Robert Harley, conde de Oxford y Mortimer, que ha sido citado de pasada y sin concederle ningún protagonismo en el capítulo anterior, por la sola razón de que fue el único que acabó en la cárcel de entre los inculpados por la comisión parlamentaria que investigó lo ocurrido durante las negociaciones de los tratados de Utrecht y Rastatt, fue todo un personaje en la política inglesa (ministro del Exchequer y luego primer ministro) y uno de los protagonistas más notables de la unión de Inglaterra y Escocia que dio lugar a la formación de Gran Bretaña.
Había montado unos servicios de espionaje muy activos para los que reclutó escritores que, inicialmente, no pasaban de ser terribles panfletistas o periodistas sin mucho fuste, pero que alcanzaron luego la mayor gloria como novelistas. Entre ellos se encontraba Daniel Defoe (1660-1731), para muchos el padre de la novela inglesa, y Jonathan Swift (1667-1745). Ni el primero había publicado Robinson Crusoe (1719)[48] ni el segundo Los viajes de Gulliver (1726, primero como anónimo)[49] cuando se incorporaron al equipo de Harley. A Defoe lo había recuperado el influyente político, conde de Oxford, sacándolo directamente de la prisión donde había sido llevado después de pasar tres días en la picota (dos tableros cruzados, fijados en un estrado, con aberturas para la cabeza y las manos, que quedaban aprisionadas por las maderas; se situaban en las plazas públicas para mofa y escarnio del castigado)[50] a causa de un panfleto publicado en 1703. Defoe escribía sus artículos, cada vez más incómodos e influyentes, en su The Review. Swift, por su parte, escribía en The Examiner[51].
Ambos escritores formaron parte del grupo de intelectuales que apoyaron al Gobierno whig en todas sus decisiones concernientes a la Guerra de Sucesión española. Y los dos, llegado el momento, se desentendieron de sus posiciones iniciales y contribuyeron con sus escritos a que se celebraran los acuerdos de paz cuando los whigs perdieron el poder. En esta fase de la guerra Swift publicó un texto capital, Conduct of allies, que desmontaba las posiciones belicistas de los whigs, incluido su lema «No peace without Spain», que remarcaba la lealtad con los compromisos adquiridos al iniciarse la guerra. Las tesis de Swift fueron reiteradamente acogidas en resoluciones de la Cámara de los lores[52].
La presencia de Defoe en los acontecimientos finales de la Guerra de Sucesión fue mucho más directa porque viajó a España y aprovechó su conocimiento de las gentes y la geografía, así como algunos papeles recogidos por otros protagonistas de los acontecimientos, para escribir su libro Memoirs of an English Officer (The Military Memoirs of Capt. George Carleton), que terminó en 1728[53], ya cerca del año de su muerte, y constituye un documento excepcional para conocer la situación de España en la época. Las Memorias de guerra del capitán George Carleton comprenden un período que se inicia con la guerra de Holanda, en 1672, y termina con la Paz de Utrecht en 1713[54]. También ilustran las Memorias de las confrontaciones existentes en Inglaterra entre los partidos políticos partidarios de continuar la Guerra de Sucesión y los pacifistas.
Los argumentos de Defoe a favor de la paz fueron recogidos en dos textos titulados The Ballance of Europe y Succesion of Spain considered, publicados en 1711.
Pero el muy prolífico escritor Daniel Defoe publicó otro libro de viajes que concierne más directamente al argumento que ahora desarrollaré sobre la unión de Inglaterra y Escocia. Su título es Tour thro’ the whole Island of Great Britain, publicado en 1726. Este libro recoge sus viajes y experiencias, siendo espía para Harley, en las sucesivas estancias en Escocia, favoreciendo la causa de la unión[55].
Escocia tenía, al iniciarse el siglo XVIII, y había tenido desde la consolidación de su independencia en las guerras de los siglos XIII y XIV, un Parlamento equiparable al de Inglaterra. La Corona del reino de Inglaterra y la de Escocia habían permanecido separadas a lo largo de la historia hasta que, en 1603, un Estuardo (escocés, por supuesto, porque esa línea se remonta a Robert Stuart, el hijo de Walter Stewart, amigo de Robert Bruce y decisivo colaborador de este en la batalla de Bannockburns) que reinaba en Escocia con el nombre de Jacobo VI, heredó la Corona de Inglaterra y se convirtió en Jacobo I de este reino. En aquel tiempo la unión de los reinos en la persona de un mismo monarca no afectó a la total separación de los Parlamentos, leyes, tribunales y religiones de cada uno de ellos[56].
