7
El desfiladero del demonio
Apresuraron el paso por las calles de Talis, desiertas ahora, pues al parecer también en Bern, lo mismo que en Isternes, era costumbre regalarse en la mesa y dormir inmediatamente después de la puesta de sol. La gran puerta de la ciudad tenía echado el cerrojo, y la guardia se había ido. La muchacha de tez azul y su galán se detuvieron desalentados, pero Aeriel siguió contra su voluntad, a remolque de la Bestia.
La garza desplegó sus alas, en el puño del báculo, y lanzó un grito claro y penetrante. El descomunal cerrojo que aseguraba la doble puerta de madera —demasiado pesado, a todas luces, para haberlo podido mover ellos solos—, se soltó y descorrió de pronto por sí mismo. Las puertas de la ciudad se abrieron de par en par.
A Aeriel no le quedó tiempo siquiera para tomar aliento, pues nuevamente tiraba la gárgola de ella. Ya fuera, no obstante, se detuvo y se dirigió a la garza del puño de su bordón.
—¿Cómo lo has conseguido?
La garza se encogió de hombros. Su aspecto era todavía claro y plumoso, aún no se había convertido de nuevo en madera.
—Soy una mensajera. Los antiguos me hicieron para viajar sin obstáculo que me lo impidiera… De modo que soy capaz de abrir puertas.
Aeriel hizo intención de decir algo más, pero la garza le echó una mirada significativa.
—Pero es fatigosísimo. Y este es un nidal excelente, vive el cielo. Tengo que dormir.
Metió el pico bajo el ala, cerró el ojo y se fundió de nuevo con la madera recia y oscura. Aeriel oyó a Nat y a Galnor pararse a su lado.
—Sí que eres una hechicera —dijo una voz de hombre.
Aeriel se volvió, sorprendida, y en seguida vio que no era ningún desconocido el que hablaba, sino Galnor. Nat estaba apretada a su costado, mirando sin pestañear a Aeriel. Aeriel movió la cabeza.
—Yo creía que no hablabas.
Galnor la miró a los ojos.
—Hablo cuando hace falta —y apartó la vista, fijándola en la carretera. Las puertas estaban cerrándose tras ellos—. No debemos demorarnos aquí.
Y con esto pasó delante de ella y de la gárgola, llevando aún enlazada a Nat. La muchacha de la tez azul miró hacia atrás. Aeriel oyó el topetazo de las puertas al cerrarse y el chirriar del cerrojo al correrse de nuevo. Galnor y Nat estaban ya a seis palos carretera arriba. Aeriel tomó a la gárgola por el collar y los siguieron.
La carretera subía en empinada cuesta por la montaña, entre espeso arbolado que se extendía a un lado y a otro. La gárgola trotaba delante de ellos con sus patas fantásticamente articuladas, abiertas las fauces, jadeando. Nat, pasado un rato, cobró valor y volvió atrás para caminar al lado de Aeriel.
—Esa chica —se aventuró a decir—, la de tu relato del mesón… Eras tú.
Aeriel la miró, sorprendida. Luego asintió con la cabeza.
—Hace un año, medio año, sí, era yo.
La muchacha de piel azulada bajó la vista.
—¿Y al final qué pasó? —preguntó—. Al ángel oscuro.
—Yo lo vencí —respondió Aeriel—, con el cáliz mágico y… y rescaté a un príncipe que era su prisionero —apartó la mirada, con la amargura del fracaso al pensar en Irrylath—. O creí rescatarle.
Nat no dijo nada más. Prosiguieron la subida.
Poco después habló Galnor.
—Nos van a seguir muy de firme al principio, me figuro yo. Pero cuanto más nos adentremos en las montañas, más reacios se mostrarán a perseguirnos.
Aeriel volvió hacia él la mirada, pero el joven pasaba ya adelante a grandes pasos.
—Habrá entrado más la noche —dijo Nat—, y estaremos más cerca de los bosques de las apariciones.
—¿Qué sitio es ese?
