Como he sostenido en el capítulo I, el parlamentarismo inglés necesitó un impulso revolucionario para iniciar la senda de las transformaciones que lo convirtieron en el centro soberano de una forma de gobierno singular en Europa. Este golpe de autoridad no se produjo en Cataluña en ningún momento, y cualquier movimiento que se pareciera a una revolución fracasó. Desde luego, no bastaron la fuerza de la tradición y las viejas constituciones para traspasar el umbral del siglo XVIII.
Por lo que se acaba de mostrar, aunque el sistema parlamentario hubiera llegado a tener en Cataluña la misma fuerza que en Inglaterra, también era previsible un choque entre Parlamentos soberanos, integrados dentro de una misma monarquía, de características similares al que impulsó la unión británica en 1707. Este era el camino inevitable por la razonable constatación de que, cuando actúan dos legisladores sobre un mismo espacio territorial, o sobra uno de ellos o hay que organizar su trabajo de manera que las decisiones de las dos instituciones en competencia no entren en conflicto. Las fórmulas para conseguir este objetivo se modernizaron también al final del mismo siglo con la revolución norteamericana: consistieron en reconocer que la supremacía legislativa radicaba en el Parlamento federal, a cuyas decisiones tenían que acompasarse las que aprobaran los Estados en el marco de las competencias que sus respectivas constituciones les reconociesen. Pero en 1707, ni estas ideas ni las técnicas jurídicas correspondientes estaban disponibles.
La aseveración de que en 1714 quedó frustrada en Cataluña la vía hacia la modernización política de carácter parlamentario, frente a la que realmente se implantó, que fue la monárquica absolutista, es, a mi juicio, indiscutible.
Pero no conviene especular mucho en la dirección de construir una historia inexistente. Puede apelarse razonablemente, sin embargo, a la perduración de las formas de ser y de los sentimientos, en la medida en que esté suficientemente probado que forman parte del comportamiento de un pueblo. Respecto de ello puede decirse que en Cataluña, durante siglos, ha dominado el pactismo como forma de canalizar los intereses del territorio y sus gentes, y articularlos con las políticas del poder central, muy principalmente cuando consistían en la solicitud de contribuciones económicas o personales.
El pactismo es una forma de conciliar intereses y establecer acuerdos muy vinculada a las tradiciones del campo catalán, que tanto ha forjado el carácter de sus gentes. No hacía falta formalizar las condiciones de los intercambios porque un gesto de manos, uniéndolas, aseguraba su leal cumplimiento. Esta manera de relacionarse se comunicó a las costumbres políticas de un modo natural, y llegó a los textos de los fueros y las constituciones antiguas. En los tiempos en que los monarcas salieron de estirpes locales y se sucedieron unos a otros por herencia, las prácticas de gobierno paccionado se relajaron, pero, como hizo notar J. Vicens Vives[101], el Compromiso de Caspe de 1412 avivó el pactismo. Los catalanes sintieron entonces (porque se sometía Aragón a la dinastía castellana de los Trastámara) que podían elegir a su monarca y, además, imponerle límites derivados de la voluntad popular expresada en las Cortes y otras instituciones de la tierra. Costó tiempo pero un rey Trastámara de la tercera generación, Fernando II (Fernando el Católico), comprendió bien la idiosincrasia del pueblo: «respeto absoluto a la autoridad absolutamente respetuosa con las leyes pactadas»[102]. Hubo en la época manifestaciones muy expresivas de esta manera de entender las relaciones con el poder, hasta llegar a la Observança de 1481.
La relación de Cataluña con la monarquía austracista se atendrá a estas premisas, aunque tomó la pendiente de la decadencia en el siglo XVI, incluso en la denominada época neoforalista de las postrimerías del reinado de Felipe IV y reinado de Carlos II[103]; y quizá tuvo su canto del cisne en las Cortes de 1701-1702 y 1705-1706, celebradas en Barcelona, sucesivamente, por los dos contendientes por el trono de España, el duque de Anjou y el archiduque de Austria (reconocidos por entonces como Felipe V y Carlos III).
