En la casa de la calle de los Caballeros de la ciudad de Ávila, las moradoras también se enteraron del viaje del señor Colón y de que éste había descubierto una tierra llena de islas, donde vivía miserablemente una gente de color castaño, caníbal para más señas, que en sus años de existencia no había sido capaz de hallar la rueda, tan útil que es, ni de poner a trabajar a los animales en los campos para su descanso, ni menos de usar el metal, el hierro para las armas, el cobre para los pucheros, el oro y la plata para hacer joyas y moneda, etcétera, un largo etcétera.
E comentaba Catalina, que había sido enterada por las comadres del Mercado Grande:
—El almirante, ese dicho Colón, ha traído diez indios y un cofre de oro tan enorme que a lo menos pesa una arroba y lo ha sacado de una playa…
—Pues habrá mucho oro —sentenció Leonor— porque es harto difícil de encontrar…
—¡Y tanto! —corroboró Wafa, sabiendo lo que decía.
Y dijo Catalina, metiendo la pata, porque suscitó un antiguo querer en el corazón de su ama:
—¡Qué suerte! Arribar una nave, bajar a otear y hallar que la arena es oro…
—¡Y nosotras tanto buscar inútilmente…! —exclamó Marian.
—No he tenido yo esa felicidad —confesó Leonor.
Ante tales palabras, María de Abando, que estaba allí como una más curando las jaquecas de Leonor, entendió, después de muchos años —mejor no decir cuántos pues que todas las mujeres de aquella casa se hacían irremediablemente viejas— que las marquesas buscaban un tesoro, y lo habían buscado con trabajo además, como descubrió luego. Sin poder reprimir la curiosidad, demandó a Leonor:
—¿Doña Leonor ha buscado algún tesoro?
E la dama, que a aquellas alturas de su vida, o al menos de un tiempo acá, había perdido toda esperanza de encontrar el cofre del rey moro, ya que había fracasado de todas las formas y en todos sus intentos, respondió la verdad palmaria, además que le tenía sobrada confianza a María:
—He pasado la mayor parte de mi vida buscando el cofre de don Tello, cabeza del linaje de Alta Iglesia, María… He revuelto tierra, casas y cosas, y derruido un castillo, sin encontrar rastro…
—Te recuerdo, Leonor, que doña Gracia aseguró que el cofre de Alaejos contenía las treinta monedas de Judas…
—¡Calla, Wafa!
—Verás, María, se conocía la existencia de ese tesoro en mi familia de siglos atrás…
—Yo no tenía noticia, niña, e soy la más antigua de la casa —interrumpió Catalina.
—Yo sí —atajó Marian.
—¡Callad…! El caso es que comenzó Wafa, cuando mi hermana y yo éramos muy chicas, a contarnos cuentos de tesoros e que Marian nos habló del cofre del rey moro…
—¿De qué rey moro?
—Ya lo entenderás, María, escucha —terció Wafa.
—Atiende; mi antepasado don Tello Téllez participó en la batalla de las Navas de Tolosa llevando el pendón del rey Alfonso… ¿Has oído hablar de esa batalla…?
—Sí…
—Bueno, entre los cautivos que le tocaron a don Tello en el reparto, tuvo un rey moro, hombre probo, de honor y de palabra, pero sin un cuarto, quien le prometió que, si lo dejaba volver a su reino, le enviaría un cofre con un tesoro dentro…
—¿Y lo envió…?
—¡Sí!
—¡No lo envió, María, que te lo digo yo! —cortó Catalina.
—¡Silencio, Catalina…! —pedían las moras.
—El caso es que don Tello, aborrecido de las maldades del mundo, devino en lunas e escondió el cofre sin abrirlo siquiera, e no dijo nada de él ni a sus hijos…
—Pero se supo —sostuvo Marian—, porque cualquier cosa se sabe en las familias…
—Lo buscaron muchos antepasados de doña Leonor —informó Wafa.
—Y nosotras…
—Si vuesas mercedes me lo hubieran dicho, yo tal vez hubiera podido ayudar…
—¡Oh, María! ¿Es cierto lo que dices?
—¡Y tanto!
—Pero ¿no has dejado de hacer magias, dueña? —preguntó la cocinera.
