A 23 días de marzo de 1493 don Cristóbal Colón desembarcó en Palos, entre el clamor de la gente que se agolpaba en el puerto para recibir a una nao, dicha la Santa María, la capitana de una flotilla de tres que había largado amarras en el mismo lugar y descubierto, tras un viaje de treinta y tres días, azaroso por demás, unas islas situadas en la Mar Océana, a más de mil leguas al oeste de las islas de Cabo Verde, donde hasta la fecha no había puesto pie cristiano alguno. Pobladas por gentes que no hablaban lenguaje conocido, que andaban desnudas como si allá no tuvieran en honra la honestidad y que, por Dios bendito, se comían unos a otros e se robaban, y que no tenían rey ni reina ni Dios, acaso sólo un dios con minúscula, pues era imposible ponerle nombre, entre otras cosas porque no había modo de entenderse. En el puerto de Palos fue delirio, que bajó por la plancha el almirante Colón, seguido de diez hombres, luego se supo que eran diez indios, tapadas sus vergüenzas con un faldellín, con el pecho al aire, que los hizo ir así para que los viera la población tal como eran: de cabeza redonda, tan ancha de sien a sien como de la frente al colodrillo, de cabellos prietos, de cuerpo mediano, de color blanco más que negro. E los hombres e las mujeres los quisieron tocar y tal les dejó hacer el patrón, que recibía parabienes e pequeños golpes en la espalda y apretones de manos y enhorabuenas. E estaban todos allí, en la dársena, apretados, e en esto una dueña se hizo oír entre la multitud:
—¡Estos hombres tiritan de frío…!
Lo decía la buena mujer por los indios, que temblaban pues soplaba fuerte el poniente, e les dieron mantas de abrigo e cuencos de leche caliente, y el alcaide dio de comer a la tripulación, entre la que había gente de Palos, y a los indios, que se aplicaron al cordero con hambre.
Los mareantes, los descubridores de las islas de las Indias, Dios sea alabado, no paraban de contar y, a poco, la gesta de Colón se comentaba en todas las Españas.
Las comadres, sentadas delante de las puertas de sus casas, hablaban de lo que se oía:
—Los hombres llevan los cabellos luengos como si fueran mujeres.
—Hombres y mujeres van desnudos…
—Como nacieron.
—Sin empacho ni vergüenza.
—Allí no hace frío, al parecer.
—Las que han parido se tapan lo bajo e la boca de la madre con una hoja de árbol…
—Será muy larga y propia para ello; de otro modo…
—Van con los pechos y las posaderas al aire…
—¡Dios nos asista!
—¡Señor Todopoderoso!
—Será menester cristianar a esas gentes para que se tapen, si quieren ser vasallos de nuestros reyes.
E todas convenían, escandalizadas, en que sí, que sí, que los nuevos vasallos se taparan lo que todo buen cristiano tapa.
E los doctores que habían dado carta blanca al viaje del almirante, antes de reunirse con él platicaban:
—La creencia era cierta; felicito a sus mercedes por aprobar el proyecto.
—Salieron las naves de Cabo Verde hacia el occidente y anduvieron treinta y tres días, más de mil leguas…
—Desesperaban, pero quiso Dios que descubrieran una isla…
—¡Un dicho Rodrigo de Triana fue el que gritó tierra…!
—El doce de octubre.
—A la isla le pusieron de nombre San Salvador.
—Encalló la nave en un bajío e bajaron con pregón e bandera y tomaron posesión en nombre de don Fernando y de doña Isabel…
—¡Estuvimos atinados, señores!
—El piloto, don Juan de la Cosa, anda trazando un mapa…
—Lo veremos, señores…
—Llámenlo sus mercedes, que éste no nos hará como don Erasmo de Rotterdam, que no quiso venir por no juntarse con moros y judíos en las calles de Salamanca…
—Felizmente, ya no hay judíos en nuestras calles, señor…
—Lo digo porque fue desaire lo de don Erasmo…
—Los marineros quisieron volver, pero Colón resistió…
—La segunda isla que halló, la llamó Santa María; la tercera, Fernandina, y la cuarta Isabela…
Y así estuvieron mucho tiempo quitándose la palabra de la boca, gozosos de haber atinado a la par que Colón, regodeándose, por otra parte, de la cara que estarían poniendo los doctores que no habían creído en el proyecto del genovés.
