Doña Isabel, olvidando el negocio del tesoro de los Téllez, pues que tal vez hubiera puesto pleito al joven Téllez por cobrar la parte de los tesoros encontrados que corresponde al rey —ya que sus arcas se habían resentido enormemente porque no recibía los tributos de las aljamas de judíos del reino—, se mostró alegre, aunque penas llevara en su corazón, porque se le iban muriendo sus seres queridos.
Más se alegró cuando el papa Alejandro nombró a su marido y a ella «reyes católicos», tratando de compensar que había titulado al monarca francés «rey cristianísimo». Se mostró albriciada porque no era título cualquiera, no era príncipe clarísimo ni serenísimo ni excelente ni alteza, ni señoría: era un título como no había otro en el mundo cristiano.
Por eso participó alegremente en los preparativos de las bodas de don Juan y doña Juana con doña Margarita y don Felipe, hijos del emperador Maximiliano de Alemania, recién elegido para el cargo. E, como ella estaba enamorada todavía de su señor esposo, a pesar de llevar veintisiete años casada, no quiso dejar viuda para siempre a su hija Isabel y entabló negociaciones para maridarla con el rey don Manuel de Portugal, pese a que hubo de porfiar con ella, pues era terca e quería entrar en religión.
E ella misma acompañó a la infanta Juana para despedirla, pues que yéndose tan lejos, a Gante, ciudad de Flandes, quizá no la viera más. Amén de que, dolida como estaba de los dolores propios de la carne, pues que había cumplido cuarenta y cinco años, pensaba ya en construirse sepultura. Así que no necesitó encontrar terapia en el bordado por un tiempo; luego sí, que presto le llegaron otras desgracias.
Fue muy hermoso observar el candor de la infanta doña Juana que, como si fuera una niña, lo primero que hizo cuando el carruaje avistó el mar desde lo alto de la montaña, fue señalar con el dedo corazón la flotilla que había de llevarla a Flandes, la misma que traería a doña Margarita para casar con don Juan. E le dijo:
—No señales, hija.
Lo mismo que cuando era niña, que a los hijos siempre hay que estar diciéndoles.
E pensaba para sí cuánto había corrido el tiempo e que ya poco haría ella en este mundo, pues las guerras de Italia estaban bien en manos de su regio esposo como negocio aragonés que eran. Después de las bodas, nada extraordinario tendría que hacer, e no lo veía mal, pues se dedicaría a poner orden en las casas que tenía por todo el reino. A ordenar libros, tapices, documentos, cuadros, telas buenas, etcétera, para hacer inventario y entregarlo a sus albaceas testamentarios, pues también llevaba en la cabeza dictar sus últimas voluntades.
Algunos dijeron, pues agoreros hay por doquiera, que el temporal que azotó durante días el Cantábrico, no permitiendo echarse a la mar a los navíos castellanos, había sido aviso de que la desdicha aguardaba a doña Juana, ya que don Felipe, archiduque de Borgoña, su marido, anduvo enseguida con mujeres placeras, cuando ella bebía los vientos por él, pero no a la manera de las damas, sino, extraña cosa, como persona débil, y a saber si tenida del demonio, porque no sosegaba e lloraba todo el día, como alunada.
Las bodas del único hijo varón de los reyes, de don Juan, príncipe de Asturias, se celebraron con el mismo fasto o más que las de la infanta Isabel años antes en Sevilla. Doña Margot vino a España en el mes de marzo de 1497, tras demorarse la expedición a causa de tormentas y temporales, e fue desposada en Burgos, el 19, Domingo de Ramos. E todo era placer entre los nuevos esposos como recién casados que eran.