—Un sitio espantoso —repuso Nat—, que rodea el desfiladero del Demonio, por donde se va a Zambul. De año en año, dicen, va ganando terreno poco a poco sobre el resto de Bern, hasta que un día termine por cubrirlo todo. Nadie está dispuesto a ir allí, ni siquiera de día, porque es donde viven las apariciones nocturnas.
—¿Apariciones nocturnas? —murmuró Aeriel.
—Espantos del Averno —respondió Galnor, mirando por encima del hombro—. Seres espectrales, horripilantes, que vagaban por los bosques mucho antes de que esa bestia diurna tuya apareciese —dio un bufido, frotándose los brazos frioleros—. Nadie que no esté desesperado viaja por esta carretera después de hacerse de noche.
Se interrumpió bruscamente, echando una mirada a Nat. Aeriel la vio que temblaba.
—Nosotros las vimos en una ocasión —susurró la muchacha—, hace casi dos años. Yo me disloqué un tobillo en los bosques, muy avanzada ya una tarde, a no muchas horas de la noche. Y nadie de mi pueblo quiso salir a buscarme.
Alzó la vista entonces, posando los ojos de nuevo en los de Galnor.
—Sólo el leñador, que apenas si me había dirigido nunca la palabra, pero que en cierta ocasión me enseñó algunos juegos de manos, cogió una antorcha y salió en mi busca. Atrancaron tras él las puertas del pueblo.
Fijó en Aeriel la mirada.
—Desde aquel día llevamos juntos por los caminos. Una vez que me hubo encontrado, encendimos fuego para mantenernos a salvo hasta que llegó la mañana, aunque a punto estuvimos de morirnos de hambre. Pero desde aquella vez no ha habido ni un solo anochecer que no nos encuentre al abrigo de pueblo o posada.
—Hasta hoy —dijo Aeriel.
Nat bajó la vista, acariciando el puñal que llevaba al cinto. Aeriel guardó silencio un rato.
—¿Qué es el desfiladero del demonio? —preguntó al fin.
—El único paso para llegar a Zambul —repuso Galnor—. Esta carretera conduce a él. Un demonio alado ha sentado sus reales en el desfiladero, un raptor de criaturas humanas en la noche. Rehuye toda luz excepto la de Oceanus y la de las estrellas.
Aeriel sintió helársele la piel.
—Un demonio alado —dijo, buscando los ojos de Galnor—. ¿Un ángel oscuro?
El otro meneó la cabeza.
—En Bern no empleamos ese término.
—¿Qué hace con los que rapta? —volvió a la carga—. ¿Se les bebe la sangre o el alma?
El otro se encogió de hombros.
—Nadie lo sabe. No se les vuelve a ver. Algunos dicen que se convierten en apariciones nocturnas. Antes de que él llegara, no las había.
—Ese demonio —insistió Aeriel—, ¿es hijo de una sirena?
—Lo único que sé —repuso Galnor—, es que se apareció por primera vez en tiempos de mi abuela. Ella y los suyos vinieron de Zambul no mucho antes de que se estableciera él en las inmediaciones del desfiladero. Dicen que derrocó a la Loba Oscura, que era la guardiana de Bern.
—La Loba Oscura —susurró Aeriel; se le aceleró la respiración—. Háblame de ella. ¿Sabes adónde se ha ido?
Galnor suspiró.
—Yo no sé de ella nada más que lo que contaba mi abuela: cuando era guardiana de Bern, no había demonio ni apariciones. Nadie temía los bosques de noche ni las carreteras de día. No había ladrones, pues Pernlyn los perseguía y ahuyentaba. Cuando los caminantes oían el largo aullido de la Loba, sonreían y lo tomaban por buen agüero.
—¿Y así es como la llamaban, Pernlyn? —musitó Aeriel—. El torrero le dio el nombre de Bernalon.
Galnor miró hacia atrás y se encogió de hombros.
—Algo por el estilo. No me acuerdo.
