IV

1. Muchos autores han presentado los trescientos años de historia que transcurren entre la Nueva Planta de 1716 y los inicios del siglo XXI como un período oscuro en el que Cataluña quedó sometida a los designios del poder central con la pérdida total y absoluta de cualquier signo distintivo de su identidad cultural y, desde luego, sin que reaparecieran en tan largo período ni una sola de sus antiguas instituciones jurídicas, ni las particularidades de su autogobierno, ni la singularidad de su derecho. Trescientos años errando por el desierto, una vez que fue desmontado todo lo que de excelente tuvo su antiguo paraíso nacional.

Trataré en este capítulo de subrayar algunas razones por las que Cataluña aceptó pacientemente el modelo centralista de gobierno, y lo que quedó de singular en el derecho y las instituciones del Principado. Acortaré también ese período de trescientos años, para reconocer, como me parece históricamente objetivo, que en 1932 y en 1979 Cataluña recuperó el autogobierno; asunto al que dedicaré todo el capítulo siguiente.

Las reclamaciones catalanas del siglo XVIII más caracterizadas, al menos las que llegan a plantearse directamente en la corte, estuvieron relacionadas con el cumplimiento de los compromisos derivados de la Nueva Planta, más que con su abolición y sustitución por el constitucionalismo y fuerismo primitivo.

La invasión napoleónica ofreció una nueva oportunidad para la defensa de la patria catalana frente a la política anexionista del emperador. El primer lugar donde se asentaron las tropas francesas tras el Tratado de Fontainebleau, a comienzos del siglo XIX, fue Cataluña. Durante mucho tiempo alguna historiografía ha dejado rodar la sospecha de que Godoy negoció con Napoleón la segregación de todo el territorio que va de los Pirineos al Ebro. Pero esta presunción no ha sido nunca documentada, aunque estuvo, sin duda, en el ánimo imperial la continuación de la política iniciada en 1659 cuando, al término de la guerra con Francia, España hubo de entregarle el Rosellón y la Cerdaña. Aprovechando la abdicación de Bayona, Francia podía anexionar también Cataluña. La preocupación por que esto ocurriera pudo ser la causa de que en el propio documento de abdicación a favor de Napoleón se hiciera constar que el trono de España, fuera quien fuese el príncipe a quien se lo entregara Napoleón, se mantendría sin alteración territorial alguna[125].

Un gran contingente de soldados franceses permanecería en Cataluña desde 1808. Los cronistas renegaron de la falta de eficacia y de voluntad del ejército español, y despertaron una vez más el sentimiento anticastellanista. Pero, pese a estas indolencias, puede considerarse que la reacción catalana y el patriotismo en la defensa de su territorio fue firme. Muestra de que el interés final de Napoleón era segregar de España las provincias de la margen izquierda del Ebro, lindantes con Francia, fue el Decreto Imperial de 8 de febrero de 1810 que ordenaba mantener separada su administración de la de José I, que se ocuparía de la gestión del resto de España. Las consecuencias de esta determinación fueron los decretos de 26 de enero y 2 de febrero de 1812, que ha estudiado detenidamente Joan Mercader[126], que decidieron la división del Principado en cuatro departamentos, que serían administrados por dos intendentes, uno para Cataluña norte y otro para la sur, con sedes respectivas en Gerona y Barcelona.

La Junta Suprema Central convocó Cortes el 22 de mayo de 1809, para celebrar al año siguiente de 1810. El Principado de Cataluña tendría una representación de veintidós diputados.

Ninguno de ellos fue muy activo, porque tampoco, según explicó Rahola[127], eran brillantes oradores, con la excepción de Antonio Capmany. Las instrucciones que la Junta Superior de Cataluña dio a sus representantes acogieron principios consagrados en la Revolución francesa, pero al mismo tiempo recordaban los derechos históricos de Cataluña. Las reformas que fueran precisas, decían las instrucciones, habrían de «recobrar los privilegios que disfrutó Cataluña en el tiempo que ocupó el trono español la augusta casa de Austria». Pero todo el grupo catalán era muy conservador. Sus figuras más relevantes fueron Ramón Lázaro de Dou i Bassols, Antonio Capmany, Felipe de Aner y Esteve, José Espiga y Jaime Creus. Dou Bassols participó muy activamente porque llegó a presidir las Cortes en algunos períodos, y fue defensor manifiesto de la unidad del Estado, de la lealtad debida a la nación y contrario al federalismo, aunque defensor del derecho catalán, como habían hecho tradicionalmente los juristas de la escuela catalana formados a partir de la ideología de la Universidad de Cervera, de la que él había sido canciller.

Capmany fue firme defensor de la monarquía y también de que los diputados en las Cortes no eran representantes de ninguna provincia concreta, como la que él estaba representando, sino de la nación española. Hay muchos rasgos marcadamente españolistas en la vida y obra de Campany que han sido siempre destacados[128].

Felipe de Aner y Esteve fue entre todos los diputados catalanes el mayor defensor del reconocimiento de las instituciones históricas catalanas. Hizo un relevante discurso en la sesión de 2 de septiembre de 1811, oponiéndose a cualquier concepción de la división territorial de España en provincias que pudiese implicar la segregación de la parte del territorio catalán para agruparlo con ninguna otra provincia. Rahola destacó que entre los representantes de Cataluña fue Aner el que «reflejó más intensamente el temperamento catalán»[129].

La participación en los debates de José Espiga y Gadea también es frecuente y puede seguirse tratando de cuestiones muy variadas. En las que conciernen a Cataluña, quizá destaque su defensa del derecho catalán frente a las tendencias unificadoras que terminaron imponiéndose en la Constitución de Cádiz, como enseguida veremos.

