que no exista una regulación y organización autonómica en paralelo. Para no pararme en ejemplos, me remitiré al Informe, muy bien documentado, que el Institut d’Estudis Autonòmics de la Generalitat de Catalunya emitió en octubre de 2012 sobre «Las duplicidades funcionales y organizativas entre el Estado y la Generalitat de Catalunya»[162]. Establece una demostración incontestable de que la Generalitat ha legislado sobre las mismas materias y con la misma extensión que lo ha hecho el Estado, y cuenta con organismos que duplican los existentes en la esfera estatal. Naturalmente el Institut sostiene que las duplicidades demuestran posiciones regulatorias abusivas o, por lo menos, innecesarias del Estado. Mientras que desde las esferas gubernamentales estatales datos semejantes se utilizan para argumentar sobre la eliminación de normas y estructuras organizativas autonómicas (el mejor ejemplo es el Informe de la Comisión para la Reforma de las Administraciones públicas presentado por el Gobierno a finales de junio de 2013). La contradicción demuestra, por sí misma, lo confuso que es el reparto de competencias que se ha establecido porque permite que se sostenga una interpretación y la contraria con la misma aparente seriedad.
Esta es, a mi juicio, la consecuencia más eminente de la liquidación de categorías, reglas y principios generales por los que guiarse, que ha conducido a que la determinación de si una norma es o no válida precise siempre de análisis casuísticos en los que la intervención del Tribunal Constitucional resulta imprescindible, al ser el único órgano que puede decidir sobre la invalidez y consecuente inaplicación de las leyes. Si en nuestro Estado de las autonomías no se sabe con exactitud cuál es el régimen de las competencias exclusivas porque, pese a que la Constitución la llama así, el Tribunal Constitucional ha resuelto que la mayor parte de ellas son «compartidas» o «concurrentes», será verdaderamente imposible evitar que esas duplicidades normativas a que alude el citado informe del Instituto d’Estudis Autonòmics pueda evitarse[163].
4. En un ordenamiento jurídico que se ha desprendido del dogma de la ley general y única, que universalizó el constitucionalismo francés y han recogido tradicionalmente nuestros textos constitucionales para permitir ahora la convivencia de 18 legisladores (el Estado más diecisiete comunidades autónomas), sin contar la Unión Europea y las miles de unidades locales que producen normas administrativas con un grado notable de independencia y fuerza innovadora respecto de aquellos legisladores, en un sistema jurídico así concebido es esencial la determinación de las reglas que han de seguirse para preferir la aplicación de unas normas frente a otras cuando se acumula más de una regulando de modo contradictorio o incompatible una misma materia o asunto.
No me refiero, claro está, solamente a los principios que han de utilizarse para decidir cuándo una norma es inválida o ha quedado derogada implícitamente por otra posterior, sino, al margen del juicio sobre su validez, en qué casos debe dejar de aplicarse.
En la época, ya concluida, en que dominó el aludido principio de la ley general y única para todo el territorio del Estado, la articulación de la parte normativa del ordenamiento jurídico, es decir del conjunto formado por las leyes y otras disposiciones de carácter administrativo, se resolvía con relativa facilidad aplicando dos principios esenciales: el de la lex superior y el de la lex posterior. Para aplicar el primero, todas las normas se ordenan piramidalmente, en un orden de jerarquía, y la aplicación de aquel principio determina que las normas inferiores han de respetar lo establecido en las superiores y que, si no lo hacen, son nulas. El segundo principio da preferencia a la ley posterior sobre la anterior del mismo grado o nivel, con diversas matizaciones en las que no es preciso entrar ahora.
Esos dos principios no sólo eran muy simples en cuanto a su enunciado y mecánica, sino también de fácil utilización. Los pueden hacer efectivos los propios aplicadores de las normas y, en caso de discrepancia o conflicto, cualquier juez o tribunal puede inaplicar un reglamento administrativo por estimar que contradice la ley o declarar la inaplicación de una ley por considerar que ha sido derogada por otra posterior.
