25

Don Gonzalo Chacón, jadeante, pues que el viaje a las Vascongadas le había sentando a morir, informó a doña Isabel del feliz cumplimiento de la manda que le había encargado. De que María de Abando estaba lozana como una rosa y que había atendido las teorías de la luna roja sin prestar mucha atención, pues se dedicó a hacerle un jarabe para remediarle el asma que le aguijoneara en aquellos países. E ya le pidió licencia a la reina —porque había cumplido setenta y dos años y hecho un viaje de Sevilla a Bilbao de más de mil millas, que se le había llevado el aliento— para retirarse a su señorío y dedicarse a corregir la crónica de don Álvaro de Luna que había escrito de joven, con ánimo de darla a la imprenta, a más de visitar la tumba de doña Clara, su querida esposa. No obstante, le contó a la menuda lo que le había dicho María de la sangre de las personas que mueren en soledad y de los gritos de la luna que pide auxilio por ellas del único modo que puede: tornándose roja.

Doña Isabel dio la mano a su padrino y llamó a los médicos para que lo atendieran con ánimo de que lo sanaran, mejorando al poco tiempo, pero mientras vivió, respiró ya mal, con ansia. Le dio licencia para dedicarse a corregir la crónica de don Álvaro, y no le permitió separarse de su lado.

E, en aquel mismo día, recibió al almirante Cristóbal Colón, que había hecho antesala, para pedir lo que era de él: la gobernación de Indias y el porcentaje de lo que se traía de allí. Y al hijo de doña Beatriz de Bobadilla que, nombrado gobernador de aquellas islas, le había ingresado en la Casa de Contratación de Sevilla la parte del rey y la reina: ochenta mil pesos de oro, y esperaba recibir sus parabienes.

Acabadas sus audiencias, fuese donde el rey, que a unas varas de allí, enojado hasta el delirio por la desmesurada ofensiva del rey de Francia contra Nápoles, arrojaba su sombrero al fuego de la chimenea, e gritaba:

—¡Arderá Nápoles como este sombrero!

E pedía dineros don Fernando para responder. Los ochenta mil pesos de la expedición de Bobadilla, pero la reina se los negaba, pues pensaba pagar con ellos a los maestros que estaban levantando la capilla, aneja a la catedral de Santa María de la O, de Granada, que habría de servirles a ambos de sepultura; muy bella y ornada. E pronto fue tomando pequeñas notas para su testamento:

En el nombre de Dios Todopoderoso…

Yo, doña Isabel, por la gracia de Dios reina de Castilla, León, Aragón, etc.

Estando enferma de mi cuerpo, e sana e libre de entendimiento, creyendo y confesando firmemente todo cuanto la Iglesia Católica de Roma tiene…

—¡Ayúdame, Beatriz, que me fatigo…!

—¡Ea, deme el cálamo su alteza!

—Escribe, por Dios:

Encomiendo mi espíritu en las manos de Nuestro Señor Jesucristo, el cual de la nada lo crió y por su preciosa sangre lo redimió…

Quiero e mando que mi cuerpo sea enterrado en el monasterio de San Francisco de Granada, que es en la Alhambra, con hábito de beata francisca, en sepultura baja, que no tenga bulto, sino losa en el suelo con mi cuerpo representado. E las exequias que hagan por mí, se hagan llanamente […] Si falleciere fuera de la ciudad de Granada, que lleven mi cuerpo entero sin detenimiento alguno, e si no se pudiere […] Las gentes vistan por mí luto sencillo, negro…

—¿Cómo no ha de haber en la iglesia toldos de luto y sólo trece antorchas?

—Trece, Beatriz. Una, por el Señor Jesucristo y doce, por los Apóstoles… La cera que ahorre, para que arda ante el sacramento en las iglesias pobres… Sigue…

—¡Por vos, señora, las gentes vestirán sarga…!

Ítem, mando que sean pagadas mis deudas, así de empréstitos, de raciones, de casamientos de criados y criadas […] Si no llegare con lo mío, se abonen con las rentas del reino…

—No temas por echar un borrón, que lo escribirán los notarios…

Pero hubo de interrumpirse la señora, pues que, después de ser muy rogados, los príncipes serenísimos de Castilla, don Felipe y Juana, salían de Flandes, descansaban en París y habiendo recorrido la Francia estaban a punto de presentarse ante los muros de Fuenterrabía, villa situada en la raya de los reinos, y pronto recorrerían Castilla siendo muy festejados.

Por ello, muy albriciados, rey y reina dejaron Sevilla e se juntaron con sus hijos en Toledo, donde fueron jurados príncipes de Asturias en la Santa Iglesia Catedral. Primero Felipe, luego Juana, mismamente donde fueron proclamados ellos, primero el hombre, luego la mujer, en la iglesia de San Miguel de Segovia.

