I

La batalla de Bannockburns[1], que tuvo lugar el 24 de junio de 1314, es una de las razones más principales que llevó al Gobierno escocés a proponer que el referéndum de independencia acordado con el Gobierno y el Parlamento británicos se celebrara en 2014 y aprovechar así políticamente el recuerdo de una victoria memorable e histórica de Escocia sobre Inglaterra.

Realmente estas guerras entre vecinos fueron bastante comunes en la isla desde que Escocia se configuró como reino en torno a la figura de David I (1124-1153). Las más célebres y decisivas ocurrieron después de la muerte de Alejandro III (1249-1286). Entre los dos pretendientes al trono, John Balliol y Robert Bruce, Eduardo I de Inglaterra, que actuó como árbitro de la contienda, se inclinó a favor del primero. Pero como una de las ocurrencias del nuevo rey fue aliarse con los franceses, Eduardo invadió Escocia, sometió a Balliol en una batalla bochornosa para el escocés, que fue hecho prisionero y encerrado junto con su hijo en la Torre de Londres. Estos hechos provocaron una gran rebelión capitaneada por un mediano terrateniente llamado William Wallace, que reclutó un ejército, con hombres de las Tierras Altas y las Bajas, y venció a los ingleses en la batalla de Stirling (1297). La historia escocesa recuerda este hecho como uno de los momentos fundacionales[2]. Tampoco se ha olvidado nunca la captura y afrentosa muerte de Wallace, a quien tanto debe la nación escocesa, que se rehízo gracias a su lucha. Retomó el liderazgo de Escocia un nieto de Robert Bruce, aquel que pretendió al trono en concurrencia con Balliol, que tenía el mismo nombre que su abuelo. Se hizo reconocer rey de Escocia y, después de la muerte de Eduardo de Inglaterra en 1307, organizó la resistencia, reclutó un nuevo ejército y se enfrentó a Inglaterra en la heroica batalla de Bannockburns, en la que seis mil soldados escoceses masacraron un ejército inglés de más de veinte mil hombres de los que se dice que murieron más de nueve mil. Robert Bruce fue reconocido definitivamente como rey de Escocia. Le sucedió su hijo con el título de David II (1329-1371). A su muerte en 1371, como no tenía herederos, asumió el trono su sobrino Robert Stuart, hijo de Walter Stewart (o Stuart), que se había casado con Marjorie, hija de Robert I (Bruce de apellido), a quien había ayudado decisivamente aquel Walter, amigo y compañero de armas, en la batalla de Bannockburns. Aquí nace la dinastía de los Estuardo, que reinó en Escocia hasta 1714.

El Gobierno catalán también decidió en 2013, en su caso sin consenso previo del Gobierno o del Parlamento español, celebrar un referéndum en 2014 para consultar al pueblo catalán sobre la iniciación de un proceso que les llevara a la constitución de un estado nuevo y, eventualmente, a la independencia e integración de Cataluña en la Unión Europea.

La elección de 2014 también tiene que ver con un aniversario. El de la última batalla, celebrada en Barcelona, de la Guerra de Sucesión de España; un conflicto internacional, además de una contienda interna, en la que Felipe d’Anjou, nieto de Luis XIV, y Carlos, archiduque de Austria, disputaron el trono de España a la muerte de Carlos II. Aquella larga y costosísima contienda había comenzado en mayo de 1702 cuando Austria, Inglaterra y las Provincias Unidas declararon la guerra a Francia[3]. Con estos países confederados se alinearon los príncipes italianos, Portugal y Saboya. Con Luis XIV de Francia estaba su nieto Felipe de Anjou, ya Felipe V, y también el elector de Baviera y el arzobispo de Colonia. Un desequilibrio aparente de fuerzas que podía haber dado lugar a que el bando aliado se impusiese con facilidad. De hecho, Luis XIV intentó negociar la paz varias veces (finales de 1705, octubre de 1706, inicios de 1707, marzo de 1708)[4]. En 1710 hasta llegó a aceptar la invitación, sugerida por el Consejo de Estado, de que Felipe V abdicara[5]. Pero no ocurrió nada de eso. El desgaste de la guerra y el hartazgo por sus penalidades se prolongaron hasta que la fortuna histórica se puso del lado de Francia: el archiduque Carlos, que aspiraba a la corona de España (ya era llamado Carlos III), accedió al trono imperial en 1711 debido a la muerte de su hermano José, y este hecho fue determinante de su salida de España; además un año antes los sucesivos gobiernos whigs que, en Inglaterra, siempre habían sido partidarios de mantener la guerra hasta la victoria final, fueron desplazados por los tories que, una vez en el poder, prefirieron negociar la paz.

