El rey don Fernando licenció a buena parte de sus tropas dejando una fuerte guarnición en Granada al mando del conde de Tendilla, que era de la casa de Mendoza.
Doña Isabel despidió a fray Hernando de Talavera en razón de que lo propuso para obispo de aquella ciudad y el fraile fuese enhorabuena a derribar la mezquita mayor y en su lugar alzar una catedral, y a tratar de traer a los moros a la fe cristiana.
Doña Juana Téllez de Fonseca regresó la mar de alegre al convento de las Claras de Tordesillas en el carruaje de su abadesa, a rezar, y a malcomer, pues que ni el paso de los años había menguado la cicatería de doña Teresa, que era ya asaz anciana. Sin conocer la historia, el episodio mejor dicho, de un hombre alunado que había tenido la desfachatez de bailarle las manos a su hermana delante de sus napias durante varios días, como diciéndole tengo dos manos, dos, y tú una, y que, según Catalina, era nada menos su señor padre, el desaparecido marqués de Alta Iglesia, pues Leonor nada le dijo al respecto, en razón de que bastante le había preocupado a ella e no quiso perturbarla. La religiosa tornó a sus oraciones, a rezar por su señora abuela y por los pecados del mundo, que nunca viene mal.
La marquesa de Alta Iglesia se despidió de su esposo, que partióse en la comitiva del señor rey, y después de decir en voz alta, para que la oyeran las moras y María de Abando, que viajó con ella, que lo suyo no era matrimonio pues su marido apenas estaba con ella, montó en el carruaje de la abuela y se presentó en su casa de Ávila para curarse la jaqueca y estar lejos de aquel don Juan, que le había ofuscado el pensamiento en los últimos tiempos.
Al llegar abrazó a Catalina, ya sin una pizca de reconcomio contra ella, y a Juanico, que ya era mozo, y dejó que María y las moras lo besaran, cierto que el doncel rechazó a la ensalmera en razón de que no la conocía, y cuando su madre le regañó arrugó el semblante.
Así comenzaron la estancia en la mansión. Juan con el morro fruncido y no entendiendo nada de lo que le aseguraba aquella dicha María, que él la acababa de conocer y ella lo quería besar diciéndole que había sido su madre. La madre verdadera, regañándole. La madre putativa, la María, que deseaba ardientemente volver a hacer de madre, lloriqueando. Los preceptores diciéndole a Leonor que su hijo mostraba poco interés por las letras y los números. Las moras haciéndole el equipaje al Juanico, pues que, por deseo de la reina, iba a vivir con el príncipe de Asturias. La Catalina temiendo albergar una bruja en la casa, nada menos que a María de Abando, que había tenido que huir de Ávila perseguida por la Santa Inquisición, como sabido es y, vive Dios, hablando a toda hora del Santo Tribunal que había incoado proceso contra los vecinos, los Torralba, el arcediano y el obispo, dos de los cuñados de su ama, por descender de judíos conversos, y temiendo por el marido de la señora, porque lo que mal empieza, mal anda y peor acaba.
María de Abando, una vez asumido el desdén que le mostrara Juanico porque no la conocía —qué remedio— fuese a su casa, la limpió, cerró la puerta con llave e, tras llegarse a la tapia de las Gordillas y pisar la hierba que crecía bajo el ladrillo número treinta y tres por ver si alguien había revuelto en su tesoro, tornó a la mansión de la calle de los Caballeros, en razón de que doña Leonor le había insistido en darle casa y posada a cambio de que le aliviara la jaqueca y de los servicios que pudiera hacerle en el futuro. Si tal hizo fue porque a su edad prefería vivir acompañada.
Doña Isabel, aunque los señores tornaban a sus señoríos, permaneció un tiempo en el real de Santa Fe resolviendo ciertos negocios e a la noche hablando con sus damas. E lo que comentaba con doña Clara y la Bobadilla después de cenar:
—Dios mediante, los moros no volverán a las Españas.
—Muchos se van ya a la Berbería; prefieren irse a quedarse, pese a las condiciones excelentes de la rendición…
—¡Vayan con viento fresco, que esta guerra ha costado muchos años, muchas vidas y mucho dinero…! ¡Han permanecido ocho siglos en una tierra que no era suya!