En el modelo de ordenamiento jurídico por el que optó la Constitución de 1978 esa regulación de las relaciones entre normas se ha complicado severamente. Los principios de la lex superior y lex posterior no han sido desechados pero sólo actúan dentro de cada uno de los subordenamientos que la Constitución permite que coexistan: es decir dentro del ordenamiento jurídico del Estado y de los ordenamientos jurídicos de las comunidades autónomas; la Constitución es la norma suprema del ordenamiento conjunto, o principal, y es lex superior respecto de todas las demás normas, pero dentro de cada ordenamiento secundario sólo es lex superior la ley aprobada por el Parlamento del Estado o de la respectiva comunidad autónoma. No es superior, en fin, una ley del Estado respecto de una ley autonómica, ni viceversa, de modo que, en general, no se resuelven los conflictos posibles de acuerdo con el principio de la lex superior. También ha quedado sometido a parecidos condicionamientos el principio de la ley posterior porque ni las leyes estatales ni las autonómicas tienen fuerza para derogarse entre ellas. No entro en los pormenores que, en general, los juristas solventes manejan como moneda corriente.
Las alternativas a estas soluciones convencionales, bastante prácticas y eficaces, son dos (al menos puede decirse que dos son los modelos utilizables, sin negar que puedan formarse subespecies a partir de ellos). Para identificarlas, llamaré a la primera opción norteamericana y comunitaria europea (porque se aplican sin variantes muy notables en los Estados Unidos y en la Unión Europea), y la germánica (que se utiliza sobre todo en Austria y Alemania) y española a la segunda. Aunque dentro de la misma es imprescindible establecer algunas diferencias entre España y los países centroeuropeos.
El norteamericano y comunitario (el modelo original y puro es, obviamente, aquel; la Unión Europea está evolucionando hacia fórmulas cada vez más parecidas a las federales centroeuropeas) se basa en un reparto de competencias apoyado en la regla de que los estados miembros tienen atribuciones universales sobre cualquier asunto, mientras que la federación/unión tiene competencias limitadas que concreta una escueta lista de materias que la Constitución federal (o los Tratados en el caso europeo) establece. Se completa esta relación de materias con una cláusula genérica que permite a la federación/unión legislar o actuar cuando sus órganos legislativos lo consideren «necesario o apropiado» para los fines de la federación/unión (artículo VIII final de la Constitución norteamericana y, actualmente, artículo 352 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea). Fijada esta delimitación general de las competencias, pueden darse dos circunstancias esenciales respecto de su ejercicio: que la unión/federación no utilice sus atribuciones, en cuyo caso, salvo que exista una reserva establecida en la propia Constitución, los estados pueden legislar y actuar sin restricciones, o que las haya utilizado, dictando leyes o acordando planes u otras actuaciones, que pueden referirse no sólo a las materias que figuran en la lista constitucional, sino sobre cualesquiera otras no incluidas en la misma por considerar que la regulación a escala estatal o de la Unión es «necesaria o apropiada» para sus fines. En cualquiera de estas hipótesis el principio de supremacía proclamado en la Constitución ampara la legitimidad y la aplicación inmediata del Derecho federal (artículo VI.2 de la Constitución de Estados Unidos: «La presente Constitución, las leyes de los Estados Unidos que se expiden con arreglo a ella, así como los tratados celebrados o que se celebren bajo la autoridad de los Estados Unidos, son el derecho supremo del país; vincula a los jueces de los diferentes estados y en ninguna forma podrá resultar afectado por las constituciones o leyes de los estados»)[164].
Este efecto de desplazamiento, de ocupación del espacio normativo y obstrucción, que es consecuencia de la supremacía, se denomina desde siempre por la jurisprudencia y la doctrina norteamericanas preemption, concepto que no tiene ninguna buena traducción al español más allá de las expresiones que acabo de utilizar para explicar cómo funciona.
