V

1. Varios asistentes a la reunión (Alcalá Zamora, Miguel Maura, Carrasco i Formiguera…) se atuvieron a versiones no muy diferentes del acuerdo, en lo que al arreglo del problema catalán se refería. Tiempo después, cuando se inició el debate sobre la totalidad del Estatuto en las Cortes constituyentes, Maura fue invitado a concretar los términos del Pacto de San Sebastián, lo que hizo afirmando «sin temor a que nadie pueda contradecirme» «que el compromiso contraído en este Pacto se cifraba en esto: primero, en que Cataluña, una vez proclamada la República, no tomaría nada por su mano; segundo, que la Asamblea de Ayuntamientos de Cataluña confeccionaría un Estatuto: que ese Estatuto pasaría por el plebiscito de Cataluña, sería traído a las Cortes y el Gobierno —el Gobierno que hubiera— se comprometía a traerlo a las Cortes, pero que las Cortes, libérrimamente, sin ninguna traba, que ni siquiera podía alcanzar a los que estaban presentes en el Pacto de San Sebastián, que no podían comprometer absolutamente nada, lo discutieran, votaran y aprobaran. Y, por último, que Cataluña —mejor dicho—, los que asistían al Pacto de San Sebastián en nombre de los partidos catalanes, se comprometían a aceptar lo que las Cortes resolvieran». La exposición de Maura revela, como ha destacado J. Tornos Mas[150], entre otros, que su interpretación del Pacto de San Sebastián era que el proyecto de Estatuto quedaba finalmente sometido a lo que las Cortes libremente decidieran sobre él. Lerroux confirmó la interpretación de Maura. Pero otros parlamentarios, como Alonso de Armiño, explicaron justamente lo contrario, manifestando, al menos, que había existido la intención de condicionar la voluntad del Parlamento soberano.

Lo que no cabe duda es que en el Pacto se había concordado en líneas generales el procedimiento para el ejercicio del derecho de autodeterminación, que comprendía la redacción de la norma reguladora del autogobierno (constitución o estatuto) y su aprobación y sometimiento a referéndum. Pero hubo un primer ejercicio del derecho, mucho más informal y revolucionario, expresado en la asunción por Maciá, en la noche del 13 al 14 de abril, del Gobierno de Cataluña, después de ocupar el Ayuntamiento de Barcelona, y, acto seguido, en la declaración del Estado catalán. Su manifiesto del día 14 decía: «En nombre del pueblo de Cataluña proclamo el Estado catalán bajo el régimen de una República catalana, que libremente y con toda cordialidad anhela y pide a los otros pueblos de España su colaboración en la creación de una Confederación de pueblos ibéricos y está dispuesta a lo que sea necesario para liberarlos de la Monarquía borbónica».

Semejantes declaraciones, hechas el mismo día que se establecía la República en España, reclamaban una inmediata reacción del Gobierno provisional, que envió enseguida a tres ministros, que pactaron, sin muchas dificultades, con Maciá, una rebaja en el fondo y la forma de sus pretensiones. En una nota del presidente catalán, emitida al término de la reunión celebrada el día 17, se traduce bien su aceptación de no precipitar los acontecimientos. A su Gobierno lo denomina en la nota, con más moderación que la empleada el 14 de abril, «Consejo de Gobierno de la República en Cataluña». De la reunión había surgido también el acuerdo de utilizar la denominación Generalitat (que, en realidad, había puesto en circulación Antonio Maura al redactar el Dictamen de la Comisión extraparlamentaria en 1919) para designar al Gobierno catalán. La institución requirió desempolvar la historia…

Como consecuencia del ajuste provisional de la Generalitat, el Gobierno central también se ocupó enseguida de precisar y delimitar sus atribuciones, e incluso de darle base legal al reconocimiento de la misma, lo que ejecutó con un Decreto de 21 de abril de 1931 sobre el gobierno y administración de las provincias, en cuyo artículo 6 se disponía la desaparición de las Diputaciones Provinciales atribuyendo al Gobierno provisional de la Generalitat sus competencias y la constitución de la Asamblea con representantes de los ayuntamientos.