La Constitución de 1812 no acogió la menor concesión a las actitudes federalistas que habían defendido algunos diputados americanos, ni inclinación alguna a aceptar un retorno de las instituciones anteriores a los Decretos de Nueva Planta. El modelo de organización territorial y gobernación política y administrativa de España, que asumió la Constitución, fue un cerrado centralismo articulado sobre la base de una nueva división provincial (que se intentó formular en el período constituyente, más tarde con el proyecto Bauzá de 1822, pero que no llegó a hacerse efectiva hasta el Decreto de 30 de noviembre de 1833), el establecimiento en cada provincia de un jefe político o gobernador civil, y la subordinación a este último de la administración local, asegurando de tal manera la firmeza de una línea jerárquica que, partiendo del gobierno central, llegaba hasta el último rincón del Estado.

Todo lo anterior no significa, sin embargo, que las particularidades jurídicas y económicas de Cataluña desaparecieran completamente en el siglo XIX hasta la recuperación de un régimen de gobierno autonómico con ocasión de la Constitución de 1931. Esta visión plana y uniformista debe rectificarse teniendo en cuenta, al menos, el trato singular que el Estado dispensó a Cataluña para facilitar su industrialización y el desarrollo comercial de sus empresas y, por otro lado, el mantenimiento durante todo el siglo, de su régimen de derecho civil, foral o especial.

2. En cuanto a lo primero Cataluña fue beneficiaria de la política proteccionista desarrollada durante todo el siglo XIX por los sucesivos gobiernos, que fueron sensibles a las instituciones y grupos de presión catalanes. Cataluña no pretendió durante el siglo XIX instituirse como un área económica separada del resto del Estado, sino justamente lo contrario, afianzar un mercado nacional español, en el que se reconociera una protección marcada a los productos originados en su territorio.

La política proteccionista aparece ya marcada en el arancel de 1820, del que arranca la historia moderna arancelaria en España. Es notable que, frente a las políticas de liberalización de la economía, en las que se enmarcan los decretos de supresión de vinculaciones, las políticas de desamortización, la liberalización del ejercicio de las profesiones, etcétera, el arancel del trienio liberal agudizó el proteccionismo en relación con la legislación mercantilista del siglo XVIII. A pesar de las resistencias de Canga Argüelles, los industriales catalanes consiguieron que se triplicara el número de artículos de importación prohibida, convirtiendo además las prohibiciones en incondicionales o absolutas para los textiles[130].

La burguesía catalana estaba organizada para presionar al gobierno y lograr el incremento de las prohibiciones: una Real Junta Particular de Comercio de Barcelona funcionaba desde 1763 y la Comisión de Fábricas había sido creada en 1820. Esta tuvo un papel decisivo en la presión al gobierno para la formulación de políticas prohibicionistas. Se consiguieron a pesar de que se limitaban con ellas los ingresos de la Hacienda Pública y que tenían el efecto negativo de incrementar la corrupción y el contrabando. El peso de los intereses catalanes en la política arancelaria se mantendrá durante el reinado de Fernando VII (arancel de 1825) y durante la regencia de María Cristina (arancel de Mendizábal de 1836). Aunque se introdujeron reformas en 1841 y por Alejandro Mon en 1849, las prohibiciones se mantuvieron, y no llegaron a desaparecer por completo de la legislación española hasta el arancel Figuerola de 1869.

El prohibicionismo, que fue la medida de protección arancelaria más radical, fue decayendo en los años centrales del siglo XIX, también afectado por las presiones contrarias que ya desarrollaban organizaciones como la Asociación para la Reforma de los Aranceles de Aduanas, fundada en 1859. Contribuyó a flexibilizar las medidas prohibicionistas, la circunstancia de que la Comisión de Fábricas catalana desapareció a finales de los años cuarenta, estableciéndose en 1848 el Instituto Industrial de Cataluña, más favorable a un proteccionismo menos radical. Este instituto pasó también a remodelarse hasta llegar en 1869 a constituirse en Barcelona Fomento de la Producción Nacional. Defendió un proteccionismo generalizado y no concerniente a una industria en particular (muy señaladamente la algodonera). Además convirtió el proteccionismo en una causa compartida con la clase obrera y no sólo en una cuestión de los empresarios.

Fomento de la Producción Nacional fue muy efectivo en la oposición a las reformas arancelarias que intentó Laureano Figuerola durante el Gobierno de Juan Prim, de manera que aquel tuvo que dimitir y buena parte de las rebajas de las tarifas protectoras de su arancel nunca fueron aplicadas. El arancel Figuerola, que favoreció la rebaja de las tarifas de importación de maquinaria y materias primas, también contribuyó a que desaparecieran talleres artesanales establecidos en toda España y a la subsiguiente concentración de las industrias textiles más poderosas en Cataluña. De aquí que, a pesar de las disposiciones liberalizadoras que contenía el arancel (base 5.ª), que combatieron las asociaciones empresariales catalanas, los industriales más importantes aplaudían de su contenido las medidas que favorecieron la renovación de las maquinarias y la concentración de las actividades productivas.

En 1876 salieron de Fomento de la Producción Nacional algunos industriales relevantes y crearon Fomento de la Producción Española. Otros, que se habían mantenido cercanos al viejo Instituto Industrial de Cataluña, constituyeron el Instituto de Fomento del Trabajo Nacional. De la fusión de ambas asociaciones surgió Fomento del Trabajo Nacional, la gran patronal que todavía hoy sigue funcionando.

En la etapa final del siglo XIX el proteccionismo estricto tuvo que abrirse y aceptar concesiones a otros países que exigían rebajas de las medidas protectoras y la celebración de acuerdos comerciales de diverso contenido. De este tipo fue el modus vivendi con Gran Bretaña de 1885. Este tipo de convenios eran los reclamados por los librecambistas y aborrecidos por los proteccionistas. El citado con Gran Bretaña provocó tal reacción que sirvió incluso para alimentar el catalanismo político. En la Memoria de Defensa de los intereses morales y materiales de Cataluña o Memorial de Greuges que formuló el Centre Català de Valentín Almirall en enero de 1885, se incluía una petición del rey de amparo frente al modus vivendi con Gran Bretaña. Esta reclamación se ponía al lado, por ejemplo, de las protestas referente a los proyectos de unificación del derecho civil, que inmediatamente llegarían a permitir una codificación única de aplicación en toda España.