Tras la Gloriosa Revolución (1688) que concluyó con la expulsión de Jacobo II por decisión del Parlamento inglés, el Parlamento escocés podría haber decidido mantener al rey (para ellos el derrocado era Jacobo VII) o haber elegido otro. A la postre, el rey depuesto había ofendido principalmente a Inglaterra y no a Escocia. Pero Edimburgo prefirió sumarse a lo acordado en la Convención de Westminster, y aceptar también como reyes a Guillermo y María.
Lo ocurrido en la Revolución nada tenía que ver con las relaciones entre los dos reinos y la autonomía de sus respectivos Parlamentos, por lo que la situación histórica de separación podría haberse prolongado mucho más. No obstante, la aceptación por Escocia en 1689 de Guillermo y María como reyes ya constituía un importante paso adelante hacia una unión voluntaria.
Desde los tiempos de la Reforma religiosa, desarrollada siguiendo caminos diversos en la Inglaterra de Isabel Tudor y en la Escocia de María Estuardo, los dos países fueron extremadamente celosos de las soluciones establecidas en cada uno de ellos respecto de las relaciones entre la Corona, el Parlamento y la Iglesia. La Revolución de 1688 fue, en gran medida, causada por los intentos de Jacobo II (VII en Escocia) de restablecer la supremacía de la Iglesia católica en sus dos reinos, lo que, además de ser imposible, resultó inaceptable tanto para los anglicanos ingleses como para los presbiterianos escoceses. Y los Parlamentos de ambos reinos aprobaron duras normas en 1699 para asegurar su supremacía y el respeto de sus opciones en materia de gobierno de la Iglesia. Fue más difícil consolidarlas en Escocia que en Inglaterra porque allí las embestidas de los defensores de Jacobo, los jacobitas, pusieron en apuros en diversas ocasiones al ejército escocés[57]. Costó el reconocimiento de Guillermo como nuevo rey, y el gobierno de Escocia fue tan difícil aquellos años como lo había sido habitualmente. En verdad, a los años de la Gloriosa llegó el Parlamento escocés muy debilitado. Sobre sus deliberaciones y decisiones tenía gran influencia el Consejo Privado, que podía prohibir la discusión de cualquier asunto si le parecía conveniente. «El Consejo Privado escocés era nombrado y aleccionado desde Londres, y el Parlamento no tenía más facultad que la de confirmar los decretos del Consejo Privado»[58].
Con la Revolución, el Parlamento escocés volvió a cobrar fuerza. La recuperación política del Parlamento fue el primer objetivo de la Gloriosa. Tal restablecimiento constituyó, sin embargo, un problema insalvable para la pacífica convivencia política de Escocia e Inglaterra. La crisis más radical se produjo con ocasión del proyecto del Darien. Muchos burgueses escoceses habían invertido importantes sumas en poner un pie en América constituyendo una colonia en Panamá. Inglaterra no dio facilidades y España ya estaba a punto de enviar fuerzas expedicionarias cuando el experimento se dio por concluido y fracasado, con grandes pérdidas económicas[59]. El Parlamento de Edimburgo defendió su causa nacional con mucha convicción, y lo mismo hizo el inglés de sus posiciones. Se vio entonces que dos Parlamentos iguales, con idénticos poderes, no pueden existir bajo una única Corona. No era posible la monarquía dual. O se designaban dos reyes distintos, o se unificaba el Parlamento para que hubiera uno solo y soberano.
Después de que los fundadores de Estados Unidos inventaran el federalismo, el problema tendría otras salidas consistentes en repartir competencias legislativas y reconocer la supremacía de un Parlamento común, pero a Inglaterra le interesaba más una unión parlamentaria (fusión por absorción, podríamos decir, utilizando terminología societaria moderna)[60].
El Tratado de la Unión fue negociado en pie de igualdad por los dos Parlamentos afectados. A Escocia se le ofrecieron importantes compensaciones para que aceptara. Si al final pudo llegarse a un acuerdo fue por los sobornos y compras de votos que se cruzaron, y por las importantes ventajas económicas que obtuvieron los escoceses, entre las cuales destaca una considerable suma como compensación por las pérdidas de la aventura del Darien, así como la apertura del comercio con las colonias. El creciente Imperio inglés, del que habían sido excluidos los escoceses, pasaba a ser el Imperio británico, en el que los escoceses tendrían mucho protagonismo en lo sucesivo. Bien es verdad que, a cambio de aceptar una rebaja importante en la sustancia política de sus instituciones: no tendría un Parlamento propio, y la gobernación de la isla entera quedaría a expensas de las decisiones adoptadas en Londres. Los jacobitas, mucho más fuertes en Escocia que en Inglaterra, se resistieron durante años a aceptar la Union Act de 1707.