La Paz de Utrecht, firmada el 11 de abril de 1713 por Francia, Gran Bretaña, Prusia, Portugal, Saboya y las Provincias Unidas, puso fin a las hostilidades. Los embajadores españoles firmaron el 13 de julio siguiente. Como el Imperio no había suscrito los acuerdos, continuó por su parte la guerra. Pero los Tratados de Rastatt de 7 de marzo de 1714 y Baden de 7 de septiembre del mismo año extendieron la paz por toda Europa[6].

Años antes, la batalla de Almansa, que tuvo lugar el 25 de abril de 1707, había inclinado la balanza de las hostilidades a favor de Felipe V. Los ejércitos borbónicos, capitaneados por Berwick y por el duque de Orléans, entraron con facilidad en Valencia, conquistaron aquel territorio para su causa e inmediatamente el de Aragón, y se situaron en buena disposición para conquistar Cataluña, que se había puesto mayoritariamente del lado de Carlos III de Austria, a quien había jurado fidelidad. El archiduque había regresado a Barcelona en marzo de ese mismo año de 1707.

La resistencia se mantuvo de forma cada vez más precaria. Pese a las promesas que habían hecho, los aliados abandonaran a los catalanes. Primero fue el propio Archiduque, una vez elegido Emperador en 1711, aunque dejó en Barcelona a su esposa en testimonio de su afecto a la tierra[7], y más tarde los demás aliados. El abandono de los ingleses fue el más dramático. Inglaterra, más que ningún otro estado europeo, había estimulado a Cataluña para que apoyase los intereses del Archiduque ya que, según habían comprobado ellos mismos con ocasión de su Gloriosa Revolución de 1688, los modelos de gobierno autoritarios y centralistas, que había implantado en Francia Luis XIV y trataba de extender a toda Europa, eran oprobiosos para la libertad. Inglaterra, al iniciarse la guerra, enarbolaba la libertad de los pueblos europeos frente al absolutismo francés y, por tanto, también las libertades de Cataluña con sus antiguas constituciones y fueros por tener la seguridad de que el nieto de Luis XIV las arrasaría, mientras que era probable que el archiduque Carlos de Austria las protegiera. Asumiría este las pautas de gobierno aprendidas de sus antecesores durante los dos últimos siglos, de Carlos I a Carlos II, que aunque habían sido soberanos de todos los reinos hispanos, respetaron siempre las peculiaridades de su organización política, el estilo paccionado de gobernar, que requería el acuerdo del rey y el reino[8]. Felipe, en cambio, se conduciría políticamente como Luis XIV le había instruido[9], esto es, aplicando criterios uniformes de administración para todos sus territorios, y gobernándolos con jerárquía y unidad de mando.

Pero, establecida la paz, Inglaterra abandonó a Cataluña. Hay muchos testimonios documentados de que sus ministros y embajadores se comprometieron en una negociación intensa, impulsada por la reina Ana, para que Felipe V accediera a aceptar una paz honorable, que incluyera el perdón de los rebeldes y la conservación de sus antiguos fueros y privilegios. Todas estas peticiones trasladadas a Felipe incluso por Luis XIV se estrellaron contra su intransigencia[10].

A Cataluña no le quedaba otra salida razonable distinta de la rendición. Pero también jugó su papel la pasión y el empecinamiento de un grupo relevante de líderes dispuestos a luchar hasta el final. Cataluña estaba dividida, al inicio de 1713, entre los grupos defensores de la negociación con Felipe V y los que querían reunir a la Junta de Brazos para que decidiera. Asistían a este organismo los tres brazos (militar, eclesiástico y real, este representando a las ciudades) que se encontraban en Barcelona con ocasión de la convocatoria. La Junta de Brazos se reunió el 30 de junio de 1713. Los brazos militar y eclesiástico se inclinaron a favor de la sumisión, y el real por la resistencia. Fue esta última posición la que triunfó, y el 9 de julio de 1713 la Diputación del General adoptó y publicó la decisión de resistir «por la conservación de las libertades, privilegios y prerrogativas de los catalanes que nuestros antecesores, a costa de su sangre, gloriosamente alcanzaron y nosotros debemos, asimismo, mantener, las cuales no han sido tomadas en consideración ni en Utrecht ni en L’Hospitalet»[11]. Las razones de la resistencia se difundieron muy extensamente gracias a un impreso titulado «Despertador de Cataluña» que la Junta de Brazos mandó componer. Los catalanes decían luchar por «la libertad de España». Frente a la opresión y el gobierno autoritario de Felipe V, y no sólo por sus fueros particulares. Aunque, desde luego, el cronista Castellví aseguró que por las calles de Barcelona se oía continuamente el grito «privilegios o morir». Y en Montjuic se izó un gallardete en el que se leía «Muerte o nuestros privilegios conservados»[12].