La organización interna de la Generalitat sería establecida por un Decreto de 28 de abril, dictado por su propio Gobierno. Se determinaban en él las estructuras fundamentales políticas y administrativas, y las competencias y los procedimientos para resolver los conflictos con el Estado. Se incurrió en algunos excesos en la autoatribución de competencias, que hubieron de ser desautorizados por el Gobierno del Estado, en términos cordiales, hasta tanto no se aprobaran definitivamente la Constitución y el Estatuto de Cataluña.

Pero todos estos acontecimientos reflejan la firme convicción política de que se había iniciado el proceso de autodeterminación previsto en el Pacto de San Sebastián, que había de llevar a la recuperación de la posición de autogobierno que se había perdido en 1714. A esta construcción responde, exactamente, la argumentación de un dictamen que emite Maspons i Anglasell sobre la relación de Cataluña con el Estado español.

Siguiendo el procedimiento previsto en el Pacto de San Sebastián para la solución de la «cuestión catalana» y el ejercicio del derecho de autodeterminación, el Estatuto de Cataluña fue elaborado con toda rapidez sin esperar a que las Cortes Constituyentes terminaran su trabajo. Una comisión designada por la Generalitat se reunió en el Santuario de Nuria y en diez días (desde el 10 al 20 de junio de 1931) elaboraron un proyecto de Estatuto[151].

El texto fue publicado en el Diario de Sesiones de las Cortes Constituyentes el 18 de agosto de 1931. En el Preámbulo se advierte expresamente que había sido hecho «en ejercicio del derecho de autodeterminación que compete al pueblo catalán». Al usarlo también se concreta un proceso en el cual «la personalidad política de Cataluña debía precisar su compromiso con la República española… de marcar las líneas fundamentales de su estructuración». Y continúa con esta declaración fundamental: «con esta obligación, voluntariamente asumida, se ha querido ofrecer a las Cortes Constituyentes de la República una prenda del amor que pone Cataluña en la defensa de la libertad que todos los pueblos de España han conquistado por la revolución del 14 de abril». Añade, en fin, que «Cataluña quiere que el Estado español se estructure de manera que haga posible la Federación entre todos los pueblos hispánicos».

Según se había prevenido también en la reunión de San Sebastián y en las declaraciones acordadas entre los partidos, se siguió el procedimiento para el ejercicio del derecho de autodeterminación, que implicaba el sometimiento del texto a votación popular. Primero se reclamó el apoyo plebiscitario de los ayuntamientos, que se lo otorgaron por unanimidad. Entre los concejales de los ayuntamientos votaron a favor 8349 y sólo 4 en contra. Resultados impresionantes a los que siguió el contundente referéndum popular, que arrojó un saldo de 792 574 votos emitidos, de los que fueron negativos solamente 3286.

Después de aprobado se remitió a las Cortes Constituyentes como Estatuto, y no como proyecto de Estatuto. La función de las Cortes sería sancionarlo, no someterlo a revisión.

Las Cortes Constituyentes recibieron y publicaron el texto, pero aparcaron su tramitación hasta tanto se elaboraba la nueva Constitución republicana.

Cuando le llegó el turno al debate sobre el Estatuto, quedaron expuestos sobre la mesa todos los problemas acerca de si las Cortes tenían, o no, libertad de enmienda o si les correspondía un simple voto de ratificación. La cuestión fue saldada a favor de la potestad de enmienda de las Cortes, aceptada a regañadientes, pero impuesta por la brillante defensa de la misma que desarrolló Azaña ante la cámara. El Estatuto de Cataluña contenía, en cuanto que se había elaborado anticipadamente, muchas determinaciones que no se acomodaban a lo establecido en la Constitución. El voto de las Cortes sobre el Estatuto no podía ser, pues, de simple ratificación, sino que era preciso proceder a su ajuste. La operación se encontraba con las posiciones, de apariencia irreconciliable, de Esquerra Republicana y los proponentes del texto autonómico y los republicanos centralistas para los que algunas de las proposiciones estatutarias eran inadmisibles.

Sin duda alguna, el texto del Estatuto pudo acomodarse a la Constitución y salir adelante hasta aprobarse, gracias al prestigio político e intelectual y a la fuerza argumentativa de Azaña, que se empleó a fondo en su discurso en las Cortes sobre el Estatuto, pronunciado el 27 de mayo de 1932[152].

