19

Los reyes, que habían convocado a todos los señores de los sus reinos para el día 6 de enero, para entrar juntos en Granada y que presenciaran la entrega de las llaves de la ciudad y les honraran a la par que los honraban ellos, como hubieron de personarse en la jornada del 2 a instancias de don Boabdil anticipándose a la fecha señalada, estuvieron recibiendo a nobles, obispos, abades y abadesas, conforme se fueron presentando en el real, e dándoles casa.

La abadesa de las Damas Pobres de Santa Clara de Asís, de Tordesillas, llegó a Santa Fe en un carruaje con cuatro monjas, cinco con ella, y una carreta con la tienda, el equipaje, las provisiones, y con licencia escrita del obispo para abandonar la clausura. Entre las religiosas doña Juana Téllez de Fonseca, que, tras postrarse con sus compañeras ante los señores reyes, abandonó la comitiva obedeciendo una orden de la soberana, que le dijo en voz alta:

—Vaya doña Juana a abrazar a su señora hermana, que le proporcionará grata sorpresa.

Y, en efecto, pidió venia a su superiora y fue acompañada por don Gonzalo Chacón, que la dejó en la puerta de la casa de doña Leonor, e llamó a la aldaba e le abrió Wafa que, antes de abrazarla, sin poderse reprimir, lanzó por su boca el zagharit; en buena hora, pues anunció lo que nadie esperaba, aunque la marquesa, que tenía jaqueca —padecía muchas últimamente quizá de tanta letra árabe como había tenido que corregir—, no oyó el grito por el dolor y porque había mucho jaleo en el campamento donde sonaban pífanos y timbales. Cuando Wafa se recuperó del esfuerzo de clamar tan fuerte y largo, abrazó a doña Juana e le dijo:

—Ven, Leonor se alegrará…

Y en esto se presentó Marian, pues que había oído a Wafa y a Juana, e se la comió a besos, y entrando las tres en la habitación de Leonor, las moras disputándose la mano de la recién venida e estorbándose el paso entre ellas, porque sólo tenía una, la religiosa habló:

—Leonor, he venido a verte…

E, como la marquesa remoloneara en la cama, lo volvió a repetir. Se acercó, acarició la cara de su hermana y alzó la voz:

—¡Leonor!

E la dormilona se alzó como un rayo e la abrazó e se la comió a besos, a la par que le tentaba los huesos, pues que Juana había adelgazado hasta extremos poco saludables e se le notaba, pese al grueso hábito, pues se le marcaban los huesos del rostro e casi no tenía muñeca, y los brazos eran como palillos. E, viendo lo que veía, Marian, que había sido su aya, no pudo evitarlo y se lo dijo regañándola:

—Hija, Juana, pareces un suspiro.

Pero lo dejaron porque, aparte de darle besos y más besos, tenían muchas cosas que contarle, a ver, que llevaban varios años sin verla. Leonor le comentó:

—Me he casado…

—¡Oh! ¿Con quién?

—Con mi antiguo marido…

La oyente quedose pasmada como no podía ser de otro modo, pues había vivido los odios de su hermana a su esposo pero, prudente como era, no hizo comentario.

—He reconocido a Juan como hijo mío y don Andrés también…

—Lo que tú querías, Juana —interrumpió Marian.

—¿Y la abuela? —preguntó por fin la religiosa.

—La abuela murió va para cuatro años; si no te hubieras ido deste mundo, lo sabrías —intervino Wafa.

—¡Me lo podíais haber dicho!

—¿Cómo?

—Viniendo al locutorio, ¿no vinisteis ya?

—¿Recuerdas que no nos hablaste?

—¿No nos mostraste con tu actitud que no volviéramos a visitarte?

—¿No vives enclaustrada?

—¿Acaso escribes y recibes cartas?

—No.

—¿Entonces?

—En el locutorio se recibe a familiares próximos y hasta regalos de comida.

—No quisiste hablar ni vernos apenas cuando estuvimos. Diría que hasta te incomodamos. Me dijiste que no querías saber del mundo ni de sus habitadores…

—¡No entiendes nada, Leonor!; me estaba mortificando…

—¡Hermana, no hay quien te comprenda…! ¡Haber dejado la penitencia para otro día…!

—Tiene razón Leonor, para una vez que fuimos…

Juana, bastante airada, se arrodilló, buscó con la mirada alguna imagen para orar por el alma de doña Gracia y, no encontrando ninguna, tomó el crucifijo que llevaba colgado de la cuerda que le hacía el papel de cinturón, se recogió en sí misma y en aquella guisa estuvo un rato.