Entre fasto y fasto, doña Isabel interrogaba a su señora hija:

—¿Qué es eso que se oye, Juana, hija?, ¿acaso don Felipe no te trata bien?

Pero Juana la evitaba.

La madre insistía:

—Se dice que lloras a toda hora. ¿Es por la dificultad del lenguaje? A ti se te daba muy bien el latín, y hablas francés…

Pero llamaba alguien a la puerta.

—¿Cómo tiene tu marido tanta priesa por regresar…? Os han de jurar herederos en Aragón, en Cataluña y en Valencia…

Entraba algún inoportuno o inoportuna en la habitación, a veces sin llamar.

—Me encuentro mal… Presto moriré y tu serás reina… ¿Dó vas? ¿Otra vez sales? ¿Otra vez tienes urgencia de orinar? Lo que pasa es que me huyes…

E sí, sí, doña Juana no quería platicar con su madre, quizá porque se avergonzaba de sus vergüenzas. E don Felipe quería marcharse a toda costa, e ni las guerras de sus suegros con Francia lo detenían, ni que doña Juana estuviere empreñada, ni que fuera invierno, e tal hizo aduciendo que tenía urgencias que resolver en sus ducados y que le iba mucho en ello. Partióse con pocos criados, los que habían sobrevivido, pues que se habían muerto muchos por venir de Holanda a Castilla, por la mudanza del aire, e dejó a doña Juana llorando y a doña Isabel muy contrariada.

Doña Juana no dejó de llorar, tanto que malogró al hijo que llevaba en sus entrañas. E lo único que hablaba con su madre era que le permitiera volver a Flandes, hasta que lo consiguió e fuese albriciada de lo más.

Doña Isabel exclamó:

—¡Hijos, hijos! —movió la cabeza, se encogió de hombros y, tras serenarse, tornó al testamento, a dictar a sus damas:

Ítem, después de pagadas mis deudas, mando se digan por mi alma veinte mil misas en iglesias y monasterios…

Ítem, mando que se cumpla el testamento del rey don Juan, mi padre…

Doña Beatriz levantaba la cabeza del escrito e quería consolarla:

—No duela doña Isabel por su hija, que es mujer sesuda…

—No quiero hablar de ello, amiga, escribe:

Ítem, mando que se cumpla el testamento del rey don Juan, mi padre…

E si se interrumpía era para hablar de otra cosa, no de su hija, o para mitigarse el dolor de vientre con un purgante:

—Por el testamento de mi señor padre fui yo proclamada reina… ¿Recuerdas que hube de estar oculta en las Huelgas de Valladolid, salir a la carrera hacia la casa de Vivero cuando ya estaba allí mi marido e que los ángeles me hicieron pasillo para que llegara al altar, pues había mucho gentío?

—Lo recuerdo; a mí me costó trabajo entrar… E vuestra boda no me la hubiera perdido por nada del mundo… Hice el camino entre Segovia y Valladolid muy preñada ya…

—Si te cansas, lo dejamos para mañana —tal decía preocupándose por su camarera, cuando la que estaba agotada era ella.

—¡Oh, no, alteza, continuad!

Otrosí, nombro heredera de todos los mis reinos, tierras, señoríos y de mis bienes raíces para después de mis días, a la Ilustrísima Princesa doña Juana, archiduquesa de Austria, duquesa de Borgoña, mi muy cara y amada hija. La cual, luego que Dios me llevare, será intitulada reina […], mando que todos estén obligados a ella y alcen pendones por ella…

Otrosí, en cuanto a las Islas e Tierra Firme de la Mar Océana, mando que el trato y provecho dellas sea negociado por los naturales de Castilla y León…

—Repasemos, Beatriz…

—Os leo, alteza.

—En el nombre de Dios Todopoderoso…

—Añadid: Padre, Hijo e Espíritu Santo, tres personas e una esencia divinal; Criador y Gobernador Universal del Cielo y de la Tierra…

E repasaban y luego seguían:

Id., en caso de que mi hija Juana no pueda o no quiera proveer en la gobernación de los reinos, lo haga don Fernando, mi marido…

Id., del más chico al más grande de los habitadores de los mis reinos, de nos al esclavo, honren a Dios, guarden las leyes e administren recta justicia…

Id., otorgo al rey don Fernando la mitad de las rentas de las Islas y Tierra Firme de la Mar Océana, por sus hechos grandes y señalados…

Id., sobre el orden de sucesión: doña Juana, el infante don Carlos, su hijo y mi nieto, sus descendientes…

Id., legados un poco a todos los monasterios del reino… A iglesias, hospitales y pobres…

Id., testamentarios: mi rey y señor, por el gran amor que a su señoría le tuve y le tengo. Fray Francisco Jiménez de Cisneros, Fray Diego de Deza, etc.