—¿No te he contado nunca a ti, Beatriz, amiga, lo que me ha venido sucediendo con las marquesas de Alta Iglesia y con una dueña, una mujer del pueblo, que es catadora…?
—¿Vos, la mi señora, con agüeros?
—No, ya verás. Es que las cuatro nacimos en el mismo día, a la misma hora y en el mismo año y posiblemente bajo una hermosa luna roja…
—¡Oh, eso es negocio de catar, alteza! —exclamó la Bobadilla.
—Isabel, ¿estás segura que tu señora madre te habló de aquella luna? —preguntó doña Clara.
—Sí, e luego lo dijo la María…
—¿Cómo se llama esa María, alteza?
—María de Abando. Es de Bilbao, pero vive en Ávila donde yo la conocí hace mucho tiempo en la proclamación de mi hermano Alfonso…
—Sé de ella…
—¿Tú?
—Sí, señora… Años ha, me vaticinó que sufriría violencia extrema en un lugar cerrado, la que padecí cuando entró aquel moro en mi tienda en el campamento de… —comentó doña Beatriz.
—¡Oh!
—¡Par Dios, pues es muy buena catadora esta María! —sentenció doña Clara.
—¿Cómo no me habías dicho nada?
—Su alteza no cree en nigromantes.
—Es cierto, pero el otro día, al estar con ella, le consulté sobre la infanta Juana, sobre eso de señalar las cosas con el dedo corazón, como ya sabes…
—¿Qué dijo?
—Que doña Juana tenía un corazón enorme y se enamoraría hasta el delirio, como yo me enamoré siendo doncella con inmensa fortuna… Recordad, señoras, que mal lo tuve para maridar; hasta los ángeles hubieron de intervenir y me hicieron paso para llegar al altar en la casa de Vivero…
—En vuestra boda, alteza, yo estaba a punto de dar a luz a mi primer hijo —sostuvo doña Beatriz.
—Ahora que la guerra ha terminado, mandaré embajadores al duque Maximiliano porque tiene un hijo, llamado Felipe, que me place… Felipe para Juana y la princesa Margarita, Margot la llaman, para el príncipe Juan.
—¡Albricias, señora! Doña Juana será inmensamente feliz…
—Lo que te estaba contando…
Y habló largo doña Isabel de las hijas de la luna roja y de que la coincidencia de nacimiento no había tenido ninguna consecuencia, salvo que estaban bien juntas platicando de esto o estotro.
Doña Beatriz, ya en la soledad de su aposento, se asombró de la coincidencia y de que se hubieran juntado ya en la proclamación del rey de Ávila y, más, de que hubieran llegado a saber que habían nacido tan a la par. Le causó extrañeza que María, muerta su madre y recogida por una bruja al día siguiente de nacer, conociera la hora exacta de su nacimiento, y otrosí las mancas, pues hubo mucho jaleo en la habitación de su madre, según tenía oído. No obstante, se dijo que nada sucede sin causa, y pensó, dejándose llevar por su imaginación, que tal vez las cuatro estuvieren condenadas a sufrir la misma enfermedad y a morir en la misma fecha, pero guardó silencio de semejantes pensamientos. E hizo bien en no decir nada por no embrollar la cabeza de doña Isabel, que si hablaba de aquellos negocios de la luna roja e de su señora hija, que señalaba, al señalar, con el dedo corazón, era por no hablar de los judíos, que no la dejaban sosegar.
Que no es que hubiere sucedido nada extraordinario con aquella gente ciega perpetua, no. Era que los monarcas habían acabado con el poderío musulmán y estaban decididos a terminar con los hebreos, a expulsarlos incluso de las Españas. A expulsar a los que no se quisieran convertir a la verdadera fe, en virtud de que no había otra fe verdadera, pues estaba más que demostrado que Alá había abandonado a sus seguidores. No, abandonado no, sencillamente no existía y, al no existir, al no haber un ser, un ente, llamado Alá, que hiciera, propusiera o dispusiera, era vano encomendarse a Él y pedirle y tal y cual contra los trenes de artillería del señor rey, en virtud de lo que no es, y eso poco servicio puede hacer.