—He dejado de hacer lo que pueda dañar a las personas, pero encontrar un tesoro a nadie hace mal…
—¿No pretenderás que me crea que convertiste a un hombre en perro? —continuó la Catalina.
—¡Déjala!
—¿Me ayudarías a encontrar el cofre? —demandó Leonor, ilusionada.
—Sí, señora; así pagaré el hospedaje que me dais…
E, según la guisandera, tras la conversación que antecede volvió la locura a aquella casa.
Quizá no llegara la locura a la mansión, pero la inquietud y la ilusión sí, pues que todas, salvo Catalina, estaban como unas pascuas, y parecían otra vez mozas.
Leonor, ya sin jaquecas, contó a María sus pesquisas. Cómo había leído de fin a principio el Corán, pues que los árabes leen al revés. Cómo había descubierto el lugar donde se hallaba el cofre tras desentrañar un dificilísimo enigma que la llevó a obtener una cifra, resultante de la combinación de cierto número de enseres que halló en otro cofre, ¡otro!, y cómo la combinación de números encerrados en la cifra la había encaminado hacia el este dando cierto número de pasos, es decir, hacia la tapia de las Gordillas, donde rebuscó y cavó varias fosas con las moras.
En este punto de la conversación, o confesión, lo que fuere aquello, María de Abando, que mal atendía a las explicaciones de la marquesa porque bien sabía dónde hallar un tesoro, se sobresaltó, en razón de que ella tenía escondidos allí sus dineros bajo el ladrillo número treinta y tres a partir de la esquina por donde sale el sol, de espaldas a él y hacia Santa Ana. Le dio un vuelco el corazón, temiendo que aquella mujer que había caminado por el lugar como si fuera un zahorí con un péndulo colgado de una cuerdecilla, hubiera encontrado su tesoro, el de ella, el de María, pues no en vano guardaba allí unos muy buenos dineros que le asegurarían la vejez.
E oyó mal o se trabucó y no recordó que doña Leonor nunca había encontrado lo que buscaba… E estaba escuchando a la marquesa que le hablaba de una cifra mágica, mágica por así decirlo, el 1451, que la había llevado hasta la tapia de las monjas y le vino tembladera. No fuera a haberse llevado sus dineros la señora y, pareciéndole poco, haber dicho que aquello no era tesoro y seguido buscando, pero habiéndoselos llevado. Así que respiró hondo cuando la dama le aseguró que, pese a cavar varios hoyos, no había hallado nada en la tapia, bendito sea Dios.
Y en ésas estaban, muy entretenidas, pasando las hojas del Corán y leyendo Wafa, que Leonor no podía ya hacerlo ni con los espejuelos de la abuela. Sumando y restando para llegar varias veces a la conclusión de Leonor, y conviniendo todas en lo que decía María, que el señor Tello, a más de salirse con la suya, lo había hecho muy complicado.
En ésas se presentó la amargura en la mansión, sin avisar, que la buena de Catalina falleció de súbito. Le estaba lavando la cabeza Wafa, ella sentada en una silla e inclinada sobre una aljofaina. Ya le había roto la esclava tres huevos en la cabeza para proceder al lavado, cuando la cocinera bajó el testuz e dio de morros en el agua y no sirvió de nada que la mora le dijera:
—Levanta la cabeza que te vas a ahogar…
De nada valió porque Catalina estaba muerta, Dios le dé buen galardón.
Wafa lanzó el zagharit por su boca porque la ocasión bien lo pedía, pues que la guisandera había sido el alma de la casa.
Aquella muerte tan inesperada, pese a que la fallecida era vieja revieja, sumió a las habitadoras en el abatimiento, y ni gana tenían de hablar del tesoro del moro e no hacían otra cosa que llorar.
E, cuando regresó don Andrés, con licencia del rey, a holgar unos días con su esposa a la par que trataba de interceder ante el inquisidor general, fray Tomás de Torquemada, por el pleito que el Santo Tribunal había entablado contra dos de sus hermanos, fue atendido por el clérigo, pero no por su esposa, pues no le alivió siquiera una vez la dama sus necesidades de varón. E claro, volvióse con el señor rey, descontento en cuanto a su mujer y dolido, preguntándose si doña Leonor había dejado de amarle.