—A este punto volveremos, Beatriz, y que no me olvide de lo que ya te tengo dicho, que proveeré sobre el marquesado de Moya, que te di a ti y a tu esposo…

—Que escriba sobre ello doña Mencía, para evitar…

—¿No quieres que provea para que nadie te lo pueda quitar?

—¡Sí, alteza, sí!

E así seguían la reina, doña Beatriz o doña Mencía. Añadiendo cada día, quitando e ordenando:

Id., mando a la Princesa, mi hija, cumpla todo esto como yo lo mando.

Estando la Corte en Medina del Campo, se sintió el terremoto que tuvo lugar en la comarca de Granada. Doña Isabel, tras enviar socorro e dolerse por la desgracia y rezar abundante por las almas de los muertos, instalada en el castillo de la Mota, avivó la redacción de su testamento. Entre otras razones porque don Fernando padecía tercianas y doña Juana se había ido. Más desocupada y mejor de salud, pues que los médicos le daban a beber una sustancia llamada quina —una de las muchas que había traído el señor Colón de las Indias—, que la aliviaba ciertamente, dijo a sus damas:

—¡Aprisa, hijas, que quiero morirme antes que don Fernando para no sufrir su ausencia!

Por ello se turnaron en la escritura doña Mencía y doña Beatriz.

—Las joyas para mis hijas, que las reparta Juana… ¿Qué te parece, Mencía?

—Mejor deje su alteza tales a doña Juana, tales a doña María, tales a doña Catalina…

—Que las reparta doña Juana, que será reina y así irá haciendo ejercicio… Los ornamentos de mi capilla para la catedral de la ciudad de Granada…

—¿Lo escribo, alteza?

—Sí, sí. La reliquia que tengo de la saya de Nuestro Señor Jesucristo para San Antonio de Segovia.

—No puedo correr tanto, señora…

—Mi marido, el rey, que coja lo que quiera de mis joyas, antes de dárselas a Juana… Así me tendrá presente y recordará el singular amor que siempre tuve a su señoría…

—¡Qué hermoso, doña Isabel, quién pudiera decir otro tanto! —exclamó la escribana.

E doña Beatriz añadió:

—¡Don Andrés, mi marido, es viejo y todavía es rudo conmigo…!

—¡Ea, que me duele todo el cuerpo, no bobeen las damas…! ¡Tengo, señoras, un cuchillo de dolor que me parte el vientre y, lo que es peor, el corazón, por las muertes de mis hijos y de mis personas queridas, a más mi hija Juana…! ¡Y cincuenta y tres años…!

—Los mismos que yo —dijo Beatriz.

—Yo uno menos, alteza —aseveró Mencía.

—¡Escriba, doña Mencía…!

Pero la señora se iba deste mundo, bien lo sabía. Pues que no podía ya permanecer sentada, e muchas fatigas pasó al asistir a la misa Pachalis en la iglesia mayor de Medina del Campo, la última vez que se dejó ver por el pueblo, donde los clérigos representaron un auto sobre las siete hijas de la avaricia, y no comentó nada, pese a que fue irreverente por demás.

El día del aniversario de la muerte de su hijo, el príncipe Juan, no olvidó de dar de comer a veinticinco pobres veintinueve platos, y aún darles un cesto de comida, a sabiendas de que iban a malvender el contenido y gastarlo en vino, pero lo hizo por la memoria de su hijo, que en paz descanse.

Cuando no pudo permanecer de pie y su enfermedad se hizo pública, se postró en la cama con muchas almohadas, e si se levantaba era para llegarse a la trona e echar las malas aguas, la orina rojiza y la defecación acuosa. A más, tenía el vientre anegado e hinchado, de ahí el mucho dolor, tanto que le reventaban las venillas de la piel, lo mismo que las varices de las piernas, e se le hacían grietas que exudaban un líquido claro, de olor soso. A más, tenía el ombligo prominente, e respiraba con fatiga y el corazón le latía apriesa, apriesa…

Los frailes de los conventos y los sacerdotes de las iglesias rezaban por ella, que seguía dictando a sus damas y preguntaba por Colón, quizá porque no se había portado bien con él, e a ratos caía en somnolencia y al despertar pedía confesión.

Las camareras querían animarla y lo mismo le hablaban de la embajada que llevaba Pedro Mártir de Anglería al soldán de Babilonia, como de su señora madre, doña Isabel que, de haber guardado todos los paños que había bordado en su vida, hubiera podido extender una alfombra de Arévalo a Jerusalén.

Pero la reina no estaba para asuntos vanos. Estaba con su testamento e, cuando consideró que no tenía más que decir ni que ordenar ni que disponer en razón de que lo había dicho todo, llamó al notario para que escribieran sus últimas voluntades en limpio. Resultando nueve hojas de pergamino, tantas cosas quiso dejar por escrito doña Isabel, y el 12 de octubre de 1504 convocó a los testigos.