Las otras esperaron en silencio. E cuando Juana terminó sus oraciones, tuvieron que oírse:

—Lamento profundamente la muerte de la abuela, pero lo que más me duele es haber estado cuatro años sin rezar por ella, cuando le hubiera venido bien a su alma, que a ningún muerto le viene mal una oración.

Las otras se sorprendieron pero nada contestaron, aunque las moras hubieran podido decirle que ya oraban ellas por el alma de la abuela al señor Alá, y Leonor avergonzarse porque no rezaba casi nunca, y hasta iba a misa los domingos por compromiso, salvo que estuviera en un aprieto e hubiera de pedir alguna cosa.

Después las gemelas siguieron las pláticas:

—Le cogí amor a don Andrés nada más verle y le sigo amando, hermana, que en los negocios del amor no se puede disponer.

—¡Leonor, te recuerdo que le odiaste con toda tu alma!

—Lo recuerdo, Juana, lo recuerdo, pero, al verlo, cambié de ánimo y lo amé y continúo así, amándolo… ¿No amas tú a Dios?

—No compares… ¿Te trata bien?

—Me adora, perdona la fatuidad, pero besa el suelo que yo piso…

—¿E quién administra tus bienes, tú o él?

—Yo… Él no me ha preguntado siquiera por lo que tengo, tiene más que yo…

—¿Cómo un contador del rey? Es contador, ¿no? ¿Puede tener más dinero que la marquesa de Alta Iglesia, uno de los linajes más antiguos de Castilla?

—La vida ha cambiado, los burgueses tienen muchos bienes, los oficiales de nuestros monarcas también, pues son los que promueven las disposiciones reales en los negocios del comercio, ya sea con el rey de Inglaterra o con el sultán de Babilonia…

—¿Cómo murió la abuela?

—En la cama… Una mañana fue a despertarla Catalina y la encontró muerta…

—Cuando entré en su dormitorio olí a cera —intervino Wafa.

—Yo oí el sonido de un tambor a medianoche, pero me aduje que era un mal sueño… —informó Marian.

—Se la llevó Dios —siguió Leonor—… No padeció agonía pues estaba muy bien compuesta… Lloramos harto por ella, incluido lo que hubieras llorado tú…

—El llanto es personal, debiste enviarme recado… De todas formas, me alegro y doy gracias a Dios de que no sufriera.

—Falleció en Alaejos, al día siguiente de derribar el castillo a cañonazos —aclaró Marian.

—¿Encontraste el tesoro, Leonor?

—El de don Tello, no… Pero hallamos un cofre muy grande con un saquete que llevaba treinta monedas de oro romanas, tal dijo la abuela y, es más, aventuró que eran las que cobró Judas Iscariote por traicionar a Jesucristo.

—¿Las de Judas Iscariote? ¡Déjamelas ver!

—No las tengo, se las regalé a la reina…

—¿E son las de Judas? ¿Su alteza las ha dado a estudiar?

—A decir verdad, no lo sé. La señora no me ha dicho nada, pese a que he tratado mucho con ella y trato, pues soy una de sus damas…

—Es una de sus damas principales. Doña Clara, la Bobadilla y ella… —explicó Marian con emoción en la voz.

—Leonor ha traducido y corregido el tratado de rendición de la ciudad de Granada, haciendo grande servicio al reino —continuó Wafa—, lo que hubieras hecho tú también de estar en el siglo.

—No debiste dárselas. Hubieran estado muy bien en mi convento con las muchas reliquias que tenemos allí…

—¡No te dan de comer y aún quieres llevar más! —atajó Marian, pero Juana como si no oyera.

—¿La abuela no se despidió de nadie?

—No, no. Murió de súbito.

—¿La enterraste en el altar fino como deseaba?

—Claro…

—¿Has trasladado ya a sus maridos…?

—No.

—¿Qué has hecho, pues, estos años?

—He servido a la reina y me he casado, que los maridos llevan tiempo, hermana, y doña Isabel me ha tenido tan ocupada que me ha venido jaqueca y he de meterme en la cama y pasar tres, cuatro días, con los ojos cerrados y en la oscuridad y tomar remedios…

—Toma tres veces al día un cocimiento de espino albar, avolino y jalea real, el de la mañana más cargado —informó Wafa.