Aeriel apartó la mirada y dio unos cuantos pasos en silencio, luego reaccionó y buscó de nuevo los ojos de Galnor.
—Pero si esta carretera va por los bosques de las apariciones —dijo—, y al desfiladero del demonio, ¿no sería mejor tomar otro camino?
El joven se echó a reír.
—No hay otro camino.
—Los bosques, entonces.
—Estamos demasiado cerca de la ciudad. Los ladrones conocen bien estos bosques. No tardarán en encontrarnos. Lo único que nos queda es huir y esperar que desistan antes de que lleguemos al desfiladero.
Miró Aeriel a su alrededor los oscuros y retorcidos árboles.
—Por ahora —decía Galnor—, la carretera es bastante segura. Y los bosques pronto estarán llenos de fantasmas.
La carretera serpenteaba montaña arriba. Sobre sus cabezas, el cielo era una franja negra salpicada de estrellas, de un negro más intenso cuanto más subían. Habían perdido ya de vista Talis y el Gran Mar luminiscente, atrás en la distancia.
Los árboles crecían más enmarañados; la noche se tornaba más silenciosa. Grisela no caminaba ya delante, se mantenía siempre junto a ellos. Acamparon después de mucho tiempo de andar sin descanso. Aeriel no supo calcular cuánto había transcurrido de la noche, pues no había horizonte contra el que medir el movimiento de las estrellas. Oceanus estaba bajo; sólo tenía ocasionales vislumbres de él entre los árboles.
No tenían fuego ni nada con lo que encenderlo. Galnor se maldijo por no habérsele ocurrido traer una antorcha del mesón. Se acomodaron juntos en un sitio ancho de la carretera y echaron suertes a ver a quién le tocaba la primera guardia.
Le tocó a Galnor. Aeriel y Nat se tendieron y durmieron. Al cabo de un tiempo, que se hizo cortísimo, Galnor la zarandeó. Aeriel se incorporó y quedó sentada junto a la gárgola, acariciándole la estropajosa pelambre.
El silencio era absoluto, salvo su propia respiración casi inaudible. De cuando en cuando, algún crujido en el bosque. No hacía viento. Nat dormía arrebujada en los brazos de Galnor. Aeriel sintió una punzada de nostalgia y frustración, incluso un poquitín de envidia al verlos. He sido esposa durante cuatro días-meses, pensó, y no he dormido nunca en brazos de nadie.
Excepto en los de Bomba. Dejó vagar la mirada por la oscuridad. Cuando era muy pequeña, una niña en casa del síndico de Terrain, y me agitaba y chillaba en la cama asustada por las pesadillas, entonces dormía en brazos de mi vieja niñera Bomba.
Durante un momento, Aeriel reclinó los ojos cerrados en el recio pelaje de Grisela. No tengo esposo ni familia, pensó, y estoy totalmente sola en el mundo. Pero en seguida reaccionó, levantando la cabeza, y se esforzó por desechar su inútil sentimiento de desesperación.
Permaneció así en vela hasta que estimó transcurridas tres o cuatro horas. Entonces despertó a Nat, se acostó y cayó en un profundo sueño. Se despertó con fuerte sobresalto, al poco tiempo. Nat la zarandeaba:
—¡Eh…, despierta!
Aeriel se incorporó aturdida, medio dormida aún. Todavía le pesaba la fatiga en el cuerpo. Nat había espabilado también a Galnor, que estaba ya de pie junto a la linde del bosque. La gárgola estaba a su lado, enseñando los dientes. Nat señaló con el dedo.
—Apariciones nocturnas.
Dos formas pálidas acechaban medio escondidas entre los árboles. Una se mantenía erguida, con figura casi humana; la otra, en cuatro patas, blanca y lampiña, levantaba el hocico venteando. Huesos… eran todo huesos de catadura extraña, bajo un pellejo fino como papel. Nat sacó un puñal del cinto. Galnor echó mano a una piedra del camino y se la arrojó.
—No malgastes un puñal —dijo.