Pero no era eso, no. Era que la marquesa, otro tanto que el resto de las hijas de la luna roja, a más de la pena que llevaba en el corazón por el fallecimiento de su buena cocinera, se encontraba en esa fase en que se va la «enfermedad», dejando a las hembras sin apetito de varón. Con la vista cansada, siempre con los anteojos de la abuela a la mano, aquéllos que le diera la dama a Catalina cuando abrió sus baúles y repartió mil regalos entre todas, y que la cocinera nunca heredó. Con dolores de cabeza, pues le volvió la jaqueca, con las carnes del cuerpo que le cambiaban de lugar hasta hacerle desaparecer la cintura, y cada vez más fláccidas, sobre todo en el rostro. Con bolsas bajo los ojos y unas arrugas asaz traicioneras, llamadas patas de gallo, en torno a ellos.
Así que la marquesa e María, que se encontraba en la misma situación, se dedicaron a hacer crema de arvejas para tratar de remediar las arrugas de la cara, apartando de su mente el tesoro del rey moro por unos días. María propició la fabricación de afeites por mantener entretenida a la señora, pues le había venido una idea a la cabeza y quería reflexionar, y Leonor, que era mujer exagerada e tanto le daba por buscar como por hacer crema de arvejas, o por clamar por su marido y luego no irse a la cama con él, la secundó de buen grado.
E una mañana María, que ya había meditado suficientemente lo que andaba pensando, después de embadurnar la cara de Leonor con la crema, le preguntó a la dama:
—¿Qué haríais, señora, con el tesoro de don Tello, si lo encontráramos?
—Nada…
—¿Lo daríais a los pobres o a la Iglesia?
—No… Lo que yo tengo es para mi hijo, para Juan… Todo será para él: mis rentas, mis vasallos, mi título…
—¡Oh!
—Un hijo es un hijo, María…
E bien sabía María lo que era un hijo, el suyo. El que tuvo como si lo hubiera traído al mundo durante un año o poco más, amándole a rabiar, el Juanico, ay, ese Juanico, que no se había dejado abrazar por ella. No en vano, mientras anduvo con Mingo y luego cautiva en Granada, penó mucho por no tenerlo a su lado, bajo el cerezo de las frutas amargas, bajo la luna blanca o roja, la que hubiere cada noche. Se dolió abundante, pues se lo hubiera comido a besos aunque ya fuera doncel, y no pensó jamás en que no le dejaría acercarse ni menos en que la desconocería, lo natural, pues lo dejó muy chico.
Así las cosas, y sabido que Leonor quería el tesoro para su hijo, que era también el hijo de ella, o tal querría que fuera, aunque no es lo mismo ni nunca lo sería, como no tenía a quién dejar lo suyo, y la marquesa se disponía a hacer testamento dejando mandas a las esclavas, a las otras sirvientas de la casa y a ella misma, pues la consideraba una más, y el resto a Juanico, después de reflexionar, María optó por curar de una vez el apetito de Leonor por los tesoros, dado que la dama casi no había hecho otra cosa en su vida que buscar el de don Tello, sin hallarlo; quizá porque no existiera, quizá porque los Téllez no habían sabido encontrarlo. La llevaría a la tapia de las Gordillas para darle el suyo, el que tenía enterrado bajo el ladrillo número treinta y tres de años ha. Por quitarle un peso de encima a su señora. Porque vivía bien en aquella casa, comiendo lo mismo que Leonor, campando a sus anchas y sin sentirse perseguida.
Esperó a que Leonor llamara al notario y dictara testamento, que nunca se sabe, y lo preparó todo diciéndose que no hacía engaño sino caridad e ni a las moras les dijo palabra.
El caso es que un día se llevó un lebrillo de agua a medio llenar a la huerta e cató delante de las moras y la señora, pues siempre estaban juntas las cuatro, como murmuraban dolidas las otras sirvientas, e le dijo a la dama:
—Mañana es buen día para ir a la tapia a desenterrar el tesoro; si no habrá que esperar doce días…
—¡Mañana, María, mañana, que ardo en deseos de encontrarlo…!