Quizá sea pertinente plantearse cuánto tiempo habría durado el pactismo si los acontecimientos bélicos no hubieran segado su progreso. Pero suscitarlo implica invocar lo que no ocurrió. Bastará, otra vez, remitirse a la historia de Gran Bretaña, donde consta lo que pudo haber ocurrido en la gran España. En todo caso, respecto del pactismo, Vicens Vives, después de una vibrante y apasionada exposición sobre su importancia en la historia de Cataluña, concluyó: «¿Puede ser el pactismo una fórmula moderna? No lo sostendríamos; sería un error de tipo tradicionalista. Cada tiempo trae sus exigencias y conlleva sus reglas políticas y sociales»[104].
Pero volveremos ahora al Decreto de Nueva Planta de 1716, para ensayar un balance resumido de sus consecuencias, que tuvieron que ver con las personas y los bienes de los que defendieron la causa austracista, las repercusiones sobre la economía del Principado, la afectación a la educación universitaria y a la cultura, las consecuencias para el derecho propio de Cataluña, y la transformación y adaptación de la política a las prácticas del absolutismo borbónico.
Las décadas siguientes a la Guerra de Sucesión fueron de continuación, atenuada y larvada, del conflicto, tanto a escala internacional como interna. Los que fueron aspirantes al trono, Felipe V y el archiduque de Austria, ya elevado a la condición de emperador Carlos VI, mantuvieron sus rivalidades hasta el final de sus respectivos reinados. La resistencia austracista, así como los intereses del emperador y sus partidarios españoles, afectaron a las políticas mediterráneas y movieron acciones de represión individual que forzaron el desplazamiento y la confiscación de bienes de bastantes ciudadanos. Hubo algunos notables que salieron del bando borbónico, desertaron o se exiliaron en cuanto vieron claro su destino: el almirante de Castilla fue el más temprano porque se refugió en Lisboa en 1703. Otros, como el cardenal Álvaro de Cienfuegos y el conde de Corzana, siguieron ese mismo camino en 1704. Pero se trataba de personajes significados por sus ideas favorables al archiduque. Hubo desplazamientos de grupos de gentes movidos por el miedo a las represalias, aunque también, a veces, por simple desafecto hacia las políticas del bando triunfador. Estos movimientos de población empezaron a ser importantes en Valencia desde 1706, cuando se veían venir las tropas de Felipe V. A veces fueron grupos familiares enteros los que se trasladaron a Cataluña. De allí salieron la mayoría exiliados o expulsados en 1714, algunos en dirección a Mallorca o Ibiza, con voluntad de continuar allí su lucha contra Felipe V. Otros regresaron a los puntos de origen que habían abandonado durante la contienda (también personas, que inicialmente se habían refugiado en Austria o Italia, volvieron en 1715)[105].
El emperador Carlos VI constituyó, el 29 de diciembre de 1713, un Consejo Supremo de España, a través del cual dispensó la protección que le pidieron los exiliados españoles. Castellví dio una cifra de dieciséis mil, que parece referirse al total de las personas que abandonaron su patria y sus haciendas[106]. El Consejo de España proveyó las ayudas iniciales que comprendieron tanto a los acogidos en Austria como a los exiliados en los Países Bajos e Italia. El emperador estuvo atento a cumplir sus promesas de protección a los leales, y hasta creó, dada la variedad de las situaciones, un Real Bolsillo Secreto, que dependía del Consejo de España y controló el marqués de Rialp que sirvió para atender los pagos más diversos: sueldos no recibidos por funcionarios, suplidos, ayudas a prisioneros, etcétera.
El perdón regio a los partidarios del archiduque Carlos no fue inconveniente para establecer excepciones respecto de personas o grupos sospechosos y aplicar las represalias connaturales a la finalización de un largo período de guerra. Los espías felipistas se desplazaron a todos los puntos críticos de las capitales europeas. Comunicaban las deslealtades advertidas o transmitían, en su caso, peticiones de clemencia.