El sitio a la ciudad condal empezó en julio de 1713. No tenía una defensa ordenada porque se disputaban el mando el Consell del Cent, la Diputació y la Dirección militar que tenía Antonio Villarroel. El mes de abril empezó a caer sobre Barcelona una lluvia de bombas que no pararía hasta la capitulación. En julio de 1714 llegó el duque de Berwick. Había entonces cuarenta y siete mil soldados en el ejército de Felipe V en el territorio catalán, y otros treinta y nueve mil más asediando Barcelona. Los resistentes eran unos cinco mil cuatrocientos. El grupo más importante de estos lo constituían las compañías de los gremios, la Coronela, que mandaba el citado Villarroel y el conseller en cap, Rafael Casanova. En el resto del territorio había doce o trece mil resistentes más. Cuentan las crónicas que en este período final cayeron más de cuarenta mil bombas sobre Barcelona. El 3 de septiembre de 1714 Berwick dio un ultimátum que no fue atendido. Durante la madrugada del 10 al 11 de septiembre se desarrolló el combate final, cuerpo a cuerpo, por las calles de Barcelona. Rafael Casanova, herido, entregó el estandarte de Santa Eulalia, patrona de la ciudad, a Joan de Lanuza. Y pocas horas después también Villarroel se rindió[13].

El 11 de septiembre de 2014 se celebró el trescientos aniversario de una derrota, digna y heroica, pero derrota al fin, que, además llevaría consigo inmediatamente la abolición de los fueros y privilegios catalanes casi por completo. Nada que ver, por tanto, con el 1314 de los escoceses, que fue el año de su definitiva consolidación como reino libre de las asechanzas de la beligerante Inglaterra. Una fecha de alegría y éxito para Escocia, mientras que el aniversario de 1714 catalán rememora la desolación y el fracaso. Aunque algunos autores de aquel tiempo minimizaron las consecuencias, aduciendo que buena parte de la población fue indiferente a la derrota, a la que se llegó por el empecinamiento en continuar la guerra de algunos líderes burgueses[14], y también por el perdón general que otorgó Felipe V a los sublevados, la derrota implicó un cambio importante en la historia política de Cataluña y su integración en el Estado.

Los paralelismos entre 1314 y 1714 son escasos si es que alguno hubiera. Pero las conexiones reales y los idearios políticos que existieron en los inicios del siglo XVIII entre Cataluña y Gran Bretaña fueron bastante más visibles y profundos. Por lo pronto, se manifestaron en los compromisos adquiridos por Inglaterra con Cataluña, apoyando la opción sucesoria de Carlos III, el archiduque de Austria, y procurando un acuerdo de paz que respetara las constituciones y libertades históricas del Principado.

En pleno desarrollo de la Guerra de Sucesión nació Gran Bretaña puesto que esta nueva nación fue la consecuencia de la unión parlamentaria de los reinos de Inglaterra y Escocia, que fue hecha efectiva el 1 de mayo de 1707 mediante un acuerdo votado sucesivamente en el Parlamento escocés (el 16 de enero de 1707) y el inglés, que tuvo las trazas de un tratado internacional puesto que reunía los dos reinos bajo la soberanía de un único Parlamento, el de Gran Bretaña[15]. El acuerdo costó una larguísima negociación, iniciada a principios de siglo pero con antecedentes en el período revolucionario de 1688 (año de la Gloriosa), en el que los ingleses y la nobleza escocesa interesada en la operación unionista pusieron en juego mucha audacia y artimañas no santas, que incluyeron hasta el soborno y la compra de votos, para conseguir sus objetivos. Pero aquella operación de 1707 salió bien, sin derramar sangre, pacíficamente. Los negociadores aceptaban que un solo Parlamento regiría sus destinos asegurando, en el caso del reino menor, Escocia, que conservaría su religión presbiteriana, recibiría una importante compensación económica y, además, se respetaría su derecho privado. Los dos reinos cuyos Parlamentos se unían no renunciaban a su historia y particularidades.