Escocia era, en aquella época, una región mucho más atrasada que Inglaterra en cualquier orden que se tuviera en cuenta para valorar las diferencias económicas y sociales de todo tipo. Es importante constatarlo para comprender por qué fue posible la Unión[61].
Para interesar a los escoceses bastaba con mostrarles las ventajas económicas que podrían obtener con la Unión, y esa fue justamente la derrota que tomaron las negociaciones: se abrirían plenamente a los comerciantes escoceses los mercados ingleses, incluidas las colonias; se compensaría a Escocia por los gastos y pérdidas del proyecto Darien y por cualquier coste que la Unión supusiera para su erario. La recaudación tributaria era distinta y la deuda nacional de Escocia era insignificante comparada con la inglesa, de modo que hubo que hacer los cálculos sobre cómo evitar cargas añadidas para Escocia.
Además de perfilar todos estos detalles económicos, los acuerdos tuvieron que resolver el problema central de la representación de Escocia en el nuevo Parlamento británico. Como ha comentado W.A. Speck[62], se le asignaron cuarenta y cinco escaños, lo que parece un número pequeño si se considera que sólo el condado de Cornualles contaba con cuarenta y cuatro parlamentarios en Westminster. Si el cálculo se hubiera hecho por población (un millón Escocia, cinco Inglaterra), tenían que corresponder a Escocia cien parlamentarios para que hubiera proporcionalidad con los quinientos trece atribuidos a Inglaterra y Gales. Sin embargo no planteó problemas la aceptación de aquella cifra menor, porque la población no constituía el criterio esencial. Además de que no había un censo de que fiarse, lo importante eran los tributos pagados por cada territorio. Las conclusiones de este cálculo merecieron algunas críticas pero, en general, se ha estimado que Escocia no salió mal tratada con sus cuarenta y cinco escaños.
Faltaba todavía la operación política de conseguir la aprobación del Tratado de la Unión por el Parlamento de Edimburgo. Se componía este de una sola Cámara que, en aquellos años, presentaba una fuerte división interna. Existía un partido jacobita, los cavaliers, empeñado en la restauración de la línea de los Estuardo. Frente a ellos, el partido Country, presbiteriano y antijacobita. Y un tercero, el Court, muy próximo al Gobierno inglés. Aquellos dos partidos se mostraban más poderosos que este último, y sus posiciones antiunionistas se dejaban oír con más fuerza por Edimburgo. Los defensores del acuerdo sostenían, por su parte, que Escocia no podía permitirse mantener su independencia porque, en un plano económico, iría directamente al desastre.
Las movilizaciones de la opinión pública fueron extraordinarias para aquel tiempo. Y las intrigas de todo orden se acumularon con proyecciones inverosímiles. Aquí reaparece Defoe, actuando como espía a favor de la Unión[63]. Inglaterra se gastó veinte mil libras en sobornos y compras de votos, y regó de promesas a los aristócratas territoriales[64]. Uno de los ministros ingleses que intervino en las negociaciones dijo, sin más, para explicar el éxito: «Los compramos»[65].
El Tratado se aprobó en el Parlamento escocés por poco margen de votos. En Inglaterra no se planteó ningún problema especial. El Reino Unido nació el 1 de mayo de 1707[66], pero en una situación de bastante inestabilidad. La economía de Escocia, pese a las ilusiones sembradas, no prosperó inmediatamente sino que se gravó con nuevos impuestos; incluso la Iglesia presbiteriana fue intranquilizada con algunas leyes nuevas (Ley de Patrocinio) dictadas por el Parlamento de Westminster. Tan inestable fue la Unión durante los primeros años, que un par escocés llevó en 1713 una propuesta de disolución, que no prosperó por una diferencia de cuatro votos. Las escaramuzas y batallas con los jacobitas continuaron durante años[67]. Las responsabilidades derivadas de las negociaciones de Utrecht tampoco contribuyeron a tranquilizar la política inglesa. Tuvieron que aprobarse nuevas leyes de orden público (1715) y, en fin, durante más de medio siglo continuaron las disputas. Aunque en Escocia la Unión fue impopular durante decenios, el largo Gobierno de Robert Walpole, que duró desde 1720 a 1742, contribuyó a la irreversibilidad de los acuerdos unionistas. Después de la segunda mitad de la década de los cuarenta, empezó a ser apreciada como buena para ambas partes.
