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Vayentha frenó de golpe.

Su motocicleta derrapó con gran estrépito y dejó una larga marca en el pavimento del Viale del Poggio Imperiale. Finalmente se detuvo detrás de una inesperada hilera de coches. El tráfico estaba parado.

«¡No tengo tiempo para esto!».

Vayentha se asomó por encima de los coches para intentar ver qué estaba provocando el atasco. Ya se había visto obligada a dar un rodeo para evitar la unidad AVI y todo el caos del edificio de apartamentos y ahora necesitaba llegar cuanto antes a la parte antigua para vaciar la habitación del hotel en la que se había hospedado los últimos días.

«He sido desautorizada… ¡Tengo que salir rápidamente de la ciudad!».

Su racha de mala suerte, sin embargo, parecía seguir. La ruta que había escogido parecía bloqueada. Sin intención alguna de esperar más tiempo, comenzó a adelantar los coches por el estrecho arcén hasta que la congestionada intersección, una rotonda en la que convergían seis importantes vías públicas, quedó a la vista. Se trataba de la Porta Romana, uno de los puntos más concurridos de Florencia y el acceso al centro de la ciudad.

«¿¡Qué está pasando aquí!?».

Vayentha vio que toda la zona estaba llena de policías. Era un control de algún tipo. Un momento después, vio algo en el centro que la dejó estupefacta: una familiar furgoneta negra alrededor de la cual varios agentes ataviados de negro daban órdenes a la policía local.

Sin duda alguna, esos hombres eran miembros de la unidad AVI pero Vayentha no entendía qué estaban haciendo allí.

«A no ser que…».

Tragó saliva, sin atreverse apenas a considerar siquiera la posibilidad. «¿Langdon había eludido a Brüder?». Parecía imposible. Las opciones de huida habían sido prácticamente nulas. Aunque claro, Langdon no estaba solo, y Vayentha había experimentado de primera mano hasta qué punto la mujer rubia era capaz.

A unos pocos metros, apareció un agente de policía. Iba enseñando de coche en coche la fotografía de un apuesto hombre con abundante cabello castaño. Vayentha lo reconoció al instante: era Robert Langdon. El corazón le dio un vuelco.

«¡Ha esquivado a Brüder…!

»¡Langdon sigue libre!».

Vayentha, estratega experimentada, comenzó a evaluar en seguida en qué medida ese cambio en los acontecimientos modificaba su situación.

«Primera opción: marcharse según lo requerido».

Había arruinado una importante misión de la organización y, a causa de ello, había sido desautorizada. Si tenía suerte, sería amonestada y, con toda probabilidad, despedida. Si, por el contrario, había infravalorado la severidad de su jefe, se pasaría el resto de su vida mirando hacia atrás y preguntándose constantemente si el Consorcio la estaría acechando.

«Ahora tengo una segunda opción: completar la misión».

Permanecer en su puesto suponía un desafío directo al protocolo de desautorización, pero si Langdon seguía libre, Vayentha tenía la oportunidad de cumplir la directriz original.

«Si Brüder no consigue capturar a Langdon —pensó al tiempo que se le aceleraba el pulso— y yo sí lo hago…».

Vayentha sabía que era improbable, pero si Langdon conseguía eludir a Brüder y ella intervenía y terminaba su trabajo, habría salvado ella sola la crítica situación del Consorcio, con lo que el comandante no tendría más remedio que mostrarse indulgente.

«Conservaría mi trabajo —pensó—. Puede que incluso me asciendan».

Al instante, Vayentha cayó en la cuenta de que todo su futuro dependía de un único y crucial cometido. «Debo localizar a Langdon… antes de que lo haga Brüder».

No sería fácil. Brüder tenía a su disposición un gran número de soldados, así como una gran variedad de modernos equipos de vigilancia. Vayentha, en cambio, trabajaba sola. Pero sabía algo que Brüder, el comandante y la policía desconocían.

«Sé exactamente adónde se dirige Langdon».

Vayentha dio media vuelta con su BMW y se fue por donde había venido. «Ponte alle Grazie», pensó, visualizando el puente que había más al norte. Había más de una ruta para llegar al centro de la ciudad.