Las confiscaciones de bienes, en fin, se produjeron, mientras duró la guerra, a medida que se iban ocupando nuevos territorios. Y también se produjeron masivamente después de 1714. Pero esta clase de medidas resultó afectada por la política internacional y, cuando Felipe se adhirió a la Cuádruple Alianza el 26 de enero de 1720, hubo canjes de prisioneros y también devoluciones de bienes, tanto en España como en territorios italianos que habían pasado a pertenecer a los Habsburgo.
Las confiscaciones de bienes y haciendas tuvieron lugar, naturalmente, en todo el reino, porque sirvieron para represaliar a todos los que habían apoyado al archiduque. La contabilización de las confiscaciones ofrece unas conclusiones asombrosas para quienes tengan formada la idea de que los apoyos a Carlos de Austria ocurrieron exclusivamente en Cataluña y Levante. Por el contrario, tuvo muchos partidarios en la Corona de Castilla, y principalmente entre la nobleza castellana, lo que explica que el archiduque y las formas de gobierno que propuso contaran con el apoyo de la aristocracia y los grandes terratenientes[107]. Las cifras establecidas, aunque admitan alguna matización que ha señalado V. León Sanz, resultan impresionantes en este sentido. Existen informes de época que permiten evaluar las diferencias entre las confiscaciones practicadas en Cataluña y las ejecutadas en Castilla: el importe de los bienes secuestrados en la Corona de Castilla alcanza los 2.860 995 reales de vellón, frente a 1.204 249,20 en Cataluña. La recaudación efectiva del Gobierno borbón, descontadas las cargas y gastos de administración, ascendió a 1.532 044 reales de vellón en Castilla, y a 514 301,50 en Cataluña[108].
Las cifras despejan por sí solas la falsa creencia de que todo el austracismo estuviera concentrado territorialmente, y que la Guerra de Sucesión fuera de Castilla contra Cataluña, como se ha llegado a sostener con notoria simpleza.
La Nueva Planta no trajo consigo ninguna clase de despegue inmediato de la economía. Tendría que pasar más de una generación para que Cataluña comenzara su despegue económico. Ocurriría a mediados del siglo XVIII, aunque historiadores influyentes como Fontana han desestimado cualquier posibilidad de atribuir a la monarquía borbónica cualquier influencia positiva en la economía catalana, ya que apoyó la recuperación en el campo y puso frenos a la industrialización de Cataluña por miedo a que las concentraciones de trabajadores plantearan problemas políticos[109]. Pero justo será notar que, como ha recordado R. García Cárcel, el reinado de Carlos III contempló la emergencia de los grandes comerciantes de la primera generación de la burguesía catalana: los Milans, Tarradellas, Busquets, Matas, Glòria, Picò, etcétera[110].
En el dominio de la educación universitaria, la operación más importante de Felipe V fue la creación, en 1717, de la universidad de Cervera (la aprobación de la Santa Sede se produjo en 1730). Cerró, sin embargo, todas las existentes (Lérida, Gerona, Barcelona, Vic y Solsona) y ajustó la de Cervera al modelo de Salamanca.
La crítica a esta operación felipista se ha basado en el carácter anticuado y conservador de los métodos pedagógicos de la Universidad de Cervera. Las clases se impartían en latín, y en algunas enseñanzas centrales, utilizaban métodos y contenidos atrasados. Esta crítica valía tanto para la teología como para la medicina o la filosofía. La mayor parte de las materias científicas no se explicaba. Claro que todo ello estaba en consonancia con el descrédito por el que pasaba la universidad, a la que se llegó a culpar del atraso general del país. En el caso de Cervera se unía, a la mala orientación de su actividad, su marcado servilismo hacia la causa borbónica[111]. Además acumulaba todos los males que suelen concurrir en las universidades en sus peores crisis, especialmente la endogamia[112].
Sin embargo, pasados los años, la universidad de Cervera tendría una gran importancia para la consolidación del derecho propio de Cataluña y la emergencia de una ciencia jurídica basada en el historicismo. Este movimiento intelectual concluiría en la creación de la Escuela Jurídica Catalana en el siglo XIX, que habría de prestar un apoyo intelectual de primer orden a la emergencia del nacionalismo.