—Juana —intervino Marian—. Tú mucho preguntar pero no nos has contado nada tuyo…

—Lo mío puede esperar… Tenéis tanta cosa que decirme… Y el niño ¿dó está…?

—Está en Ávila, con Catalina —se apresuró a responder Wafa.

Y en esas estuvieron las marquesas y las esclavas mucho tiempo, dos días sin dormir apenas, doña Juana haciendo esperar su relato. Cierto que por fin habló con poca voz, y dijo con mucha humildad:

—Soy subpriora…

—¡Enhorabuena, Juana! —interrumpieron las tres oyentes.

—Después de tercia, trabajo en la cocina.

—¿Una subpriora trabaja en la cocina?

—Sí, que allí hacemos grandes labores, como rezar a Dios, y otras pequeñas… Hago penitencia; cuando nieva, por ejemplo, ando descalza por la huerta… E, cuando se desata la peste en el verano, sacamos en procesión la imagen buena de Santa Clara e organizamos un hospital… Las monjas lavamos los bubones de los enfermos y quitamos el pus a los moribundos…

—¿Comes mal?

—No, me he acostumbrado a comer poco… Lo peor es el frío, la humedad y los mosquitos del río… Las monjas padecemos sabañones y tremendos reumas, pero bendito sea el Señor que siempre nos ayuda…

—Para el reuma, lo mejor son los fomentos de hojas de sauce —recomendó Marian.

Poco consiguieron arrancarle sus parientes a sor Juana. Es pena, pero tuvieron que acabar las hablas, pues los soberanos llamaron a todos los grandes del reino a su presencia el 6 de enero, fecha prevista para tomar posesión de Granada, aunque ya habían entrado, por lo que ya se dijo.

El rey y la reina estuvieron sentados en sus tronos, alzados sobre un estrado, y dieron a besar su mano a nobles y plebeyos, que también había lugar para la gente del pueblo en aquel acto como no podía ser menos. Leonor y su marido ocuparon sus escaños. Juana estuvo con su abadesa, detrás della, frente por frente de su hermana y contemplando a su cuñado con el cual, como había llegado a última hora, no había cruzado todavía saludo. Y entre la ciudadanía, María de Abando.

Y, ay, como no les había sucedido en muchos años, las cuatro hijas de la luna roja de abril de 1451 sufrieron el ahogo que venían padeciendo siempre que se juntaban las cuatro, que no tres ni dos de ellas. No mucho ahogo, no, el de otrora, e, claro, las cuatro supieron que estaban juntas e miraron por doquiera hasta a sus espaldas, alzando la cabeza para mejor ver.

Las Téllez se vieron a sí mismas y contemplaron a la reina en toda su majestad. Doña Isabel observó a doña Leonor en su escabel entre el conde de Haro y su esposo, y a doña Juana detrás de doña Teresa, la abadesa de las Claras de Tordesillas, e cruzó saludo con ellas. Pero ninguna de las tres atisbo a María de Abando en la parte reservada al pueblo, donde la dueña estaría, de estar. Estar estaba, sí, no les cabía a las tres damas ninguna duda, que lo del ahogo no lo sentían estando tres ni dos juntas, sino las cuatro, en la ocasión que fuere, en lugar abierto o cerrado, e sólo en tales momentos e no en presencia de papas o emperadores que estuvieren. De primeras no la vieron pero luego sí, en primera fila María, que ya se las había arreglado como fuere, seguramente haciendo uso de sus artes, para hacerse paso entre el gentío y verlas también, pues que padecía, o mejor sentía, que doloroso no era, jocoso acaso, pues que al rato de saber las cuatro que estaban allí las otras tres, e habiendo cruzado miradas entre sí, mismamente como en la vez última, desapareció el ahogo. Notaron las cuatro que les remitía el ansia, y que sólo quedaba cruzar sonrisas, que no risas pues no era lugar, sino sonrisas de complicidad, y eso.

