25

«No era una disculpa —pensó Langdon—, sino el nombre de un pintor».

—Vasari —dijo lentamente Sienna mientras avanzaba por el sendero—. El pintor que escondió las palabras «cerca trova» en su mural.

Langdon no pudo evitar sonreír. «Vasari. Vasari». Además de arrojar luz sobre su extraña situación, esa revelación también suponía que ya no tenía que seguir preguntándose qué terrible acto había cometido por el que no dejaba de pedir disculpas.

—Robert, está claro que antes de resultar herido ya habías visto la imagen de Botticelli del proyector y sabías que contenía un código que apuntaba al mural de Vasari. Por eso repetías su nombre.

Langdon intentó evaluar qué significaba todo eso. Giorgio Vasari —un pintor, arquitecto y escritor del siglo XVI— era un hombre al que él se solía referir como «el primer historiador del arte del mundo». A pesar de los cientos de cuadros que pintó y de las docenas de edificios que diseñó, su legado más perdurable era el seminal libro Las vidas de los más excelentes pintores, escultores y arquitectos, una colección de biografías de artistas italianos que aún entonces seguía siendo una lectura indispensable para los estudiantes de historia del arte.

Las palabras «cerca trova» habían vuelto a situar a Vasari en el imaginario colectivo unos treinta años atrás, cuando ese «mensaje secreto» fue descubierto en su mural del Salón de los Quinientos del Palazzo Vecchio. Las minúsculas letras aparecían en un estandarte verde, apenas visibles en medio del caos de la batalla. Si bien todavía no se había llegado a un consenso respecto a por qué Vasari había añadido ese extraño mensaje, la teoría más aceptada era que se trataba de una pista para las generaciones futuras respecto a la existencia de un fresco de Leonardo da Vinci oculto en la pared, tres centímetros por detrás del mural de Vasari.

Sienna buscó nerviosamente el drone entre las ramas de los árboles.

—Todavía hay una cosa que no entiendo. Si no estabas intentando decir «very sorry, very sorry», ¿por qué hay gente que intenta matarte?

Langdon se preguntaba lo mismo.

Volvieron a oír el lejano zumbido, y Langdon supo que había llegado el momento de tomar una decisión. No entendía la relación que podía haber entre la Battaglia di Marciano de Vasari y el Inferno de Dante o la herida de bala que había sufrido y, sin embargo, al fin veía ante sí un sendero tangible.

«Cerca trova. Busca y hallarás».

De nuevo, Langdon pensó en la mujer del cabello plateado dirigiéndose a él desde el otro lado del río. «¡El tiempo se está agotando!». Si había alguna respuesta, intuía Langdon, la encontrarían en el Palazzo Vecchio.

Le vino entonces a la memoria un viejo dicho popular de los antiguos pescadores griegos que se sumergían a pulmón en las cuevas de coral de las islas Egeas para capturar langostas. «Al nadar por un oscuro túnel, llega un momento en el que ya no tienes suficiente aire para deshacer el camino. La única posibilidad es seguir nadando hacia lo desconocido y rezar para encontrar una salida».

Langdon se preguntó si él y Sienna habían llegado a ese punto.

Miró el laberinto de senderos que tenían delante. Si conseguían llegar al Palazzo Pitti y, con ello, a la salida del jardín, el centro de la ciudad, estarían justo al otro lado del puente peatonal más famoso del mundo: el Ponte Vecchio. Siempre estaba abarrotado de gente y sería fácil pasar sin llamar la atención. Desde ahí, el Palazzo Vecchio estaba a unas pocas manzanas.

El zumbido del drone se oía cada vez más cerca, y por un momento Langdon sintió que el cansancio hacía mella en él. El descubrimiento de que no había estado diciendo «very sorry» le hizo plantearse si hacía bien en huir de la policía.

—En algún momento u otro me atraparán, Sienna —dijo Langdon—. Quizá sería mejor que dejara de huir.

Sienna se volvió hacia él alarmada.

—¡Robert, cada vez que te detienes en algún sitio, alguien comienza a dispararte! Tienes que averiguar en qué estás metido. Ver el mural de Vasari quizá te ayude a recordar de dónde ha salido el proyector y por qué lo llevabas encima.