En 1707, cuando ocurría todo lo anterior, se produjeron dos acontecimientos importantes en la Guerra de Sucesión española: primero, la batalla de Almansa, que dio una victoria asombrosa a las tropas borbónicas; y, casi de seguido, la toma del territorio valenciano y aragonés, y la promulgación del primer Decreto de Nueva Planta por Felipe V.

Los consejeros del rey vieron en aquella victoria la ocasión para hacer efectivas algunas de las propuestas que casi un siglo antes había elevado al rey el Conde Duque de Olivares en su Gran Memorial de 1624[16]: desembarazarse de los fueros y privilegios territoriales y reconducir todo el reino a un gobierno unificado, sometido a las mismas leyes. Felipe V siempre había considerado que las libertades y los privilegios históricos, muy arraigados en el sentimiento de sus nuevos súbditos, eran un enorme estorbo para la buena administración de España[17].

Macanaz fue el más influyente redactor de aquel decreto de abolición de los fueros aragoneses y valencianos, acordado el 29 de junio de 1707, cuyo texto es conocido pero que no es impertinente recordar ahora[18]:

«Considerando haber perdido los reinos de Aragón y de Valencia y todos sus habitantes por la rebelión que cometieron, faltando enteramente al juramento de fidelidad que me hicieron, como a su legítimo rey y señor, todos los fueros, privilegios, exenciones y libertades, que gozaban… y tocándome el dominio absoluto de los referidos reinos de Aragón y Valencia, pues a la circunstancia de ser comprendidos en los demás, que tan legítimamente poseo en esta monarquía, se añade ahora el justo derecho de conquista, que de ellos han hecho últimamente mis armas con el motivo de su rebelión; y considerando también que uno de los principales atributos de la soberanía es la imposición y derogación de las leyes… he juzgado por conveniente (así por esto como por mi deseo de reducir mis reinos de España a la uniformidad de unas mismas leyes, usos, costumbres y tribunales, gobernándose igualmente todos por las leyes de Castilla, tan loables y plausibles en todo el universo) abolir y derogar enteramente, como desde luego doy por abolidos y derogados, todos los referidos fueros, privilegios, prácticas y costumbres hasta aquí observados en los referidos reinos de Aragón y Valencia, siendo mi voluntad que estos se reduzcan a las leyes de Castilla, y al uso, práctica y forma de gobierno que se tiene y ha tenido en ella, y en sus tribunales sin diferencia alguna de nada»[19].

El derecho hereditario, que le reconocía al Borbón un poder discutido por los rebeldes a su causa (que no fueron todos los habitantes de los territorios penalizados, donde contó con muchos leales) y el derecho de conquista justificaron una decisión que abolía las formas tradicionales de articulación del territorio con la monarquía. Todo esto sobraba, y también las instituciones. Cuando, el 5 de julio siguiente, decidió el rey suprimir el Consejo de Aragón, volvió a repetir que tal era el camino para conseguir «el importante fin de la uniformidad que tanto deseo haya entre mis vasallos».

El contraste con lo ocurrido en la nueva Gran Bretaña era tan evidente que hasta los felipistas escribieron sobre la conveniencia de imitar el camino británico y no el de la Nueva Planta. El conde de Robres publicó en 1709 un libro[20] en el que defendió el método británico frente al borbónico: «El tiempo hará lo que sin él no es posible —escribió—, porque la igualdad en el trato y las resultas de gran utilidad suavizarán cualquier otra amargura, y verdaderamente no hay más razón para que se crea sepultado el nombre escocés que el inglés en la unión de las dos naciones, antes la hay para entender ambos confundidos en el de británicos, nombre antiguo común de los dos pueblos, no llamándose ya el Parlamento unívoco de Inglaterra ni de Escocia sino de la Gran Bretaña. Por ello no ha faltado quien discurriese con sentido que fuera más del servicio del señor Felipe V reducir a unidad sus dominios por ese medio que por el de la proclama de 1707»[21].

Vislumbraba Robres que el monarca continuaría por esta senda en cuanto fuera conquistando territorios rebeldes, y advertía sobre las ventajas de la alternativa británica. No tuvo ningún acierto, desde luego. Sus puntos de vista eran por entonces completamente irrealizables. Él, aunque felipista, defendía el carácter contractualista o pactista del gobierno foral tradicional, que asignaba la soberanía a las Cortes con el rey, a las dos instituciones juntas y a ninguna de las dos plenamente por separado. Pero el rey Felipe había declarado su deseo de romper ese yugo derivado de las liberalidades otorgadas por sus antepasados, por considerarlas incompatibles con un gobierno moderno y eficaz como él había aprendido de su abuelo el rey de Francia. Ninguno de los territorios afectados, a partir de 1707, por los Decretos de Nueva Planta, tenían una posición política de separación e independencia tan caracterizada como la de Escocia. Y en todo caso, los Decretos fueron decisiones apoyadas en el derecho de conquista, que no conocía límites políticos[22].