El proteccionismo y el catalanismo quedarían así vinculados, hasta el extremo de que el proteccionismo económico se convirtió en uno de los elementos fundacionales del catalanismo político. Jesús Pabón[131], en su famosa e importante biografía de Cambó, no dejó de observar que en las luchas contra el librecambismo Cataluña adquirió «una clara conciencia de su personalidad».

Es remarcable, desde luego, considerando cómo se han ido transformando las reclamaciones nacionalistas catalanas, que los proteccionistas creían firmemente que sus pretensiones de que se mantuviera un arancel protector servían señaladamente para la creación de un mercado nacional, donde fueran defendibles los intereses comunes de productores y consumidores. Convencieron, por lo menos, a Cánovas del Castillo, que asumió dichas ideas y estableció políticas proteccionistas que duraron durante toda la Restauración, pensando que con ello aseguraba el vigor y desarrollo económico de la nación. Estas políticas se desarrollaron especialmente a partir de 1890-1892. Pero se mantuvieron reclamaciones contra su tibieza, que concluyeron en el establecimiento de dos nuevos aranceles en 1906 y en 1922, que colmaron, por lo menos durante aquellos años, las aspiraciones de los proteccionistas catalanes. El proteccionismo pasó a formar parte de la «constitución económica española»[132].

El arancel de 1922 estuvo vigente hasta 1960 y se ha considerado obra personal de Francesc Cambó, por entonces ministro de Hacienda en el Gobierno Maura. Cambó pudo decir con orgullo en sus memorias que «dos tercios de las partidas de los aranceles de España afectan principalmente a productos catalanes». Y también: «los catalanes hemos sido siempre muy hábiles manejando los aranceles y defendiendo nuestros intereses. A veces hasta las defensas han sido exageradas y, por lo tanto, perjudiciales e injustas»[133].

3. El mantenimiento de un régimen particular de derecho privado es también cuestión de enorme relevancia, ya que a través de las propias instituciones civiles se conservaron muchas tradiciones y particularidades, concernientes tanto a la familia como a los tratos y contratos, que distinguieron a Cataluña del resto de los territorios españoles. La Escuela Jurídica Catalana, cuyo nacimiento y desarrollo facilitó la no abolición del derecho civil por el Decreto de Nueva Planta de 1716, sirvió nada menos que para establecer un punto de apoyo doctrinal a las reclamaciones ulteriores de autogobierno político.

El importante artículo 258 de la Constitución de Cádiz mandaba que se estableciera un código civil, otro criminal y otro de comercio, únicos para toda la monarquía. El propósito se formulaba sin perjuicio de que, en su realización, como el propio precepto mencionado advirtió, deberían tenerse en cuenta «las variaciones» que aconsejaran las particulares circunstancias de algunos territorios, apreciadas por las Cortes.

Sin embargo los trabajos de la codificación se complicaron enormemente. Los códigos que llegaron a aprobarse en un tiempo relativamente inmediato fueron el Penal (1822), y el de Comercio (1829). El Código Civil no llegaría a promulgarse hasta 1889, al final de un proceso, desarrollado en la Restauración, que permitiría la aprobación junto a aquel de los dos grandes códigos procesales (Ley de Enjuiciamiento Civil, de 3 de febrero de 1881, y Ley de Enjuiciamiento Criminal, de 14 de septiembre de 1882), así como el Código de Comercio, de 22 de agosto de 1885.

La compatibilidad de la unificación del derecho civil en un código con el mantenimiento de derechos civiles forales en los territorios que los habían tenido trató de resolverse en los primeros proyectos en un sentido claramente favorable a la supresión de estos últimos. Esta fue la orientación del primer proyecto de Código Civil, el de 1821.

Tanto este Proyecto de 1821 como el posterior de García Goyena de 1851[134] se habían orientado hacia la supresión de los derechos civiles forales. Al principio esta propuesta no contó con gran resistencia; pero fue esta aumentando a lo largo del siglo. En el Proyecto de 1851 se incluyó un artículo, el 1992, que decía: «Quedan derogados todos los fueros, leyes, usos y costumbres anteriores a la promulgación de este Código, en todas las materias que son objeto del mismo, y no tendrán fuerza de ley, aunque no sean contrarias a las disposiciones del presente Código». No sólo se proponía tal derogación, sino que además en el Proyecto era visible la influencia del derecho de Castilla más que la tradición jurídica de otros reinos, lo que, obviamente, determinaría la resistencia y el disgusto de algunos juristas no castellanos.

Seguramente esta circunstancia fue determinante para que, al recibir el Proyecto de 1851, el Gobierno dictara una Real Orden de 12 de junio de aquel año en la que, después de felicitar a los autores, decía «que la existencia de fueros y legislaciones especiales, usos y costumbres varias y complicadas, no sólo en determinados territorios de la monarquía que en otro tiempo formaron Estados independientes, sino también hasta en no pocos pueblos pertenecientes a provincias en que por lo general se observan los Códigos de Castilla, aumentan considerablemente las dificultades y obstáculos que siempre ofrece la publicación y ejecución de todo Código general».

Acto seguido, el Gobierno solicitó informes de tribunales, facultades de derecho y otros organismos, que determinaron aplazamientos sucesivos a la tramitación, que no llegó a llevarse a cabo nunca. A falta de un Código Civil completo, se haría necesaria la aprobación de leyes civiles especiales, que resolvieran algunas cuestiones que requerían atención más perentoria o que podían resolverse con menor coste político.