Langdon pensó entonces en la mujer del cabello en punta asesinando a sangre fría al doctor Marconi, en los soldados disparándoles, en el control de la policía en la Porta Romana… Y ahora el drone de reconocimiento que les buscaba en los jardines Boboli. Se quedó un momento en silencio y, frotándose los cansados ojos, consideró sus opciones.

—¿Robert? —dijo Sienna—. Hay otra cosa…, algo que en su momento no me pareció importante, pero que ahora creo que quizá lo sea.

Langdon percibió su tono de voz y levantó la mirada.

—Quería decírtelo en el apartamento —dijo ella—, pero…

—¿De qué se trata?

Sienna frunció los labios. Parecía incómoda.

—Cuando llegaste al hospital delirabas e intentabas decir algo.

—Sí —dijo Langdon—, estaba balbuceando «Vasari, Vasari».

—Sí, pero antes de eso, antes de que te grabáramos, al poco de llegar, dijiste otra cosa. Sólo lo hiciste una vez, pero estoy segura de haberla entendido.

—¿Qué dije?

Sienna levantó la mirada hacia el drone y luego se volvió hacia Langdon.

—Dijiste: «Yo tengo la clave para encontrarlo… Si fracaso, todo será muerte».

Langdon no supo qué decir, de modo que Sienna prosiguió:

—Creía que te referías al objeto que llevabas en el bolsillo de la chaqueta, pero ahora no estoy tan segura.

«¿Si fracaso, todo será muerte?». Esas palabras le conmocionaron. Inquietantes imágenes relacionadas con la muerte comenzaron a desfilar ante él… El infierno de Dante, el símbolo de riesgo biológico, el médico de la peste. Una vez más, el rostro de la hermosa mujer del cabello plateado se dirigió a él desde el otro lado del río teñido de sangre. «¡Busca y hallarás! ¡El tiempo se está agotando!».

La voz de Sienna le devolvió a la realidad.

—Sea lo que sea lo que señale este proyector o lo que estés buscando, debe tratarse de algo muy peligroso. El hecho de que haya gente intentando matarnos… —La voz se le quebró y se tomó un momento para recobrar la compostura—. Piensa en ello. Te han disparado a plena luz del día y a mí también, sólo por estar a tu lado. Nadie parece querer negociar. Tu propio gobierno se ha vuelto en tu contra… Les has llamado pidiendo ayuda y han enviado a alguien para matarte.

Langdon se quedó mirando el suelo. Poco importaba si el consulado de Estados Unidos había compartido su localización con el asesino o lo había enviado directamente. El resultado era el mismo. «Mi propio gobierno no está de mi lado».

Langdon miró los ojos castaños de Sienna y vio en ellos valentía. «¿En qué la he metido?».

—Ojalá supiera qué estamos buscando. Eso ayudaría a ponerlo todo en perspectiva.

Sienna asintió.

—Sea lo que sea, creo que tenemos que encontrarlo. Al menos nos proporcionará cierta ventaja.

Su lógica era difícil de rebatir. Aun así, había algo que seguía preocupando a Langdon. «Si fracaso, todo será muerte». Durante la mañana se había ido topando con macabros símbolos intrigantes. Ciertamente, no tenía indicios claros de qué estaba buscando, pero no era tan ingenuo como para no considerar al menos la posibilidad de que esa situación implicara una enfermedad mortal o una amenaza biológica a gran escala. Ahora bien, si eso era cierto, ¿por qué su propio gobierno intentaba eliminarlo?

«¿Acaso creen que estoy implicado de algún modo en un posible ataque?».

No tenía ningún sentido. Debía tratarse de alguna otra cosa.

Langdon volvió a pensar en la mujer del cabello plateado.

—También está la mujer de mis visiones. Tengo la sensación de que tengo que encontrarla.

—Entonces confía en tus instintos —dijo Sienna—. En tu condición, el subconsciente es la mejor brújula de la que dispones. Es psicología básica: si crees que debes confiar en esa mujer, deberías hacer exactamente lo que ella te pide que hagas.

—Buscar y hallar —dijeron al unísono.