Las controversias sobre las ventajas e inconvenientes de la Unión han continuado hasta hoy mismo. Frente a una corriente historiográfica clásica, que resume la obra de Trevelyan, otra más moderna la ha revisado porque, aun aceptando que el Gobierno inglés impulsó la Unión ya que Escocia era ingobernable a causa de las luchas internas entre la aristocracia terrateniente (Argyll, Hamilton, Athol, Queensberry, principalmente)[68] y porque los intereses económicos de ambos reinos eran cada vez más incompatibles, la razón final de la Unión fueron los intereses personales más reaccionarios.[69] La Unión, según los análisis nacionalistas escoceses, tampoco acabó con la corrupción sino que la incrementó.
Sea como fuere, 1707 dejó una enseñanza clara para otros estados que se estaban construyendo en Europa, como España, sobre la base de los antiguos reinos medievales: no era posible mantener dos Parlamentos soberanos bajo un único monarca; o se unían los Parlamentos, o cada reino designaba su propio rey. Escocia e Inglaterra llegaron a un acuerdo para establecer voluntariamente la primera solución.
La necesidad de unificar las instituciones de los antiguos reinos se manifestó en España desde el reinado de los Reyes Católicos, pero no se avanzó en esa dirección (si se descuenta, claro es, la significación que tuvo para Castilla la eliminación de sus fueros y libertades después de la derrota de los comuneros por Carlos I en Villalar)[70].
Desde la implantación en España de la monarquía de los Austrias, se fue desarrollando en los territorios de la Corona una transformación en las formas tradicionales de gobierno que, entre otras cosas, condicionaba los pedimentos, casi siempre económicos, del monarca a la evaluación y decisión de las instituciones forales de cada reino. El rey los mantenía unidos, pero tenía que gobernar cada uno de ellos diferentemente. Solórzano Pereira definió esta situación con mucha precisión: «Los reinos deben ser regidos y gobernados como si el rey que los mantiene unidos fuera sólo rey de cada uno de ellos»[71]. Verdaderamente la frase recogía más un deseo que una realidad. El monarca no solía estar nunca en el reino desde que se integró con otros en una Corona con múltiples ramificaciones. Como ha escrito J. H. Elliot, «todos los reinos de la monarquía española excepto uno —Castilla— eran reinos sin rey. Se intentó paliar esta diferencia nombrando virreyes; pero un virrey (por lo general un grande de Castilla) era un pobre sustituto del rey, del mismo modo que la corte de un virrey era un pobre sustitutivo de la corte real, establecida en Madrid desde 1561. El absentismo de la realeza constituyó una fuente de descontento de importancia incalculable, sobre la cual los reinos y las provincias insistían repetidamente al formular sus largas listas de agravios»[72].
Este descontento por las ausencias del monarca está muy bien descrito en una petición catalana de 1622: «Cuán necesario es que Vuestra Majestad, como rey, padre y señor de todos vuestros Estados y reinos, venga a ser personalmente todo cuanto poseéis en este Principado y a consolar a vuestros leales vasallos. No podemos por menos que estar celosos de la buena suerte de otros que gozan de la presencia inmediata del Rey, y rogamos a Su Real Majestad que venga y se ocupe personalmente de los asuntos de esta provincia para mejorar su gobierno… en treinta y siete años vuestros vasallos sólo han visto dos veces a su rey y señor, y a esta larga ausencia se debe la violación de sus leyes…»[73].
Si estas tensiones entre el rey y sus territorios fueron muy generales en el siglo XVII, se hicieron notar más allí donde existía un sentimiento identitario más fuerte, o instituciones con más arraigo, tradición y personalidad, como era el caso de Cataluña. Durante el reinado de Felipe IV creció la desconfianza del Principado hacia los modos del Gobierno central. Los castellanos dominaban las instituciones fundamentales de la monarquía, ahora en manos de un personaje fuerte y con ideas claras sobre las reformas que se necesitaban, como era el Conde Duque de Olivares[74]. Para el Conde Duque tantas leyes e instituciones territoriales eran un manifiesto inconveniente, y su intención era reducirlas o suprimirlas, generalizando la ampliación de las leyes e instituciones de Castilla. Tenía que responder como gobernante a la imperiosa necesidad de integrar todos los reinos en un conjunto que pudiera gobernarse con criterios más razonables, y formuló todo un programa político para conseguirlo. Sus bases quedaron recogidas en un documento innovador: el Gran Memorial[75].