Con todo, el reflejo británico más estable e importante que se dejó ver en aquellos años en el espejo catalán, y se ha mantenido durante generaciones en el imaginario de políticos y estudiosos de la historia de Cataluña, ha sido el régimen parlamentario, estabilizado y triunfante tras la Gloriosa Revolución de 1688 que marcaba una orientación de gobierno que, para muchos de aquellos, era la misma que se estaba abriendo paso en Cataluña a principios del siglo XVIII.

Josep Fontana, abrió sin grandes desgarramientos el congreso auspiciado por la Generalitat de Cataluña a finales de 2013, bajo el título general y desafortunado de «España contra Cataluña», con las siguientes aseveraciones: «La mayor de las pérdidas que sufrió Cataluña como consecuencia de la derrota de 1714 fue, en mi opinión, la de un proyecto político, que, en el transcurso de más de cuatrocientos años, desde las Cortes de 1283 hasta las de 1706, había elaborado un sistema de gobierno representativo que, con la democratización que había culminado con las Cortes de 1702 y 1706, figuraba entre los más avanzados y democráticos de Europa, según había de reconocer el propio Felipe V al justificar su decisión de destruirlo con el argumento de que los catalanes, después de lo que habían conseguido en las últimas Cortes, tenían más libertades que los ingleses con su gobierno parlamentario»[23].

Y subraya de nuevo: «Sostengo que esta fue la pérdida más grave, porque el conflicto de leyes, libertades y garantías que integraban este sistema era necesario para asegurar la continuidad del rumbo que estaba siguiendo la sociedad catalana, que a comienzos del siglo XVIII parecía dirigirse a una forma de evolución similar a las que seguían Holanda o Inglaterra, asociando un proceso gradual de democratización al desarrollo de una economía capitalista».

Aunque otros maestros historiadores como Jaume Vicens Vives defendieron que el régimen parlamentario catalán estaba anclado en prácticas premodernas, que el pactismo estaba agotado como forma de tomar decisiones y era un modelo de gobierno que no se acomodaba a las necesidades políticas y sociales de su tiempo[24], la conclusión de Fontana, y otros historiadores que defienden una posición semejante, es indudablemente sugerente. Nos sitúa ante una historia contrafactual que conduce a especular sobre lo que hubiera pasado si no hubiera habido guerra o si los Decretos de Nueva Planta jamás se hubieran aprobado.

La cuestión es si esas soluciones democráticas parlamentarias se pueden establecer por la fuerza de la historia de los pueblos, por la resistencia de las tradiciones, o requieren de revoluciones o hechos complementarios para consolidarse.

Si la guerra la hubieran ganado los seguidores del archiduque, es posible que este hubiese hecho honor a sus promesas a los líderes catalanes, preservando sus libertades y constituciones históricas[25]. Es posible. Aunque lo que de verdad hizo, cuando la guerra se torció para sus intereses, fue marcharse vergonzosamente de Cataluña, ocupar el sitial de emperador y no volver más (aunque en su momento ayudaría a los austracistas exiliados). Pero promesas en aquel sentido hizo muchas[26]. Los defensores del austracismo recordaron entonces y siguen manteniendo hoy que aquel efímero Carlos III no sólo mantuvo los acuerdos arrancados a Felipe V en las Cortes catalanas de 1701-1702, sino que, cuando el propio archiduque llegó a Barcelona y se estableció allí en 1705, complació cuanto pudo a la nobleza austracista, gozosa de tener allí a su rey establecido (frente a los usos de siglos anteriores, en los que los reyes sólo excepcionalmente pasaron temporadas en el Principado), creó nuevos organismos (Junta de Caballeros, Junta Militar, Junta de Estado; y remozó la Real Audiencia) y celebró Cortes en los años 1705 y 1706[27].