Y establecida la regla, puede suponerse con razón que la preemption está llena de matices: algunas veces resulta directamente de las previsiones de la Constitución, otras de lo dispuesto en las leyes; puede ser absoluta o relativa en el sentido de que no siempre la obstaculización de la legislación estatal es total y plena…
El segundo modelo seguido para ordenar las relaciones entre normas en los Estados complejos es el que he denominado germano español, aunque ya he advertido que, pese a los parecidos, el nuestro presenta notables peculiaridades.
Estos sistemas federales o asimilados se caracterizan por repartir las competencias entre la Federación (o el Estado) y los estados miembros (o las comunidades autónomas) de un modo exhaustivo en la propia Constitución (con eventuales remisiones para su complemento a normas infraconstitucionales). No precisan utilizar una cláusula de preferencia de características semejantes a la supremacía y su secuela de la preemption porque el reparto de competencias debe llegar a cerrar un damero perfecto en cuyas casillas se ubiquen los poderes legislativos coexistentes sin interferirse. En la tradición alemana, desde la Constitución imperial de 1871, se ha mantenido, acompañando al reparto de competencias, la cláusula Bundesrecht bricht Landesrecht, que tenía sentido, verdaderamente, en aquella Constitución y durante el tiempo en el que el reparto de competencias tuvo una configuración semejante a la de la Constitución norteamericana. De hecho, aquel principio según el cual «el Derecho de la Federación rompe del Derecho de los Länder» expresaba no sólo un desplazamiento o aplicación preferente, sino la verdadera posición jerárquica que tenía el Derecho federal sobre el de los estados miembros, que producía efectos derogatorios sobre las normas que se opusieran a las regulaciones establecidas por el Bund. Con este mismo sentido jerárquico se ha mantenido en Suiza el principio Bundesrecht bricht Kantonalesrecht porque también ahí el reparto de competencias, en el modelo europeo más primitivo, necesita cláusulas de cierre que tienen el mismo sentido que las fijadas en la Constitución federal norteamericana. En cambio en Alemania la significación de la cláusula ha variado, aunque su enunciado se mantiene en la Ley Fundamental de Bonn. En Austria desapareció de la Constitución, aplicando ideas de Hans Kelsen, a partir de 1920. El cambio ha consistido en Alemania en que la función de aquel principio de primacía es marginal ya que se considera que el reparto de competencias es exhaustivo y la norma que debe aplicarse, en caso de controversia, es la dictada por el legislador competente, sin que la legislación federal pueda beneficiarse de una preferencia general. Sus normas sólo se aplican prevalentemente en la medida en que se mantienen dentro del ámbito de las competencias que tiene conferidas[165].
No hay ningún modelo federal que aplique las fórmulas que acabo de describir en el que no se produzcan choques (los conflictos y su arbitraje forman parte de esos sistemas) y duplicidades. Estas últimas, a veces, no plantean problemas que tengan que resolverse en el marco de juicios constitucionales. Puede darse por seguro que en Alemania y Austria la Bundestreue o lealtad federal permite el uso ordenado y pacífico, habitualmente, de las competencias. La traslación de esas mismas soluciones a un país mediterráneo tan peculiar como España plantea otras dificultades.
No he visto que nadie haya escrito sobre la influencia del carácter de las naciones sobre su legislación (desde que Locke publicó su Ensayo sobre el entendimiento humano[166] y Montesquieu escribió sobre la influencia del clima en las organizaciones políticas[167], en su Espíritu de las leyes). Este tipo de análisis dejó de estar de moda y fue condenado tras los excesos del conde de Gobineau[168] y los pensadores y científicos que facilitaron los análisis racistas de la política. Pero habría que indagar en qué medida algunas peculiaridades de los habitantes de Iberia se proyectan en la conducta política. Si ha sido mil veces dicho que los españoles son señaladamente envidiosos y que se desviven mirando de reojo lo que hacen sus vecinos, es probable que la emulación sea uno de los estímulos de que se valen los legisladores españoles para decidir qué normas producir. No es la necesidad de una regulación sino el deseo de no ser menos que los demás la motivación de muchas leyes. O incluso por parecer tan poderosos como el dios Estado. Otro elemento importante de la idiosincrasia ibérica es la natural tendencia a someter a prueba continuamente el marco de convivencia. Los legisladores españoles tienen la costumbre de poner sus capacidades a prueba y situarse muy próximos al precipicio donde se inicia el vacío y lo insondable. Ocurre, por ejemplo, que el legislador estatal produce leyes sobre asuntos que, evidentemente, no debería regular porque deben considerarse de competencia autonómica por su naturaleza, aun en la hipótesis de que las reglas de reparto no estén claras. Las comunidades autónomas hacen lo mismo pero al revés. O sea, que lo nuestro es andar siempre por el borde de las simas; en los límites de la gran crisis.