El Conde Duque lo elevó a Felipe IV expresando la necesidad de refundir las leyes e instituciones territoriales tomando como patrón las existentes en Castilla. Entre las fórmulas de integrar tanta diversidad, el Conde Duque prefería la incorporación de los naturales de los diversos reinos a las instituciones de la Administración central de la monarquía; de esta manera, al verse investidos de oficios y dignidades castellanas, «se olvidasen los corazones de manera de aquellos privilegios, que por entrar a gozar de los de este reino igualmente, se pudiese disponer con negociación esta unión tan conveniente y necesaria»[76]. Al Conde Duque le parecía que esta fórmula tendría éxito porque «ninguna gran monarquía ha habido, ni habrá en el mundo que no haga naturales de privilegios a los demás extraños que tiene bajo sus dominios». Y se permitía este pronóstico: «si catalanes, aragoneses, napolitanos, portugueses, flamencos y otras repúblicas amigas hubiesen conseguido en España y en los demás reinos sujetos a V. M. honras, puestos y comodidades como los naturales, nunca se despeñarán en los levantamientos con ocasión ninguna de titulillos y fueros; porque las cadenas del interés y de la honra atarán de tal fuerza las voluntades que ninguno quisiera exponerse a perderlas por imaginarias libertades…».
Advertía, en fin, que si esta vía de pacífica integración no tenía los resultados esperados, siempre sería posible usar métodos coactivos o, en último término, la fuerza sin más. Lo importante del autor del Gran Memorial era que el monarca quedara advertido «desta conveniencia para irlo obrando por los medios blandos que propuse en el primer punto, por no poder ser de daño ninguno, sino antes de mucha utilidad y buen gobierno, y en la sazón se hallará V. M. con esta ventaja para que si no pudiera valer por sí solo, ayude mucho a la ejecución de los otros medios sin mostrarse tanto el ruido y la violencia».
La vía pacífica de incorporación, si es que alguna vez formó parte sinceramente de las políticas de Olivares, fracasó estrepitosamente. «Los procedimientos y los conceptos fueron no sólo chapuceros, sino desleales. Olivares podía pedir esfuerzos económicos y humanos a Cataluña, pero a cambio de ofrecerle ventajas en una intervención directa y efectiva en los asuntos de la monarquía. Sólo pidió sacrificios. Y cuando chocó con las primeras y naturales resistencias, se escabulló por los senderos de los procedimientos subterráneos. Le faltó tacto…»[77].
La disconformidad con las políticas territoriales de la corte fue en aumento en todos los estamentos catalanes.
A los nobles les resultaba inaceptable el menosprecio de sus privilegios. Para fortalecer la lucha contra los bandoleros, se habían nombrado castellanos como responsables del gobierno de fortalezas catalanas. El rey también se había empeñado en que sirvieran personalmente en sus guerras. Se quejaron de que, al contrario de lo que había ocurrido en el pasado, el rey no podía distinguir entre un noble y un soldado raso[78].
El clero tenía motivos de queja igualmente serios. Estaba pagando impuestos más elevados y frecuentes que nunca, incomparablemente mayores que cualquier otro grupo de la sociedad catalana. A los cabildos les imponían obispos castellanos. La única forma de llegar a esta dignidad era pasando por Madrid. Además, la jerarquía estaba empeñada en aplicar los principios tridentinos, de los que resultaba una alteración importante de las formas de vida de los conventos y monasterios y, desde luego, una pérdida de su autonomía.
La burguesía urbana estaba igualmente harta de la insistencia del rey en cobrarles los quints. Cada vez que la flota se retrasaba, le solicitaba un donativo o un préstamo. El crédito de estos grupos sociales urbanos había sido destruido, y sus deudas habían crecido sin que, a cambio, cedieran lo más mínimo las peticiones de los dignatarios de la corte para que incrementaran las reclutas de hombres o los suministros necesarios para las operaciones bélicas[79].
Ningún estamento de la sociedad catalana, que se sentía afectada por este tipo de comportamientos, que no tenían en cuenta las prácticas paccionadas de gobierno tradicionales, impulsó sin embargo el desorden social que empezó a apoderarse de todo el Principado. «El pueblo —escribió Vicens Vives— acabó admirando el nombre de los grandes bandoleros y, sobre todo, se acostumbró a menospreciar la ley. De la privación del pan y de la seguridad de la miseria podía pasarse con seguridad a una abundancia relativa tomando un pedreñal o un buen cuchillo y asociándose a una banda. Así se convirtió en endémica la revuelta de los campesinos catalanes de la montaña contra sus señores feudales. Mucha gente se inclinó a tomarse la justicia por su mano, a menospreciar su gobierno que no resolvía ni los asuntos de campanario. Los campesinos estaban, pues, armados y cualquier circunstancia explosiva desencadenaba una acción, a veces puramente social, pero con inevitables repercusiones políticas. Es certísimo que el campesinado arrastró a las otras clases sociales hacia soluciones extremistas en los días precursores del Corpus de Sangre de 1640»[80].