Contiene la vibrante exposición de Azaña un recorrido histórico sobre la organización del Estado en el Antiguo Régimen, en la que describe una organización política basada en la libertad, el particularismo y la agrupación de los diferentes territorios en una unidad superior llamada España. En el marco de esta situación cada una de las partes tenía su propia individualidad y sin perjuicio de ello los españoles de la época eran «tan españoles como nosotros, tan españoles como sus antecesores». Aunque con la llegada de la monarquía austríaca se inició una política de «sojuzgamiento de las libertades locales», tal política no tenía propósitos asimilistas; no se trataba de fundir Estados, sino de «sojuzgar a los súbditos». Pero por este camino, cuando arriba a España la dinastía borbónica, se procede a la liquidación de los últimos Estados peninsulares de la antigua monarquía católica.

El trabajo de las monarquías extranjeras para acabar con las viejas libertades del pueblo español es calificado por el ferviente republicano Azaña con la siguiente rotundidad: «Esta España no debe nada a las dinastías extranjeras, ni siquiera su unidad, y, en cambio, España es acreedora a estas dinastías de muchos siglos de abyección y de desgobierno».

«La política asimilista del Estado español —explica Azaña en un pasaje crucial de su discurso— se inaugura propiamente en el siglo XIX. No es asimilista la política de los reyes de la Casa de Austria; pero sí quiso serlo la política liberal, parlamentaria y burguesa del siglo XIX. Quiso serlo por varios motivos, entre otros, porque tenía a la vista el ejemplo francés. Hubo en España una ocasión, señores diputados, en que pudo nacer y fundarse con vigor y con un porvenir espléndido una política de Estado nacional, uniforme, asimilista; esa ocasión fue la Guerra de la Independencia… [pero] aquello se dejó perder, entre otros motivos, porque el rey que ocupaba el trono de España más se atuvo a su despotismo, a su tiranía y a su poder personal que a los intereses de la nación, y ahogó, bajo una persecución brutal, en un lago de sangre, los impulsos naturales y espontáneos que hubieran podido librar a España de aquel estado en que se encontraba».

Azaña compara, en un pasaje ulterior, los injustificados miedos a la desmembración de España, derivada del Estatuto catalán, con la organización del Estado español en tiempos de los Reyes Católicos. Explica que si se recogieran en un proyecto de ley los poderes del Estado con que contaban Isabel I y Fernando V y se publicasen en la Gaceta «veríais correr espantados a todos los defensores de la unidad nacional, suponiendo que la hicieran estos reyes…».

Comprende en fin algunos de los temores expresados sobre las consecuencias de la rearticulación del Estado, que resultaría de la aprobación del Estatuto de Cataluña, pero rebate completamente su fundamento, explicando que el Estatuto no es una pieza ordinamental suelta o fuera de sistema, sino que ha de encajarse exactamente en la Constitución. En este punto la posición de Azaña gira radicalmente alejándose de las afirmaciones sostenidas en su discurso de Barcelona de 1930. Dijo al respecto: «Todas las dudas, todas las preocupaciones relativas a la dispersión de la unidad española no están sometidas siquiera a discusión. Ya no lo están; lo hubieran estado mientras se discutió la Constitución, pero una vez votada la Constitución, no hay prejuicio posible que sostenga en cuanto una probable dispersión de la unidad nacional… la unidad esencial de España no puede padecer, porque si padeciera, vosotros no habríais votado la Constitución que nos rige. De suerte que mientras nos mantengamos dentro de los límites de la Constitución, hablar de la dispersión española por la votación de los Estatutos es una insensatez».

Los interesantes debates de la Constitución, en lo que concernía a la organización territorial de España, tuvieron que entrar de frente en la resolución de problemas esenciales que, hasta entonces, habían sido aludidos con bastante ambigüedad por las fuerzas políticas: la titularidad de la soberanía, para decidir si era única o compartida, y si pertenecía a España, a la nación española o al pueblo español, que no eran conceptos equivalentes; la forma de Estado, resolviendo si sería unitario o federal; la cuestión de la generalización o no del sistema de autonomías territoriales; las fórmulas de reparto de atribuciones entre el poder central y las regiones. En fin, los instrumentos para la resolución de los conflictos de competencias y el control de las autonomías[153].