Es más, los príncipes no habían abandonado sus aposentos en Burgos y tampoco salieron de los que ocuparon en Salamanca, que allí mismo se hacían rezar la misa. Y como don Juan —mozo gallardo, un poco canijo sí, pero vivo en el decir y posiblemente vivo también en hacer la guerra de haber tenido oportunidad, dispuesto a marchar a Italia con don Gonzalo Fernández de Córdoba, y muy vivo, en exceso vivo, para realizar el acto carnal— despedía a sus mayordomos, criados y amigos, y tornaba con su esposa al lecho, sus antiguos preceptores convinieron entre ellos en ir, unos a don Fernando, otros a doña Isabel, a contarle lo que sucedía, que el mozo no quería comer ni beber e que con tanto contentamiento habría de enfermar malamente.
Los que fueron a don Fernando, se oyeron de labios del monarca:
—¡No ha estado en un burdel, no ha conocido mujer, y ahora no sabe reprimir el placer…! ¡Lo ha criado su madre con su beatería, y con vuestras mercedes, todos clérigos y santurrones…! No obstante, esperaremos y dejaremos pasar el tiempo, que lo cura todo.
Se dijo que los ayos del príncipe oyeron tales palabras de boca del monarca, pero no se pudo comprobar y ningún cronista las recogió, y eso que estaban siempre detrás de los señores con el recado de escribir en el regazo.
Sin embargo, sí se conoció lo que dijo la reina al ser informada de aquel negocio:
—Tengo oído, señores, que el acto vitaliza al varón…
Y, vaya, que aquellos varones se pusieron rojos como la grana e no supieron responder, en razón de que eran clérigos y muy buenos observantes de la religión, pues doña Isabel había elegido los mejores maestros para su señor hijo.
E volvió la reina la cabeza a don Gonzalo Chacón para que le contestara él, que dijo:
—Vitaliza espaciadamente, pero tanto puede resultar pernicioso para la salud, alteza.
E en aquel punto de la conversación su alteza demandó:
—¿Doña Margot se queja? ¿Cumple como buena esposa? ¿Se le ha oído quejarse con las damas que trajo con ella?
—Hablan entre ellas flamenco, señora, lengua incomprensible por demás.
—¿Quién conoce en el reino el flamenco?
—Rojas, el embajador, platicaba allí en francés. Toda la correspondencia y las capitulaciones de los matrimonios de vuestros señores hijos fueron redactadas en este idioma.
—Si doña Margot se quejara, lo sabríamos ya… Nos, señores, nada podemos hacer, son cosas entre marido y mujer… De consecuente, no vamos a intervenir mientras la princesa no nos pida ayuda… Tengo para nos que exageráis, pero lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre… No obstante, consultaré con don Fernando y con don Francisco Jiménez de Cisneros, el arzobispo de Toledo, mi confesor, a quien aprecio…
E escribió a su señor hijo ella misma, sin observar el protocolo al completo:
Al muy alto y excelente príncipe de Castilla, etcétera, nuestro amado hijo:
Juan, mi ángel, si no quieres comer manjar como te mandan los médicos, bebe al menos zumos de frutas muchas veces al día para que no te caiga el apetito… ¡No te ayudes mal, que peno por ti…!
E firmó: «tu madre», sencillamente.
En las Españas, nobles y plebeyos hablaron hasta la saturación de la ansiedad que mostraba el príncipe en el lecho conyugal. Los hombres decían que tal vez quisiera ser el mejor del reino en el arte de la cópula. Las mujeres, las más, no supieron qué decir, sencillamente se dolieron por doña Margot, pero las que sabían de eso propagaron por los mercados y calles que mejor fuera atemperar la inclinación del joven hasta con ciertos venenos.
En ésas estaba la reina en Alcántara entregando a su hija Isabel al rey don Manuel de Portugal para que maridaran. E no es que no quisiere llegar cuanto antes a Salamanca para atender a su señor hijo, no; es que estaba en las bodas de su hija, y había de estar presente en las ceremonias y festejos, con buena cara además, eso sí, ni por un momento creyendo que la vida de don Juan pudiere correr el menor peligro, pues aunque no era cuestión de echar a los vientos, don Fernando también había sido ardoroso en la cama.