Considerando la influencia de estas tendencias costumbristas en la legislación, era previsible que la aplicación del modelo germánico de reparto de competencias a España produjera resultados desconocidos en Alemania. Y así ha sido. Para empezar, la Constitución de 1978 ha seguido a la alemana parcialmente, porque se ha dejado atrás algunos elementos regulatorios preciosos (por ejemplo, definir qué es legislación exclusiva, qué es concurrencia, en qué casos la legislación federal se ejecuta por los länder y con qué garantías, cómo se distribuyen los recursos financieros, etc.)[169].
Pero, además de que el Tribunal Constitucional no dé abasto, la complejidad que llega a tener el universo de la legislación vigente es extraordinaria. Existen muchísimas leyes y normas de inferior rango, estatales y autonómicas, regulando las mismas materias. Llevo muchos años escribiendo sobre esta anomalía, de manera que para no repetirme utilizaré otra vez el Informe del Instituto de Estudios Autonómicos de la Generalitat que antes he citado. Cualquiera de sus sabrosas conclusiones sirve para ilustrar lo que afirmo, pero tomo el siguiente párrafo de la segunda de ellas: «En el ordenamiento jurídico hoy vigente se observa la existencia de unas duplicidades normativas generalizadas y muy relevantes. Se producen en todas las materias en las que la Generalitat tiene competencias normativas y, lo que es más relevante, afectan a la inmensa mayoría de las submaterias o sectores de estas materias: en los ámbitos materiales en los que la Generalitat tiene competencias normativas, son pocos y poco significativos los sectores en que no exista una normación estatal que concurra con una normación autonómica». Y continúa: «Además, las duplicidades tienen una notable intensidad, aunque ciertamente su nivel varía en función de los diversos ámbitos materiales objeto de regulación. Son ejemplos de esta intensidad las numerosas disposiciones de la Generalitat que se limitan a reproducir, con leves matizaciones o complementos, normativa dictada por el Estado, y, aún más, las que simplemente reiteran el tenor literal de la normativa estatal…»[170].
Este tipo de observaciones demuestra no sólo que no existe orden alguno en el «sistema» normativo, sino que, al aplicar las normas no podemos estar seguros de qué legislador las dictó originalmente. La confesión paladina, en los párrafos transcritos, de que por cada ley estatal hay otra autonómica con el mismo contenido, puede hacerse extensiva, con muy pocas variantes, a las principales comunidades autónomas, y revela que la existencia de una ley estatal no sólo no marca un territorio indisponible para las leyes autonómicas, sino que estas parasitan y devoran los mandatos del texto estatal, camuflándolo y, en su caso, insertándolo y trufándolo, veteándolo con otros contenidos sin que tal manipulación produzca consecuencias ni alarmas de ninguna clase sobre la corrupción en que está inmerso el reparto legislativo de competencias.
5. Igual que, según he desarrollado a lo largo del apartado anterior, hay dos modelos básicos para ordenar las relaciones entre normas en los Estados federales, también son dos las fórmulas esenciales para resolver la cuestión de la aplicación de las leyes en los Estados de estructura compleja. Dos modelos y, naturalmente, bastantes derivaciones posibles que matizan el prototipo.