En el largo período de tiempo que se abre desde entonces hasta la formulación del nuevo Código, se preparan algunos otros, siempre sin fuerza para superar las dificultades que opone la que empieza a denominarse cuestión civil foral.

Radica esta última en decidir si debían suprimirse o respetarse los derechos civiles forales. A favor de lo primero, las tesis que postulan que el Código debe ser único porque ello era una exigencia de la unidad del Estado e incluso de la igualdad. Un congreso de jurisconsultos celebrado en 1863 apoya esta opción, no obstante afirmar, como recoge la conclusión 5.ª de su acta final, «que esta unidad debe verificarse huyendo del extremo de hacer prevalecer una legislación de las diferentes que rigen en España sobre todas las otras, adoptando con racional criterio lo más aceptable de cada una».

En la posición contraria están, naturalmente, los juristas catalanes (J. Rey, Ferrer Subirana, F. Permayer y especialmente F. Durán i Bas) abrazados a las ideas de la Escuela Histórica, cuya doctrina utilizan: son las costumbres y la tradición lo que debe usarse para fundar el Derecho de cada pueblo. Una actitud conciliadora e intermedia es la que sostienen Allende Salazar y J. Costa.

En este ambiente se empieza a preparar desde 1880 el nuevo Código, para cuya elaboración será capital el trabajo de Alonso Martínez[135].

La Constitución de 1876 había dicho, en su artículo 75, lo mismo que la de 1869 en su artículo 91, es decir, que habría que establecer unos mismos Códigos en la monarquía «sin perjuicio de las variaciones que por particulares circunstancias determinen las leyes».

La fórmula era suficientemente vaga como para dejar entrada a las pretensiones foralistas.

Un Decreto de Álvarez Bugallall, ministro de Gracia y Justicia, de 2 de febrero de 1880, expresó la conveniencia de que el futuro Código Civil respetase los derechos civiles forales en aquellas partes en que eran singulares y dignos de seguir rigiendo. La Comisión que creó dicho ministro incorporó por esta razón un jurista de cada una de las regiones de Derecho Civil foral, para que expresara el contenido de sus ordenamientos y seleccionara las instituciones que deberían continuar. Por Cataluña, Durán i Bas, por Aragón, L. Franco y López, por Navarra, A. Morales y Gómez, por Galicia, R. López del Lago, por las Vascongadas, L. Lecanda Mendieta y, por Baleares, P. Ripoll Palau.

Cada uno de ellos hicieron Memorias, entre las que destacaron las de Durán i Bas y Franco López.

Para facilitar la redacción del Código se utilizó la técnica de la ley de bases. Era más fácil sacar adelante una norma con contenidos lo más genéricos posible. Siendo ministro de Gracia y Justicia Alonso Martínez, presentó en las Cortes su Proyecto de Ley de Bases para el Código Civil de 22 de octubre de 1881; pero el sistema de ley de bases en este primer planteamiento sería rechazado por las Cortes.

Otro congreso de jurisconsultos celebrado en 1886 se había mostrado muy favorable a la Codificación Civil, 341 congresistas contra 400, así como sobre la unificación del Derecho Civil (244 congresistas contra 90 y 31 abstenciones), aunque con el matiz de que dicha unificación era compatible con la vigencia de «algunas instituciones jurídicas forales» (186 a favor de la compatibilidad, 158 en contra y 61 abstenciones).

Al fin se aprobó con todas estas orientaciones (y las que se contuvieron en el proyecto que F. Silvela presentó a las Cortes el 7 de enero de 1885, siendo ministro de Gracia y Justicia) la Ley de Bases de 11 de mayo de 1888, que autorizaba al Gobierno para publicar un Código redactado por la Comisión de Codificación, que luego se llevaría a las Cortes para ratificación; el punto de partida sería el Código de 1851 y los derechos forales se mantendrían «en su integridad». El texto articulado del Código se publicó en la Gaceta por Real Decreto de 6 de octubre de 1888. La Ley de 26 de mayo de 1889 ordenó una nueva redacción corregida y el 24 de julio de 1889 se publicó la nueva edición oficial[136].

El Código utilizaba respecto de los derechos forales la fórmula de que se conservarían «por ahora» en su integridad. El artículo 6 de la Ley de Bases había ordenado que se redactaran Apéndices forales, donde se recogieran las instituciones que conviniese conservar, en el orden de ideas que había expresado el citado Decreto de 1880 de Álvarez Bugallal. Pero no se puso demasiado empeño en la redacción, de modo que no se avanzó mucho, aunque se formaron, por Decreto de 24 de abril de 1899, comisiones especiales que integrarían juristas de las regiones forales. Se llegó, no obstante, sólo a la formulación del Apéndice aragonés, que se publicó por Real Decreto de 7 de diciembre de 1925.

La Compilación del Derecho Civil Especial de Cataluña se aprobaría el 21 de julio de 1960.

4. Por lo que concierne a la recuperación de instituciones políticas de autogobierno propias de Cataluña, la centralización se mantuvo dominante desde los Decretos de Nueva Planta hasta la Constitución de 1931, aunque conoció un período revolucionario y excepcional, al término del Sexenio democrático.

Ya al final de ese período el rey Amadeo I abdicó el 11 de febrero de 1873, lo que dio lugar a la proclamación de la I República española por parte del Congreso de los diputados y el Senado reunidos como «Asamblea Nacional». Aunque no hubo una declaración específica al respecto, quedaba derogada la Constitución de 1869, y había que elaborar otra nueva, que a pesar de las disputas entre unitaristas y federalistas se inclinó por el federalismo, considerando la abrumadora victoria de los partidos que defendieron la orientación federal en las elecciones convocadas por el Gobierno de Estanislao Figueras: 343 escaños de los 391 electos[137]. Durante el Gobierno de Pi i Margall, que había sucedido a Figueras, se encomendó la redacción de una nueva constitución federal a Emilio Castelar, nada partidario del federalismo. El proyecto de constitución lo redactó una comisión presidida por Nicolás Salmerón, en la que también estuvo Castelar, Manuel Pedregal, Rafael María de Labra y Francisco de Paula Canalejas. Se presentó el proyecto de constitución a las Cortes Constituyentes el 17 de julio de 1873. Pi i Margall dimitió al día siguiente incapaz de frenar la insurrección cantonalista. Se empezó a discutir en el siguiente mes de agosto, aunque el debate duró el brevísimo período de tres días.