E fue que un día se holgó, pues don Gonzalo Chacón, habiendo ido a una taberna a beber un vaso de vino —ay, cómo se notaba la falta de doña Clara— oyó hablar a dos navegantes portugueses que iban en el cortejo real. Habían surcado los siete mares e, vive Dios, ambos, un tantico achispados, discutían nada menos que de la luna roja. Y, naturalmente, se lo contó a la reina al día siguiente, sabedor de que le interesaría el tema y, en efecto, le interesó. Y le dijo:
—Alteza, uno de los mareantes aseguraba que la luna toma el color del sol, tanto en el orto como en el ocaso, lo mismo dando los buenos días o las buenas noches.
—María de Abando dijo que trae felicidades la primera vez que nos juntamos las hijas de la luna roja. La segunda vez sostuvo que nada quería significar, que la primera lo dijo por decir…
—El primer navegante aducía que, pese a los buenos días o las buenas noches, todo se puede trocar en pocas horas, en virtud de que el viento puede traer nubes, según la fuerza que lleve en un momento…
—Eso lo sabe el campesino, el ciudadano, el rey y el clérigo…
—El otro, el segundo, estaba más versado y sostenía que el cambio de color que se observa tanto en el sol como en la luna durante una jornada, se debe a que en el orto y en el ocaso los rayos del sol, reflejados en la luna, atraviesan más atmósfera pues, al salir u al ocultarse, están tangenciales a la Tierra…
—Esto me parece sesudo, don Gonzalo, continúa.
—La atmósfera, esa capa invisible, que rodea la Tierra, tiene el mismo grosor toda ella…
—¿Te refieres al aire que respiramos?
—Al aire, al aire que respiramos, no, pues que unas veces es más denso que otras, cuando hay humo o polvo, por ejemplo… Hablo de la gran capa de gases que rodea al planeta, entre los cuales se encuentra el aire que respiramos, el cercano a la Tierra.
—Sí. Lo entiendo, lo entiendo…
—Y eso, que la Luna y el Sol salen por el mismo punto cardinal, pues la Luna sigue al Sol. El Sol en su correr diario en torno a la Tierra, amanece rojo, se torna más amarillo, e vuelve a ser rojo cuando se pone, e la Luna otro tanto: sale roja, se torna azul plata e al ocultarse por el horizonte es roja otra vez, porque los rayos del Sol al alba iluminan tangencialmente la Tierra, como os he dicho, tendiendo durante la mañana a la perpendicular, a un punto llamado cénit, que alcanzan al mediodía, para abandonarlo y volver a la tangente al atardecer…
—¿Y entonces atraviesan más atmósfera?
—Eso entendí, alteza.
—Es muy interesante, padrino. ¿Podría hablar yo con el mareante?
—¡Oh, no, doña Isabel, hija mía! Creerán los portugueses que queremos conocer sus secretos del mar y los astros…
—Bueno, pues entérate tú de lo que puedas… Que me interesa, aunque lo que me has dicho coincide en que no es nada extraordinario. Es más, en que sucede a diario, siempre que no haya nubes y se vea la Luna en el horizonte…
E más noticias le hubiera podido llevar el mayordomo a la reina, pues iba todas las noches a la taberna y ya había entrado en hablas con los dos portugueses que habían recorrido los siete mares. Pero en Alcántara se recibían más y más cartas de fray Diego de Deza, uno de los preceptores del príncipe, muy poco halagüeñas:
Han venido a su alteza algunas congojas […] Venga acá la señora reina que será buen remedio para la salud del Príncipe […] El mayor trabajo del mundo es ver tan caído el apetito de don Juan… Continúa yaciendo con su esposa como en un frenesí…
E así fue que el príncipe Juan falleció en la ciudad de Salamanca, el 4 de octubre, en el hervor del placer. En presencia de su señor padre, de su mujer, y de otra mucha gente que lo quería. Llorando todos. Doña Isabel, la única que faltaba, pues estaba en Alcántara entregando a su hija la infanta Isabel a don Manuel, el rey de Portugal, como es dicho.