Las transformaciones en tal dirección comenzaron hacia 1771, cuando Carlos III inició la reforma de las facultades de leyes. Hizo llegar a Cervera el plan de estudios que había corregido Campomanes a partir del elaborado en Salamanca, para que se tomara como modelo. El proyecto de reforma fue ampliamente discutido por el claustro, hasta aprobar su Informe. Apoyaba este el mantenimiento del derecho romano, que sería el que esencialmente habría que estudiar para alcanzar el grado de bachiller. La fase siguiente, hasta obtener el título de licenciado en leyes, se dedicaba al derecho catalán y al derecho canónico.
El Decreto de Nueva Planta de 16 de enero de 1716 conservó el derecho civil de Cataluña, sobre el que las Cortes catalanas no habían legislado desde 1599, hacía, pues, más de un siglo (las de 1702 regularon el contrato llamado de violaris —censos vitalicios— y nada más). La política universitaria de los borbones, desde el propio Felipe V (Auto acordado de 29 de mayo de 1741) pretendió el desplazamiento del derecho romano para que se explicara, sobre todo, derecho patrio. Pero, en el caso de Cataluña, el derecho propio estaba casi por completo inspirado en las instituciones del derecho romano, por lo que, paradójicamente, el fomento del estudio del derecho patrio conducía hacia el derecho romano necesariamente.
El mantenimiento del derecho romano caracterizó, por tanto, la obra de la Universidad de Cervera, que transmitiría ese legado a las generaciones siguientes. La defensa del derecho catalán se mantuvo vinculada a la enseñanza del derecho romano, del que aquel no se diferenciaba en sustancia. El derecho civil, que se manejaba y explicaba en los manuales prácticos, era el adoptado en la Constitución de 1599 Del Dret se a de seguir en declarar las causas, que no había sido derogada en 1716.
Después de aprobarse la Novísima Recopilación en 1804, se plantearía la cuestión de la vigencia de la Constitución de 1599, y si para colmar sus lagunas procedía aplicar aquella o el ius comune. La Audiencia de Barcelona encargó un informe a un grupo de abogados, que permitió encarar el problema mediante una resolución de 14 de mayo de 1828 que afirmaba la vigencia de la Constitución indicada y la inaplicación en Cataluña de la Novísima, las Partidas y otras leyes de Castilla[113].
Aquel era el derecho vigente en Cataluña pero, con toda certeza, se trataba de un derecho petrificado porque no se había legislado sobre él durante más de un siglo. Esta inmovilización se desbloqueó, no a base de dictar nuevas leyes, ya que no se disponía de instituciones que pudieran dictarlas, sino mediante la creación de una ciencia jurídica propia que ofreciera la doctrina necesaria para completarlo. Para que las opiniones de los juristas pudieran formar una doctrina autorizada y capaz de imponerse como alternativa a las normas que pudiera haber fijado el propio legislador, sería preciso vincular esta manera de hacer o decir lo que es de derecho con las costumbres y tradiciones de Cataluña.
Y así fue cómo, desde el siglo XVIII, se fue abriendo paso la afirmación de que la costumbre y la doctrina de los juristas eran fuentes del derecho preferibles a la ley. El derecho consuetudinario permitía combatir las alocadas e impredecibles incursiones del legislador sobre cualquier materia, cambiando de un golpe instituciones tradicionales. Se trataba de hacer prevalecer de esta manera el derecho antiguo, contemplando también su adaptación al orden jurídico dominante en el siglo XVIII. La tarea pasaba por asegurar la prioridad de la ciencia jurídica frente a la ley. Esta actitud permitiría establecer una tradición jurídica, doctrinalmente constituida, que podía oponerse a los movimientos reformadores y modernizadores ejecutados a través de leyes y códigos. Al servicio de estas concepciones militó un grupo formidable de juristas: Josep Finestres, Juan Antoni Mujal, Ramón Lázaro de Dou i Bassols, Poncio Cabanach, Francisco Grasses i Gralle, José Grau i Sunyer, Antoni Juglé i Font, Juan Antonio Torres Casana, Jaime Tos i Urgelles, Antonio Pastor, Lorenzo Santayana y Vicente Gibert[114].