El Estado miembro es la pieza esencial del sistema y la base de la Federación, lo que supone una concepción nueva de la división territorial española, sobre todo en lo que concierne a las provincias que dejan de ser un instrumento para la acción de la Federación (lo habían venido siendo, por contra, del Estado centralista) y pasan a serlo de los Estados miembros como un elemento más de su organización administrativa del que pueden disponer libremente, determinando, si lo estiman conveniente, su supresión. Así viene claramente establecido en el artículo 1.º («los Estados podrán conservar las actuales provincias o modificarlas, según sus necesidades territoriales») y resulta también del artículo 100 («Los Estados regularán a su arbitrio y bajo sus expensas, su organización territorial»). Este dominio sobre sus propias estructuras territoriales, sea o no imprescindible en el esquema federalista, refleja también un antiprovincialismo abiertamente expresado en las corrientes federales hispanas (así en los escritos de Pi i Margall y de Almirall; son ilustrativas, por ejemplo, las Bases para la Constitución federal de la Nación española y para la del Estado de Cataluña que redactó Almirall; decía en el comentario al artículo 1.º: «Creemos que España debe dividirse en grandes Estados…, la división en pequeñas provincias es una división ficticia, hija sólo del afán de destruir las antiguas divisiones»)[138].

La distribución de competencias entre la Federación y los Estados, que recuerda en su técnica a la Constitución americana (cuya influencia en este período de la vida española, sobre todo en la Constitución de 1869 que precede al proyecto que comentamos, ha probado J. Oltra)[139]. En el título V (sin articular) se efectúa una enumeración de las facultades correspondientes a los poderes públicos de la Federación. Es una lista larga de veintidós epígrafes que recoge desde las «relaciones exteriores» a los correos, telégrafos, ferrocarriles, montes y minas, conservación del orden público, etcétera. Es una lista única. No hay luego otra que recoja las competencias de los Estados, pues no puede tenerse por tal la referencia puramente enunciativa que contiene el artículo 96 del proyecto. Según este precepto, «los Estados regirán su política propia, su industria, su hacienda, sus obras públicas, sus caminos regionales, su beneficiencia, su instrucción…». Lo que tiene de interés para el deslinde competencial es la declaración final del artículo citado que contiene una cláusula residual de competencias que beneficia a los Estados, en su virtud, los Estados son los competentes en «todos los asuntos civiles y sociales que no hayan sido por esta Constitución remitidos al poder federal».

Los poderes de los Estados configurados en los amplios términos descritos se someten, sin embargo, a un sistema de límites expresamente determinado. Así, por ejemplo, «los Estados no podrán legislar ni contra los derechos individuales, ni contra la forma republicana, ni contra la unidad y la integridad de la Patria, ni contra la Constitución federal» (artículo 99). Tampoco «podrán mantener más fuerza pública que la necesaria para su política y seguridad interior». Y los límites no se refieren tan sólo al ejercicio de los poderes constituidos, sino también al propio poder estatal constituyente; en este sentido, aun cuando se reconoce el derecho de cada Estado a establecer su propia Constitución, esta debe someterse al «juicio y sanción de las Cortes federales, que examinarán si están respetados o no en ellas los derechos de la personalidad humana, los límites de cada Poder y los preceptos de la Constitución federal» (artículo 102). Previene también el proyecto sobre la «reunión de dos o más Estados sin el consentimiento de las Cortes de los Estados interesados y sin la sanción de las Cortes Generales».

La resolución de los conflictos entre los Estados y con la Federación se encomienda al Tribunal Supremo (artículos 78 y 79).

Por último, la reforma constitucional queda abierta a la disponibilidad de las Cortes. Si estas la acordaran habrían de disolverse; se convocaban luego nuevas Cortes, con el carácter de constituyentes, que producían la reforma. Aunque el procedimiento no fuera simple, se retenía, en definitiva, por las Cortes generales la competencia de la competencia, esto es, la disponibilidad sobre el sistema constitucional entero[140].

La primera y única quiebra generalizada del centralismo uniformista, que los liberales conservadores se empeñaron en implantar a lo largo del siglo XIX, se produjo en el corto y trepidante período en que tuvo vida la I República, desarrollada en un breve lapso temporal entre los años 1873-1874. Realmente, nunca como entonces la ruptura con el centralismo sería más radical ni aparatosa. Aunque los republicanos de aquella época estaban divididos entre unitaristas y federalistas, estos últimos se mostraron enseguida poco dispuestos a las contemplaciones: se constituyó en Madrid un Comité de Salud Pública que presionaba por la constitución inmediata de los cantones; el 8 de marzo de 1873 se proclamó el Estado catalán, que entre otras alternativas radicales toma la de abolir el ejército. Después, ya con Pi i Margall en la presidencia, vendría el gran movimiento cantonal, que incendió con la velocidad de la pólvora Andalucía, Extremadura, Levante y algunos lugares de Castilla. El tercer presidente de la breve I República, Nicolás Salmerón, reaccionó, tras la dimisión de Pi, contra la revolución cantonalista, consiguiendo imponer en la mayoría de los lugares la disciplina del Gobierno central[141].