Consiste el primero en que cada legislador disponga de un aparato administrativo vinculado y dependiente de sus mandatos, que se ocupe de ejecutar las leyes en todo el territorio a que estas extienden su vigencia, manteniendo estructuras burocráticas propias en todos los lugares en que considere preciso hacerlo. El segundo se caracteriza por encomendar la ejecución de las leyes federales a la Administración de los estados miembros o territorios autónomos. Esta opción es, muy característicamente, la de la Comunidad Europea desde que se fundó. En los modelos federales centroeuropeos se ha usado una solución mixta entre las dos mencionadas, que aplica, como regla general, la fórmula de encomendar la ejecución de las leyes federales a las Administraciones de los estados miembros, sin perjuicio de que para materias concretas la Federación actúe a través de instituciones administrativas propias, emplazadas en el territorio de los länder.
Estas opciones deben estar definidas en la Constitución con toda claridad, como lo están en el caso alemán. Mantener estructuras administrativas federales en el territorio de los länder no es una decisión que, con carácter general, pueda adoptar el legislador o el Gobierno federal. Resulta restringida por las determinaciones de la Ley Fundamental. Cuando la fórmula de ejecución de la legislación federal por la que se opta es la de la utilización del aparato administrativo de los länder, la Federación se reserva, como parece perfectamente previsible y razonable, poderes de supervisión y control a efectos de verificar si los mandatos legislativos se llevan a la práctica de un modo eficiente y completo.
Nada de esto está regulado en nuestra Constitución con una explicitud parangonable. La única regla que se puede encontrar reiteradamente es que en un número importante de materias la competencia de ejecución de la legislación del Estado corresponde a las comunidades autónomas. Pero nada se dice sobre los poderes de supervisión y control que el Estado se reserva, que la doctrina y, después, la jurisprudencia han hecho un gran esfuerzo por desarrollar y considerar implícitos en dicha fórmula de reparto de responsabilidades.
La consecuencia es que a la confusión legislativa reinante hay que añadir una manifiesta dificultad para saber si las comunidades autónomas aplican o no la legislación estatal en los términos que esta determina. La única vez que se han echado en falta estas técnicas de control ha sido cuando la crisis económica ha impuesto la necesidad de reducir los desmesurados gastos de las Administraciones públicas, y el Estado, aplicando el nuevo artículo 135 de la Constitución y las exigencias procedentes de la Unión Europea, se ha visto en la necesidad de establecer mecanismos de vigilancia del cumplimiento de los planes de ajuste.
La cuestión más llamativa de la confusión en la que estamos inmersos no radica tan sólo en la escueta regulación constitucional de estos problemas y la inexistente práctica de cuanto concierne a la función de control y vigilancia del cumplimiento de la legislación estatal, sino que, por lo que he explicado en el apartado anterior, ni siquiera podemos identificar claramente cuándo una ley es del Estado o de las comunidades autónomas, considerando lo extendida que está la práctica de incorporar y reproducir los preceptos de la legalidad estatal en la legalidad autonómica. Esta tergiversación arrastra también el efecto de que la titularidad del legislador desaparece y lo que aplica o no aplica, en todos los casos, la Administración autonómica es legislación propia o simula serlo.
6. Los defectos que presenta la Constitución de 1978 en cuanto concierne a las relaciones intergubernamentales o interadministrativas tienen una de sus manifestaciones principales en lo que acabo de explicar, pero no se agotan con lo dicho. El catálogo de lo que precisa ser mejorado ha sido repetidamente establecido por la doctrina en los últimos años. Esencialmente: hay que reformar el Senado (o prescindir de él, según los gustos, considerando que puede convertirse, dependiendo de las funciones que se le asignen, en una institución ineficiente y de bloqueo), porque no cumple ninguno de los papeles que pueden confiarse a una cámara alta en un sistema federal; han de potenciarse los órganos multilaterales de cooperación gubernativa y administrativa, desde la conferencia de presidentes a las múltiples conferencias sectoriales; han de desarrollarse más las fórmulas orgánicas de cooperación (organismos e instituciones comunes que eviten las duplicidades); y, desde luego, armonizar los procedimientos de intervención en las libertades y derechos de los ciudadanos para eliminar controles reiterados y de la misma naturaleza sobre actividades privadas en cada una de las comunidades autónomas en que tengan lugar, lo que significa que hay que generalizar la validez en todo el territorio de las autorizaciones, licencias y permisos otorgados por cualquier comunidad autónoma en lugar de, como ha sido usual hasta ahora, tener que reiterarlos en cada parte en que la actividad se desarrolle.