—¡Ea, pues, saldremos las cuatro entre gallos…! El problema será la puerta…
—¡Ah, no! Diremos a los guardianes que vamos a llevar presentalla a la ermita del Cristo de la Luz…
—¡Ya lo hicimos nosotras!
—Leonor les dio dineros, además.
La marquesa y sus esclavas anduvieron por la casa lo que quedaba del día, nerviosas y con motivo, pues llegaba el momento tanto tiempo esperado. Antes de meterse en la cama, Leonor se encomendó a las ánimas del Purgatorio para que la despertaran después de primeros gallos, pero no la despertaron, no, que ya estaba despierta, otro tanto que Marian y Wafa. E, tras beber un cuenco de leche con miel y juntárseles María en la cocina, que la dama no se hizo servir en aquella jornada, salieron de la mansión a la negra noche, cada una portando un farol, las esclavas con picos, palas y unos sacos vacíos, alborozadas.
Con motivo, con grande motivo.
E fueron las cuatro, la María con dos cestos, uno conteniendo un gallo y otro un gato, Jesús, María. Contando pasos, mil cuatrocientos cincuenta y uno pasos. Atravesaron la puerta de la muralla, bajaron al llano, subieron la costana e, llegadas a la tapia de las Gordillas, Leonor fue a tomar el camino de la derecha, pero María dijo que mejor el de la izquierda, pues preguntó:
—¿Por qué camino fueron sus mercedes en ocasiones anteriores?
Y, par Dios, ¡habían ido siempre por la izquierda sin probar por la derecha! Por eso siguieron sin rechistar detrás de María, que acabó de contar sus pasos en el ladrillo número treinta y tres, justamente.
María, dejando sus cestas en la tierra, mandó a las moras que apagarán los faroles, sacó el gallo y luego el gato e, ante la mirada estupefacta de las tres mujeres, les acarició la cabeza a los bichos, que permanecieron quietos. E les ordenó que se retiraran, y eso hicieron las mirantes, temblorosas, creídas de que iban a presenciar una brujería, como, en efecto, así pareció.
La bruja les hizo gesto con las manos para que se fueran más atrás e procedió.
Miró a la noche, hizo un cerco con una piedra en la tierra como de una Vara de diámetro, se colocó en el centro de espaldas a levante, puso a la derecha el gallo, a la izquierda el gato, bajó la cabeza e pronunció unos conjuros, mientras sus mirantes temblaban esperando que se presentaran los demonios; luego dio treinta y tres golpes en el suelo con el pie siniestro, e alzó los brazos albriciada.
E sonriendo triunfante le dijo a Wafa que cavara, e la mora obedeció un rato e le pasó el pico a Marian, e ella también ayudó. Leonor no intervino, pues bastante trabajo tenía con secarse el sudor de la frente y con acallar su corazón. Llevaban horadado un pozo de casi una vara e cuando Marian, la cavadora, tocó algo, algo que sonaba a metal e dio un grito:
—¡El oro…!
E las otras tres se acercaron más, temblando, temblando tanto que la marquesa se apoyó en el hombro de Marian, e Marian en el de Wafa, y ésta en la tapia. Se echó al suelo la María y escarbó en la tierra, e sacó unas monedas en la su mano e las mostró. E Leonor se desmayó, o casi, e la atendieron las moras dándole aire con sus capas, hasta que María, la embaucadora, se levantó, se sacó las sales de la faltriquera y le dio a oler a la dama, que volvió en sí sin dejar de temblar, que no había dejado de temblar desde el día anterior.
La María llenó medio saco de oro, de su oro, se lo echó al hombro e, tras dar libertad al gato y al gallo, dijo de volver cuanto antes a casa. Tal hicieron, regresar dejando las herramientas y el agujero sin tapar, la marquesa tranqueando durante el largo camino.
E, vaya por Dios, Leonor no se mostró contenta ni descontenta con el hallazgo, ni agradeció en aquel momento los servicios de María, pues no habló apenas en siete días, pese a que había empleado casi toda su vida en buscar lo que ya tenía. Cierto que, pasadas ocho jornadas, abrió la boca por fin:
—Gracias, María.
E intervinieron las moras:
—Estarás contenta, Leonor, has encontrado el tesoro de los Téllez.