Respecto de la titularidad de la soberanía, la tradición constitucional española había utilizado la expresión «soberanía nacional». Esta fórmula excluía cualquier forma de participación en ella de los territorios infraestatales. En el Preámbulo de la Constitución de Cádiz se hablaba de «nación española» y en el artículo 3 se afirmó que «la soberanía reside esencialmente en la nación». Una fórmula semejante utilizó la Constitución no promulgada de 1856 y el artículo 32 de la de 1869. La expresión «nación española» la utilizaron también las Constituciones de 1837, los artículos 11 y 78 de la Constitución de 1845 y los artículos 11 y 87 de la de 1876. En la tramitación de la Constitución de la II República, el Anteproyecto de la Comisión Jurídica Asesora empleaba la expresión «nación española». El concepto fue objeto de debate.

La cuestión de la soberanía enfrentó a quienes pensaban que no era susceptible de división o fragmentación alguna con los que estimaban algunas fórmulas posibles de concurrencia en determinadas decisiones soberanas. Ortega y Gasset[154], entre los primeros, afirmaba que la soberanía «implica la voluntad radical y sin reservas de formar una comunidad de destino histórico, la inquebrantable resolución de decidir juntos en última instancia todo lo que se decida. Y si hay algunos en Cataluña, o hay muchos, que quieran desjuntarse de España, que quieran escindir la soberanía, que pretenden desgarrar esa raíz de nuestro añejo convivir, es mucho más numeroso el bloque de los españoles resueltos a continuar reunidos con los catalanes en todas las horas sagradas de esencial decisión». Franch i Roca, de la minoría federal, invocando la autoridad de Adolfo Posada, apeló a la doctrina federal para reconocer limitaciones de la soberanía estatal y formas de participación en la misma de las organizaciones territoriales interiores. La disputa se llegaría a elevar a grandes alturas intelectuales, con intervenciones de Osorio y Gallardo, Melquiades Álvarez, Royo Villanova, Fanjul, Algora y otros. También se incluyó en el debate el uso, o no, de la palabra «España». A los autonomistas no les producía ninguna incomodidad la palabra «España», pero sí el concepto nación española. Al término de la discusión, bastante apasionada, se concluyó por redactar el artículo 1.º de la Constitución atribuyendo la soberanía al «pueblo en su conjunto». Jiménez de Asúa, en nombre de la Comisión Parlamentaria, advirtió de la evitación deliberada del concepto «nación». «Hemos querido —dijo— emplear esta palabra, más clara y más acertada, de pueblo, y no la de nación, que todavía, en cuanto a su definición, está en el crisol». La palabra «pueblo» aparece en diferentes preceptos de la Constitución (artículos 51, 66 y 103), pero, a pesar de la advertencia de Jiménez de Asúa, también se usa en el articulado el concepto de nación (artículos 53, 67, 76 y 117).

Respecto de la elección de la forma de Estado, tanto en algunas declaraciones relativas al Pacto de San Sebastián, como en manifestaciones de los grupos políticos catalanistas y en el propio texto del Estatuto presentado a las Cortes Constituyentes, se alude a la federación de España. Sin embargo, fueron evidentes las reticencias de los constituyentes a implantar esta forma de Estado, justificando el rechazo con diversos argumentos. En el fondo de ellos, aunque no se manifieste explícitamente, estaba, sin ninguna duda, el fantasma de 1873, el mito construido alrededor de la primera federación intentada en España. Los argumentos que sirvieron para rechazar la opción federalista están expresados en diversos documentos y declaraciones. El Preámbulo del Anteproyecto de Constitución elaborado por la Comisión Jurídica Asesora decía: «Las provincias han adquirido, en el curso de un siglo, personalidad y relieve que nadie puede desconocer; y en la mayor parte del territorio nacional nadie protesta contra esa organización, ni reclama otra. Hubiera sido, pues, arbitrario, trazar sobre el papel una República federal que por lo visto no apetece a la generalidad del pueblo a quien había de serle impuesta. Mas con igual claridad en otras regiones españolas, han surgido o apuntan anhelos de una personalidad autónoma, en términos tan vivos, con razones tan fuertes y con apasionamiento tan considerable, que el cerrar los caminos a su expansión sería sobre una injusta negación del sentido de libertad, una insigne torpeza política. He aquí por qué la Comisión ha preferido, en vez de inventar un federalismo uniforme y teórico, facilitar la formación de entidades que, para alcanzar una autonomía mayor o menor, habrán de encontrar como arranque su propio deseo».