Mientras se desarrollaron las negociaciones para poner término a la Guerra de Sucesión de España, la reina Ana de Inglaterra trató inicialmente de hacer efectivos sus compromisos con Cataluña. El secretario de Estado británico, barón Dormouth, instruyó al embajador en Madrid, Lexington, para que solicitara una amnistía para todos los catalanes y para que se respetaran las libertades históricas del Principado. Los representantes de Felipe V en las negociaciones dejaron siempre claro que concederían la amnistía pero no reconocerían privilegio alguno[28]. Aunque Dormouth y Lexington presionaron mucho, las instrucciones de Felipe a su embajador en Utrecht eran firmes: «En cuanto a España, conviene tener presente como punto de suma importancia que de ninguna manera se den oídos a propósito de pacto que mire a los catalanes se les conserven sus pretendidos fueros, pues sobre ser tan dignos de ellos aunque fuesen sólo los que tenían en tiempo del Rey Dn. Carlos Segundo mi tío (puesto que las dos últimas Cortes que han concluido los dejó más Repúblicos que el Parlamento alusivo a la Inglaterra), no es conveniencia ni decoro que la paz general salga garante de tan vergonzante condición ni que por ella quedase la habitual propensión de los catalanes a la rebelión, con amarras y permitido recurso de los coaligados enemigos»[29].

El ministro Bolingbroke terminó conformándose con la tozudez de Felipe y la presión británica fue disminuyendo[30], y la sensación de fracaso de las negociaciones de paz se hizo tan manifiesta que hasta provocó un debate en la Cámara de los Lores el 3 de abril de 1714 en el que el barón William Cowper manifestó, en representación de veinticuatro lores, la responsabilidad que sentían por el abandono de los catalanes, y pedía respuestas para asegurar que les fueran preservadas «todas sus justas y antiguas libertades». Los whigs, en general, apoyaron esa iniciativa (muy brillantemente lord Hallyfax) y los tories le quitaron importancia.

Las soluciones propuestas en estas oportunidades finales fueron extremas. En julio de 1714 el embajador catalán en Londres, Pau Ignasi Dalmases, planteó, siguiendo instrucciones de Rialp, una propuesta a Bolingbroke consistente en que la reina Ana «tome como en depósito a Cataluña o por lo menos Barcelona y Mallorca hasta la paz general sin soltarlas a nadie hasta que mediante tratado se adjudiquen y se asegure la observancia de sus privilegios»[31]. La reina Ana murió al poco (1 de agosto de 1713) y Jorge I, su sucesor, siguió recibiendo ideas sobre cómo resolver el problema de Cataluña. El 18 de septiembre recibió en audiencia al embajador Felip Ferrán de Sacirera, que le planteó las siguientes opciones: unir Cataluña con toda España a la casa de Austria o a una de las archiduquesas; si no pudiera ser, que Cataluña fuera «erigida en república» con las islas de Mallorca e Ibiza bajo la protección de la casa de Austria y los aliados[32]. Además, desde luego, de conservar las constituciones y privilegios antiguos[33].

Pero el entusiasmo catalanista del Reino Unido fue decayendo. Frente a los whigs, que habían impulsado la guerra y excitado a Cataluña para situarse junto a los aliados y el archiduque, ahora estaban los tories en el poder, hartos de guerra y favorables al pacto. De modo que los ingleses abandonaron a los catalanes. Así se hizo, sin muchas contemplaciones, pese a que también hubo una corriente muy crítica contra el Gobierno, que animaron dos textos, difundidos en marzo y septiembre de 1714, titulados «The Case of the Catalans Considered» y «The Deplorable History of the Catalans»[34].

El único saneamiento de las propias vergüenzas y responsabilidades inglesas se produjo porque en 1715 un Committee of Secrecy, presidido por Robert Walpole e impulsado por los whigs, elaboró un informe que culpaba de lo ocurrido en la preparación de los acuerdos de Utrecht a Harley, Bolingbroke y Ormond. El primero fue encarcelado y los otros dos huyeron a Francia[35].

Felipe V había dicho, en el texto que acabo de reproducir, que tras las Cortes de 1701-1702 y de 1705-1706, los catalanes habían quedado «más Repúblicos que el Parlamento alusivo a los ingleses», es decir que habían condicionado seriamente el absolutismo real y habían impuesto un modo de gobierno de carácter parlamentario en correspondencia con las constituciones y privilegios antiguos cuya conservación tanto estimaban.

Vuelve a aparecer Inglaterra en el espejo de Cataluña dando fundamentos a quienes han defendido que el Principado se aproximaba a las formas de gobierno parlamentario que consolidó en aquel país la Gloriosa Revolución de 1688.

