A pesar de ser conocido como la iglesia de Dante, el santuario de la Chiesa di Santa Margherita dei Cerchi en realidad es más una capilla que una iglesia. Este pequeño templo de una estancia está considerado entre los devotos de Dante el lugar sagrado en el que tuvieron lugar dos momentos fundamentales de la vida del gran poeta.
Según la tradición, fue en esta iglesia donde Dante vio por primera vez a los nueve años de edad a Beatrice Portinari, de quien se enamoró a primera vista y a quien siguió amando durante toda la vida. Para gran consternación del poeta, Beatrice se casó con otro y murió a los veinticuatro años.
Fue también en esta iglesia donde Dante se casó algunos años más tarde con Gemma Donati, una mujer que, según el testimonio del gran poeta Boccaccio, no estaba a la altura de Dante. A pesar de tener hijos, la pareja ofrecía escasas muestras de afecto mutuo y, tras el destierro de Dante, ninguno de los dos hizo demasiados esfuerzos para intentar volver a verse.
El verdadero amor del poeta florentino, pues, siempre fue la atormentada Beatrice Portinari, a quien apenas conoció pero cuyo recuerdo fue tan poderoso que fue capaz de inspirar sus mejores obras.
Su celebrado volumen de poesía La Vita Nuova, por ejemplo, está repleto de versos elogiosos dedicados a «la bendita Beatrice». Y en la Divina Comedia, todavía más laudatoria, su amada es nada menos que quien le guía a través del paraíso. En ambas obras el poeta demuestra lo mucho que añoraba a su inalcanzable dama.
Hoy en día, la iglesia de Dante se ha convertido en un santuario para quienes sufren mal de amores. La tumba misma de la joven Beatrice está dentro de la iglesia, y su sencillo sepulcro ha pasado a ser un destino de peregrinación tanto para los seguidores de Dante como para los amantes desconsolados.
Langdon y Sienna siguieron avanzando por las callejuelas de la vieja Florencia, algunas tan estrechas que apenas se las podía considerar poco más que pasajes peatonales. De vez en cuando aparecía un auto que intentaba abrirse paso lentamente a través de ese laberinto, lo cual obligaba a los peatones a pegarse bien a los edificios para dejarlo pasar.
—La iglesia está a la vuelta de la esquina —le dijo Langdon a Sienna. Esperaba que algún turista que estuviera dentro pudiera ayudarlos. Sabía que sus posibilidades de encontrar a un buen samaritano eran mayores ahora que Sienna le había cambiado la chaqueta por la peluca y ambos habían vuelto a adoptar su verdadera personalidad. Ya no eran un roquero y una skinhead…, sino un profesor universitario y una joven acicalada.
Langdon se sentía aliviado de volver a tener su aspecto.
Al internarse en una callejuela todavía más angosta —la Via del Presto—, Langdon comenzó a examinar las puertas una a una. La entrada de la iglesia siempre era difícil de identificar porque el edificio no era muy grande, carecía de decoración exterior y estaba encajonado entre otros dos. Era fácil pasar por delante sin reparar en él. Curiosamente, a veces era más fácil localizar esta iglesia con los oídos que con los ojos.
Una de las peculiaridades de Santa Margherita dei Cerchi era que con frecuencia albergaba conciertos, o, cuando no había ninguno programado, sonaban grabaciones de los mismos para que los visitantes pudieran disfrutar de música a cualquier hora.
Tal y como esperaba, en un momento dado Langdon comenzó a oír débiles notas de música grabada cuyo volumen fue en aumento a medida que avanzaban. La única indicación de que éste era el lugar correcto era un pequeño letrero —antítesis del reluciente cartel rojo del Museo Casa di Dante— que anunciaba humildemente que se trataba de la iglesia de Dante y Beatrice.
Al entrar en sus oscuros confines, el aire pasó a ser más fresco y la música más alta. El interior era austero y sencillo…, y más pequeño todavía de lo que Langdon recordaba. Apenas se veía un puñado de turistas que conversaban entre sí, escribían en sus diarios, permanecían sentados en silencio en los bancos disfrutando de la música o examinaban la curiosa colección de arte de la iglesia.