Cierto que, enterada del desdichado suceso, picó espuelas y se presentó en Salamanca, tras reventar varios caballos, en una cabalgada que resultó de libro, propia de don Amadís. Se comentó que escuchó la desdichada noticia de pie, que se tambaleó, que la sostuvo su padrino por un lado, y por otro doña Beatriz, que pidió un vaso de orujo, ella que no bebía nunca, y que salió disparada, sin despedirse de sus hijos los señores reyes de Portugal, creída de que su señor hijo habría sufrido ataque de apoplejía pero que muerto no estaba —lo que quería creer, e no preguntaba a sus camareras—, o rezaba para que resucitara, pidiéndole gracia a Dios, que ya le había concedido múltiples favores, y éste era otro más, aunque importante, el más importante de todos.
Pero sí, don Juan estaba muerto e no resucitó cuando su señora madre llegó a Salamanca, se apeó del caballo sin esperar a que nadie le sostuviera el estribo e, corriendo, se presentó en la cámara mortuoria, donde ya estaba montado el catafalco. E ya fueran las muchas candelas que había encendidas, o llanto de las gentes que llenaban el aposento, o el aliento de todos que se llevaba el aire, o su propia pena, el caso es que sufrió un vahído y al volver en sí, quiso morir, y quedóse un tanto ausente. Todos temieron que le hubiera tornado la desmemoria, la misma que había padecido tras el parto de la infanta Juana, que fue malo, pero no, no. Era que, arrebatada de dolor, no quería ver ni oír ni sentir pena ni sufrimiento ni menos placer mientras viviere, era que se quería morir también.
E fue el mismo rey el que la entregó a sus damas para que la atendieran en aquel trance, por otra parte propio de cualquier madre. E si estuvo en las honras fúnebres fue de cuerpo presente, pero sin estar, si se mantuvo en pie fue porque le tuvo su marido la mano muy prieta durante la ceremonia, e porque sus damas la trajeron, la llevaron, la sostuvieron y le dijeron quién era, qué había sucedido, qué debía hacer y que no había llegado aún su hora.
Pero, ay, que una madre no se recupera jamás de la muerte de un hijo… Por eso, aunque doña Isabel tuviera a Juana, en Flandes, muy enamorada y embarazada de su señor marido, un galán sobre todas las cosas; a Isabel en Portugal reinando con don Manuel, contenta también; e estuviera tratando el matrimonio de María con el rey de Inglaterra, no encontraba consuelo, pese a que su marido le había contado una y mil veces que él mismo había confortado al príncipe en sus últimos momentos y asegurado que le había dicho:
—Hijo muy amado, habed paciencia pues que Dios os llama, que es él mayor rey que ningún otro e tiene otros reinos y señoríos mayores, y mejores que estos vuestros que esperabais, e que duran más…
—¿Preguntó por mí?
—Sí, mi señora, me dijo que le hablaría a Dios de su madre, de una reina animosa sobre todas las cosas…
—¡No me engañéis, marido!
—No habló, mi señora; en sus últimos días perdió el conocimiento.
—No me pude dividir, señor. Convinimos en que vos veníais a Salamanca con don Juan y que yo me quedaba en Alcántara con nuestra hija…
—Tal hicimos, alteza.
—¡Don Fernando, dadme la mano!
No se consoló la reina y, fallecido su señor hijo en la flor de la juventud, pidió más paño para bordar, y ya no se resistió a elegir lugar para su sepultura y se preparó para bien morir, pese a que una alegría que en aquel año maldito sí tuvo, una: que doña Margot estaba empreñada. Cierto que le duró poco porque la princesa malparió sin Dios una niña. E dijo de tornar a su tierra, e fuese.