El caldo de cultivo estaba preparado (también en Portugal, donde la revuelta comenzaría simultáneamente, aunque no me detengo en sus circunstancias para no abandonar el hilo del argumento catalán), pero el levantamiento popular sería la consecuencia espontánea de una última provocación. No fue la causa el desprecio de la corte y sus ministros por las formas tradicionales de gobierno paccionado y los antiguos fueros, sino el comportamiento del ejército del rey, alojado en los hogares catalanes y consumiendo las reservas del campo catalán[81]. Los abusos y extorsiones de las tropas encendieron los ánimos del campesinado. Del campo se propagaría el incendio rápidamente a Barcelona y otras ciudades. La rebelión se dirigió primero contra las tropas, pero enseguida contra los representantes y colaboradores reales, que serían perseguidos y asesinados. También, de paso, se proyectaron los odios y las cuentas pendientes contra oligarcas y ricos locales.
El día 7 de julio de 1640 estaba prevista la llegada de los segadores a Barcelona. Unos quinientos hombres vestidos de segadores entraron en la ciudad al amanecer. Mezclados con ellos había insurgentes de los que estaban luchando con las tropas en las zonas campesinas situadas al norte de la capital. Hacia las nueve de la mañana un grupo de ellos se dirigió a la casa que había pertenecido al agutzil Monrodón y tuvieron un altercado con un sirviente[82]. El incidente tuvo un efecto llamada extraordinario porque, en poco tiempo, se reunieron allí muchos segadores y se organizaron para dirigirse luego al palacio del virrey Santa Coloma. Durante horas fue protegido por las artimañas desarrolladas desde un convento próximo, pero el acoso siguió hasta que Santa Coloma tuvo que huir. Lo persiguieron, alcanzaron y asesinaron. Y la revuelta fue ya imparable mientras la corte no salía de su asombro por las noticias que le llegaban[83].
El derrumbamiento del poder real llevó, casi de modo natural, a los diputats, que eran los representantes supremos de la nación catalana, a asumir la dirección de los acontecimientos. Tenían una justificación para hacerlo basada en la Constitución histórica: el contractualismo en que se basaba la relación con la Corona implicaba la posibilidad de romper con el rey en el caso de que faltara a las obligaciones con sus vasallos. Las clases dirigentes apoyaron la revuelta contra la autoridad real, que habían empezado los campesinos, por motivos mucho más vinculados a su subsistencia, desde finales de 1639. Los que tomaron el poder en 1640 fueron los canónigos y los propietarios del campo. El caudillo primero hasta su muerte inmediata, quizás envenenado, fue un canónigo, Pau Claris[84].
Una vez expulsadas las tropas reales y alejada la presencia de los representantes del gobierno central, nadie había pensado en el paso siguiente a dar, pero la lógica del momento condujo con naturalidad a transformar a Cataluña o en un reino o en una república independiente. En todo caso, producida la separación de la monarquía española, el nuevo Gobierno catalán llegó inmediatamente a un pacto con la monarquía francesa para someterse a su soberanía a cambio de protección. Al parecer Claris tenía relación con los franceses y había preparado ese pacto a pesar de que Richelieu dudaba de semejante opción, que presumía que podía ser costosa para Francia. Se nombró enseguida un virrey francés, se llenó la Administración catalana de sujetos fieles a Francia, y los catalanes tuvieron que soportar lo que habían negado a la monarquía española: alojar, abastecer y pagar las tropas francesas que, en buena medida, ofrecieron la imagen de un ejército de ocupación[85]. Francia explotó a Cataluña económica y militarmente. Lynch ha escrito que «los comerciantes franceses saturaron el nuevo mercado de cereales y productos manufacturados y pronto se hizo evidente que desde el punto de vista comercial el futuro de Cataluña era aún más difícil con Francia que con Castilla… Sustituir el dominio de Felipe IV por el de Luis XIII de Francia no resolvió ninguno de los problemas de Cataluña. Todas las quejas que expresaban antes los catalanes contra Castilla las manifestaban ahora en contra de Francia, aunque en mayor grado y con una mayor incomprensión por parte del gobierno absolutista de París»[86].