Salvo el retablo de Neri di Bicci dedicado a la Madonna, casi todas las obras de arte originales de la capilla habían sido reemplazadas con piezas contemporáneas que representaban a las dos celebridades por las que los visitantes iban hasta allí: Dante y Beatrice. La mayoría de los cuadros representaban la famosa escena en la que el poeta había visto a su amada por primera vez; el momento en el que, según contaba el propio Dante, cayó enamorado al instante. La calidad de las pinturas era muy diversa y, para el gusto de Langdon, en general parecían excesivamente kitsch y fuera de lugar. En una de ellas, el icónico gorro rojo con ligaduras de Dante casi parecía salido del guardarropa de Santa Claus. A pesar de todo, el tema recurrente de la ávida mirada del poeta a su amada Beatrice dejaba bien claro que se trataba de una iglesia consagrada al amor desgraciado; el no correspondido, incumplido e inalcanzable.
Langdon se volvió instintivamente hacia la izquierda y echó un vistazo a la modesta tumba de Beatrice Portinari. Era la principal razón por la que la gente visitaba esa iglesia; aunque no tanto para ver la tumba misma como por el famoso objeto que había a su lado.
«Una canasta de mimbre».
Como siempre, esa mañana se encontraba junto al sepulcro. Y, como siempre, estaba repleta de papeles doblados: cartas y notas manuscritas de los visitantes a Beatrice.
Se había convertido en algo así como la santa patrona de los amantes desgraciados y, según una larga tradición, éstos depositaban la petición manuscrita en el cesto con la esperanza de que Beatrice interviniera en nombre del poeta e hiciera que alguien les quisiera más, o les ayudara a encontrar el verdadero amor o, quizá, les diera la fortaleza necesaria para olvidar un amor que había fallecido.
Muchos años atrás, mientras se encontraba inmerso en el farragoso proceso de investigación para un libro sobre la historia del arte que iba a escribir, Langdon se detuvo en esa iglesia para dejar una nota en la canasta y pedirle a la musa de Dante no que le concediera el verdadero amor, sino parte de esa inspiración que había permitido a Dante escribir su obra maestra.
«Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos».
La primera frase de la Odisea de Homero le pareció una oración adecuada, y en su fuero interno creía que su mensaje efectivamente había suscitado la inspiración divina de Beatrice, pues al regresar a casa pudo escribir el libro con inusual facilidad.
—Scusate! —oyó que decía Sienna de repente—. Potete ascoltarmi tutti? ¿Todo el mundo?
Langdon se volvió y vio que se estaba dirigiendo a un grupo de turistas que la miraban extrañados.
Sienna les sonreía dulcemente y les preguntó en italiano si alguien tenía un ejemplar de la Divina Comedia. Después de unas cuantas miradas de desconcierto y varias negaciones con la cabeza, lo volvió a preguntar en inglés, pero el resultado fue el mismo.
Una mujer mayor que estaba barriendo el altar la hizo callar llevándose un dedo a los labios para indicarle que mantuviera silencio.
Sienna se volvió hacia Langdon con el ceño fruncido, como preguntándole: «¿Y ahora qué?».
La petición «a todas las unidades» de Sienna no era exactamente lo que Langdon había planeado, pero tampoco había contado con obtener un fracaso tan estrepitoso. En anteriores visitas, había visto a no pocos turistas leyendo la Divina Comedia en este espacio sagrado, disfrutando de una inmersión total en la experiencia de Dante.
«Hoy no».
Langdon se fijó entonces en una pareja mayor que estaba sentada en la parte delantera de la iglesia. El hombre tenía la cabeza calva inclinada hacia adelante, con la barbilla pegada al pecho. No había duda de que estaba echando una siesta. La mujer que había a su lado, en cambio, parecía bien despierta. Bajo su cabello gris se adivinaban un par de cables blancos que le colgaban de las orejas.
«Un rayo de esperanza», pensó Langdon, y enfiló el pasillo hasta llegar junto ellos. Como esperaba, los cables blancos de la mujer conducían a un iPhone que descansaba sobre su regazo. Al advertir que alguien la miraba, la mujer levantó la vista y se quitó los auriculares.