En Santa Fe continuaron rey y reina sus pláticas contra los judíos y ordenaron, mediante provisión, que todos fueran predicados de la doctrina cristiana, e que los que se quisieran convertir buenamente permanecieran en sus casas con todo lo que tuvieren, e los que no, se fueran y presto. Les dieron cuatro meses para abandonar los sus reinos, so pena de muerte, e que no tornasen más a ellos, y se fuesen con todo lo suyo, salvo el oro y plata.
Así mandaron predicar por todas las sinagogas. Las autoridades de ciudades, villas y castillos obligaron a ir a los herejes a las plazas a escuchar el Santo Evangelio y los sacerdotes instruyeron a aquellas gentes, a hombres y mujeres, e se quebraron las gargantas tratando de convencerlos de que el Mesías que esperaban había llegado hacía casi mil y quinientos años, mil y cuatrocientos noventa y dos para ser exactos, y que se llamaba Jesucristo, nacido en carne mortal de una virgen que respondía al santo nombre de María. Y les pedían a gritos que hicieran oídos a la verdad, a la verdad que sus padres y sus antepasados, empecinados en su herética depravación, no habían querido escuchar durante siglos, pero los más la ignoraron otra vez, cegados por la descomulgada doctrina del Talmud, y eso que lo único que tenían a su mano era el destierro y la perdición.
E lo que se quejaba doña Isabel a su marido:
—Mi rey y señor, sus rabinos les predican a la contra…
—¿Qué han de hacer? ¿Qué haríais vos?
—No es lo mismo, señor.
—Lo mismo es… Nosotros llevamos una religión en el corazón y ellos otra, y no sólo eso, sino unas costumbres, un lenguaje, un alfabeto…
—¿Cómo no llega ese Mesías dellos en miles de años para llevarlos a la Tierra Prometida? ¡Cierto que no puede llegar, pues ya vino…!
—Son hombres pacientes… No quieren saber de lo nuestro… ¡Cristo es un error para ellos…!
—¡Son herejes…!
—No se enoje mi reina…
—¡Están ciegos…!
—¡Son judíos…! E fíjese su alteza cuan hondo llevan sus creencias que están malvendiendo lo que tienen e los más se van al África… E trocan una casa por un asno y una viña por dos varas de paño, tan apurados están…
—Se dice que en Fez hay ya cincuenta mil y que muchos han llegado contra viento y marea, desafiando el temporal…
—Esto avala lo que os digo, mi señora.
—No lo entiendo, marido.
—No son cosas de entender… La religión se lleva dentro, muy calada, e se muere por ella… Recordad los miles y cientos de mártires cristianos que murieron bajo el tormento de los romanos…
—Dicen que estas malandanzas se las envía Yavé, cuando Yavé es el nombre hebreo de Dios Padre, el Padre de Nuestro Señor…
—Se van a Portugal o al norte de África, algunos alborozados, como si se fueran a la Tierra Prometida.
—¡Vayan, que en estas tierras bastante mal llevan hecho…! ¡El pueblo grita contra ellos…! Hace años que se levantaron muros en las ciudades para cercar las juderías y hay leyes contras ellos, de antiguo…
—Nos quedaremos sin el tributo de las aljamas… No se han convertido judíos apenas…
—¿El rabino mayor qué dice?
—Se lo está pensando. Le queda tiempo…
—Dígale su alteza que los dos seremos padrinos de su bautizo… Nos vendría bien que consintiera, daría buen ejemplo…
—¡Son gente empecinada!
—¿Santángel, vuestro secretario, qué ha hecho?
—Ha recibido sacramento en Valencia…
—Ha tenido tiento… ¿Hay noticias del papa Alejandro? ¿Se opone a la expulsión?
—No.
—¿Qué os ha parecido que un Borja ocupe la silla de San Pedro? Se dice que sus hijos son ambiciosos…
—Es bueno que un valenciano esté allí…
—¡Su Santidad me ha enviado un retalillo del sayo de Nuestro Señor, es tela de lana basta, que no tenía mejor vestido el Hijo de Dios…!
—¡Llevadlo siempre con vos, os hará bien!
—¡Por supuesto, mi señor, lo mandaré coser con las otras reliquias que llevo con un prendedor en la camisa, vos lo sabéis…! ¡Ea, vamos a descansar que es tarde ya…! Mañana hablaremos del proyecto de Colón, si os place…
—El proyecto lo desecharon los doctores.