Que tenían gana de juntarse las cuatro y comentar aquello. Las marquesas, exageradas como eran en las cosas de su vivir, tal vez hubieran dado en ese momento la mano que cada una tenía por estar con doña Isabel y la María a solas; la María también hubiera dado, pero no tenía nada que dar, pues los cristianos que entraran a liberar a los cautivos del Albaicín de Granada se habían quedado con todo lo que tenían los prisioneros, con lo que ella poseía después de tantos años de servir a doña Zoraya; y la reina a gusto hubiera acabado con la recepción y saludos y llamado a las otras hijas de la luna roja para platicar largo con ellas y sentarlas a su mesa, aunque volviera a escandalizarse doña Clara, aunque todo el reino se enterara, su marido incluido y sus hijos, de aquella descabellada historia de «las hijas de la luna roja», cuya única perversidad era un pequeño ahogo, pero hubo de guardar el protocolo la gran dama, y asistir al banquete que dio seguidamente, pues tras ocho siglos, unos de dominación, otros de declive musulmán, por fin las Españas eran cristianas y la larga guerra de reconquista había terminado, al Señor sean dadas muchas gracias y loores.

Cierto que, al día siguiente, las llamó sin esperar al alba, enviando mandaderos a la casa de las marquesas e haciendo buscar a María por todo el campamento.

E presentáronse las tres albriciadas de lo más, como ella mismamente las esperaba, pese al ahogo que les vino a la garganta a todas nada más se vieron. La reina les dio a besar su mano e ya sin protocolo les dijo:

—Me huelgo las mis señoras de que hayáis acudido tan presto a mi llamado.

Tal saludaba la gran dama con voz trabada.

E razón tenía porque las marquesas se habían hecho el lavado del gato con el agua de la aljofaina de su habitación e ido presto, e la María sin lavarse.

E las cuatro, aunque respiraban con cierta dificultad, sonreían e doña Clara, que estaba presente, también. Le había solicitado doña Clara a la reina estar allí porque cuatro ojos ven más que dos y cuatro oídos oyen el doble que dos, por ver si entre las dos llegaban a alguna conclusión de qué era aquello de la luna roja de abril, pues que los sabios del reino no sabían della.

E siguió doña Isabel hablando, e dirigiéndose a la María, que permanecía un tanto retrasada, a la espera de poder hacer un aparte con doña Leonor para preguntarle por Juanico, le demandó:

—¿Qué ha sido de tu vida, María?

—Mala vida he tenido y tengo, alteza —respondió la interpelada balbuceando y acercándose a la soberana—. No mala porque me haya faltado de comer o porque haya pasado miseria, sino porque he estado cautiva en Granada durante siete u ocho años, que hasta la cuenta he perdido, encerrada en una almunia, sirviendo a un ama… Además que, preguntando ayer a la gente del marqués de Cádiz, supe que soy viuda… Lo que ya me temía, pues mi marido que era un gran soldado fue muerto en la toma de Málaga escalando el castillo junto a otro famoso capitán, un dicho Ortega de Prado, a saetazos, Dios los tenga con él, como un valiente, eso sí… E más, hace cuatro jornadas me arrebataron los cristianos que entraron en Granada a poco de abandonar la casa de doña Zoraya, la sultana viuda del rey Muley Hacen, de la que fui cautiva, todo lo que tenía, que no era poco, pues la dama pagó un alto precio por mí, y al concederme la libertad me tornó el dinero, pues me había tomado cariño…

—¡Oh, María, qué historia más triste…! —se lamentó Juana.

—¿Cómo, qué te quitaron?

—Todo, alteza; sólo me dejaron este vestido. Me vaciaron la faltriquera… y hasta me quisieron violentar… No tengo siquiera una blanca para regresar a Ávila…

—Yo te daré lo que necesites —interrumpió doña Leonor.

—Yo no tengo nada —aclaró doña Juana—, pero mi hermana te dará, ya lo has oído.

—¿Quién te quitó, María?

—Unos soldados…

Al cuarto de hora de conversación ninguna de las cuatro hijas de la luna roja se habían dado cuenta de que ya les había desaparecido el ahogo y que hablaban con su voz.

—No te preocupes que me ocuparé dello. Ya tenemos sabido el rey y nos también que, pese a nuestras órdenes, se han cometido desmanes en la ciudad y que se ha desposeído a algunos moros de lo suyo… ¿A la soldana la despojaron también…?

—No sé, alteza, que salía con mi zurrón cargado a la espalda, e me asaltaron unos soldados e me arrebataron el talego e no valió que les gritara que yo era cristiana en buen castellano…

—¡Deben recibir su merecido, cien azotes, por saqueadores…!

—¡No seáis cándida, doña Juana; horca, merecen horca…! —regañó la reina a la marquesa.

—No temas por no haber dineros, que estás conmigo —abundó doña Leonor con María.