En el siglo XIX la escuela histórica se convirtió en el referente del movimiento jurídico catalán. Aquella fue la corriente jurídica más importante de Europa. Algunos relevantes profesores introdujeron en Cataluña el pensamiento y método de esa escuela: Francisco Permanyer, Estanislao Reynals i Rabassa y Manuel Durán i Bas, prologuista de la primera edición en español del sistema de derecho romano actual de Savigny (1878). La invitación de Savigny a la tarea creativa de la doctrina resonó con fuerza entre los juristas catalanes y fue acogida, como era de suponer, dada la coincidencia con los intereses jurídicos y políticos que aquellos profesores y eminentes letrados defendían. «Así el derecho —escribió Savigny— que antes vivía en la conciencia del pueblo, por consecuencia de las nuevas relaciones que crea la vida social, adquiere tal desarrollo que su conocimiento cesa de ser accesible a todos los miembros de la nación. Entonces se forma una clase especial, la de los jurisconsultos, que en el dominio del derecho representan al pueblo del que forman parte.»[115]
Los juristas, creadores de derecho, los juristas como ordenadores del derecho consuetudinario, resistentes a la ley y a sus innovaciones en la medida en que pretendieran arrasar las costumbres y tradiciones. Una manera de entender el derecho que podía constituir también un eminente programa político[116].
A lo largo del siglo XIX estas actitudes explicarían la resistencia de los juristas catalanes a la codificación, como también se había opuesto Savigny respecto de la del derecho civil alemán. Los nuevos códigos, hijos de la filosofía racionalista, no sólo ordenaban la legislación establecida, sino que establecían los principios que habían triunfado en Francia con la Revolución de 1789. Eran el complemento esencial de los textos constitucionales en todo lo concerniente a la modernización de las relaciones de familia, las transmisiones de bienes, el régimen de las obligaciones y contratos, y de la propiedad, recién liberada de amortizaciones y vinculaciones. En Cataluña las normas que regían estas y otras cuestiones concernientes a la vida familiar y a las relaciones privadas constituían un mundo singular que se pretendió conservar frente a las amenazas de la codificación.
La Junta Suprema de Cataluña entregó a los diputados catalanes que acudieron a las Cortes de 1810 instrucciones claras respecto a lo que tenían que defender cuando se planteara la cuestión de la codificación. Sin perjuicio de que apoyaran la conveniencia de unificar la legislación y los derechos en todas las provincias de la Monarquía, se haría notar que Cataluña «no sólo debe conservar sus privilegios y fueros actuales, sino también recobrar lo que disfrutó en el tiempo en que ocupó el Trono Español la antigua casa de Austria; puesto que los incalculables sacrificios que en defensa de la Nación está haciendo, la hacen bien digna de recobrar sus prerrogativas»[117].
De aquí que, aunque la Constitución ordenó establecer códigos únicos para toda la monarquía[118], los juristas y políticos catalanes se opusieron con todas sus fuerzas a dicho propósito, empezando por el importante proyecto de código civil de 1851, el de García Goyena[119], que consideraron inspirado por completo en el de Napoleón de 1804. Las resistencias alargaron un siglo el proceso de la codificación, pero consiguieron el reconocimiento de los derechos civiles forales, que lograron constituir en el residuo más resistente de las particularidades históricas de los territorios en los que se formaron[120].
Desde el punto de vista político, la eliminación de la resistencia austracista por la fuerza o por su propio desistimiento, trajo un largo período en el que las necesidades económicas más inmediatas, la propia supervivencia y las previsiones de futuro pudieron ordenarse con más calma y, en general, conforme al destino a que conducía inevitablemente el triunfo del felipismo. Durante los años de su reinado, Felipe V fue, como ha señalado García Cárcel[121], innombrable en Cataluña; pero la recuperación del personaje empezó a hacerse patente desde mediados de siglo.