—Lo he dado a estudiar a otros… El hombre nos ha pedido doce naos. Si le damos tres y tripulación, para mí que se arregla… Que no es bueno que los portugueses se estén enriqueciendo en solitario en la mar.
—No tenemos un maravedí. La guerra se ha llevado todo…
—Para armar las tres naos deste Colón tengo pensado pedirle a Santángel, vuestro secretario; además, volveré a empeñar las joyas que dejé en la catedral de Valencia antes de comenzar la ofensiva contra Granada.
—Es mucho dinero, ¡tres naves!
—Él pide doce.
—¡Por pedir…!
—Además, quiere ser almirante…
—¿Almirante de qué? ¡Aquí yo soy el almirante, el maestre de las órdenes militares y el rey…! ¿Me recibiréis en vuestra cámara esta noche…?
—Os espero, mi señor.
—¡Señora, me arrodillo ante vos! —se despidió el rey haciendo una exagerada reverencia.
—¡No bobee el rey Fernando, que estamos solos!
Antes de partir para Barcelona, los soberanos llamaron a Colón a su presencia porque doña Isabel tenía empeño en darle las naves, tres de las doce que había solicitado el milanés o genovés, lo que fuere aquel hombre que vivía de mercadear con libros de estampa en Sevilla, persona de alto ingenio, aunque no sabía muchas letras, y muy astuto en el arte de la cosmografía. Que, habiendo leído a Tolomeo y a otros doctores, sostenía como ellos que la Tierra era redonda, haciendo hincapié en que el mundo, un fundamento de tierra y agua, era andable en derredor, por tierra y por agua:
—Yo, altezas, con doce navíos, podría ir y trasponer por el poniente partiendo derecho por el cabo de San Vicente e volver por Jerusalén y Roma, habiendo pasado por el Catay, la India. Y buscaré una tierra que está llena de oro. ¡Vean sus altezas este mapamundi…!
—Nuestros sabios, los segundos que han estudiado vuestro proyecto, nos han asegurado que decís verdad… De consecuente, os daremos tres naves por el tiempo que habéis pedido, abastecidas de gente y vituallas…
—¡Loado sea Dios, los mis señores…! Lo tengo previsto; saldré de Palos en septiembre e tomaré la vía de las islas de Cabo Verde, e partiendo de allí, ya siempre con el occidente en proa, hallaré la tierra que no han hallado los portugueses, e tornaré con el oro… Yo seré el almirante con la bendición de sus altezas…
E lo que dijo con Fernando sovoz a doña Isabel:
—Dar ese almirantazgo es dar nada… Se lo voy a conceder y que se vaya en nombre de Dios y de Nuestra Señora a descubrir.
—Hace bien vuestra alteza, además, si es menester ya le quitaremos…
Partieron los reyes hacia Barcelona con el príncipe, las infantas y toda la Corte, siendo recibidos y despedidos con grandes loores por multitudes de gentes a lo largo del camino, que a la reina se le hizo interminable, pues llevaba las piernas perdidas, con las varices que le quedaron de sus partos reventadas, curándoselas doña Clara con agua alcanforada.
A don Fernando le corría prisa llegar a Barcelona para recobrar, de manos de los embajadores del rey don Carlos VIII de Francia el condado de Rosellón, que lo había empeñado su señor padre para que el francés le ayudara en la guerra de las remensas y que ya terminó en la llamada concordia de Guadalupe, a Dios gracias, dejando a todos contentos, pues derogó los malos usos, incluida la adscripción del siervo a la tierra en el principado de Cataluña.
Fue malaventura porque el día de la vigilia de la Concepción de la Virgen, don Fernando, que presidía un juicio en las gradas del palacio de la plaza del Rey, habiendo acabado, bajó las escaleras y esperó, rodeado de muchos caballeros y ciudadanos, a que llegara su mozo de espuelas con la mula para ir a jugar a pelota. E fue que un hombre, sin duda enviado por Satanás, envidioso de los triunfos de aquel rey de naturaleza mortal, le asestó un tajo de espada en la cabeza, pasando por detrás de la oreja y dañándole el pescuezo hasta el hombro. Al sentirse herido el monarca gritó:
—¡Válgame Santa María…! ¡Traición…!
E todo fueron voces en la plaza e carreras e tumulto.