Si recibió a las reinas de Nápoles, fue porque eran hermana bastarda e sobrina, respectivamente, de don Fernando. Si fue con doña Juana, la hermana, a ver cómo se bautizaban los moros de Granada, fue por no hacer desaire a su esposo, no por ver cómo se cumplía la pragmática que su marido y ella habían promulgado, y eso que doña Juana era una gran dama.
Porque ya no disfrutaba con sesudas conversaciones ni hablando en latín con sus capellanes para hacer ejercicio mental y le daba un ardite que el rey de Nápoles hubiera sido derrocado. Acaso se distraía leyendo las inverosímiles hazañas de los caballeros andantes o con los amores de Calisto y Melibea, hermoso libro del bachiller Fernando de Rojas. Más que con los amores de los protagonistas, desdichados de lo más, con otro personaje, con una dueña de nombre Celestina, que era ensalmera y alcahueta, porque con ella le vino a las mientes María de Abando y, al socaire, las dos marquesas de Alta Iglesia e lo de la luna roja, otra vez.
E recordaba tiempos pasados, que es lo que recuerdan los ancianos, e se veía en la proclamación de su hermano Alfonso, joven e hablando consigo misma, meneaba la cabeza e recitaba de memoria los versos del capitán don Jorge Manrique:
Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar,
que es el morir…
E se decía:
—Dios manda a su sierva…
Y pedía a sus capellanes oír otra misa, o se ponía a bordar, que le producía distracción, pero lo dejaba presto para atender negocios de gobernación e sonreía. Acompañó a sus hijos, los señores reyes de Portugal, don Manuel y doña Isabel, yendo por Castilla y por Aragón para ser jurados príncipes herederos de aquellos reinos. Doña Isabel estaba empreñada y, esa criatura, hombre o mujer, sería, después de los días suyos, de su marido e de su hija, rey o reina de todas las Españas, que no sucedía desde los reyes godos, lo de estar todos los reinos de la península unidos bajo un mismo cetro, loores a Dios.
Pero todo otra vez se trastocó, y las pequeñas labores dejaron de hacer favor a la soberana, la del bordado incluida, cuando supo de la muerte de su hija Isabel, la reina de Portugal, en el parto de un niño llamado Miguel, el que habría de ser heredero de todos los reinos peninsulares. Entonces se comentó que sólo hacía que oír misas e rezar rosarios… Y si un día montó en su carruaje y se encaminó de Sevilla a la frontera del país vecino, fue por entregar a su tercera hija, a doña María, al rey don Manuel, porque lo de los matrimonios, que es parte importante en el discurrir de la vida entre hombre y mujer y en los reinos, no se puede parar…
E no le hubiera importado que en aquel año de mil y cuatrocientos noventa y nueve, el treinta y uno de diciembre, se hubieran cumplido los vaticinios de muchos predicadores e que se hubiera terminado el mundo, pues la vida religiosa estaba siendo reformada en los sus reinos; los moros que no habían emigrado al Magreb se habían convertido a la fe verdadera; los judíos otro tanto de tiempo ha, e su marido ya se apañaría. No le hubiera importado siempre y cuando el Fin del Mundo no trajera los terrores narrados en el Apocalipsis, pues su hija Juana estaba preñada otra vez.
Pero nada sucedió el treinta y uno de diciembre de mil cuatrocientos noventa y nueve ni el uno de enero de mil y quinientos. Cierto que presto se sublevaron los moros del antiguo reino de Granada pues no querían convertirse al cristianismo, alboroto que don Fernando acabó a sangre y fuego. Pero lo peor del año fue que falleció el infante Miguel, el hijo de don Manuel y doña Isabel, el que habría de unir los reinos peninsulares en un solo cetro, e que a la reina ya no le cabían más espadas en el corazón. Al rey tampoco, pero como andaba con las guerras de Italia que le quitaban las desgracias familiares de la cabeza, e como jugaba a pelota o ajedrez y frecuentaba burdeles o se hacía llevar a su cama mujeres de contentamiento —tal se decía—, pues de mozo ya tenía el miembro inquieto, tenía otros negocios en que pensar y llevaba mejor la vida.