Langdon tuvo la sensación de que el camino se había despejado y respiró hondo.

«Lo único que puedo hacer es seguir buceando por este túnel».

Con renovada determinación, se volvió y miró a su alrededor para intentar situarse.

«¿Por dónde se sale de este jardín?».

Se encontraban debajo de unos árboles que había en el borde de una amplia plaza en la que confluían varios senderos. A su izquierda, Langdon vio una laguna elíptica con una pequeña isla en medio adornada con limoneros y una estatua. El Isolotto, pensó, al tiempo que reconocía la famosa escultura de Perseo sobre un caballo medio sumergido que cabalgaba a través del agua.

—El Palazzo Pitti está por ahí —dijo Langdon señalando al este, en dirección a la principal vía del jardín, el Viottolone, que recorría todo el recinto de este a oeste. Era una vía amplia como una carretera de dos carriles y estaba bordeada por esbeltos cipreses de cuatrocientos años de edad.

—No hay nada que nos cubra —dijo Sienna al ver la avenida abierta y señalando el drone.

—Tienes razón —dijo él con una sonrisa torcida—. Por eso iremos por el túnel que hay al lado.

Le señaló un denso cerco de setos contiguo al inicio del Viottolone. El muro de densa vegetación tenía una pequeña abertura arqueada. Más allá, un estrecho sendero se perdía en la distancia. Era un túnel que corría en paralelo al Viottolone, cercado a cada lado por una falange de encinas que desde el siglo XVII habían ido podando y arqueando para que formara un entoldado de follaje sobre el sendero. El nombre de este pasaje, La Cerchiata —que literalmente significa «circular» o «arqueado»—, se debía a ese dosel de árboles curvados que parecían aros de barril o cerchi.

Sienna corrió hacia la entrada y echó un vistazo al interior del oscuro canal. Un momento después se volvió hacia Langdon con una sonrisa.

—Mejor.

Sin perder más tiempo, se metió por la abertura y comenzó a recorrer el sendero cercado por árboles.

Langdon siempre había considerado La Cerchiata uno de los lugares más tranquilos de Florencia. En ese momento, sin embargo, al ver a Sienna desaparecer por el oscuro pasaje, pensó otra vez en los pescadores griegos buceando a pulmón por los túneles de coral rezando para encontrar una salida.

Langdon musitó una pequeña oración y corrió tras Sienna.

A casi un kilómetro de allí, frente al instituto de arte, el agente Brüder se abrió paso entre la multitud de policías y estudiantes de arte con su gélida mirada, y llegó al puesto de mando que su especialista en vigilancia había improvisado en la capota de la furgoneta negra.

—Del drone aéreo —dijo el especialista, mostrándole a Brüder la pantalla de una tableta—. Tomada hace apenas unos minutos.

Brüder examinó los fotogramas del video y se detuvo en la borrosa ampliación de dos rostros, un hombre de cabello oscuro y una mujer rubia, que permanecían escondidos en las sombras y miraban hacia arriba a través del dosel de árboles.

Robert Langdon.

Sienna Brooks.

Sin ninguna duda.

Brüder volvió entonces su atención al mapa de los jardines Boboli que estaba extendido sobre la capota. «Han tomado una pésima decisión», pensó al ver el trazado del enorme parque. Si bien era intrincado y con múltiples escondites, también estaba rodeado por unos altos muros. Era lo más cercano a una «zona de muerte» que Brüder hubiera visto nunca en la vida real.

«No podrán escapar».

—Las autoridades locales están bloqueando todas las salidas —dijo el agente—. Y han comenzado la búsqueda.

—Manténgame informado —respondió Brüder.

Lentamente, levantó la mirada a la ventanilla blindada de la furgoneta, al otro lado de la cual podía ver a la mujer de cabello plateado sentada en el asiento trasero del vehículo.

Las drogas que le habían administrado habían embotado sus sentidos más de lo que Brüder esperaba. Aun así, el temor de su mirada evidenciaba que seguía siendo consciente de lo que sucedía a su alrededor.

«No parece contenta —pensó Brüder—. Aunque, claro, ¿por qué iba a estarlo?».