E viendo el rey que sus pajes intentaban matar al homicida, gritó:
—¡No muera ese hombre…!
Que lo quería para sí, que lo reservaba para su justicia, como no podía ser de otro modo. E ya lo entraron, para curar, al palacio; y al asesino frustrado, que estaba herido también —pues lo golpeó malamente la gente del rey—, se lo llevaron a la cárcel para curarlo también.
Los gritos de la multitud llegaron al cielo, pues se creyó muerto al rey:
—¡Francés es el asesino!
—¡Es navarro!
—¡Es castellano!
—¡Es catalán!
Tal aullaba el personal porque de cualquier país puede ser un asesino.
Y el espanto corrió tanto o más que la tristeza, que se asentó en los corazones de presentes y ausentes, hasta que se conoció:
—¡Vivo es el rey…!
Mas para entonces los hombres ya iban en armas, no fuera a ser el atentado una conjuración de mayor calado y los alcaides de las torres eran idos a ocupar sus fortalezas.
De primeras pareció que el traidor era catalán, mal hombre de natura e alunado, de mal gesto e peor figura, e no extrañó que el diablo se hubiera apoderado de él.
Cuando la reina fue puesta al corriente del mal suceso, de entrada creyó morir, pero salió presto a la busca de su esposo, que ya lo subían sus pajes a los aposentos, e se hizo paso entre las gentes que querían ayudar y ver. Sin una lágrima en los ojos, pero muriéndose por dentro —que es como peor se muere— le tomó la mano e se la tuvo entre las suyas muy apretada. Queriendo morir ella e rogándoselo a Dios, dejó que lo atendieran los médicos para que le salvaran la vida con ayuda del Todopoderoso y, sin perder de vista el lecho del rey, que ya había cerrado los ojos y sufría espasmos a causa de la mucha fiebre, pues que estaba muy herido, permaneció de rodillas durante dos días. De pie, un día más y, sentada, durante otros siete, cabeceando de tanto en tanto, pero siempre atenta a cambiarle el paño de la frente a su marido y a ponerle otro mojado en agua fría. Acompañada del príncipe y las infantas, que le ayudaron en aquel menester y lloraron las lágrimas que ella guardó en su corazón, pues sólo le vino desconsolado llanto cuando su esposó abrió los ojos, ya mejor.
E por atenderlo, por no separarse un instante del lecho del moribundo, tan malherido que estaba, no hizo justicia ella, aunque le hubiera gustado hacerla, pero la llevaron a cabo con su bendición los jurados de la ciudad que dieron al traidor cruel muerte.
Fue llevado aquel diablo por toda la población en un carro, siendo escarnecido por la vecindad de palabra e por los verdugos de hecho, pues en la misma plaza del suceso primeramente le cortaron la mano con que había sostenido el alfanje, luego con tenazas de hierro ardiendo le arrancaron una teta, luego un ojo, la otra mano, la otra teta, las narices e los pies, e le anduvieron en el vientre con hierros ardiendo, e todo, pues le sacaron el corazón por las espaldas… A ver, que no merecía misericordia y, en el mismo carro donde lo habían traído, los verdugos llevaron lo que quedaba de él, un amasijo de huesos sanguinolentos, a la puerta de Aragón, e dejaron que la chiquillería le arrojara piedras, quemara lo que quedaba y esparciera las cenizas al viento, contenta de participar y de que el traidor, un dicho Juan de Cañamares, no fuera catalán.
El rey fue muy bien curado, muy atendido por los médicos, su mujer e hijas, muy visitado por el príncipe, los clérigos, los abades, los señores, los consellers, los jurados y por las gentes de las cofradías gremiales. Recibió cartas de reyes de varios países, de Inglaterra, Francia, de la reina de Hungría que era su hija bastarda; del duque Maximiliano de Austria, del emperador Federico, del papa Alejandro, etcétera.
Tan bien curó que, junto a su esposa, recibió en la primavera de 1493 a Colón, ya vuelto de las Indias, recién descubiertas por él, bendito sea el Señor por tanta ventura, pese a que se llevó a los duques de Medina Sidonia y Cádiz, éste, un preclaro caballero que los cronistas parangonaron al héroe griego Agamenón. Se dolieron los señores de tan sensible pérdida y hasta vistieron luto por él.