—Te devolveremos lo que sea menester —dijo la reina.

—Yo también te doy, dueña, lo que precises —se ofreció doña Clara.

—Muchas gracias, las mis señoras.

—Oye, María, ¿doña Zoraya es mujer placera?

—¡Oh, no, mi señora, es una gran dama…!

—¿Se casó por amor?

—Por un amor como no hay otro…

—Oye, oye, que nos amamos mucho a nuestro marido el rey…

Al oír esa frase de doña Isabel, María recordó cómo, con qué simpleza, con qué conjuro tan magnífico había abierto un corredor entre el gentío que llenaba la casa de don Juan de Vivero para que la entonces todavía princesa pudiera llegar al altar y casarse con el hombre que amaba, pero abandonó la remembranza, pues que estaba en conversación.

—Y yo al mío, a don Andrés…

—¿Se ha maridado la señora Leonor?

—¡Sí, por ventura mía, con don Andrés Gil de Torralba, e Juanico es ya legalmente mi hijo y de mi esposo, y será marqués si la señora reina lo tiene a bien…!

—¿Conocías tú al pequeño Juan? —preguntó doña Isabel a María.

—Sí, alteza, que lo traté de fiebres…

—Ya es un doncel… Como a mi hijo, el príncipe, el rey y nos le estamos poniendo casa, lo haremos paje suyo…

—¡Favor me hacéis, alteza! —se apresuró a contestar Leonor.

—Vuestro linaje y vos lo merecéis… Nos habéis hecho grande servicio con vigilar el árabe del tratado para la rendición de Granada…

—¡Favor me hacéis, alteza…!

—¡Ea, señoras! ¿En estos años habéis pensado en la luna roja del día en que nacimos?

—No, señora, no —contestaron las marquesas a la vez.

—Yo la he visto, en las soledades de la casa de doña Zoraya… Iba a vigilar un cerezo y…

—¿E qué, a qué conclusión has llegado? —interrumpió la gran dama, y María no pudo hablar del cerezo ni del sabor de sus cerezas, cuando les hubiera gustado a las señoras.

—¿Conclusión…? No creo que sea extraordinaria esa luna…

—¡Tú dijiste que traía felicidades!

—Sí, pero lo dije por decir, por hacerme valer, que cuando lo dije era joven e decía muchas necedades…

—¿Ayer sintieron sus mercedes el ahogo? —demandó la soberana.

—Sí, alteza.

—¿E se os pasó?

—Sí, rápido además…

—¿Y hoy?

—Nada más entrar, señora.

—A mí me ha pasado ya…

—Y a mí.

—Y a mí, la mi señora…

—A mí también… Dirás, María, lo que dirás, pero el hecho es que las cuatro, al estar juntas, sufrimos una cierta ansia… Ansia que yo no he padecido al tratar con doña Leonor a solas… ¿Y vos marquesa?

—Yo la sufrí ayer y hoy, pero no en ocasiones anteriores…

—¿Lo ves, doña Clara…? Lo del ahogo lo tenemos las cuatro, pero se va presto… Cierto, que el hecho es que existe…

—Afortunadamente, alteza, no trae precedentes ni consecuentes ni nada que lamentar.

—¡Pero yo quisiera saber a qué se debe…! —insistía la reina.

—Hay cosas, hija, que suceden porque sí —comentaba doña Clara, aunque para sus adentros barruntara que ese sofoco que las unía, algo de hechizo debía de tener, y pudiera achacarse a que ninguna de ellas conociera de verdad el amor de una madre, que es como el aire, que da aliento, y nadie que lo conozca lo olvida.

—Tiene razón doña Clara —apuntaba Juana.

—Cuando hay luna y ha llovido aparece roja, señorías —aseveró la María.

—¿Y qué?

—Pues nada, igual que cuando está blanca —terciaba Leonor—. Lo de la luna no es nexo; de otro modo todas las gentes que nacieran en una luna u otra tendrían una relación entre ellas, e no es así…

—Nunca se ha oído que dos criaturas nacidas a la misma hora y día tengan el mismo destino, aunque lo pretendan los nigromantes, en razón de que los astros del cielo, la luna también, están en su lugar, e sin embargo el nacido tendrá tal oficio o tal otro según la familia en que tenga la suerte o a la desgracia de nacer, o el país…

—O según qué religión practiquen sus padres…

—O de qué raza sean…

—No somos todos iguales, por supuesto.