A pesar del aparentemente abierto, expreso y, en la forma de manifestarlo, contundente rechazo del sistema federal, los constituyentes manifestarán, en este punto, sus propias contradicciones, tanto al explicar los fundamentos como al tenerse que rendir a la evidencia de que, para estructurar el nuevo Estado republicano sobre la base de una fuerte descentralización, no tenían más remedio que recurrir a modelos federales. Procede, de nuevo, de la propia Comisión Jurídica Asesora, la confesión de haber empleado como modelo del Anteproyecto las Constituciones de Weimar y austríaca (dice el Preámbulo también claramente que «al señalar las atribuciones inalienables del Estado nos hemos guiado por lo que establecen las Constituciones federales de Europa y por lo que han aceptado hasta fecha reciente los partidarios más estudiosos del federalismo en nuestra Patria»). En pleno debate sobre la naturaleza del Estado que la Constitución estaba tratando de implantar, Alcalá-Zamora explicará los fundamentos de la opción seguida, con la que, cualquiera que fuesen sus inspiraciones, se trató de dejar «expedito el camino para las posibilidades amplísimas de una Constitución federal, sin imponer la rigidez de un tipo, ni el fetichismo de un nombre», y afirmará «yo creo que no es indispensable en la Constitución la palabra federal, porque está la sustancia federal». García Valdecasas, en el seno de la Comisión, fue el más sincero respecto de la fuerza del mito construido alrededor de los excesos y algaradas que provocó la I República Federal. Dijo: «Ha sido un recelo ante la palabra lo que nos ha movido fundamentalmente a descartarla».

En una exposición de Jiménez de Asúa sobre la Constitución en la II República española, se contiene una explicación teórica más elevada sobre las razones por las que, según explica, «Deliberadamente no hemos querido decir en nuestra Constitución que España es una República federal, no hemos querido declararlo porque hoy tanto el unitarismo como el federalismo están en franca crisis teórica y práctica. Sirva de ejemplo el caso de Alemania. Vemos en su Constitución de 1919 cómo se ensanchan los poderes del Reich y cómo los antiguos Estados reciben el nombre menos ambicioso de Länder. El Estado federal alemán va transformándose en Estado integral». Continúa la argumentación de Jiménez de Asúa, haciendo notar que: «El Estado federal, por su parte, no ha podido superar ni fundándose en el principio sinalagmático (que ilustró Pi i Margall) ni en el orgánico, que no se logra fijar satisfactoriamente, ni por la teorética ni por la técnica, su carácter de etapa transitoria hacia un Estado español, que después de haber sido durante siglos un férreo e inútil Estado unitarista, va transformándose en moderno Estado integral, pero sin dejar de ser siempre el mismo y único gran Estado español. Frente al Estado unitario tiene el integral la ventaja, en nuestro caso, de ser compatible, sin imponerlas, con diversos grados de autonomías regionales cuando sean pedidas y procedentes, junto a un régimen de vinculación de otros territorios nacionales no preparados para aquellas formas de autarquía. Y frente al Estado federal tiene el provecho de permitir, sin desnaturalizarse, la existencia de otros territorios, ligados por estrecha dependencia político-administrativa al Estado (sin perjuicio de los diversos grados posibles de descentralización administrativa), junto a otras regiones que quieran o estén capacitadas para asumir funciones de autodeterminación en grado de distinta intensidad, que son variantes de matiz en las posibles autonomías regionales diversas, sin imponer una relación uniforme entre el Estado y unos y otros territorios».