Entre los problemas que merecerían ser tratados con más atención en la Constitución está la organización territorial interna de las comunidades autónomas. No las dependencias desconcentradas o desgloses territoriales que puedan acordar las comunidades autónomas de su propia organización, lo que pertenece por entero al poder de disposición del legislador ordinario, sino la organización de las administraciones locales, su planta y relaciones internas entre ellas y con las administraciones territoriales superiores[171].
Hay, en fin, otra clase de problemas que afectan a la organización administrativa estatal y autonómica que no tienen relevancia constitucional, en el sentido de que reclamen una reforma de la Constitución para atenderlos. Me refiero ahora a la descomunal inflación de instituciones, órganos, entidades, fundaciones y empresas que existen actualmente en la Administración española, sea la general del Estado, la autonómica o la local. Este es el asunto más mentado cuando se hace referencia a la «crisis» del modelo de Estado porque sirve para alimentar muy fácilmente la crítica sobre el monumental derroche con que se ha administrado lo público.
7. Formularé algunas consideraciones finales sobre las garantías jurisdiccionales con que contamos para asegurar la observancia de las reglas que disciplinan el funcionamiento del Estado como conjunto.
La solución de que se ha valido la Constitución a tales efectos es fijar el reparto territorial del poder y confiar a un único órgano, el Tribunal Constitucional, la resolución de las discrepancias que puedan originarse con ocasión de leyes o actos que vulneran el orden de competencias establecido. Al modelo elegido suele llamársele austríaco-kelseniano por razón del inspirador y del primer país en que se implantó, o también germano-español, para indicar que, pese a reconocerse en aquel origen, tanto la Ley Fundamental de Bonn como la Constitución española han incorporado algunas diferencias importantes.
No explicaré los principios ni la mecánica procedimental a que se ajusta el funcionamiento de ese modelo porque lo que quiero argumentar brevemente es que ha mostrado con claridad que no funciona de un modo satisfactorio.
Aclaro que valoro extraordinariamente el trabajo del Tribunal Constitucional a lo largo de treinta años. Ha cumplido muy bien su función, los juristas que lo han servido lo han hecho con gran dedicación y mérito, y han llevado a cabo un desarrollo e interpretación de la Constitución sin los cuales sería impensable el Estado de las autonomías y el nivel de protección con que cuentan los derechos individuales entre nosotros.
Dicho lo cual, si añado que resulta insatisfactorio es porque creo que la posición monopolística del Tribunal Constitucional como garante ha hecho aguas por todas partes y necesita ser repensada.
Para dimensionar bien el papel institucional del Tribunal Constitucional, ha de tenerse en cuenta no sólo la calidad técnica de sus sentencias y los innegables aciertos de la mayor parte de sus decisiones, sino también el cumplimiento efectivo del papel de árbitro y garante que la Constitución le ha atribuido y que no se agota en actuar como un simple laboratorio técnico en el que, con una premiosidad desesperante, se establecen pautas para la interpretación de aquella.