—Entonces ¿qué sucede con esto del ahogo?

—Yo tengo para mí, alteza, que es cosa nuestra, personal, de las cuatro —explicó María—. Que nos azaramos mucho la primera vez que nos vimos e otrosí en las siguientes…

—Podría ser, María…

—Quizá tenga razón María —adujo Juana—, pues nosotras éramos doncellas más bien pacatas…

—Nos subían los colores por cualquier nimiedad.

—Era cosa de la pubertad.

—Es el hecho de vernos…

—Lo de hoy quizá se deba a que a todas se nos va la «enfermedad»…

—Entonces eso de haber nacido en el mismo día, hora y año, bajo una espléndida luna roja ¿no es lo que nos produce el ahogo?

—No, señora, somos nosotras mismas…

—Es algo interno de cada una…

—Durante la «farsa de Ávila», alteza —explicaba María—, sufrimos harto miedo porque no se derroca a un rey y se pone a otro así como así. Luego, como nos habíamos conocido, nos pusimos ya nerviosas y los nervios traen ansia, que bien lo sé… E ya como la reina fue y es reina y las marquesas, marquesas, e yo una pobre mujer del común, sufro el ansia como cosa mía y no me parece disparatado padecerla, ni que se repita en vuestras señorías por lo mismo, porque no en vano juramos las primeras al rey de Ávila, lo que fue alta traición, salvo que sus mercedes tengan algo que explicar o que aclarar…

—Y sí, sí, tal fue, alta traición.

—Es de la ocasión, como ayer y hoy mismamente.

—Bueno, señoras mías, dejemos estar esto de la luna roja… Nos —decía la reina— hemos consultado con hombres sabios e nos han asegurado que no es privativa del mes de abril, que aparece roja cuando ha llovido y que en primavera puede provocar grandes heladas. Por otra parte, es posible que María haya razón y sea cosa nuestra, pues que éramos muy chicas cuando el triste episodio de la proclamación del rey en Ávila, e nos también nos ruborizábamos por todo.

—Empezamos coloradas de rostro e continuamos del mismo modo… —sentenció Juana.

—Es una buena solución para el problema, alteza —asintió doña Leonor—, que sea negocio de nuestras cabezas.

—Es lo más acertado —cortó Juana—, a más que no trae males ni bienes…

—¡Afortunadamente! —sentenció doña Clara—. A más, que no sé… En el acta de nacimiento de doña Isabel no quedó escrito nada de la luna, aunque sí decía que entraba la luz por la ventana del aposento…

—¡Dejémoslo…! Oye, María, mi hija la infanta Juana cuando señala una cosa con el dedo lo hace con el corazón en vez de con el índice, como es común. ¿A ti qué te parece eso?

—Ya no hago magias, alteza, desde que…

—¡No me lo digas, que no quiero saberlo…! Háblame del dedo de la infanta…

—Lo primero que me viene a las mientes es que la doncella, si tal hace, será porque tiene un gran corazón.

—Un corazón que le rebosa e se sale de su lugar —apostilló Juana.

—En efecto, tiene un gran corazón —declaró la reina y preguntó—: ¿Será feliz?

—Será muy feliz, hasta donde se puede ser feliz en este mundo e, como vos, vivirá enamorada de su esposo e tendrá muchos hijos e muy buenos…

Acabado el encuentro que la reina de Castilla, León, Aragón, etcétera, mantuvo con el resto de las hijas de luna roja de abril de 1451, las otras, camino de su casa, quisieron saber por qué no hacía magias María, e se quedaron pasmadas con lo que les respondió ésta:

—Porque convertí a un hombre en perro, y lo dejé…

Y ya en su casa no se atrevieron a preguntarle nada sobre ese particular ni sobre otro, y eso que le dieron cama en el cuarto de las moras. Tras saludar, una a su marido, otra a su cuñado, cenaron y se fueron a la cama a no dormir por lo que habían oído de labios de María que, necia ella, les había dicho que trocara a un hombre en perro, cuando por mucho menos quemaban brujas en los reinos de don Fernando y doña Isabel.

Pero al día siguiente, al desayuno, las dos gemelas le demandaron al unísono sin haber cruzado palabra entre ellas:

—¿Puedes resucitar a un muerto?

Ambas lo decían por doña Gracia, que en gloria esté, pues les hubiera gustado tenerla con ellas.

Pero no, no, quiá, que María de Abando bastante tenía con conservar su propia vida.