Ella firmó según la costumbre: «Yo, la reina», e entregó su sello con las armas reales al notario para que lo estampara. Los testigos con su nombre signaron y rubricaron, ídem, el notario que dio fe por los siglos de los siglos.

Lo mandó a guardar al monasterio de Guadalupe, pero presto, el 20 de noviembre, añadió codicilo pues había olvidado proveer sobre ciertas iglesias. Además, le fueron varios abades con quejas, entre dolor y dolor los atendió, pues era menester poner coto a varios reformadores de conventos que procuraban más daño que virtud a religiosos y religiosas. E habló de los indios, de sus súbditos de allende los mares, con sus secretarios, abundando en que nunca fueran esclavos e que continuaran los monjes la evangelización de aquellas tierras. E preguntó, lo que más hizo, preguntar, por la salud de su esposo que padecía tercianas, como se sabe.

E a ratos hacía desalojar su habitación a los muchos obispos, abades y cortesanos que, arrodillados al pie de su cama, pedían a Dios favor por la vida de la reina, turnándose, pese a que le llevaban reliquias e imágenes milagrosas.

Entre las abadesas, la visitó doña Juana Téllez de Fonseca, que le llevó una talla muy buena de Santa Clara y, pese a que no la reconoció, rezó con fervor por la recuperación de la señora.

En su lecho de muerte, doña Isabel preguntaba por don Fernando porque no iba a verla como solía, e temía por la vida de su esposo, pese a que sus criados, Gonzalo Chacón incluido, y los médicos le juraban que muy malo no estaba, que gozaba de salud, pero de pensar en él le venía mucha congoja. Y, entre calentura y calentura, preguntaba por la salud de sus hijas y ya empezaba a decir algunos desatinos.

E fue que el día 27 llegaron embajadores de Flandes con noticias de doña Juana e, como buena madre que era, los hizo llamar, entrar en su aposento e, sentada en la cama ordenó desalojar a los demás. E ya los interrogó, lo último que hizo antes de perder el juicio en esta vida, e los otros le dijeron la verdad porque ella así lo pedía con el rostro rojo de fiebre e con el corazón y el vientre a reventar.

Le dijeron, ay, que doña Juana, llegada a Flandes, observó mudanza en el carácter de su marido e se quejó con sus damas que no la llamaba al lecho como antes.

—¿La causa de ello es otra mujer? —preguntó doña Isabel.

Los otros se quedaron pasmados de la inteligencia de la reina, nada extraordinaria en aquel caso, siendo como era mujer, e respondieron:

—Sí. El príncipe tenía una amiga…

—Pero doña Juana se precipitó.

—Se puso como leona e fue hacia ella…

—Lo que nunca aprendió de vos, alteza.

—E, señalándola con el dedo corazón, fuese contra la barragana, le dio de puñadas y ella misma le cortó con una tijera los hermosos cabellos que tenía, hasta la raíz…

—¿Lo supo don Felipe?

—Sí, señora.

—E montó en cólera e no se recató de gritar por el palacio todo…

—¿Injurió a mi señora hija?

—Sí, alteza; con palabras muy groseras…

—¿E qué hizo doña Juana?

—Sintió tanto el mal tratamiento, que cayó mala en cama…

—Casi sin juicio, señora…

Oído lo oído, doña Isabel se desplomó en su lecho. El mal humor se le extendió por el cuerpo e devino en hidropesía, de tal manera que tuvo gana de beber e no paró en las horas que le quedaban de vida, en las que, a más de agua, pedía a su marido y señor que fuera a Flandes e que trajera a Juana. E falleció más hinchada que nunca e de nada valió que en las iglesias y monasterios de los sus reinos se hiciesen sacrificios, ayunos e que, en el castillo y en la villa de Medina, se rezara día y noche por la salud de tan excelente señora, que estaba de Dios. Murió el 26 de diciembre de 1504, rodeada de su marido, de sus damas, teniéndole una mano el rey, otra don Gonzalo, su padrino, el único al que dejó estar presente cuando su capellán le administró la Santa Unción. A la hora de medianoche se fue la gran señora que libró a Castilla de ladrones y bandas. Que ganó la guerra a los moros y los judíos y que tiempo tuvo para ser esposa y madre.

Alejándose del tumulto que se organizó en la habitación, don Gonzalo se asomó al ventanillo por ver cómo lucía la luna, e no la vio. Luego en la almena, donde se refugió para que no lo vieran llorar, observó que no había, que estaba en novilunio.

E así dejó este mundo la excelente reina doña Isabel, honra de las Españas, en una noche sin luna.

Dios la tenga con él.

FIN