Muerto Juan, muerta Isabel, muertos los descendientes de Juan e Isabel, la heredera era Juana… Juana que, según el embajador de Castilla en Flandes, había entrado en cierta insania a causa de su marido que no la trataba bien, ni como archiduquesa ni como mujer, pues le hacía desaires delante de la Corte, como teniéndola en poco, amén de que tenía barraganas, que no tapaba. E doña Isabel deseaba traerlos a los sus reinos para que fueran jurados herederos, lo mismo que había hecho con Manuel e Isabel, pero don Felipe demoraba el viaje, quizá porque temía una regañina de sus regios suegros, interesados en saber qué sucedía entre los esposos y en la mente de su hija, que lloraba horas veinticuatro, en razón de que amaba a su marido con locura.
Y nada menos le quedaba a doña Isabel arreglar lo de sus hijos los archiduques, casar a Catalina con el heredero del trono de Inglaterra, ponerle un preceptor que le enseñara inglés —lo que no había hecho con Juana respecto al idioma que hablaba su marido—, expulsar a los moriscos, dictar leyes para que los indios nunca fueran esclavos, evitar los abusos de los gobernadores castellanos que enviaba a aquellas tierras y hacer testamento, pues había sido felizmente concluida la capilla de su enterramiento en Granada, y ya no aguantaba el dolor de su corazón ni el de su carne. Y eso.
Pero otra cosa le faltaba, otra: saber qué había sido de María de Abando, si vivía, si había muerto, dónde vivía, nada más fuera para ponerla al corriente de lo que de la luna roja había dicho don Gonzalo el navegante portugués en una taberna de la localidad extremeña de Alcántara. E si no se lo hizo saber a doña Juana Téllez de Fonseca, otra de las hijas de la luna roja de abril de 1451, fue porque a decir de dueñas andaba en éxtasis, levitando, camino de la santidad.
La última manda, el último servicio que hizo Gonzalo Chacón a la reina fue salir de Sevilla, llegarse a Ávila, preguntar por María de Abando al joven marqués de Alta Iglesia, que acababa de tornar de Nápoles, de las guerras del Gran Capitán que, como no podía ser de otro modo, se quedó mudo cuando el mayordomo, que se hospedó en la casa de la calle de los Caballeros, le contó que buscaba a la dueña por mandato de la reina.
Ya en Bilbao, Chacón encontró a María enseguida, preguntando. Le dijeron que vivía en la última casa del arrabal de Ibeni, en la anteiglesia de Abando, y allá se presentó, con los pajes que le acompañaban, para ponerla al corriente de la teoría del portugués que había surcado mil mares.
María había sido muy bien recibida por las sortiñas de la ría del Nervión, no por ella, pues que habiéndose marchado muy joven de las Vascongadas no había dejado recuerdo, pero sí por la memoria que habían dejado sus madres putativas: María de Abando, la vieja, que hacía la mejor untura mágica de la comarca, y por Martina de Iñaxio, que levantaba galerna mejor que nadie de por allí. Y eso que María ya no se dedicaba a magias de ningún género, en razón de que nunca jamás quebrantó la promesa que se hiciera cuando convirtió en perro al señor inquisidor, Dios la haya perdonado, sino que ejercía de sanadora, de tapado ciertamente, porque los médicos de la villa tenían gremio y exámenes de ingreso, e no dejaban que ninguna persona ajena ni extranjera se dedicara a practicar el arte de la medicina. Pero muchas mujeres de por allá se dedicaban a sanar también y a hacer ensalmos y conjuros y hechizos y a conjurar a los demonios y a ir al aquelarre y a untarse y a hacer diabladas y perrerías, lo que siempre habían hecho, lo que habían hecho ya sus madres y abuelas. María no, María lo más que hacía era curar la jaqueca, los aires del vientre, la atrofia de las venas, las piernas quebradas, los virgos desastrados, etcétera, eso sí, muy bien.