La traslación a España del modelo austríaco-kelseniano de justicia constitucional (como ya ensayó la Constitución de 1931) pasado por los cambios que introdujo en él la Ley Fundamental de Bonn, acaso no fue un acierto. La tradición del modelo austrogermánico relativa al control jurisdiccional de las normas no es equivalente a la de Francia y de los países que, como España, han recibido la influencia del derecho público francés, como he explicado en otro lugar[172]. No tengo ninguna duda respecto de la pertinencia de establecer controles de constitucionalidad de las normas y atribuir su ejercicio a órganos jurisdiccionales. Agregar, sin embargo, en una única institución, organizada al margen del «poder judicial», como es el Tribunal Constitucional, la tarea de resolver recursos de amparo, conflictos de competencia y recursos de inconstitucionalidad, no me parece un acierto. Suscitan estos procesos cuestiones jurídicas muy heterogéneas que son difíciles de gestionar por una única institución diseñada, además, con las limitaciones organizativas que impuso al Tribunal Constitucional la Constitución de 1978[173].
Partimos nosotros de un reparto constitucional de competencias legislativas mucho más confuso. No se han definido las competencias exclusivas del Estado con precisión y los legisladores, estatales y autonómicos, se consideran habilitados para dictar normas sobre cualquier materia. Es decir que el ensalzado damero, que casa con exactitud cada competencia con el poder público que está habilitado para ejercerla es, entre nosotros, un patio de monipodio en el que ningún legislador se arredra a la hora de tomar posiciones de ventaja y aprobar normas si se le presenta la ocasión o tiene el gusto de hacerlo.
Lo grave de esta situación no es que aumente el trabajo del Tribunal Constitucional, lo que también ocurre posiblemente, sino que sus sentencias no llegan a tiempo para poner orden y su jurisprudencia pierde sus efectos ejemplares. Mientras resuelve o no las normas se siguen aplicando por los tribunales ordinarios sin ninguna dificultad. Y, sobre todo, los legisladores repiten una y otra vez los mismos excesos o vulneraciones porque el confuso reparto de competencias, que es imposible de arreglar a golpe de sentencias, se lo permite.
La legitimación restringida para plantear recursos de inconstitucionalidad contra las leyes, asignada exclusivamente a las más elevadas instancias políticas, ha producido dos clases de efectos, a cada cual más pernicioso: por un lado, la impugnación o no de una ley es una decisión preeminentemente política, por lo que si el asunto a que aquella se refiere es de gran relevancia se traslada al Tribunal Constitucional una carga valorativa que excede de la función judicial estricta, reclamando de él, además, que actúe como una cámara legislativa de revisión. Por otra parte, tanto la impugnación de una norma como el desistimiento de un recurso planteado puede depender más que de la convicción jurídica sobre su procedencia de quien inició la acción, de las relaciones que mantengan los grupos políticos implicados en cada proceso. La impugnación o no de una norma, y el mantenimiento de un recurso o el desistimiento del mismo, dependen de circunstancias políticas que no se evalúan desde una perspectiva estrictamente constitucional.
En fin, estas complicaciones[174], sacadas de una lista mucho más amplia que podría deducir sin muchas dificultades cualquier observador con buenos fundamentos técnicos, impide que podamos estar tranquilos y darnos por satisfechos alabando el modelo de justicia constitucional que la Constitución estableció. Prácticamente no existen las críticas ni las propuestas de reforma porque, pese a todo, uno de los extremos de nuestro régimen constitucional que sería sacralizado, como si fuera un dogma en el que hay que creer, es que el modelo de justicia constitucional alemán es útil sin enmiendas en España, por ser los estados en que actúa idénticos en lo jurídico, lo social y lo político.
Una reforma de la Constitución tiene que plantearse esta grave situación. Necesariamente hay que devolver a la jurisdicción ordinaria la confianza de que puede decidir la inaplicación de leyes contrarias a la Constitución, sin miedo a que ello signifique la implantación de un gouvernement des juges sobre el que advirtió, a principios del siglo XX, E. Lambert[175]. Precisamente la técnica de la inaplicación de las normas tiene más arraigo en el derecho público de raigambre francesa, que ha sido la dominante también en España, en cuyo marco han cabido siempre fórmulas de inaplicación de las normas que desconoce el modelo centroeuropeo de justicia constitucional concentrada[176]. Los propios jueces y tribunales están encontrando habilitaciones en el derecho comunitario para dejar inaplicadas leyes contrarias a otras normas europeas, e incluso utilizan con prudencia, pero con una cobertura constitucional no clara, el desplazamiento como técnica para dar prevalencia a la aplicación de unas normas sobre otras cuando resulta manifiesta la falta de competencia de uno de los legisladores en conflicto[177].