La cuestión de la generalización o no del sistema de autonomías territoriales fue también objeto de un debate en el que se ofrecieron dos alternativas: la primera, dejar la iniciativa a los territorios interesados. La segunda, decidir directamente la regionalización total de España. Esta última fue intensamente defendida por Ortega y Gasset, quien estimaba que el impulso de la autonomía en unos territorios y no en otros llevaría a producir «una división en dos Españas diferentes: una compuesta por dos o tres regiones ariscas; otra, integrada por el resto más dócil al poder central. Para el proyecto es la autonomía algo especial, puesto que no la estatuye para todos los cuadrantes españoles. Esto que pretende ser cautela, previsión y desamor a la aventura, me parece más bien, y a la par, ingenuo y funesto». La alternativa que Ortega ofrecía era la de la generalización desde la Constitución del sistema autonómico, en su convicción de que «si la Constitución crea desde luego la organización de España en regiones, ya no será la España una quien se encuentre frente a frente de dos o tres regiones indóciles, sino que serán las regiones entre sí quienes se enfrenten, pudiendo de esta suerte ceñirse majestuoso sobre sus diferencias el Poder nacional, integral, estatal y único soberano».

El texto constitucional no siguió esta solución, sino la anteriormente comentada. De manera que el acceso a la autonomía requería la cumplimentación sucesiva de una serie de requisitos que se instrumentaban del modo siguiente. El sujeto de la iniciativa autonómica eran las provincias; podían estas en solitario o junto con otras limítrofes (esta condición estaba expresamente dispensada para los territorios insulares), «con características históricas, culturales y económicas comunes», acordar «organizarse en región autónoma para formar un núcleo político administrativo dentro del Estado español» (artículo 11). Para que se pudiera aprobar un Estatuto de Autonomía se establecían las siguientes condiciones: «a) que lo proponga la mayoría de sus Ayuntamientos, o, cuando menos, aquellos cuyos municipios comprendan las dos terceras partes de los electores inscritos en el Censo de la región. Si el plebiscito fuera negativo, no podrá renovarse la propuesta de autonomía hasta transcurridos cinco años; b) que lo aprueben las Cortes» (artículo 12). Los Estatutos eran aprobados por el Congreso cuando no contuvieran principios contrarios a la Constitución o a «las leyes orgánicas del Estado en materias no transmisibles al poder regional». Finalmente, en cuanto a la posición del Estatuto en el sistema de fuentes se precisaba que, una vez aprobado, «será la ley básica de la organización administrativa de la región autónoma, y el Estado español la reconocerá y amparará como parte integrante de su ordenamiento jurídico» (párrafo final del artículo 11)[155].

La Guerra Civil frustró todas estas transformaciones en la estructura territorial del Estado y la implantación de los gobiernos autónomos regionales. Dejó algunas pocas experiencias respecto de la práctica del ejercicio del poder, el reparto de competencias en los conflictos, en cuyos pormenores no es preciso que me extienda. Para Cataluña la breve experiencia autonomista implicó por primera vez en los dos últimos siglos, la apertura a formas de integración en el Estado nacional, que si no eran destructivas en la unidad de este, al menos permitían recordar las viejas formas de gobierno paccionado, concretado ahora en la asignación de competencias sobre materias de las que el Estado no podría disponer en absoluto o debería hacerlo en colaboración con las instituciones de la Generalitat catalana.

2. El régimen autonómico perdido al término de la Guerra Civil no volvió a recuperarse hasta los albores del nuevo período constitucional, que se implantaría en 1978. Las reclamaciones catalanas de un régimen de autogobierno habían sido objeto de proclamas y reclamaciones continuas desde la muerte del general Franco. Cataluña recuperó provisionalmente la Generalitat en 1977, con el retorno del presidente Tarradellas. Los debates constituyentes abordaron de modo natural la regulación de las autonomías territoriales, que se consideró vinculada al Estado de derecho y a la democracia. Todo ello en el marco de un espíritu de consenso del que derivaron también algunas de las características de la solución constitucional a la cuestión autonómica. Aquella política de consenso tuvo el efecto de que el constituyente renunciara a regular algunos aspectos esenciales del régimen autonómico, remitiendo su concreción a decisiones ulteriores que habrían de contenerse en los Estatutos de Autonomía que, sucesivamente, se aprobaran. De las iniciativas territoriales, concluidas con la aprobación de los Estatutos de Autonomía, dependerían dos cuestiones esenciales para la definición de la estructura del Estado: primero, la determinación de cuántas Comunidades Autónomas habrían de constituirse y cuál habría de ser la delimitación de su territorio; segundo, la organización y competencias que asumirían cada una de las Comunidades Autónomas. En relación con ambos elementos esenciales, la Constitución de 1978 aceptó lo siguiente:

—No imponer directamente el mapa territorial de España, de manera que las Comunidades Autónomas a constituir, y su delimitación, dependiesen de iniciativas territoriales, que, objetivamente, podrían dar lugar a que todos los territorios del Estado, mediante agrupaciones de las provincias existentes, o incluso comunidades provinciales aisladas, pudieran acceder a la autonomía política que la Constitución ampara. Por tanto, la Constitución renunció a la definición del mapa de las Comunidades Autónomas.

—Que la organización interna y las competencias de las Comunidades Autónomas fuera decidida dentro del marco establecido en la Constitución, por las propias instancias territoriales. De acuerdo con el artículo 147 de la norma fundamental, correspondería a los Estatutos de Autonomía tanto establecer la organización interna de cada una de aquellas entidades como concretar las competencias que ejercerían, sin más límite que el de no usurpar las atribuciones asignadas directamente al Estado por la Constitución.

En esta opción, remisoria y desregulatoria, fue considerada por alguna doctrina como una verdadera «desconstitucionalización» de la organización territorial del Estado (F. Rubio, P. Cruz Villalón, entre otros)[156]. La afirmación era tal vez exagerada ya que en la Constitución siguen estando los principios esenciales de ordenación del sistema autonómico, pero es expresiva de las importantes omisiones en que incurrió la Constitución de 1978 si se la compara con el pormenor que es normal en otras Constituciones contemporáneas.

Estas serias omisiones son las consecuencias lógicas de la aceptación, como hemos indicado en apartados anteriores, del modelo republicano de autonomías territoriales. Se asumió en aquel período histórico el principio de autodeterminación de las nacionalidades, abanderadas por la reivindicación de Cataluña (recuerdo de nuevo que el Estatuto de Nuria, que sería aprobado en 1932, fue plebiscitado antes de que se aprobase la Constitución de 1931), expresado no como un derecho de secesión, sino como la potestad de decidir, en el seno del Estado, sobre la forma de integración en el mismo, la organización interna de la región y las competencias o poderes que asumía. Tal autodeterminación se configuraría como un poder de autodisposición sobre los esenciales extremos indicados. En su caso, la suma de las decisiones de cada provincia o agrupación provincial sobre su propio destino político, sería la que terminaría configurando el mapa territorial español y la organización y competencias autonómicas. Para dejar un margen importante a la eficacia de tal poder o principio dispositivo, la Constitución tendría que limitarse a establecer las reglas esenciales de ordenación del conjunto, el procedimiento a seguir para acceder a la autonomía y las atribuciones e instituciones indisponibles con que contaría el Estado. Esta es la razón a que responde la consciente desconstitucionalización de la organización territorial asumida en 1978[157].

Los rasgos generales de la regulación de las comunidades autónomas en el Título VIII de la Constitución pueden resumirse del siguiente modo:

1. El reconocimiento de una comunidad autónoma no depende, como regla, de una decisión del legislador estatal (las escasas excepciones a este principio están en el artículo 144), sino de la iniciativa de los territorios interesados (artículos 143 y 151 y disposición transitoria segunda principalmente). En este sentido, puede afirmarse que la primera garantía que la Constitución dispensa a los territorios españoles es previa a la propia situación autonómica, y consiste en configurar la autonomía como un derecho que sólo aquellos están facultados para hacer efectivo. Si la iniciativa se adopta en sentido positivo tampoco es el legislador estatal quien determina el contenido de los Estatutos correspondientes; estos se elaboran por los representantes (locales y parlamentarios) de los territorios interesados (artículos 146 y 151.2).

2. El contenido de la autonomía se fija, pues, precisamente en el Estatuto, que es una norma que requiere la iniciativa territorial, y no en leyes dictadas por exclusiva iniciativa de las Cortes.