La pareja se asustó y se desvaneció como humo entre los árboles. Aeriel captó entonces una vaharada de algo que olía como a lejía. Observó que donde habían estado aquellos dos la tierra aparecía pelada; la capa vegetal, muerta.
—Vámonos de aquí —dijo Galnor.
Se mantenían de bayas y manzanas silvestres. Oceanus y las pálidas estrellas daban algo de luz. Galnor arrancaba la corteza interior de algunos árboles, que era correosa y tenía un gusto como a queso. La gárgola no comía nada. Galnor rajaba calabazas maduras que suplían el agua. No pasaron por ningún río ni arroyo.
Cuanto más ascendían por las montañas, más pálidas y esqueléticas figuras se les aparecían. Algunas seguían a los viajeros un trecho de camino; otras, meramente se paraban y miraban. Al principio Nat y Galnor tiraban piedras a todas las que veían, pero pronto se hicieron tan frecuentes y tan abundantes que no era cosa de pasarse el tiempo intentando ahuyentarlas. Al final Aeriel acabó por olvidarse de ellas y se preguntaba qué temían los viajeros en aquellas apariciones, ya que nunca se acercaban.
Fue durante su quinta acampada cuando despertó con sobresalto de un profundo sueño. La gárgola, a su lado, se había puesto precipitadamente en pie. Aeriel se dio la vuelta, parpadeando, todavía medio dormida, y vio a Nat, frente a ella, que había dado una cabezada en su turno de guardia. Una figura fantasmal, blanca, agazapada detrás de la muchacha, alargaba su manecita, horriblemente escuálida, hasta tocar a Nat en la mejilla.
La gárgola gruñía con ferocidad. Aeriel saltó, dando un grito, y arrojó su bastón, pero la figura lo esquivó agachándose. Inexplicablemente, pareció desplomarse como un montón de huesos. Sin saber cómo, se escabulló; los árboles se la tragaron, y su prolongado y tenue gemido se perdió en el aire. Grisela se abalanzó en su persecución. Nat lanzó un grito, despierta ya, llevándose la mano a la mejilla.
—Me ha tocado —chilló.
Galnor se arrodilló a su lado, le tomó el rostro en sus manos. Aeriel vio sangre. El mancebo estaba temblando. La voz le temblaba también:
—Podía haberte matado —gritó.
Nat prorrumpió en llanto.
—Estaba tan cansada. Me quedé dormida sin querer.
Galnor la tomó en sus brazos y se levantó, llevándola como a una niña.
—Pararemos más a menudo —dijo.
Levantaron la acampada. El turno de guardia de Nat había sido el último. Y se esforzaron de nuevo, carretera adelante, Nat dormitando en brazos de Galnor.
—Quería tomar algo de mí —murmuró—. El flujo de sangre no cesa.
Aeriel recordó la cera de ballena que llevaba y lo que le había dicho la posadera. Arrancó un trocito del terrón que guardaba en el paquete y, desmenuzándolo, lo espolvoreó sobre la pequeña roncha de la mejilla de Nat. La piel allí estaba gris, aparentemente intacta, pero rezumando sangre.
—Mejor —musitó Nat, dejándose arrastrar de nuevo por el sueño—. Ahora no duele.
Cuando más tarde despertó, la hemorragia se había detenido. Galnor la puso de pie en el suelo. No mucho tiempo después se reunió la gárgola con ellos.
Traía las fauces manchadas de algo que parecía harina de huesos y se le apreciaban arañazos en un costado, pero daban la impresión de ser muy leves y no sangraban.
Menos de doce horas después, descubrió Aeriel las primeras señales de persecución.
Estaban ya muy dentro de los montes cubiertos de bosque. Se habían detenido en la mitad de una pendiente extraordinariamente abrupta, extenuados. A través de un hueco entre los árboles, Aeriel distinguió un rosario de luces serpenteando por el camino que ellos habían recorrido poco antes: alfileretazos de rojo vivo entre los árboles negros y lejanos. Galnor asintió con un gesto.