8. Una conclusión general a que conducen las críticas a la situación presente es que no impone hacer borrón y cuenta nueva con nuestra descentralización política y retornar a los valores de la centralización política y administrativa. No es necesaria ni posible esa reconsideración general. Se podría formular un catálogo de progresos estimables que han tenido lugar desde que la Constitución se aprobó y que, probablemente, no hubieran sucedido sin el trabajo de los gobiernos y administraciones autonómicas. Estos progresos afectan a la mejora de las infraestructuras y los servicios públicos, pero también a la democracia misma y a la participación ciudadana en las tareas políticas y administrativas. Sin perjuicio de este balance, con el que se hace justicia a las ventajas que ha reportado el Estado de las autonomías, también es considerable la rémora que supone que las instituciones públicas estén dominadas de cabo a rabo, en todos sus niveles, por partidos políticos de los que dependen las reformas; de modo que puede darse por seguro que ninguno aceptaría una reconstrucción total del Estado a menos que, si siguiera avanzando la crisis que le afecta, los ciudadanos la impusieran tomando los múltiples palacios de invierno que albergan la resistencia conservadora. Ha avanzado mucho la desafección hacia el Estado de las autonomías, según resulta de las encuestas, pero tal oposición no ha alcanzado el nivel revolucionario y la tensión precisos para barrer los intereses creados y cambiar el orden establecido. Es posible, además, que cuando la crisis económica ceda un poco y los partidos superen las abrumadoras situaciones de corrupción que asolan su credibilidad, también los resultados de aquellas encuestas cambien.
Sin derogar el Título VIII de la Constitución hacen falta, sin embargo, muchas reformas en lo fundamental: el régimen de las atribuciones o competencias de los poderes territoriales, las instituciones responsables de ejercerlas y las garantías dispuestas para que el Estado complejo funcione de modo acompasado y sin someter las reglas constitucionales a desatenciones y desafíos continuos.
En cada uno de los aspectos competenciales (legislativos y ejecutivos), organización y régimen de las instituciones, y garantías (especialmente por lo que concierne al papel arbitral del Tribunal Constitucional) he marcado la dirección que, a mi juicio, deberían tener las reformas.
La crítica situación ha generado un razonable debate sobre la reforma de la Constitución, con muchas propuestas. Las más completas son las que aspiran, además de a retocar todos o algunos de los aspectos comentados en las páginas anteriores, también a transformar el Estado autonómico en un Estado federal o de «orientación» o «inspiración» federal[178]. Como se piensa en esta posibilidad sobre todo para dar respuestas al problema de Cataluña, dejaré una valoración de las mismas para un capítulo posterior donde se analizan las soluciones posibles para las reclamaciones catalanas.
Una reforma general de la Constitución, que revise todos los extremos cuya incorrecta regulación se ha destacado en las páginas anteriores, afectará necesariamente a todas las comunidades autónomas constituidas y, por tanto, ineludiblemente también a Cataluña. Las técnicas de reparto de competencias, las relaciones intergubernamentales, el sistema de financiación, las instituciones o las garantías del orden competencial establecido han de mantener un contenido básico y esencial común a todos los territorios del Estado. Por tanto, en el consenso necesario para la reforma constitucional han de participar todas las comunidades autónomas.
Hay otros aspectos de la reforma constitucional que tienen que dar respuesta a las reclamaciones de Cataluña sobre las deficiencias de su sistema de autogobierno y a las insatisfacciones que manifiestan mayoritariamente los partidos políticos dominantes en aquel territorio. La respuesta reclama en este caso un pacto bilateral previo que la Constitución recoja siguiendo los procedimientos de reforma y, por tanto, con el consentimiento de los representantes parlamentarios del pueblo español.