Las sortiñas, al saber de su presencia, le llevaron regalos: un queso, un farol, una mesa, una silla, hierbas, una olla para sus pócimas y María, a más de agradecerlo, les sacaba galletas y pacharán e les narraba sus andanzas. Lo que se podía contar de sus andanzas, pues muchas cosas hubieran estado mal vistas por aquellas mujeres y otras no se podían contar. Que había ejercido en Ávila, había casado, ido a Andalucía con su marido, un buen y valiente mozo, uno de los mejores escaladores de castillos árabes, merced al cual el marqués de Cádiz había tomado Alora. Que la apresaron los moros cuando iba a juntarse con él, que la compró a unos mercaderes de esclavos la soldana Zoraya, que era cristiana renegada y esposa y luego viuda el rey Muley Hacen, y enemiga de la primera esposa del dicho, una doña Aixa. Les contaba lo del cerezo, y que su ama le dio la libertad cuando los señores reyes recibieron las llaves de la ciudad de Granada, y les decía cómo unos desalmados le habían quitado el talego; cómo una marquesa, muy buena señora, la tomó de criada y ella la ayudó a encontrar un tesoro y cómo, después de muerta doña Leonor, que se llamaba Leonor la marquesa, le entró añoranza por su tierra e tornó.
E claro, las sortiñas la escuchaban embelesadas, e más que interesarse en lo del cerezo, que era ciento por ciento mágico, o en lo del tesoro, pues muy pocas brujas eran capaces de hallar uno ni aun ayudándose de un gallo y un gato, le preguntaban de la soldana, del harén y de la magnificencia de su casa; de cuántas veces las mujeres moras eran llamadas a la cama del esposo; de si porfiaban entre ellas; de si llevaban bien la aberración de que un hombre tuviera cuatro mujeres legítimas y cuantas barraganas pudiere mantener; de quién envenenó al rey el Zagal, si doña Zoraya o doña Aixa, etcétera.
Ella contaba y contaba e se inventaba otras historias en la puerta de su casa, algunas tardes bajo una enorme luna roja hermosísima, e les hacía mirar la luna. Y otros días se llegaban a ver el mar, o iban al aquelarre de la campa de Miravilla, allende el río, las noches de sabbat, los viernes, en concreto. María, contenta, pues había hecho muy buenas amigas.
Pero un jueves, a sobretarde, cuando las gentes ya la llamaban la bruja de Abando, pese a que no ejercía —porque las gentes lo trabucan todo—. María preguntó a sus colegas qué sabían de la luna roja, la que estaba viendo precisamente emerger de detrás de los montes en aquel momento e le contestaron:
—Es cosa de la naturaleza.
—La luna es dócil siguiendo al sol.
—Uno de día y otra de noche hacen el mismo recorrido.
—La luna está roja cuando la Dama de Amboto sale de su cueva para aparecerse a las sortiñas…
—Se debe a que una de nosotras ha hecho un encanto que no ha sido grato a la Dama…
E la más vieja de todas dijo:
—Es sangre, hija, es que ha muerto una persona al aire libre, en el campo o en el monte, en soledad, con la luna como único testigo… Y que el astro, apiadado del muerto, refleja sus rayos en la sangre del desdichado e lo anuncia…
Las brujas hubieran podido platicar, y hasta discutir, aquellas proposiciones, pero oyeron cascos de caballo e, perseguidas como estaban por el Tribunal del Santo Oficio, pusieron pies en polvorosa y se desperdigaron.
María recibió a una mujer, a una que había contrahecho el virgo dos días antes, que fue a llorarle porque le dolía la compostura, e le recetó tal y cual. Pero, vaya, a poco se sintió indispuesta, y le vino toda la sangre a la cabeza, y no era la primera vez que le sucedía tal. Se sentó en el poyete y se le pasó. E fue que aún no se había ido el malestar e que llegaron unos jinetes preguntando por María de Abando, no voceando, no. Con voz pausada el más viejo dellos le demandó:
—¿Eres tú María de Abando?