—Tus descendientes te lo agradecerán, pues no tendrán que buscar…
—Tu nombre se escribirá en letras de oro en la historia familiar.
—Todo ha sido gracias a María…
—¡Podíamos haberte preguntado antes!
—La abuela y Juana se hubieran alegrado…
—Catalina, pobrecilla, hubiera rabiado…
—¿Le vas decir algo a Juana?
—¡No, no le pude comunicar ni la muerte de la abuela ni la de Catalina…! ¡No quiere saber del mundo!
—¡Qué pena! Se holgaría.
—¡Catalina también se hubiera alegrado, después de todo…!
—¿Tuviste mucho trabajo, María? —demandó Leonor.
—Oh, sí señora; hube de desencantar a dos espíritus que guardaban el oro desde la época de los moros.
—¡Cuánto vale esta María, Leonor! —indicaba Wafa.
—No hubo cofre, pero sí oro, lo que importa, Leonor, hija —se alegraba Marian, e aplaudía con las manos, quedamente, no la fueran a oír las otras criadas.
Y en éstas, María, que reía por lo bajo, pues no había hecho encanto sino pantomima, preguntó:
—¿Ha pensado la señora Leonor que, para que su familia no busque más el tesoro de don Tello, tendrá que decirlo?
—No tengo familiares…
—Fuera de la familia, nadie sabía nada.
—De otro modo se hubieran presentado ladrones en nuestras casas a buscarlo…
—O hubieran querido comprarlas…
—A Juanico ya se lo diremos…
—Debemos dar gracias a Dios por haberlo encontrado… Yo iré a hacer novena a la ermita del Cristo de la Luz, andando otra vez.
—Te recuerdo, Leonor, que te sentó mal caminata tan larga…
—Os acompañaré, señora —se apuntó María.
Pero en esto pensó Leonor:
—¿Cómo vamos a dejar el tesoro sin vigilancia?
—Las criadas ya anduvieron preguntándose qué sucedía e por qué salíamos tan de mañana aquel día…
—Rebuscarán…
—Y, o lo escondemos, o lo verán…
—Que se quede María custodiándolo —ordenó Leonor y añadió—: Habrá que llamar al banquero para venga a recogerlo y lo guarde.
Al alba María quedóse en la cama, y la marquesa y las moras salieron de casa. Así un día, hasta nueve. E fue que, finalizada la novena y ganada por Leonor la indulgencia correspondiente por ir a la ermita del Cristo, a punto de atravesar la puerta del Alcázar, las tres mujeres oyeron barullo, volvieron la cabeza hacia el Mercado Grande e, no observando nada, continuaron andando, con tan mala fortuna, ay, que un carro que salía por la calle de la Cruz con los caballos desbocados atropello a las tres, a las tres. Wafa vivió un poco más, una hora acaso, pero Leonor y Marian se fueron deste mundo sin alentar. Así lo quiso Dios.
—¡Es muy estrecha por aquí la calle!
—¡Las tres habían vuelto la cabeza e miraban hacia el exterior por el barullo que oyeron!
—¡Es que los caballos corrían desbocados, asustados quizá por alguna causa, arrastrando un carro y sin carretero en el pescante!
—¿Dó está el maldito carretero? —gritaron las gentes, para matarlo.
Las mismas que trataban de reducir a los caballos y recular el carro para sacar los cadáveres de las dos mujeres que estaban debajo… Las gentes que auxiliaban a Wafa que se debatía entre la vida y la muerte, aprisionada contra la pared del Alcázar…
E llegó un preste de la Magdalena, dijeron, e empezó con Wafa a administrarle los Santos Óleos, muy en su tarea, valiente además, pues los animales todavía coceaban a una vara de él, hasta que le dijeron:
—¿Qué hace su reverencia, no ve que es una mora…?
Y, par Dios, que largóse el hombre avergonzado.
E llegaron gentes y más gentes a ayudar contra los caballos que, como no había modo ni manera de reducirlos, acabaron muertos a saetazos, sobre los cuerpos de Leonor y Marian que, destrozados, estaban debajo de ellos.