La rendición de Barcelona el 13 de octubre de 1652 puso fin a la revolución catalana, aunque las hostilidades entre Francia y España continuaron hasta el 9 de mayo de 1659. Entonces ambas potencias ordenaron suspender la acción bélica. La Paz de los Pirineos, firmada el 7 de noviembre de 1659 y ratificada con el contrato matrimonial de Luis XIV con la hija de Felipe IV, María Teresa, abrió una nueva época de relaciones. España cedió a Francia el Rosellón y el Conflent (la cesión de la Cerdaña, confirmada entonces, se había producido meses antes).
Los únicos rebeldes que salieron triunfantes contra los Austrias en doscientos años de reinados sucesivos fueron los holandeses y portugueses. Estos últimos, que habían iniciado su levantamiento simultáneamente con los catalanes, obtuvieron su triunfo final venciendo al ejército español el 17 de julio de 1665 en la batalla de Villaviciosa.
La victoria de Felipe IV contra los catalanes sublevados podría haber conducido a la supresión de todos los fueros y prácticas constitucionales antiguas del Principado, y su sometimiento a nuevas formas de gobierno y leyes uniformes con las castellanas. A la postre ya había dicho Olivares, que no llegó a ver este final que permitía la ejecución de sus diseños, que a falta de acuerdos voluntariamente asumidos, se podía llegar a la uniformidad política mediante la conquista. Fue esto mismo lo que, en aquel tiempo, hizo Luis XIV cuando sus tropas entraron en París en 1652, poniendo fin a la Fronda, al prohibir al Parlamento de París cualquier injerencia en su gobierno; o lo que también resolvió en 1653 Oliver Cromwell con su Instrument of Government asentando la autoridad del protectorado. Más autoridad en ambos casos; más absolutismo. Pero no fue esta la dirección tomada por Felipe IV que, al término de la guerra, dispensó perdones a los sublevados y repuso las instituciones tradicionales catalanas en su sitio. En el caso de la ciudad de Barcelona se respetaron específicamente sus privilegios sin perjuicio de que el monarca interviniera atentamente en la insaculación de los candidatos para la Diputació del General y el Consell de Cent[87].
El intervencionismo de la corte incluso se redujo, en comparación con la época más activista de Olivares. Algunos grupos dirigentes provinciales pudieron participar en la política central (fue significativo el apoyo catalán y aragonés a don Juan de Austria en 1669 y 1676) y hubo una recuperación económica de Cataluña muy importante[88].
La constatación de la recuperación de la foralidad política, la reducción del intervencionismo y la mejora económica permitieron a la historiografía catalanista disputar sobre si las postrimerías del siglo XVII se caracterizaron por un neoforalismo en lo que concierne a las relaciones de la monarquía con Cataluña. Joan Reglá puso en circulación la expresión, y tanto el concepto como su contenido resultaban coincidentes con lo que, coetáneamente, estaba explicando Pierre Vilar[89]. Autores muy importantes, como J. H. Elliott, J. Lynch y H. Kamen aceptaron la tesis[90]. Años más tarde, desde mediados de los ochenta, se ha desarrollado vivamente una crítica negativa del neoforalismo. El control del poder central, dicen sus defensores, se intensificó y, salvo excepciones, el sistema institucional catalán fue una sombra de lo que había sido durante el siglo anterior[91]. Podría decirse, por lo menos, a mi juicio, que la forma de entender y aplicar los antiguos privilegios y constituciones políticas había sufrido una importante mutación para adaptarla al tiempo y las nuevas circunstancias, como, por otro lado, parecía inevitable.
En todo caso, el comportamiento de Felipe V al término de la Guerra de Sucesión en 1714 no fue tan generoso con las instituciones catalanas históricas. Amnistió a los rebeldes contra su causa, pero, en lo concerniente a la gobernación de Cataluña, impuso la aplicación de las leyes y prácticas castellanas con absoluta inflexibilidad. Ni las presiones inglesas ni las familiares que le llegaban de Francia pudieron, no ya disuadirle, sino tan sólo flexibilizar su decisión[92].