—Sí —respondió ya más compuesta, en el momento en que una hermosa luna roja emergía por el horizonte.
—Yo soy don Gonzalo Chacón, mayordomo de la reina doña Isabel. ¿Te acuerdas de mí?
—Sí, señor, ¿qué desea su merced? Sepa su señoría que me gano la vida llorando en duelos ajenos e que abandoné las magias…
—Yo nada para mí. Tampoco quiero saber a qué te dedicas… Es la reina la que quiere que te diga una cosa.
—Me honra doña Isabel, larga vida le dé Dios…
—Atiende, dueña, nuestra señora quiere que sepas que la luna roja no trae ni venturas ni desventuras, sino que todos los días sale roja y todas las noches se pone del mismo color, y que no marca a los que nacen con ella…
Y entró don Gonzalo en el negocio de los rayos del sol, perpendiculares y tangenciales y en aquello de que recorrían más o menos atmósfera en su diaria carrera.
Le costaba hablar al mayordomo, como si padeciera asma bronquial. María tampoco se encontraba bien porque le había subido la sangre a la cabeza, o quizá fuera del disgusto que llevaba por lo mal que le había repuesto el virgo a la moza, o tal vez por las palabras oídas a la vieja bruja, pues que había visto a su madre verdadera, a la pobre María la Malona, pariendo en soledad, vertiendo sangre a chorros y la luna acompañándola de ella, el único ser que tenía piedad de ella en el universo todo.
El caso es que María, sin entender aquello de las líneas ni menos lo de la atmósfera, le contó a Chacón, mientras le preparaba un brebaje para aliviarlo, lo del parto de su madre, lo que hizo la luna por su madre gritando al mundo que fuera a salvarla, y el ahogo del mayordomo arreció, quizá porque, cuando parió doña Isabel, la madre de doña Isabel, la reina, su ahijada, se juró no volver a presenciar un parto en su vida e, vaya, que la María lo contaba tan bien que, aunque sólo lo oyera, era como si lo viera.
El caso es que, como los oficiales que llevaba lo vieron enfermo de cuidado, pues le iba mal el aire de por allí para su asma, se lo llevaron despreciando el mejunje de María e no fiándose de ella. Es más, le aconsejaron que fuera al médico también, pues que tenía mala cara, tal le dijeron para largarse presto, creídos de que estaban delante de una bruja.
Se lamentó María consigo misma de la competencia que a las sanadoras les hacían los médicos. Se dijo que nunca tendría necesidad de acudir a ellos, pues se tenía a ella y a ocho sortiñas, las mejores de la ría del Nervión. Se miró en un espejo e se vio vieja. Se bebió el brebaje que había preparado para el oficial, que no era otra cosa que un sedativo y se metió en la cama. Al día siguiente se levantó fresca como una rosa y atendió a su parroquia durante muchos años en su casa, cada vez más contenta, mirando al mar, al agua de la ría, a luna roja, asistiendo a los aquelarres para divertirse, haciendo untura mágica —la mejor de la comarca— y juntando buenos dineros.
E fue que un día, una moza de burdel fue a consultarle sobre el mal francés e que, como no pudo pagarle en aquel momento, le dejó en prenda a una niña de teta asegurándole que volvía enseguida, pero nunca regresó ni a abonar la consulta ni a recoger a su hija. Y que María tomó a la criatura en sus brazos, la apretujó contra su pecho e, removidos sus sentimientos maternales, fue como si tuviera otra vez al Juanico.
Y así dejamos a María de Abando, aunque su historia pudiere continuar largo. Y la dejamos feliz, un poco azarada quizá, dando pasos en balde, abriendo las alacenas, buscando un recipiente, una cucharilla y leche para apaciguar el hambre de aquella niña llorona que recibió el nombre de María…