Enterada doña Isabel, la reina, de la trágica muerte de doña Leonor Téllez de Fonseca, marquesa de Alta Iglesia y primera de las hijas de la luna roja de abril que se iba deste mundo, el Señor le dé vida eterna, pidió paño para bordar. E sus damas se lo dieron pues fallecida unos meses atrás su buena madrina, doña Clara Alvarnáez, que en gloria esté —de muerte natural por su mucha edad—, ninguna de sus camareras vio mal que bordara, en razón de que ellas llevaban haciéndolo toda la vida, e le entregaron un retal de organza, bastidor, aguja e hilo de varios colores.
No es que su alteza abandonara la política por el bordado y se desentendiera de su marido, hijos y vasallos. O que dejara de holgarse al leer el Amadís de Gaula, o cuando Antonio de Nebrija le presentó y dedicó el Arte de la lengua castellana, o cuando el duque Maximiliano de Habsburgo fue elegido emperador, o cuando el papa Alejandro le otorgó derecho exclusivo para evangelizar las Indias, no, ni mucho menos, pues tuvo placer con todo. Además, le pareció de perlas que Boabdil dejara su señorío de las Alpujarras e se fuera al Magreb con sus mujeres, la soldana Aixa entre ellas, con todo lo que tenía, oro y plata incluidos, porque a enemigo que huye, puente de plata; y hasta su nuevo confesor, un dicho fray Francisco Jiménez de Cisneros, hombre humilde, le complugo.
Fue que, en pocos años, no pudo contar los muertos de su entorno ni con diez manos que hubiere tenido, su señora madre incluida. Luego estaba lo de las varices, que se le llagaban y sangraban continuamente e le costaba moverse e levantarse de las sillas y de la cama. No obstante, animó a su regio marido a intervenir en Italia para detener la ofensiva militar que el rey de Francia había emprendido contra el ducado de Milán, alegando derechos dinásticos. También los pactos castellano-portugueses de Tordesillas de 1494 los vivió muy de cerca, tanto que ella misma tomó el cálamo para escribir a los embajadores y a la abadesa de las Clarisas de aquella villa, a la sazón doña Juana Téllez de Fonseca:
A su maternidad doña Juana Téllez, abadesa de las Damas Pobres de Santa Clara de Asís, de Tordesillas, salud y ventura:
Ese don Duarte, el portugués, decís en la vuestra que se retrasa porque anda en Alaejos hablando con la población por estudiar qué técnica siguió vuestra abuela para derribar de un solo cañonazo el castillo de esa villa. No sé, señora mía, no entiendo qué queréis decirme, ¿cómo no me enteré de que se había derribado una fortaleza en los mis reinos? ¿Acaso se guardó secreto? ¿Buscaba algo vuestra abuela en aquel lugar o fue vuestra hermana?
El problema, en vuestra anterior, radicaba en que los lusos, siempre tan suyos, no querían trazar el meridiano a cien millas al oeste de las islas Azores, sino más lejos, e que la milla portuguesa es más larga que la castellana. Decidme todo lo que haya sin rodeos, con claridad.
A la muy alta y poderosa reina, doña Isabel, salud y amor de Dios:
A mí, alteza, el que don Duarte Pacheco se retrase e no venga a firmar, me incomoda a la que más, pues que mi convento parece un gallinero. Hablo en lenguaje vulgar, porque vuestra alteza me ha pedido que no ande con circunloquios e que os lo diga claro… Entran y salen gentes de los cortejos de los embajadores como si esta casa no fuera de clausura, y el caso es que tengo a mis monjas revueltas, que en este convento, en el que hasta hace pocos meses no era menester hacer reforma de costumbres, presto va a ser necesaria… E os lo digo palmario, señora; el otro día la hermana clavera encontró a una novicia en la sala de baños llevándole lienzos a uno de vuestros mandaderos, y eso fue mal ejemplo e se comentó en cien leguas a la redonda… E, de tiempo ha, mis religiosas faltan al rezo de vísperas.
Por otra parte, alteza, los portugueses, después de aceptar cien leguas al oeste de las islas Azores, ahora, quieren más, ciento cincuenta… Ese don Duarte es geógrafo y estrellero, no sé, pero los otros no son hombres de honor… Los embajadores me hablan y me hablan desto del meridiano. He intentado entenderlo, señora, pero eso de que es una línea imaginaria que baja por el mar de polo a polo, no llego a comprenderlo, aunque existir debe de existir, pues tengo la bula de Su Santidad guardada en una arquilla y habla de lo mismo, y vuestra alteza también lo tiene por seguro. Quizá sea mi culpa, que soy como Santo Tomás Apóstol y he de ver para creer, Dios me perdone.