Los hombres en las tabernas, entre trago y trago, se hacían lenguas de la gesta del italiano, e muchos ya hablaban del segundo viaje y algunos hasta de enrolarse e ir con él:
—Son tierras de mil hechuras, todas andables…
—De mil naturas, los montes llegan al cielo.
—¿Cómo puede ser eso, zagal?
—¡Es maravilla, te lo digo yo…!
—Yo iré con el almirante, pues hay tierras de mucho provecho…
—Los reyes harán reparto para hacer la población.
—Se dice que hay oro por castigo… Levantas una piedra y allí está…
—Lo peor son las hablas, que los descubridores no se entendieron con los nativos…
—¡Que aprendan ellos el lenguaje de Castilla…!
—Se dice que no tienen armas ni carros ni caballos…
—Llevamos artillería y nos hacemos los amos en dos jornadas…
—Lo mismo que hacíamos conquistando Granada…
—Bombazo va, bombazo viene…
—¡El oro es oro…!
E el prior del convento de La Rábida preguntaba a sus frailes:
—¿Cuántos de vuesas mercedes están dispuestos a embarcar para las Indias a cristianar a esos pobres diablos que no han oído la palabra de Dios?
Y todos, toda la congregación estaba dispuesta a ir en el siguiente viaje de Colón, al igual que muchos otros clérigos reglares y de misa del reino todo.
Sus altezas, los reyes, también hablaban:
—Don Fernando, mi señor, ¿cuántas arrobas de oro ha traído el almirante?
—Creo que arrobas ninguna, algún cestillo, pero dice que hay mucho oro, al parecer, e ha traído especias y simientes de plantas desconocidas, y diez indios de los cuales, alteza, ha dejado ya a cuatro enfermos en Sevilla…
—¿Viene para acá?
—Viene…
—Habrá que bautizar a esa gente, que no es cristiana…
—Que prepare Colón un segundo viaje con más naves…
Y si el asombro cundía en los reinos de don Fernando y doña Isabel, en el resto de la Cristiandad también, e se decía que el rey de Portugal, que había desechado el proyecto colombino, rabiaba, pero lo que dijo el rey a la reina:
—¡Que rabie…!
Llegado don Cristóbal Colón a Barcelona entre aclamaciones, fue recibido en la sala del trono del palacio real por los señores monarcas, que se levantaron para abrazarlo e, dándole un escabel a su lado, observaron a los indios detenidamente, pero sin tocarlos, e doña Isabel enseguida ordenó a sus mayordomos que les dieran ropa para vestirlos. E hablaron con él a la menuda de los avatares, de los sobresaltos, de los miedos y terrores y de la calma chicha que hubo en el viaje, de los fuegos que, de repente, surgían de la mar; de la tripulación descontenta y a punto de rebelarse por el largo recorrido hacia ninguna parte quizá; de aquella mar azul como ninguna otra; de los pobladores que, vive Dios, a más de infieles, eran caníbales; de la flora, de la fauna, de los montes y los ríos, etcétera. E tocaron con sus manos el oro que había traído el almirante en un cofrecillo. E le conservaron el título y aceptaron de corazón darle un porcentaje del monto de los beneficios del descubrimiento, pues lo que capitularon en Santa Fe lo habían confirmado sin convencimiento, como va dicho. E lo que le dijeron:
—Prepare su merced un segundo viaje, que le daremos más…
Y eso, uno, dos, tres y cuatro viajes hizo Colón a las Indias, trayendo poco oro ciertamente, e lo que lamentaba la reina con su marido:
—Oro viene poco, don Fernando; quizá debiéramos enviar a gente que sepa de minería…
—Para sacar fruto, primero es preciso gastar dineros, alteza.
E sí, sí, tenía razón el señor rey.
—No sé si este Colón es más visionario que otra cosa, pues los que han ido con él dicen que confunde la arena dorada de las playas con el rico metal.
—Hombre de lunas sí es…
Y sí, sí, ciertamente lo era.