El rey Borbón ya venía ejercitado en el arte de decretar la supresión de los fueros y costumbres de gobierno de los territorios que prestaron apoyo al archiduque Carlos, de modo que aplicar esta experiencia al caso catalán le salió de corrido; y además le permitió manifestarse con menos vehemencia y dureza contra los vencidos. La abolición de los fueros se acomodó a los conceptos establecidos por el primer Decreto de Nueva Planta, dictado para Valencia y Aragón el 29 de junio de 1707. En él se recordaba que la rebelión y la vulneración del juramento de fidelidad determinó la pérdida automática de todos los «fueros, privilegios, essenciones i libertades que gozaban…». Recordaba que le pertenecían todos aquellos reinos por herencia, pero que se añadían a las potestades que corresponden al dominio absoluto de los mismos el «justo derecho de la conquista». Por estas razones concluía: «He juzgado por conveniente… abolir y derogar enteramente, como desde luego doy por abolidos y derogados, todos los referidos fueros, privilegios, prácticas y costumbres hasta aquí observadas…».
La premura con que este primer Decreto de Nueva Planta fue promulgado no permitió a sus mentores prever todas las consecuencias de lo que ordenaba, ni establecer las disposiciones adecuadas para su ejecución inmediata. En el caso de Aragón, el Decreto fue enmendado por otro posterior de 3 de abril de 1711[93].
La literatura del Decreto de 16 de enero de 1716 fue un punto menos desabrida, algo más cortés. Lo que había que decir sobre rebeliones, deslealtades y conquistas ya estaba escrito en el Decreto de 1707, que podía tener, en este punto, valor de explicación general. Se dejaron de lado las invocaciones que sonaran a venganza o castigo, y se puso por delante la racionalidad y conveniencia de la decisión. Sólo era preciso, para hacerla efectiva, la voluntad soberana del monarca, a la que se acoge la exposición preliminar del Decreto: «toca a mi soberanía establecer gobierno en él [Principado] y a mi paternal dignidad dar en adelante las más saludables providencias para que sus moradores vivan en paz, sosiego y abundancia».
Las medidas impuestas en el Decreto de Nueva Planta tocaban al derecho público catalán, pero no cambiaron la situación de la sociedad estamental y sus privilegios.
No obstante, la supresión de algunas instituciones históricas causó gran impacto.
Desapareció el virrey como representante del rey en Cataluña. La otra gran institución de los gobiernos austracistas, el Consejo de Aragón, también dejó de funcionar, pero su eliminación había sido decidida antes, con ocasión del Decreto de 1707. Se suprimieron las Cortes Generales de Cataluña, y la Diputación del General (Generalitat). Ya no habría instituciones de autogobierno como esas, sino que Cataluña quedaba configurada como una dependencia territorial para el gobierno absoluto del monarca[94].
El gobierno de Cataluña quedó atribuido a un órgano con funciones militares y gubernativas, el capitán general, que sustituía al virrey. Se le atribuyó la representación del rey en el territorio catalán, y también la presidencia de la audiencia en los asuntos administrativos y de gobierno[95].
El núcleo de las reformas afectó a la audiencia[96]. Fueron estos cambios los que justificaban por derecho la denominación de «nueva planta» que se dio a los Decretos de 1707 a 1716. La parte dispositiva empezaba aludiendo a la creación de la audiencia. Se organizaría en dos salas de lo civil, y una de lo criminal. El derecho civil y el penal de Cataluña seguirían vigentes. Respecto de este último, el artículo 28 prescribía: «Se impondrán las penas y se estimarán las probanzas, según las constituciones y práctica que había en Cataluña». Y regulaba minuciosamente el régimen de los magistrados y el personal al servicio de las tareas de la audiencia[97].
Una figura recién creada por la monarquía borbónica, que se implantará con dificultad en toda España, también se establece en Cataluña, con funciones sobre todo en materia de recaudación y administración de fondos públicos: se trata del intendente. Como afectó a la reforma fiscal y al establecimiento del catastro, fue la novedad más destacada y contestada[98].
En cuanto a la administración territorial interior de Cataluña, se acuerda la supresión de la veguería (había quince en Cataluña, con ocho subveguerías y el Valle de Arán). Sobre esta división se situaron corregimientos, que eran la sede de gobiernos territoriales conectados con el poder central del Estado[99]. Y el escalón municipal, en fin, también fue reformado para aplicar el modelo castellano del regimiento[100].
Resultó asimismo conmocionante la supresión del derecho de extranjería, que hasta entonces había permitido excluir del acceso a cargos públicos de personas que no fueran de origen castellano. En lo sucesivo muchos puestos de trabajo públicos serían ocupados por catalanes en régimen de reciprocidad.
Veremos más adelante las dificultades de aplicación de esta regla.
Y, por último, una decisión importante para los tiempos de revuelta: se suprimieron los cuerpos de fuerza pública y agrupaciones similares. Se prohibieron, por tanto, los somatenes, una institución medieval establecida para la autodefensa de la población.