3. Aunque las Cortes tienen posibilidad de modificar el proyecto de Estatuto en su tramitación parlamentaria (artículos 146 y 151.2, 2.º y 5.º), hay algunos contenidos del mismo que están fijados constitucionalmente y que no pueden ser rebajados o modificados por decisión del legislador estatal. En cuanto a las competencias, las listas de materias contenidas en los artículos 148 y 149 operan como puntos de referencia inexcusables.

4. Lo mismo puede decirse de las instituciones autonómicas básicas; el Estatuto es la norma que debe regularlas (artículo 147.2.c) en el marco de lo dispuesto en la Constitución, que impone que sean precisamente las referidas en el artículo 152, es decir, cuando menos, una Asamblea legislativa y un Consejo ejecutivo. El contenido del proyecto de Estatuto elaborado por los representantes del territorio interesado no podría ser rebajado en este punto en la tramitación parlamentaria.

5. Lo anterior se confirma aún más si se tiene en cuenta que la Constitución regula las Comunidades Autónomas dotándolas de autonomía política efectiva, lo que supone el reconocimiento de su potestad de dictar leyes y, en consecuencia, su derecho a contar con una Asamblea legislativa entre sus instituciones de Gobierno.

6. En relación con las potestades de que debe disfrutar la Comunidad Autónoma la Constitución garantiza, pues, si el territorio interesado así lo decide al redactar su Estatuto, el disfrute de potestades legislativas. Además de estas, están también constitucionalmente garantizadas y básicamente reguladas (artículos 156 y 157) las potestades financieras, y, desde luego, las administrativas y de gestión ordinarias para atender las materias de su competencia (artículos 137, 147.1.d, 148, 149, etc.).

7. El Estatuto, una vez aprobado, queda revestido, por disposición constitucional (artículos 147.2 y 152.2) de una particular protección que le hace insusceptible de modificaciones que pueda pretender el legislador estatal. Se articula esta protección mediante la técnica de la rigidez: el procedimiento para la reforma del Estatuto de Autonomía debe establecerlo el Estatuto mismo que, como resulta de las regulaciones de los ya aprobados, exige siempre la participación en la reforma de la Comunidad Autónoma interesada, añadiendo o no a la misma un referéndum previo (artículo 152.2). En cualquier caso, la modificación del Estatuto queda al margen de la disponibilidad del legislativo estatal. Salvo, claro está, utilizando la vía de la reforma constitucional, ya que, en definitiva, es el Parlamento estatal el titular de la llamada «competencia de la competencia».

8. Sin perjuicio de los abundantes mecanismos que la Constitución habilita para reintegrar a la unidad el ordenamiento jurídico general (leyes básicas, leyes marco, programas, planes, coordinación, etc.), una vez aprobados los Estatutos, las Comunidades Autónomas se sitúan en posición de separación para el ejercicio de sus atribuciones en régimen de exclusividad o en concurrencia con el Estado, pero sin admitir interferencias una vez delimitadas aquellas, sino por vía de excepción (artículos 150.3 y 155).

9. Por último, el funcionamiento de las instituciones autonómicas está sometido a controles predeterminados constitucionalmente (artículo 153) ejercitados, en relación con las competencias estatutarias, por los mismos órganos (Tribunal Constitucional, Jurisdicción contencioso-administrativa y Tribunal de Cuentas) responsables de verificar el acatamiento a la Constitución y a las leyes de las decisiones que adoptan las propias instituciones estatales.

Durante más de treinta años el denominado Estado de las autonomías se ha desarrollado conforme a la indicada regulación constitucional. Estos tres decenios de práctica han permitido comprobar que el texto constitucional presentaba defectos importantes. La doctrina y la jurisprudencia hicieron, durante todo ese tiempo, un trabajo memorable para mantener el edificio autonómico del Estado en pie, a de pesar sus múltiples carencias. Traspasado el umbral del siglo XXI, la crisis del sistema se hizo absolutamente manifiesta. Una buena parte de las comunidades autónomas reformaron sus estatutos, no tanto para eliminar las regulaciones incorrectas como para ampliar sus competencias y fortalecer sus instituciones, tratando de asimilarlas al máximo a las del Estado[158].

Pero no ha sido posible arreglar la situación mediante reformas estatutarias porque la decadencia del sistema tenía su raíz en la propia regulación constitucional, que es la que evidentemente debe ser objeto de reformas.