El caso es, señora, que no veo yo que haya que regatear tanto por dar una parte más de mar, que no es dar tierra, sino mar.
Ved de arreglar esto presto, señora.
Juana Téllez. Abadesa de las Damas pobres de Santa Clara de Asís, de Tordesillas. Besa vuestros pies.
P.D. Don Duarte ha enviado un correo diciendo que vendrá tan pronto le sea posible y que la raya de demarcación debe situarse a trescientas setenta millas al oeste de las islas de Cabo Verde, es decir, alteza, que todavía quieren mucho más. Me aseguran los lusos que me van a enseñar un mapa y que la raya que pretenden es la del cabo de las Tormentas, que yo, señora, no sé dónde está. Don García de Carvajal, vuestro embajador, me dice que asustará a los lusos con que iremos a la guerra por tierra y por mar, pero ¡líbrenos Dios de más guerra, alteza…!
Vos me diréis.
Doña Juana:
Firmado el Tratado, a Dios gracias, os ordeno que me expliquéis qué fue aquello del derribo del castillo de Alaejos. ¿Acaso vuestra señora abuela aprendió los fundamentos del arte de la artillería de su afamado marido el condottiere don Beppo de Arannola? ¿Qué buscaba la dama? ¿O fue doña Leonor? ¿Vos os enterasteis? Nos no, no lo supimos, y me extraña pues que siempre hemos conocido lo que ha sucedido en nuestros reinos en menos de cuarenta y ocho horas.
A la reina de Castilla, etcétera.
Mi hermana y yo buscamos un tesoro, el de don Tello Téllez, cabeza del linaje de Alta Iglesia. El que le dio un rey moro cautivo de las Navas de Tolosa a cambio de su libertad. Lo buscamos con el ardor propio de la juventud, pero no lo encontramos. Otros antepasados nuestros tampoco dieron con él, y eso que levantaron casas creyendo en su existencia… Yo abandoné antes que doña Leonor y entré en religión, de lo que no me arrepiento, pues espero continuar sirviendo al Todopoderoso hasta el fin de mis días, pero mi señora hermana siguió con la pesquisa hasta derribar el castillo… No tuve que ver en ello, aunque, alteza, os confieso que, de estar en el mundo, hubiera estado al lado de mi hermana disparando el cañón, pues es harto excitante buscar tesoros.
A la abadesa de Santa Clara, de Tordesillas.
¿Doña Leonor no encontró nada? Entonces, ¿cómo se dice que don Juan Téllez, vuestro sobrino, tenía un cofre lleno de oro de al menos una arroba de peso cuando falleció vuestra hermana?
A la reina de Castilla, etcétera.
Nuestro no es. Ese cofre no es el de don Tello. Lo tendrá mi sobrino de su padre, de don Andrés Gil de Torralba. Sin duda sabrá su alteza que venía de familia de judíos conversos, muy acaudalada…
Os ruego, alteza, que, ya que el muchacho carece de madre, de mi buena hermana doña Leonor, veáis de maridarlo bien, acorde con su rango, e que le sugiráis a su padre alguna joven de linaje…
A Dios, señora, beso vuestras manos.
Juana Téllez. Abadesa de Santa Clara, etcétera.
—Beatriz, leyendo lo que me escribe doña Juana, tengo por seguro que las Téllez no hallaron el tesoro de aquel don Tello…
—Además, está doña Juana fuera del mundo… No sabe que el joven Juan se ha casado muy bien merced a vuestros oficios… Por otra parte, hay leyendas de tesoros por doquiera…
—Una Medina Sidonia es buen partido…
—Se dice que doña Juana es «santa», que cuando reza levita, alzándose del suelo. Otras no tenemos esa facultad…
—Suerte tiene, pues se acerca más a Dios, pero no quiero entrar en ello, Beatriz.
—Doña Juana se portó muy bien con el reino. ¿No me dijisteis que dio de comer a los embajadores y a sus séquitos durante meses?
—¡Oh, sí! No le dolió sacar dineros de sus arcas…
—¿Qué hay de esa liga contra los turcos, alteza?
—Don Fernando está por ella… Parece que nos vamos a juntar el papa, el emperador, Venecia, Milán y nosotros… Nuestras fuerzas serán mandadas por don Gonzalo Fernández de Córdoba…
—Es un gran capitán.