En las crónicas catalanas escritas con ocasión de la muerte de Fernando VI se encuentran menciones a las mejoras que trajo el gobierno de su padre, que «aplicó su fervoroso celo a resarcir de los daños ocasionados de la guerra, no se contentó con procurar la paz a su reyno, no sólo dio sosiego, mas procuró desde luego hacerle recobrar las fuerzas debilitadas o perdidas». No se menciona directamente a Felipe, pero su sombra planea en estas crónicas.
Durante el reinado de Carlos III, la identificación de Cataluña con las instituciones de la monarquía fue mucho más completa[122]. Pero empezaron a resurgir reclamaciones pendientes contra las políticas aplicadas al terminar la Guerra de Sucesión, como la reforma del catastro o la reposición de algunos derechos negados a la nobleza. Pero se invoca con mucha consideración el reinado de Felipe.
En las importantes Cortes de 1760, convocadas por Carlos III en Madrid, en las que por primera vez se recogen representaciones de toda la monarquía, tras la derogación de las instituciones parlamentarias de Aragón, ocho mandatarios de las ciudades de Barcelona, Zaragoza, Valencia y Mallorca elevaron una representación, que era, en verdad, la primera queja formal contra los Decretos de Nueva Planta y sus consecuencias (memorial de Greuges, dijo Moreu Rey que era esa representación)[123].
Recuerda que «a principios de este siglo el señor Felipe V (que en el cielo esté) tuvo por conveniente derogar las leyes con las que se habían gobernado hasta entonces los reinos de la Corona de Aragón, mandando que se gobernase en adelante con las de Castilla». Manifiesta comprensión hacia dicha operación y sus razones, pero la queja se dirige a su ejecución, que «ha hecho sufrir a estos reinos, a pesar de la clemente intención de vuestro glorioso padre. El asunto era muy arduo, y muy inminente el peligro de causar gravísimos perjuicios. Porque si cualquier novedad en el gobierno, incluso la más sutil, se considera arriesgada y siempre trastorna, ¿qué trastorno no había de producir un cambio entero del antiguo gobierno de estos reinos? Para ejecutarlo con acierto era preciso mucho más tiempo y una inteligencia superior y práctica. Por más sabios e íntegros y celosos que fueran —como realmente lo fueron— los ministros a los que la majestad de Felipe V encargó el establecimiento del nuevo gobierno, no tuvieron el tiempo necesario, ni aquel conocimiento experimental que se requería, para juzgar qué novedades eran útiles y cuáles podían dejar de ser nocivas para el público y la real autoridad».
Sin embargo, el texto, además de manifestarse con respeto a Felipe V, no contrapone, a la moderada queja que formula, una reclamación contra los Decretos de Nueva Planta, o postula el retorno a los Fueros, sino que se limita a solicitar respetuosamente más atención a algunos incumplimientos de previsiones que se hicieron con ocasión de aquellos cambios constitucionales y que no habían sido cumplidos. En particular, se habían derogado las prohibiciones, existentes en las leyes aragonesas, de que no pudieran ocupar cargos en las instituciones del reino quienes no fuesen nativos del país, de forma que, en adelante, los castellanos quedaron habilitados para ocuparlos. Pero esto mismo se había ordenado respecto de las restricciones legales o simples prácticas existentes en Castilla, y la realidad demostraba, a aquellas alturas del siglo, que mientras los castellanos «encontraron abiertas y entraron con franqueza en Aragón a colocarse en las mejores situaciones … los aragoneses, catalanes y valencianos casi siempre han encontrado cerradas las de Castilla».
Nótese que esta cuestión de la promiscuidad en la ocupación de cargos públicos por cualquier súbdito de la Corona, con independencia del lugar de nacimiento y de la localización territorial de las instituciones, era la opción más suave de las que contempló el Gran Memorial del Conde Duque a efectos de reducir a la unidad las leyes y formas de gobierno de todos los territorios de la monarquía. Por tanto, una vez ejecutada la unión por la fuerza (que eran el segundo y el tercero de los procedimientos recomendados por Olivares), resultaba de particular interés que la libre circulación y ocupación de cargos de castellanos, catalanes, aragoneses y valencianos se realizase de verdad.