5. La reclamación de soluciones específicas para que Cataluña recuperase sus instituciones de gobierno está directamente vinculada al desarrollo del nacionalismo catalán a finales del siglo XIX. Los comienzos de este movimiento se han vinculado siempre, aunque remotamente, al movimiento romántico de principios del siglo XIX que sirve de proyección al renacimiento literario y cultural de Cataluña. La «Oda a la Patria» que escribió Aribau en catalán en 1833 suele tomarse como fundamental punto de partida del renacimiento literario, basado en la lengua catalana, transformada entonces en un vehículo prestigioso de comunicación cultural. Tal renacimiento tiene lugar, propiamente, con los juegos florales que se inauguran en 1859. En esta importante plataforma se van a batir los ingenios orgullosos de poder usar una lengua diferenciada, de un idioma europeo, que contribuyen a mejorar y divulgar. El perfeccionamiento del idioma contó en dichos juegos, a partir de 1870, con un agente extraordinario, el sacerdote Verdaguer, de quien el poeta Maragall dijo que fue «el poeta que creó nuestra lengua»[142].

Al tiempo que florece el uso literario de la lengua catalana, grupos de investigadores vinculados a este mismo movimiento cultural se dedican a reivindicar y estudiar la historia de Cataluña, mostrando la peculiaridad de sus instituciones de Gobierno, las especialidades del régimen de sus derechos en comparación con los castellanos y la singularidad de los grandes eventos que protagonizaron en el pasado. Paulatinamente se van conjugando todos los elementos que han servido para caracterizar el nacionalismo romántico: un pueblo asentado en un territorio geográficamente bien definido, con lengua, historia y cultura propias. También se va consiguiendo implantar los ideales de la Renaixença, al principio profesados por un reducido grupo de iniciados comprometidos, para extenderlo después a todas las clases sociales. De esta manera, cuando el movimiento cultural empiece a ser la base de reivindicaciones políticas, el catalanismo podrá ser manejado indiferentemente por conservadores y progresistas, ya que ambos grupos defenderán con el mismo orgullo su pasado.

A esta coincidencia no se llegará, desde luego, por idénticos caminos políticos. La derecha catalana había sido en el siglo XIX uno de los firmes bastiones contra el liberalismo nacionalista, o, al menos, contra algunas de sus políticas más caracterizadoras. Este antiliberalismo tenía algunas razones económicas que se mostraron vivamente con ocasión de gobiernos decididamente librecambistas. Se añadían a estas otras razones políticas de oposición al liberalismo: los liberales, a la postre, no eran sino continuadores de los Gobiernos borbónicos que habían apretado la tuerca de la centralización hasta hacer perecer en ella a las viejas instituciones catalanas, con el inri añadido de que habían sustituido las antiguas demarcaciones de la Administración territorial por otras nuevas, artificiosas y sin tradición, en las que se habían asentado los agentes del poder central. Desde estas posiciones de fondo era consecuente construir una teoría política que se apoyase, entre otros elementos esenciales, en la transformación del Estado para dar paso a una fuerte descentralización. La difusión de esta ideología, a partir de la derecha, no era difícil porque también la Iglesia, por razones que le concernían directamente, era marcadamente antiliberal. De forma que apoyó de modo natural la difusión de las ideas de sus compañeros de aversiones. La sede de Vich fue entonces un conocido centro de difusión de la cultura catalana; cuando Morgades (restaurador de monasterios y defensor convencidísimo del uso del catalán en el púlpito) fue sustituido en la sede episcopal por Torres i Bages, aún se potenció más aquella comunión de intereses que encontró en Torres a uno de los más difundidos y conspicuos teóricos del regionalismo[143].

La trayectoria de la izquierda al catalanismo político había dado un rodeo diferente. Un antecesor federalista fue, inicialmente, Pi i Margall. En sus concepciones ideológicas no estaba la reivindicación catalanista sino la sustitución del modelo de Estado monárquico, uniforme y centralizado por una República federal que enmarcara un proceso de transformaciones que alcanzarían tanto a Cataluña como a los demás territorios españoles. Ya hemos hablado de esos fracasos[144].

Esta opción, en esencia, era igualitaria, mientras que la reivindicación nacionalista se había de alimentar principalmente de desigualdad o particularismo, de especialidad o singularidad de un territorio, por razón de su lengua, su historia y su cultura, de todos los demás del Estado.

El salto del republicanismo federalista al catalanismo lo propició ideológicamente un ilustre discípulo de Pi, Almirall. La sustitución de un modelo de descentralización igualitario por otro que atenderá esencialmente los intereses de Cataluña fue el empeño de Almirall. «Debemos tener como única bandera —decía— nuestro amor a Cataluña». Puso su esfuerzo de organizador en crear medios de comunicación (el Diari Català) que difundieron la ideología, propició la celebración de reuniones y congresos de adeptos y, sobre todo, fundó, en 1882, el Centro Catalán.

Almirall no consiguió éxitos con el partido que fundó pero sí ganó una experiencia que marcaría siempre la trayectoria del catalanismo: la necesidad de que, para conseguir éxitos, las fuerzas políticas, de derechas y de izquierdas, actuasen conjuntamente.

La doctrina de Almirall, almibarada de conservadurismo y canalizada hacia reclamaciones estrictamente regionalistas, tuvo una destacada presencia en el importante Memorial a Alfonso XII, formulado en 1885. Partiendo de la crítica a formas de gobierno decadentes, implantadas en un Estado exhausto, dominado por políticos profesionales de Madrid, lo que más merece ser resaltado era la presentación de Cataluña como «pueblo», incluso caracterizado por su raza, pero, sin duda, diferenciado por su lengua, cultura e historia. En el pasado tuvo Cataluña sus instituciones hasta que los borbones las derribaron y los liberales, sus continuadores, concluyeron la demolición para sustituir el viejo orden institucional por un armazón nuevo, imitado de la organización administrativa francesa, de raíz pesadamente centralista. En este proceso se habían extinguido no sólo las instituciones y el derecho público, sino también el derecho civil, cuya formación se remonta a la época en que Cataluña no dependía de Castilla y cuya especialidad es visible en fórmulas inexistentes en el resto del Estado[145].