Este punto de vista es importante y de gran trascendencia política porque desmiente las tesis defendidas por muchos autores[36] que han sostenido que la monarquía borbónica, a pesar de su orientación absolutista, fue imprescindible para establecer en España formas de gobierno acompasadas con los tiempos y con las necesidades de nuestra economía y sociedad. Según estas posiciones, el modelo centralizado que impusieron era más racional y eficaz que el atrasado y medieval de carácter confederal mantenido en Cataluña. En el caso catalán, además, había muchas connotaciones añadidas de feudalismo añejo, oligárquico y corrupto. Las instituciones catalanas del Antiguo Régimen, siempre según esta versión, estaban por completo paralizadas y no eran nada representativas. Todo lo cual es cuestionado por quienes defienden que Cataluña se encaminaba, a la muerte de Carlos II[37], hacia formas de gobierno propias del parlamentarismo democrático. No puede decirse que tuvieran las características de uniformidad e igualdad propias del constitucionalismo democrático, pero, como ha sostenido Simón Tarrés, era «un sistema socialmente bastante abierto y participativo»[38].

Con estas interpretaciones de la historia catalana, sostenidas actualmente por muchos historiadores[39], se trata de poner de manifiesto que de no haber existido la interferencia borbónica se hubiera mantenido esa dirección política parlamentarista, que hubiera conducido a la formación de un estado moderno como ocurrió, sin traumas, en Inglaterra.

El planteamiento es muy atractivo, pero vuelve a componerse de elementos contrafactuales porque no fue dicho resultado político el que se alcanzó en Cataluña y no es probable que el parlamentarismo democrático se impusiera por la mera fuerza de la tradición.

La cuestión de si ha existido una tendencia a la continuación de las instituciones tradicionales que nacieron en la Baja Edad Media y sirvieron de base a los modernos sistemas políticos fue estudiada por Pokock[40], quien propuso conclusiones que hoy comparten muchos estudiosos. La mentalidad common law dista de ser una pasión de Edward Coke[41] referida a Inglaterra, sino que es un fenómeno bastante extendido en toda Europa, que tiene que ver con la conservación de los elementos caracterizadores de la Ancient Constitution.

La idea de que las soluciones parlamentarias, como alternativa al absolutismo, se pueden imponer por la sola fuerza de la historia, sin necesidad de revoluciones ni violencia, procede de la interpretación más extendida de lo que ocurrió en Inglaterra en 1688. El recordatorio de las diferencias de opinión establecidas sobre dicha interpretación se ha centrado en si las prácticas parlamentarias existentes desde la Baja Edad Media podrían haber tenido continuidad, caso de no haber sido interrumpidas por las guerras, como ocurrió en Cataluña, o las revoluciones como pasó en Francia, hasta transformarse naturalmente en un parlamentarismo democrático.

Steve Pincus[42] ha demostrado que el relato clásico, seguido normalmente por los pensadores políticos e historiadores, de que la Revolución de 1688-1689 consistió en la defensa por los ingleses de su forma particular de vida, anclada en prácticas de gobierno que el rey Jacobo II insistió en desconocer, no está bien fundado. Desde su posición de católico, Jacobo II incitó la derogación de las leyes dictadas en Inglaterra y provocó por ello reacciones colectivas del episcopado. A la llegada de Guillermo III de Orange, invitado por los ingleses, Jacobo huyó a Francia y sus ejércitos se retiraron y dispersaron momentáneamente. La sustitución de Jacobo por Guillermo y María se justificó porque los nuevos monarcas publicaron el Bill of Rights, en el que, además de relacionarse las vulneraciones de las leyes inglesas cometidas por Jacobo, se insistió en el poder limitado de los reyes ingleses.

De esta manera tan simple la Gloriosa Revolución cambió el Estado inglés asentando la soberanía del Parlamento. La difusión de la idea de que la Gloriosa lo único que había hecho es eliminar obstáculos sobrevenidos al ejercicio de las viejas libertades, y al cumplimiento de las constituciones inglesas, se debe a la formidable influencia de la obra de Thomas Babington Macauly, que expuso justamente ese punto de vista en su History of England publicada a mediados del siglo XIX[43]. La Revolución, para Macauly, no fue realmente revolucionaria si se la compara con otras posteriores que fueron cruentas e imprudentes. La inglesa fue incruenta, aristocrática, tranquila y consensuada. Frente a los turbulentos vaivenes a que se verían sometidos los pueblos europeos, la Gloriosa se correspondió muy exactamente con el espíritu inglés. Se reponía una monarquía limitada que respetaba la libertad popular expresada en el Parlamento.