—Como yo me temía. Los bandidos de Arl vienen por su Bestia.
Apresuraron el paso de inmediato, aunque a Aeriel le dolían tanto las piernas como no recordaba que le hubieran dolido en su vida. A su alrededor, los árboles eran ahora achaparrados y rugosos; algunos, cubiertos por escaso follaje. Más tarde se cruzaron con muchos sin una sola hoja. La comida se iba haciendo más escasa, y las apariciones nocturnas más audaces. Luego empezaron a escasear los árboles mismos, hasta que, entre sus acampadas novena y undécima, la carretera discurría en su mayor parte sin árboles, con sólo algún matorral que otro.
Tanto se había enrarecido el aire a tal altura, que el son de sus voces, cada vez más atenuado, no era ya ni leve susurro, sino prácticamente nada, articulación muda. La noche se había puesto muy fría. Nat y Galnor caminaban envueltos en una sola capa. Aeriel abrigó al pequeño polvolangostín en un pliegue interior de su ropa y se ató firmemente a los brazos las anchas mangas de su manto de viaje.
Sólo a la gárgola parecía no afectarle aquello. Su rara, entrecortada voz se mantenía como antes. El animalucho gris no temblaba de frío. La noche hacíase aún más negra, las estrellas de un blancor más vivo. Volvía Oceanus a dejarse ver en el cielo, azul pálido y fulgente, ahora que los bosques embrujados quedaban atrás. Pero siempre, cuando miraban a su espalda, distinguía Aeriel el rosario de hachones rojos, y Galnor juraba y maldecía.
—¿Están locos? ¡No van a cejar hasta que nos hayan metido entre los dientes el mismísimo demonio!
Andaban con cien ojos, vigilando el camino delante de ellos con no menor atención que detrás, pero al menos las apariciones nocturnas parecían haberse desvanecido. Aeriel se preguntó si encontrarían la luz de Oceanus difícil de soportar.
Las antorchas de los bandidos ganaban terreno constantemente, hasta que al fin su lumbre —amortiguada y azul ahora con la tenuidad del aire— brillaba a una hora escasa de distancia tras ellos. Aeriel podía ver a sus perseguidores muy claramente a la luz de las estrellas.
Galnor se detuvo, sólo un momento, señalando hacia arriba.
—El desfiladero del demonio.
Aeriel divisó la brecha entre los picos. Se le puso la carne de gallina. Un ángel oscuro aguardaba allí. Nat se agarró con fuerza a la mano de Galnor. El propio joven mostraba un ceño sombrío y contrariado. La carretera iba derecha y sin escapatoria posible: las laderas alzábanse ahora demasiado escarpadas para permitirles la huida a un lado o a otro.
Aeriel y sus acompañantes emprendieron la subida al desfiladero. Abajo, las antorchas de los bandidos seguían ganando terreno. Galnor y Nat, jadeantes, se valían de las manos para ayudarse a trepar. Aeriel empuñaba el bordón en una mano y llegaba el collar de la gárgola con la otra. Allá arriba, en la boca del desfiladero, divisó un edificio de piedra. Galnor hizo un gesto de asentimiento.
—En tiempos era… la guarnición y la casa de peaje —dijo—. Ahora… el único que reside ahí es el demonio.
Rio ceñudamente, sin aliento. Las estrellas lucían lo alto como minúsculos soles. Se había enrarecido tanto la atmósfera que Aeriel sólo conseguía avanzar muy despacio. La gárgola levantó el hocico y Los bandidos abajo cantaban y gritaban, con la rara embriaguez de la altitud. Eran habitantes del litoral, mientras que Aeriel se había criado en las escarpas de Terrain. Sentía opresión en el pecho, eso sí, y el corazón enorme y transido por el esfuerzo, pero no ese alegre atontamiento que motiva la altura.
Galnor y Nat forcejeaban delante de ella.