Langdon no tenía ni idea de qué idioma hablaba, pero la proliferación global de iPhones, iPods y iPads había extendido un vocabulario tan conocido universalmente como los símbolos de hombre y mujer que decoraban los baños de todo el mundo.
—¿iPhone? —preguntó Langdon, señalando el aparato.
Al instante, el rostro de la mujer se iluminó y asintió orgullosa.
—Un artilugio increíble —susurró en un inglés con acento británico—. Me lo compró mi hijo. Estoy escuchando mi correo electrónico. ¿Lo puede creer…? ¡Escuchando mi correo electrónico! Este pequeño tesoro me lo lee. Con lo mal que tengo la vista, es toda una ayuda.
—Yo también tengo uno —dijo Langdon con una sonrisa, y se sentó a su lado, con cuidado de no despertar al marido dormido—, pero anoche lo perdí.
—¡Pero qué tragedia! ¿Ha probado la función «Encuentra tu iPhone»? Mi hijo dice que…
—Fui un idiota, nunca la llegué a activar. —Langdon la miró con expresión desconsolada y, tan educadamente como pudo, le pidió el móvil—: Si no es molestia, ¿le importaría prestarme el suyo un momento? Necesito consultar una cosa en internet y sería de gran ayuda.
—¡Por supuesto! —La mujer desenchufó los auriculares del aparato y se lo ofreció—. ¡No hay ningún problema!
Langdon le dio las gracias y agarró el teléfono. Mientras ella explicaba lo mal que se sentiría si perdiera su iPhone, él abrió la ventana de búsqueda de Google y presionó el botón del micrófono. Tras oír el pitido, Langdon pronunció las palabras a buscar.
—Dante, Divina Comedia, Paradiso, canto veinticinco.
La mujer se quedó sorprendida, como si todavía no conociera esa función. Mientras esperaba que los resultados aparecieran en la pequeña pantalla, Langdon echó un vistazo a Sienna, que estaba hojeando unos folletos que había cerca de la canasta de cartas a Beatrice.
No lejos de ella, había un hombre con corbata que rezaba con la cabeza gacha y arrodillado en las sombras. Langdon no podía verle la cara, pero sintió una punzada de tristeza al pensar que este hombre solitario seguramente había perdido a su amada y había venido aquí en busca de consuelo.
Langdon volvió a prestar atención al iPhone y, unos segundos después, encontró un enlace a una edición digital de la Divina Comedia, la traducción ya era de dominio público. Cuando la página se abrió justo en el canto veinticinco, Langdon tuvo que admitir que se sentía realmente impresionado. «Tengo que dejar de ser tan esnob —se recordó a sí mismo—, los ebooks tienen sus cosas».
La mujer lo miraba ahora con preocupación y decía algo acerca de las elevadas tarifas del acceso a internet en el extranjero. Langdon tuvo la sensación de que esa oportunidad sería breve y se apresuró a examinar la página web.
El texto era muy pequeño, pero la tenue luz de la capilla hacía más legible la pantalla iluminada. A Langdon le alegró haber dado por casualidad con la traducción al inglés realizada por el fallecido profesor norteamericano Allen Mandelbaum. Por esta deslumbrante traducción, Mandelbaum había recibido la máxima condecoración que se concedía en Italia, la Orden de la Estrella de la Solidaridad Italiana. Si bien no era tan poética como la de Longfellow, se trataba de una versión bastante más comprensible.
«Hoy me interesa más la claridad que la poesía», pensó Langdon, esperando encontrar lo más rápido posible la referencia a una localización específica de Florencia: el lugar en el que Ignazio había escondido la máscara mortuoria de Dante.
La pequeña pantalla del iPhone mostraba sólo seis versos a la vez. En cuanto comenzó a leer, Langdon recordó de qué pasaje se trataba. Al principio del canto, Dante hacía referencia a la propia Divina Comedia y el desgaste físico que su escritura le había acarreado. También mostraba su deseo de que ese poema sacro le permitiera sobreponerse del cruel destierro que le mantenía alejado de su querida Florencia.