Jacobo II había intentado establecer un modelo político que conducía al Estado absolutista, imitando la solución implantada en Francia por Luis XIV. Todo ello requería reformas profundas. Los oponentes a Jacobo también deseaban una modernización del Estado, pero sobre otras bases. No eran reaccionarios sino revolucionarios, y fueron capaces, porque las circunstancias económicas y políticas se lo permitieron, de crear un Estado inglés muy distinto del absolutista. Los líderes políticos que se enfrentaron en 1688 no eran unos moderados y otros partidarios de la sociedad tradicional, sino que todos ellos, cualquiera que fuese la corriente ideológica en que se alinearon, fueron modernizadores. Esto significa no sólo que aspiraban a centralizar y burocratizar la autoridad política, transformar y profesionalizar el ejército, intervenir en los asuntos sociales, etc., sino que propiciaron una ruptura ideológica con el pasado.

Durante generaciones los escritores ingleses, y en general toda la sociedad inglesa, han considerado mayoritariamente que la Gloriosa Revolución de 1688-1689 se limitó a reponer en su sitio las instituciones del pasado, evitando limitaciones a la autoridad del Parlamento y garantizando las libertades de los ciudadanos[44]. Dadas sus características según estas tesis, no sólo no sirvió de modelo para ninguna otra revolución, sino más bien de vivo contraste con lo ocurrido posteriormente, sobre todo en Francia. Pero la historia política de Inglaterra muestra que hubo épocas en que esta interpretación de su Revolución, que resaltaba su singularidad como característica de la excepcionalidad de los ingleses, fue acompañada de versiones que aceptaban que hubo una acción de resistencia persistente del pueblo con reclamaciones a favor de la soberanía popular y en contra del absolutismo del monarca[45].

El contraste entre las dos versiones de la significación de la Revolución de 1688 se presenta de modo muy expresivo en las obras de Richard Price y de Edmund Burke. El primero era un célebre clérigo partidario de la Revolución americana, muy famoso en el siglo XVIII. Un sermón («Discurso sobre el amor a nuestro país»), que pronunció en la iglesia de Old Jewry, se convirtió en una obra muy difundida que leyó un gran número de ingleses. Price explicaba lo ocurrido en 1688 de esta manera: «Por medio de una victoria incruenta, se rompieron los grilletes para los que el despotismo llevaba mucho tiempo preparándonos, los derechos del pueblo quedaron asegurados, se expulsó a un tirano y se nombró en su lugar a un soberano de nuestra propia elección. Se dio seguridad a nuestra propiedad y se emanciparon nuestras conciencias…». Y así continuaba, haciendo relación de las libertades conquistadas[46].

Frente a su opinión, la de Burke, un autor mucho más leído e influyente. Comparando la Revolución francesa con la inglesa, escribió sus Reflections on the Revolution in France. Deploraba lo ocurrido en Francia. Y, en relación con Inglaterra opinaba, frente a Price, que no hubo ninguna innovación revolucionaria sino la prudente restauración del antiguo orden. No surgió, según Burke, ninguna idea nueva en 1688. Sus puntos de vista al respecto eran concluyentes: «Se hizo la Revolución para preservar nuestras antiguas e indiscutibles leyes y libertades, así como esa antigua constitución gubernamental que es nuestra única garantía de ley y libertad…». Y se extendía insistiendo, una y otra vez, en que debía llenar de horror a cualquier inglés la sola idea de un cambio de la forma de gobierno que acabase con «cuanto poseemos como herencia de nuestros antepasados»[47].

La extensa y documentada exposición del antes citado Steve Pincus ha venido a demostrar, creo que definitivamente, que también la inglesa fue una revolución moderna, que implicó resistencia, cambio e innovación, y que jamás el régimen parlamentario inglés habría surgido por el simple impulso de la tradición, por el milagro de respetar las costumbres y los viejos privilegios.

Cataluña hubiera necesitado una revolución, como la que tuvo lugar en Inglaterra en 1688, para que las primitivas instituciones con que contaba hubieran podido servir de base a un parlamentarismo democrático capaz de modernizar el país. Esa transformación nunca resultaría simplemente del mantenimiento de las tradiciones medievales. Las investigaciones sobre lo sucedido en Inglaterra han despejado cualquier duda a este respecto. No habría sido suficiente con que el pretendiente Carlos III hubiera ganado la guerra y proclamado la consagración de aquellas. Pero Cataluña se vio envuelta en un conflicto sucesorio que terminó cancelando su primitivo parlamentarismo y entregando la tarea de modernizar la gobernación del territorio a un monarca absoluto. Ocurrió después algo parecido a lo que habría pasado en Inglaterra si Jacobo II no hubiera sido destronado.

Más allá de estas conclusiones sobre lo realmente ocurrido reside la añoranza y la falsificación o invención de la historia.