María de Abando, como no regresaba la señora, mandó a una criadica a la ermita del Cristo de la Luz por ver qué sucedía con ella y con las moras y cómo tardaban tanto. E fue que la moza no pudo pasar por la puerta del Alcázar porque había tres mujeres muertas en el pavimento, tal escuchó. E, saliendo por la de Grajal, llegóse a la iglesuela e no las encontró. Por eso volvió:
—No estaban; habrán entrado en la Catedral —le dijo a María, y le contó que había tres mujeres muertas en la puerta del Alcázar.
A María le vino un vahído, como si se abriera la tierra bajo sus pies.
Varias horas estuvieron las muertas allí, las gentes comentando el accidente, preguntándose quiénes serían, diciendo que eran moras, llamando al imán, hasta que llegó la de Abando, que las reconoció e se las llevó para llamar al obispo y al imán —que echó las bendiciones a las moras de mala gana, pues que adujo que las muertas no frecuentaban la mezquita—, y darles cristiana y musulmana sepultura, respectivamente, pues se encargó ella de todo hasta que llegaron el marido y el hijo de Leonor.
Dios, el que sea, acoja a aquellas tres mujeres de bien. A doña Leonor Téllez de Fonseca, que fue sepultada en la capilla de su abuela, en una tumba de bulto muy bellamente esculpida, en la que sólo era menester grabar su nombre, la que doña Gracia había destinado a su segundo marido, el afamado condottiere don Beppo de Arannola, que nunca descansó donde debiera, quizá porque ya se puede dejar por escrito tal que cual, que no todo se cumple.
El día en que falleció su hermana —la cabeza aplastada bajo la rueda de un carro, el cuerpo coceado y pataleado por cuatro caballos, hasta quedar irreconocible—, doña Juana Téllez de Fonseca, abadesa del monasterio de Santa Clara, de Tordesillas, se levantó a maitines con mal cuerpo, con enormes dolores, con moretones por el cuerpo, e se asustó naturalmente. No por ella, que soportaba con agrado los males que le enviaba el Señor: los sabañones, los reumas, las picaduras de los muchos mosquitos que nacían en el río, sino porque algo, algo que no se atrevía a nombrar, sucedía a lo que más quería en esta tierra, a su hermana gemela y a sus esclavas moras, o a una dellas o a dos. Arreciándole los dolores en los rezos de nona y el corazón andándole a trompicones, como era priora, envió al mandadero del convento a su casa de Ávila para que fuera a ver si, Dios no lo permita, alguna cosa ocurría a sus seres queridos. Y quedóse rezando, ayunando, pues no probó bocado en seis jornadas, las que tardaron en írsele los morados, las que empleó el recadero en ir y tornar. En tornar, ay, con malas noticias que le partieron el corazón, pues ella, que todo lo recibía bien, en aquella ocasión, al ser enterada por la hermana portera de las desgracias, gritó al propio Dios:
—¿Por qué, Dios, por qué? ¿Por qué ella y no yo?
E sus monjas, pese a que no supieron responderle, la atendieron con amor fraterno, se sumaron a su dolor y, a poco, se quedaron pasmadas porque a su maternidad, a sor Juana, le habían salido unas manchas en los pies, en el costado y en la mano derecha, la única que tenía. Aunque la interesada nunca llegó a saber cómo lo supieron, pues guardó absoluto silencio de aquellas manchas, las habitadoras del convento comenzaron a llamarlas estigmas, y llagas de Cristo los villanos de Tordesillas.
Don Andrés Gil Torralba trató bien a María y hasta le agradeció, cuando recompuso un poco su ánimo pues sintió el fallecimiento de su esposa en lo más hondo de su corazón, que se hubiera ocupado de los cadáveres de su mujer y las dos moras. De que hubiera llamado al obispo y al imán. De que hubiera mandado rezar responsos por la marquesa mientras él llegaba y que lo hubiera esperado para el funeral. Es más, le preguntó qué quería hacer en el futuro, dándole casa y el cargo de mayordoma, sabedor de que doña Leonor la apreciaba. Pero, constatando María que el joven marqués, el Juanico, no la quería, pese a que lo había llevado en brazos por las calles de Ávila cuando era infante, presentándolo como hijo suyo y llevándolo a bautizar, optó por vender su casa, llenar sus talegos y volverse a Bilbao.
Y tal hizo sin pensarlo más, pues tenía gana de ver la ría y el mar.