En el Memorial, además de las cuestiones que lucen expresas, aparecen evidenciadas, aunque implícitas, otras: toda la decadencia de España es hija del modelo organizativo en que los políticos se enfrascaron desde los Decretos de Nueva Planta y seguidamente en el constitucionalismo liberal; por otro lado, surge el mito del nacionalismo castellano dominante que ha aplastado el derecho de autogobierno del pueblo catalán, bien acreditado y justificado en la historia. La exposición, en la que no se usa nunca la palabra «nación», no concretaba tampoco las fórmulas de autonomía política a las que los redactores aspiraban. Estos elementos complementarios de la teoría nacionalista se formarán inmediatamente después.

El catalanismo político debe mucho en su desarrollo final a Prat de la Riva[146]. Aunque procedente sociológica e ideológicamente de la derecha, entendió, desde muy joven, que el movimiento reivindicativo debían abanderarlo todas las fuerzas políticas. Estratégicamente, la punta de lanza ante el Gobierno del Estado debían ser los conservadores, ya que difícilmente una reclamación sostenida por el nacionalismo de izquierdas podía hacer mella en la trama que los políticos madrileños tenían tejida para blindar la España de la Restauración. Era importante para Prat, por tanto, el modo de presentar las cosas. No obstante lo cual, cuando redactó su Catecismo en 1894 ya aparecieron algunos extremos que no serían encajables en la mentalidad de los liberales de aquella época, afincados en un centralismo pétreo. Por ejemplo, allí donde se ponía de manifiesto que el Estado español era una estructura artificial y mecánica, impuesta con violencia; o que dicho Estado, así concebido, era enemigo de Cataluña. Pero esta queja nunca la completó declarando cualquier clase de aspiración al separatismo, pese a las imputaciones que se le hicieron al respecto: «La vida en común desde antiguo —decía— ha creado vínculos con la unidad más amplia de España que no pueden quebrarse».

Las Bases de Manresa, que se formulan el 27 de marzo de 1892, tienen la inspiración evidente de Prat de la Riva, sometiendo a rebaja algunas de sus posiciones más extremas. El documento, aunque escueto, fue el programa fundamental del catalanismo prácticamente hasta los albores de la II República. No son ningún proyecto independentista, sino una forma de articulación de Cataluña en el Estado. La Base primera se refiere a las atribuciones del poder central, que desglosa, para referirse inmediatamente, más por extenso, al «poder regional» en las Bases 2.ª a 17.ª Se prevé en ellas el establecimiento de una «Constitución Regional Catalana» donde se organicen los poderes y determinen las competencias. La lengua catalana «será la única —según la Base 3.ª— que, con carácter oficial, podrá usarse en Cataluña y en las relaciones de esta región con el poder central». Se revisa la división territorial existente basando la nueva en la «comarca natural» y el municipio. Respecto del ejercicio de sus potestades, la Base 6.ª expresa que Cataluña «será la única soberana de su Gobierno interior». Ejerce la potestad legislativa, que radicará en las Cortes Generales (Base 7.ª). El poder judicial habría de reorganizarse restableciendo la antigua Audiencia de Cataluña (Base 8.ª), y el poder ejecutivo se atribuiría a cinco o siete altos funcionarios nombrados por las Cortes (Base 9.ª). Respecto de su contribución a las cargas públicas, la Base 12.ª prevé que Cataluña participará en la formación del ejército permanente de mar y tierra por medio de voluntarios o de una compensación en dinero previamente convenida, como ocurría antes de 1845. Las Bases de Manresa hacen especial mención también a la competencia de Cataluña en materia de enseñanza pública (Base 15.ª).

A pesar de que, en algunos extremos, las aspiraciones de las Bases de Manresa eran exigentes, el catalanismo de izquierdas no apreció la viabilidad de un modelo reivindicativo basado en la organización del autogobierno de Cataluña dentro de España. De esta desconfianza derivaría incluso su oposición al Gobierno Silvela-Polavieja, de 1899, en el que estaba integrado un ministro catalán, Durán i Bas, próximo a las ideas que se sostenían en las Bases citadas.

El gran impulso hacia adelante del movimiento catalanista se produjo a partir de que, en 1901, los candidatos representantes de dicha opción política vencieron en las urnas a los republicanos de Lerroux y a los partidos dinásticos. De este triunfo surgiría la Lliga Regionalista, que tendría una influencia dominante en la política autonómica hasta la II República. Prat controlaba la Lliga en Cataluña y Cambó era la cabeza política, dotada de gran capacidad y talento, que representaba sus opciones en las instituciones estatales. Contaban con buenos medios y recursos y con gran capacidad de propaganda. Cuando Maura subió al poder en 1903 encontraron en él un interlocutor especialmente propicio, considerando, al menos, que tenía sinceros propósitos de iniciar una reforma del régimen local español orientada en un sentido moderadamente descentralizador. Las posibilidades de acuerdo entre Maura y Cambó eran efectivas. Pero su simple enunciado determinó que la izquierda se separase de cualquier proyecto en tal sentido, constituyendo un partido de oposición. La separación de fuerzas políticas catalanas nacionalistas provocaría nuevos deterioros en los resultados electorales, que se manifestaron en la derrota que Solidaridad Catalana sufrió a cuenta de los republicanos de Lerroux. Aunque la política de Cambó y Maura sufrió un duro golpe y fue objeto de fuerte oposición, sacó adelante el único proyecto de descentralización ejecutado durante el período, que fue la Mancomunidad que integraba a las cuatro provincias catalanas, a las que se otorgó un Estatuto unitario aprobado por Real Decreto de 26 de marzo de 1914. Prat de la Riva sabía bastante de la utilidad de usar el poder local al servicio de la cultura y el nacionalismo, a raíz de su experiencia como vicepresidente de la Diputación Provincial de Barcelona, cargo que ocupó en 1907. De modo que cuando el propio Prat detentó la presidencia de la Mancomunidad, dedicó mucha atención a la modernización de Cataluña y a la mejora cultural de la población. Su tarea la continuó Puig i Cadafalch, cuando Prat murió en 1917.

