En Nueva York, el editor Jonas Faukman se despertó al oír el teléfono del despacho de su casa. Se dio la vuelta y consultó la hora: las 4.28 de la madrugada.
En el mundo editorial, las emergencias nocturnas eran tan extrañas como un éxito de la noche a la mañana. Molesto, Faukman se levantó de la cama y corrió hacia su despacho.
—¿Hola? —La profunda voz de barítono que se oía al otro lado de la línea le resultó familiar—. Jonas, gracias a Dios que estás en casa. Soy Robert, espero no haberte despertado.
—¡Claro que me has despertado! ¡Son las cuatro de la madrugada!
—Lo siento, estoy fuera de casa.
«¿Es que en Harvard no enseñan las zonas horarias?».
—Tengo un problema, Jonas, y necesito un favor. —Langdon parecía tenso—. Relacionado con tu tarjeta NetJets.
—¿NetJets? —Faukman se rió, incrédulo—. Robert, trabajo en el mundo editorial. No tenemos acceso a aviones privados.
—Ambos sabemos que eso es mentira, amigo mío.
Faukman suspiró.
—Está bien, deja que reformule eso. No tenemos acceso a aviones privados para autores de libros sobre historia religiosa. Aunque si estás pensando en escribir Cincuenta sombras de la iconografía podríamos hablarlo.
—Jonas, cueste lo que cueste el vuelo, te lo devolveré, tienes mi palabra. ¿Acaso he faltado alguna vez a ella?
«¿Aparte de retrasarte tres años en la entrega de tu último libro?», pensó Faukman, pero podía advertir la urgencia del tono de voz de su amigo.
—Dime qué está pasando. Intentaré ayudarte.
—No tengo tiempo de explicártelo, pero necesito que hagas esto por mí. Es cuestión de vida o muerte.
Faukman había trabajado con Langdon el tiempo suficiente para estar familiarizado con su irónico sentido del humor. En ese momento, sin embargo, en su tono de voz no había rastro alguno de humor. «Está hablando completamente en serio. —Jonas suspiró y tomó una decisión—. Mi director financiero me va a matar». Treinta segundos después, Faukman había anotado los detalles del vuelo que había solicitado Langdon.
—¿Algún problema? —preguntó Langdon. Había advertido cierta vacilación y sorpresa en su editor al oír los detalles.
—Sí, es que creía que estabas en Estados Unidos —dijo Faukman—. Me sorprende que estés en Italia.
—A mí también —dijo Langdon—. Gracias de nuevo, Jonas. Ahora mismo voy al aeropuerto.
El centro de operaciones de NetJets se encontraba en Columbus, Ohio, y contaba con personal de guardia las veinticuatro horas del día. La operadora Deb Kier acababa de recibir la llamada de un miembro de una empresa copropietaria de Nueva York.
—Un momento, señor —dijo mientras se ajustaba los auriculares y tecleaba algo en su computador—. Técnicamente, este vuelo debería coordinarlo nuestra filial europea, pero puedo encargarme yo. —Accedió al sistema europeo de NetJets, cuya central estaba en Paço de Arcos, Portugal, y comprobó la localización actual de sus aviones en Italia.
—Muy bien, señor —dijo—, parece que en Mónaco tenemos un Citation Excel que puede estar en Florencia en menos de una hora. ¿Le iría eso bien al señor Langdon?
—Esperemos que sí —respondió el editor en un tono de voz cansado y un poco molesto—. Se lo agradezco.
—No hay de qué —dijo Deb—. ¿Y dice que el señor Langdon quiere volar a Ginebra?
—Eso parece.
Deb siguió tecleando.
—Listo —dijo finalmente—. El señor Langdon tiene confirmado un vuelo en el aeropuerto de Tassignano, en Lucca, que está a ochenta kilómetros de Florencia. El despegue es las 11.20, hora local. El señor Langdon tendrá que estar en el aeropuerto diez minutos antes. No ha solicitado transporte ni catering, y ya me ha dado su número de pasaporte, así que esto es todo. ¿Desea alguna otra cosa más?
—¿Un nuevo trabajo? —dijo, y se rió—. Gracias. Ha sido de gran ayuda.
—No hay de qué. Que pase una buena noche. —Deb terminó la llamada y se volvió hacia la pantalla para completar la reserva. Introdujo el número de pasaporte de Langdon e iba a continuar cuando, de repente, en la pantalla apareció una alerta roja. Deb leyó el mensaje y sus ojos se abrieron como platos.
«Debe de tratarse de un error».
Volvió a introducir el número de pasaporte de Langdon. La alerta parpadeante apareció de nuevo. Habría ocurrido lo mismo en cualquier ordenador del mundo en el que Langdon hubiera intentado reservar un vuelo.
Deb Kier se quedó mirando la alerta un momento, sin dar crédito. Sabía que NetJets se tomaba la privacidad de sus clientes muy en serio, pero ésa se encontraba por encima de todas las regulaciones de privacidad de su empresa.
Deb Kier llamó de inmediato a las autoridades.
El agente Brüder colgó su teléfono móvil y ordenó a sus hombres que regresaran a las furgonetas.
—Hemos localizado a Langdon —anunció—. Está a punto de tomar un avión privado con destino a Ginebra. Despega en menos de una hora del aeropuerto de Lucca, que se encuentra a ochenta kilómetros al este de Florencia. Si salimos ahora, llegaremos antes que él.
En ese mismo momento, un Fiat sedán alquilado dejaba atrás la Piazza del Duomo y se dirigía a toda velocidad hacia el norte por la Via dei Panzini, en dirección a la estación de tren de Santa Maria Novella.
En el asiento trasero viajaban Langdon y Sienna, acurrucados, mientras el doctor Ferris iba sentado adelante con el conductor. Lo de la reserva de NetJets había sido idea de Sienna. Con suerte, ese engaño les permitiría tomar un tren sin que los descubrieran, pues de otro modo la estación habría estado llena de policías. Afortunadamente, Venecia sólo estaba a dos horas en tren, y los viajes nacionales no requerían pasaporte.
Langdon se volvió hacia Sienna, que parecía estar examinando al doctor Ferris con preocupación. Estaba claro que ese hombre lo estaba pasando mal. Además del sarpullido, respiraba con dificultad, como si al hacerlo le doliera.
«Espero que tenga razón sobre lo de su enfermedad», pensó Langdon posando su mirada en el sarpullido del hombre e imaginando todos los gérmenes flotando en el interior del pequeño auto. Hasta las puntas de sus dedos estaban hinchadas y rojizas. Finalmente, Langdon apartó ese pensamiento de su cabeza y se puso a mirar por la ventanilla.
Al acercarse a la estación de tren, pasaron por delante del Grand Hotel Baglioni, que a menudo acogía eventos relacionados con una conferencia de arte a la que Langdon solía acudir todos los años. Al verlo, se dio cuenta de que estaba a punto de hacer algo que no había hecho nunca.
«Voy a irme de Florencia sin visitar el David.».
Tras disculparse en silencio con Miguel Ángel, volvió la mirada hacia la estación de tren que tenían delante y se puso a pensar en Venecia.