Aeriel distinguió algo, un súbito relumbre de la luz de las estrellas. Sobre el tejado de la casa de peaje apareció una figura. Llevaba vestiduras claras, y una capa negra le caía hacia atrás desde los hombros. Nat abrió la boca en una exclamación muda y se agazapó tras el reborde de un peñasco a la vera del camino. Galnor la imitó. La gárgola temblaba; un rugido sordo amagaba en su garganta.
Pero Aeriel no pudo resistir la tentación de mirar y mirar. Un sopor extraño le insensibilizó la epidermis. Sentía como si se hubiera convertido en piedra.
La incredulidad la anonadaba: no era él. No podía ser él. Le había derrocado ella misma en Avaric… a aquel otro ángel oscuro. Daba la impresión de que iba a permanecer en mitad de la calzada mirando sin pestañear a aquella figura tan conocida hasta desmoronarse transformada en polvo.
Sólo cuando Galnor la agarró del brazo y la arrastró con brusquedad bajo la sombra de la cornisa, se dio cuenta Aeriel de que la figura encaramada en el tejado de la guarnición no era la misma, sino tan sólo parecida a la que ella conociera. Bien agachada en su refugio y boqueando para recobrar el aliento, lo examinó ahora detenidamente.
Vio que su ropaje no era como el de Avaric. Sólo sus alas negras, que caían como una capa gruesa y oscura, eran idénticas: enormes y tenebrosas. No reflejaban el más mínimo destello de luz estelar. Su negror era más intenso que el del cielo de la noche.
El ángel oscuro ahuecó sus doce alas.
No los miraba a ella y a sus compañeros. Aeriel lo advirtió de inmediato. Tenía la vista tendida más allá, fija en las antorchas que lucían más abajo en la ladera, protegiéndose los ojos con la mano de su débil resplandor. El liviano reír y gritar de los bandidos continuaba. No habían visto al ícaro.
Aeriel se mantenía a la expectativa, sujetando a la gárgola, haciéndola callar. La bestia gris forcejeaba como si rabiara por abalanzarse pendiente arriba contra el demonio del desfiladero. Nat y Galnor estaban apretados tras del peñasco, las cabezas gachas. De repente, el vampiro se contrajo y levantó el vuelo.
Lanzó un grito, extrañamente parecido al de un ave. Un grito inhumano. Los ecos rebotaron de risco en risco por toda la montaña. Abajo, los bandidos habían levantado la vista. Sus risas cesaron. Algunos de ellos chillaban. Aeriel sintió el viento del ángel oscuro al pasar: un furor de alas oscuras batiendo violentamente el aire. Allá abajo, los bandidos se aprestaban a sacar sus armas.
—¡No le miréis a los ojos! —oyó gritar al jefe de los bandidos.
El vampiro se caló como un ave de presa. Aeriel sintió que una mano la asía por el brazo y tiraba de ella. Por un momento se resistió, confusa: el ángel oscuro estaba más abajo, no había cerca en ningún sitio…, hasta que oyó a Galnor que le decía al oído:
—¡Al desfiladero! ¡Aprisa…, ya!
Salieron a trompicones del abrigo de las peñas, a la carretera de nuevo: Nat, delante, corriendo a la desesperada; luego, Galnor. Aeriel siguió en pos. La gárgola todavía forcejeaba por lanzarse contra el ícaro, pero Aeriel la dominaba y retenía. Transpusieron la casa de peaje y penetraron en el desfiladero.
Mirando atrás, Aeriel vio a dos de los bandidos arrojar sus antorchas y retroceder. Las azuladas luminarias se apagaban con las ráfagas de las alas del vampiro. El ángel oscuro se batió veloz, hizo una finta y luego agarró a uno de los ladrones por la muñeca, desarmándolo. Finalmente, levantó por los aires al individuo desarmado. Aeriel gritó, deteniéndose. Los bandidos que habían retrocedido se precipitaban ahora hacia delante; en los aceros de sus armas destellaba la luz de las estrellas. El vampiro se cernía sobre ellos, volando así a su alcance, como si se burlara. Era su capitán el que había capturado.