La falta de reciprocidad constituía, sin embargo, el argumento central de la queja: «Los mismos que pretendían que en aquellos reinos se observasen con rigor las leyes generales, y aún las particulares de los Pueblos de Castilla que nos son tan gravosas, no quieren que se cumplan las que nos son favorables, oponiéndose a la justa intención del Glorioso Padre de V. E. que mandó se guardase una perfecta igualdad en la distribución de las cargas y los premios»[124].
Dicho lo cual, la representación se adentraba en detalles para calcular la importancia de la discriminación que motivaba la queja. La cuenta, dicen los autores de la representación, hay que hacerla considerando que los cuatro reinos de la Corona de Aragón «son la tercera parte de España, quitada la corte, que es Patria común de todas». Y sobre esta base, el Memorial separa las cuentas de los empleos concernientes a «Togas», «Iglesias», y «Pluma».
En cuanto a los oficios de Pluma, el dominio castellano era completo en relación con los naturales de los demás reinos. Los castellanos habían ocupado la mayor parte de los empleos, no ya de las oficinas de la Corte, sino también en las provincias y en las ciudades capitales, donde se podía ver que las regidurías se habían dado «a muchos que no nacieron allí».
En cuanto a «Iglesias», decía la representación o Memorial que «son cerca de ciento las mitras que V. E. provee en sus Dominios: las de la Corona de Aragón son diecinueve, y en estas tienen solamente dos los aragoneses, tres los catalanes, otra un valenciano, y otra un mallorquín; y parece que habrán sido muy pocos los consultados para obispados siendo muchos los Curas, Canónigos y Generales de las sagradas Religiones naturales de aquellos Reynos, sugetos muy beneméritos por su virtud y literatura».
La referencia a las «Togas» precisa más exactamente las quejas para mostrar las desventajas de los naturales de la Corona de Aragón: «En las Chancillerías y Audiencias de Castilla y en el Consejo de Navarra son más de ciento las plazas de las cuales obtienen dos los aragoneses y otra un valenciano. En las Audiencias de la Corona de Aragón, manifestó la majestad del Señor Felipe V su voluntad por muchas justas razones, que a lo menos la mitad de sus ministros fuesen nacionales, y componiéndose como se compone de cincuenta y cinco, sólo veinte son naturales de aquellos Reynos. En el Consejo de la suprema y general Inquisición ninguno, y no más de dos en los otros quince tribunales de España. En los Consejos que V. M. tiene en su corte son sesenta y nueve los ministros togados, y solamente en el de Castilla hay un valenciano, un aragonés en el de Órdenes, y dos Alcaldes de Corte cuyos padres fueron cameristas. Y así puede decirse que en esta Carrera los naturales de aquellos Reynos no han tenido otro premio que el de las pocas plazas que se han considerado Nacionales y han tardado a vacar mucho tiempo por no haber ascendido a los consejos ni a las Regencias…».
Este sentimiento de discriminación abusiva tenía que ver con los cargos públicos y las economías, directas e indirectas, que se derivaban en aquella época de la ocupación de los mismos. En alguna medida supone un retorno del sentimiento de olvido, por parte del monarca, de sus súbditos de la periferia, que se arrastraba desde los lejanos tiempos en que los monarcas de Aragón dejaron de frecuentar Cataluña, lo que fue práctica inveterada por lo menos desde Alfonso el Magnánimo, y sirvió para alimentar las quejas contra Fernando el Católico y, después, contra todos los Austrias sin excepción. Ahora militaba a favor de la queja también el interés económico más desnudo.
Esta clase de desconsideraciones, sumadas a las reclamaciones sobre la desatención de las costumbres y peculiaridades de los territorios unificados, madurarían, pasado un siglo más, en otras reflexiones sobre la propia historia y cultura, la singularidad del derecho, la lengua y la literatura, y favorecerían la emergencia de los movimientos nacionalistas.