La Mancomunidad no fue, desde luego, una organización dotada de extensos poderes autonómicos, pero supuso una experiencia de indudable interés considerando que permitió la gestión en común, para las cuatro provincias catalanas, de la significativa lista de asuntos a que aludía el artículo 2.º del Estatuto (carreteras y caminos, hospitales, construcción y explotación de ferrocarriles y, en general «todos los servicios y todas las funciones que la legislación provincial vigente permita establecer y ejercitar a las Diputaciones Provinciales, y que las Diputaciones mancomunadas no hayan establecido o utilizado hasta el presente»)[147].

La escasa satisfacción política que la solución de la Mancomunidad ofreció a los nacionalistas de izquierdas justificó la inclinación de los mismos hacia las soluciones republicanas. Cambó siguió siendo durante años el político más poderoso de Cataluña, pero en la deriva ideológica le arrebató Maciá el testigo del nacionalismo catalán, contundente partidario de una república independiente de Cataluña dentro de la república federal española.

Estas concepciones políticas desembocarían en el reconocimiento de las posiciones catalanistas en el Pacto de San Sebastián y en la formulación final del proyecto de Estatuto Catalán en Nuria el 11 de agosto de 1931, antes, por tanto, de que se aprobara la Constitución republicana que sería sometido a debate ulterior en las Cortes hasta convertirse en el Estatuto de 1932[148].

Dos proyectos hechos desde la Mancomunidad, las «Bases para la autonomía de Cataluña» elevadas al Gobierno el 25 de noviembre de 1918, y las «Bases de la Comisión Mixta parlamentaria y de la mancomunidad para la autonomía catalana», presentada al presidente del Consejo de Ministros el 29 de diciembre de 1918, en las que se invoca sin rodeos la soberanía de Cataluña al lado de la de España, indican bien la derrota que llevaba entonces la política de los nacionalistas.

En el período que media entre estos años finales de la segunda década del siglo y los inmediatos anteriores a la proclamación de la II República el 14 de abril de 1931, no hay avances importantes en las reivindicaciones nacionalistas y, desde luego, no se logra ninguna realización política-práctica. El paréntesis abierto con la dictadura de Primo de Rivera, desde 1923, no era propicio para abordar problemas de aquella clase. Además, justo a partir de la instauración de la dictadura, la Lliga comienza su declinación que dejará paso al catalanismo de izquierdas.

Este último era favorable a la implantación de una República democrática de carácter federal, que sirviera para resolver el «problema catalán», en términos de reconocimiento de autogobierno. Sin embargo, la articulación técnica de ese federalismo no se explica razonadamente nunca. Más bien, hacia lo que conduce la corriente reivindicativa es a la utilización del derecho de autodeterminación de Cataluña para permitirle que defina en una norma, llamada, también ambiguamente, Constitución o Estatuto, sus instituciones y poderes, y la presente después al Parlamento del Estado para que la ratifique, sin alterarla, y procure su articulación con el resto de España.

El derecho de autodeterminación será el indiscutible motor de las opciones de autogobierno que empiezan a utilizarse en los prolegómenos de la II República. Para que no quepa ninguna duda del prestigio que llega a tener tal idea, uno de los políticos de más fulgurante carrera, brillante y con más proyección de aquel tiempo, como era M. Azaña, se conforma con su reconocimiento y ejercicio, en un famoso discurso que pronuncia en Barcelona el 27 de marzo de 1930, en el que, entre otras cosas, dijo: «Yo concibo, pues, a España, con una Cataluña gobernada por las instituciones que quisiera darse mediante la manifestación libre de su propia voluntad, unión libre de iguales con el mismo rango, para así vivir en paz, dentro del mundo hispánico que nos es común y que no es menospreciable. Y he de deciros que si algún día dominara en Cataluña otra voluntad y resolviera ella remar sola en su navío, sería justo el permitirlo y nuestro deber consistiría en dejaros en paz, con el menor perjuicio posible para unos y otros, y desearos buena suerte, hasta que cicatrizada la herida pudiésemos establecer al menos relaciones de buenos vecinos. No se dirá que no soy liberal. Pero si esto ocurriera, y en el momento que se presentase, el problema sería otro. No se trataría de liberación común, sino de separación. No es lo mismo vivir independiente de otro que vivir libre. Nuestro país español es una prueba de lo que os digo»[149].

Expresa el discurso de Azaña no sólo sus propias convicciones, tan catalanistas en aquel preciso momento, sino también un estado de opinión dominante entre los partidos de orientación republicana, que se pondría de manifiesto unos pocos meses después, en agosto de 1930, en la reunión que dio lugar al denominado Pacto de San Sebastián. Aunque, durante bastante tiempo, los asistentes a la reunión discutirían sobre el alcance de algunos extremos del acuerdo allí alcanzado, ninguno negó después que la solución acordada para la «cuestión catalana» radicaba esencialmente en el reconocimiento del derecho de autodeterminación, aunque, desde luego, su ejercicio y consecuencias no llegaran a concretarse sino en términos muy generales, siempre referidos a una autodeterminación «interna», que no tendría como consecuencia la separación de España sino la libre determinación de la forma de disponer su autogobierno y de vincularse al Estado.

En este sentido, los delegados catalanes en la reunión en que se celebró el aludido Pacto emitieron una nota explicativa en la que se aludía al «compromiso formal contraído por todos los presentes respecto a la solución de la cuestión catalana a base del principio de autodeterminación, concretado en el proyecto de estatuto o constitución autónoma, propuesta libremente por el pueblo de Cataluña y aceptada por la voluntad de la mayoría de los catalanes, expresada en un referéndum votado por sufragio universal».