—Ya se distinguió en la guerra de Granada siendo mozo.
—Lo que pretende, eso de reducir el peso de las armaduras, es bueno…
—Y tanto. ¿Dónde se ha visto que a un guerrero lo hayan de subir a su caballo con un cabestrante para que, al ser derribado, se encuentre inexorablemente bajo la espada de su enemigo, porque no se pueda mover ni levantar ni menos defender?
—Llegará lejos este hombre…
—Don Fernando le tiene mucho aprecio… Él anda con las guerras de Italia y yo con las bodas…
—Nos holgarán a todos las bodas de los príncipes…
—¡Ea, sí!
María de Abando hizo el camino entre Ávila y Bilbao sin prisa. Deteniéndose en una venta, en una población durante unos días, en un albero o en un prado. O, sencillamente, en un ribazo para contemplar el sol, la luna, las estrellas o el correr de las nubes, todas las noches contando los dineros de la manda que le dejó la señora marquesa, que no había sido cicatera. Los que le había entregado don Andrés que, como otrora, los llevaba sujetos en un cinturón que se abrochaba encima del refajo y bajo la saya, llevando unas blancas sueltas en la faltriquera para abonar lo menudo. E iba feliz y contenta, pues la tierra propia llama a todo el mundo, y el que puede vuelve, y ella no era una excepción.
E ya recreaba en su mente el Nervión, las riberas, los montecillos, el embarcadero, la puente, el caserío de Bilbao, etcétera. E recordaba a sus madres pensando en instalarse en la casa que fuera de Martina de Inaxio que, aunque no fue su madre principal, pues la principal fue María de Abando, la vieja, no tenía tumbas en derredor. No fueran sus dos madres putativas o su verdadera madre, la pobre María la Malona, a recriminarle alguna cosa. Tal como que no les había llevado una flor en treinta años, o que había hecho mal cuando hizo tal o cual, y sobre todo que había trocado a un hombre en perro, aunque no tuvo voluntad de hacerlo sino de enviarlo lejos, como es dicho, en razón de que se sintió amenazada y hubo de actuar en defensa propia, lo cual no está reñido ni con las leyes de Dios ni con las de los hombres.
E se acercaba a un nogal a coger del suelo una nuez e saludaba a los perros y a las aves, que le hacían el camino grato con sus gorjeos. Y, sí, sí, muy feliz anduvo María entre las verdes campas vascongadas, e más dichosa entró en la villa de Bilbao e por las siete calles y hasta se entró en una taberna a echar un trago y a comer una buena merluza aderezada con mucho perejil y ajo. E más, cuando entró en el arrabal de Ibeni, le botó apresurado el corazón al contemplar la iglesia de Santa María de Abando.
Sin detenerse a respirar, y eso que la noche empezaba a señorear aquellos lugares, echó a correr, como cuando era moza, que había corrido harto por allí e, sin resuello, llegó a la casa de María de Abando, cogió unas florecillas e las colocó en las tumbas de sus tres madres, prometiéndoles volver de día, e fuese sin disminuir el paso a casa de Martina de Inaxio para caer en la puerta. Pues que le vino a la cabeza como un apretujen, como si la sangre se le agolpara de tanto esfuerzo e cayó de bruces, no por darse con una piedra, no, que hubiere sido peor, sino para tenderse en la hierba e conseguir detener los latidos de su corazón. Y haciendo un esfuerzo más, llegarse al regato a beber agua y sacar la manta de su zurrón para dormir a la intemperie, pues que no se atrevió a entrar en el caserío, no fuera a estar ocupado por los espíritus.
Lo hizo al día siguiente, empujó la puerta y ésta cedió, y entró para encontrarse con lo mismo que ella había dejado cuando se marchó a Castilla, eso sí, todo lleno de polvo. E, poco a poco, instalóse, muy poco a poco, pues que de la carrera que llevó —impropia de una mujer que había pasado con creces los cuarenta años— le quedó resentido el corazón, tal se dijo, e se lo tomó con calma, e limpió. Hoy el dormitorio, mañana la chimenea, pasado el zaguán, al otro el corral. E, terminadas sus tareas, salía al poyete que había en la puerta e tomaba el sol, escuchaba los trinos de los pájaros y miraba las estrellas y la luna, y olía el aroma de las flores y recibía en su rostro la brisa del mar.
E sí, sí, muy feliz era.