CANTO XXV
Si aconteciese que el poema sacro
en el que han puesto mano cielo y tierra,
y por el que hace mucho me demacro,
venciera la crueldad que me destierra
del redil en el que yo era corderuelo,
contra lobos que le mueven a la guerra…
Si bien el pasaje era un recordatorio de que Florencia era el hogar que Dante añoraba mientras escribía la Divina Comedia, Langdon no vio en él ninguna referencia a ningún lugar específico de la ciudad.
—¿Sabe cuáles son las tarifas de transmisión de datos? —le interrumpió la mujer, que parecía cada vez más preocupada—. Recuerdo que mi hijo me dijo que tuviera cuidado si navegaba en el extranjero.
Langdon le aseguró que sería sólo un minuto y se ofreció a pagárselo. Aun así, le quedó claro que no le dejaría leer enteros los ciento cuarenta versos del canto.
Rápidamente, pasó a las seis líneas siguientes y continuó leyendo.
con diferente voz, contro pelo
retronaré poeta, y en la fuente
de mi bautismo tomaré el capelo;
porque en aquella fe, que hace que cuente
el alma para Dios, allí entré, y luego
Pedro por ella me rodeó la frente.
Langdon también recordaba ese pasaje. Era una oblicua referencia al pacto político que le habían ofrecido sus enemigos. Según la historia, los «lobos» que desterraron a Dante de Florencia le dijeron que podría regresar siempre y cuando se sometiera a un escarnio público: presentarse ante toda una congregación, en su fuente bautismal, ataviado únicamente con un sambenito a modo de admisión de culpa.
En el pasaje que acababa de leer, Dante rechaza la propuesta y proclama que si alguna vez regresa a su fuente bautismal, lo hará no con el sambenito de un hombre culpable, sino con la corona de laurel de un poeta.
Langdon levantó el dedo índice para pasar de página, pero al parecer la mujer había reconsiderado su préstamo y había extendido la mano para que le devolviera el iPhone.
Él hizo caso omiso. Cuando iba a pasar de pantalla, algo en uno de los versos que acababa de leer llamó su atención…
retornaré poeta, y en la fuente
de mi bautismo tomaré el capelo;
Langdon se quedó mirando las palabras. En su ansia por encontrar la mención a un lugar específico, casi pasa por alto la prometedora perspectiva que ofrecían esos versos iniciales.
en la fuente de mi bautismo
En Florencia se encontraba una de las fuentes bautismales más famosas del mundo. Durante más de setecientos años había sido utilizada para purificar y bautizar a jóvenes cristianos, entre los cuales se encontraba Dante Alighieri.
Langdon evocó entonces la imagen del edificio en el que se encontraba la fuente. Se trataba de un espectacular edificio octogonal que, en muchos sentidos, era más espectacular que el mismo Duomo. Se preguntó entonces si no habría leído ya todo lo que necesitaba.
«¿Será este edificio el lugar al que Ignazio se refería?».
Un dorado rayo pasó por la mente de Langdon, y una hermosa imagen se materializó de repente: un espectacular juego de puertas de bronce, radiante y reluciente bajo la luz de la mañana.
«¡Ya sé lo que intentaba decirme Ignazio!».
Cualquier duda que todavía pudiera tener se evaporó un instante después, cuando cayó en la cuenta de que Ignazio Busoni era una de las pocas personas que podía abrir esas puertas.
«Robert, las puertas están abiertas para ti, pero debes darte prisa».
Langdon le devolvió el iPhone a la mujer mayor y le dio las gracias profusamente.
Regresó junto a Sienna y, en voz baja, le anunció emocionado:
—¡Sé de qué puertas hablaba Ignazio! ¡Las puertas del paraíso!
Sienna lo miró confundida.
—¿Las puertas del paraíso? ¿Pero ésas no están… en el cielo?
—En realidad —dijo Langdon con una irónica sonrisa y mientras ya se encaminaba hacia la puerta—, si uno sabe dónde buscar, Florencia es el paraíso.