Galnor volvió a tomar a Aeriel por el brazo.
—Eh —dijo casi sin voz—, vamos adelante mientras podamos.
—Pero el jefe de los bandidos —clamó Aeriel.
—¡Está perdido! —gritó Galnor.
Tenía en la mano el bordón de ella. Aeriel miró la madera oscura en la mano ajena. Debía de habérsele caído. ¿Cuándo? Se dio cuenta de que ahora empleaba las dos manos en sus esfuerzos por refrenar a la gárgola. El duro collar metálico le había cortado los dedos hasta hacerlos sangrar. Y Galnor le lastimaba el brazo que le tenía cogido.
Allá abajo, el bandido presa del vampiro se sacó del cinto una hoja de acero corta y corva y la hundió en el hombro del ícaro. El vampiro ni se dio por enterado de la lesión, apenas pareció sentir el arma. De la herida no brotó ni gota de sangre. Entonces el ángel oscuro hundió los dientes en el cuello del capitán de los bandidos.
Aeriel chilló, se quedó parada chillando. Luego echó a andar a trompicones, arrastrada por el ímpetu de la gárgola, que le hizo perder el equilibrio. Su collar se le escapó de la mano y, gracias a que Galnor le tenía asido el brazo, no cayó de bruces al suelo.
El mancebo se la llevó consigo a tirón limpio, enfilando el rocoso y angosto desfiladero.
De nuevo dio voces, esta vez llamando a la gárgola, y la vio refrenarse y echarle una mirada hacia atrás por encima del hombro. Más allá, el bandido colgaba, bamboleante y fláccido, en las garras del ángel oscuro. Con un tremendo alarido, la gárgola saltó y se precipitó hacia el ícaro y su víctima, montaña abajo.
Aeriel los perdió de vista. La embocadura de la escarpada garganta le ocultaba el panorama. Oyó gritos, el furioso parloteo de Grisela, el inhumano alarido del ícaro. Aeriel se estremeció, dio media vuelta y siguió corriendo ciegamente junto a Galnor, sin atreverse ya a mirar atrás.
El camino era muy estrecho, pedregoso, con altos paredones cortados a pico a un lado y a otro. Aeriel apenas veía nada, tan tenebrosa se había tornado la noche y tan escasa la luz de las estrellas a pesar de la extraordinaria tenuidad del aire. Luego el desfiladero se abrió entre ellos y la carretera empezó de pronto a bajar. Se precipitaron como por un tobogán, sin mirar mucho dónde ponían los pies, con riesgo de romperse la crisma. Corrieron y corrieron hasta no poder más.
Orilla del camino crecían arbustos y matorrales. No presentaban el atormentado aspecto de los de Bern. Estos arbustos tenían hojas y algunos frutos. Finalmente, Nat se dejó caer al suelo, jadeando al límite de sus fuerzas. Galnor se arrodilló a su lado, tan poco firmes ya las piernas como las de ella. La propia Aeriel no podía apenas hablar, del tremendo agotamiento.
Al poco rato la gárgola se unió de nuevo a ellos, galopando por la cuesta abajo sin muestras de sofoco, como si tal cosa. Le habían arrancado puñados de crin de los hombros, y de sus mandíbulas colgaba una hilacha de paño gris mate. Cuando Aeriel se lo quitó de entre los dientes, le quemó los dedos: frío como el hielo.
Dejaron que la gárgola vigilara y se entregaron al sueño los tres. Fue bastante más tarde, una vez que hubieron caminado y comido, hacia el final de su segunda marcha desde que salieron del desfiladero, cuando se levantó Solstar sobre el horizonte, derramando su blanca luz sobre los collados. Nat señaló un pueblo allá abajo.
Hasta que llegaron a él y pararon entre lugareños con tez de un verde pálido, como la de Galnor, y cabello verdeamarillento, también como el de Galnor, no se percató Aeriel de que por fin habían dejado Bern atrás y se encontraban en Zambul.