18

No llevaba doña Leonor un mes en Ávila cuando la reina volvió a llamarla a su lado para que continuara con el tratado del señor Boabdil. Tras azuzar a las costureras que le cosían varios trajes de gala y sin acercarse a la casa de los Torralba, a setenta pasos que estaba de la suya, siquiera para dar el pésame a sus cuñadas por la muerte de la madre, pues les guardaba resquemor porque ella y su hermana habían penado en aquella mansión por un trozo de tocino que fuera, siempre comiendo menudillo de cordero y pastillejo de pollo, abandonó el palacio de la calle de los Caballeros con las moras, en el carruaje de su señora abuela, contenta como unas pascuas, pues en la vega de Granada habría de reencontrarse con su marido.

A Catalina la dejó guardando la mansión y al Juanico. Tal dijo, pero en realidad la dejó castigada, no se lo tenga Dios en cuenta, aunque quizá le fuera bien un escarmiento por metomentodo. A Juanico le buscó un maestro racionero que le enseñara los números y un dómine para la gramática.

Durante buena parte del camino, Leonor fue contando a sus esclavas la desdichada historia del Santo Niño de la Guardia tal como la escuchara de labios del señor obispo, que le habló del proceso que había culminado con los homicidas y herejes en una hoguera instalada en el Mercado Grande. Un niñico asesinado y martirizado por unos judíos malvados… Una criatura de corta edad que fue llevada con embustes a una cueva en la localidad de La Guardia, de ahí su nombre, cercana a Ocaña, a quien los judíos no sólo le habían sacado las mantecas sino también el corazón con grande tormento, cuando no se hace tal a un cristiano ni a un infiel. Hablaba doña Leonor:

—Sepan las mis moricas que en Astorga fueron encontrados y detenidos los asesinos por orden del inquisidor Torquemada, e que al último le encontraron entre las ropas una Hostia, e ya sabían los inquisidores que habían dado muerte a un niño y, tras crucificarlo, andado con su corazón…

—¡Qué horror!

—¿Cuántos hombres fueron, Leonor?

—Ocho o diez, los más judíos y alguno converso… Con la Hostia, el cuerpo del crucificado y con el corazón del niño hicieron magia negra e se lo comieron como si comulgaran…

—¡Por Alá!

—¿Les darían tormento?

—No merecían otra cosa…

—¡Tormento y hoguera, hijas…!

—Menos mal que los moros somos otra cosa, que no matamos así ni hacemos herejía…

—¡Pareces necia, Marian; todos los hombres son igual de malos!

—Sí, sólo es menester no ser capaz de permanecer con el ánimo templado o encontrar el momento para perpetrar una tropelía, o tener la ofuscación y maldad suficiente para llevarla a cabo —explicaba doña Leonor.

—Pues bien muertos están —sentenciaba Wafa.

—Hace cuatro meses que sucedió… Fueron los primeros herejes quemados en Ávila.

—¡Qué horror…!

En efecto, horrible era y la población estaba conmocionada.

En la misma Santa Fe no se platicaba de otra cosa. Hasta don Andrés Gil de Torralba se lo comentó espantado a su mujer, que estaba no menos despavorida, incluso antes de yacer con ella en la tienda que les habían dado los aposentadores de la reina, e hubieron de beber un vaso cumplido de vino antes siquiera de entrar en hablas de amores y para hacer el acto luego.

Pero pasaron los esposos mala noche e toda la gente del real. Sucedió que la reina le hizo cambiar a una de sus doncellas una candela por otra, pues era muy gruesa e daba mucha luz e no podía la dama dormir, y que merced a ese duermevela la reina salvó la vida. Al oler a quemado y abrir los ojos, contempló cómo ardía la tienda con grandes llamas e salió corriendo en camisa de dormir, que ni un manto pudo echarse por los hombros. Sin que sus varices le impidieran la carrera, se precipitó hacia la tienda de su esposo, que descansaba en plácido sueño pero se despertó a sus voces, y con él todo el campamento. Fue en buen momento pues así no hubo que lamentar víctimas, pero las llamas se propagaron rápidamente por el arbolado y ramaje de por allí, quemando las casas de madera que había e muchas joyas, riquezas y ropas.

La marquesa de Alta Iglesia, su marido y sus criadas también tuvieron que correr y, a poco, llorar con todos, pues a finales de mes llegó la triste noticia de que el príncipe don Alfonso de Portugal, el marido de la infanta doña Isabel, había muerto al caerse del caballo. Aun antes de que levantaran casas de ladrillo en el real de Santa Fe para evitar otros incendios, se presentó la infanta —que había gozado de su matrimonio visto y no visto y eso que no hubo malos augurios— cubierta de luto ante sus señores padres, que se dolieron con ella mismamente como el reino todo.

E quiso Dios que llegara el día en el que los secretarios y escribanos dieran por finalizado el protocolo en castellano del tratado con el rey Boabdil para la rendición de Granada. E quiso también que llegara el día en que doña Leonor Téllez de Fonseca diera por terminado el diploma en árabe. E que los moros de Granada no tuviesen nada que comer. E que los monarcas citaran al rey moro para la firma el día 25 de noviembre próximo veniente. E que el musulmán aceptara firmar los capítulos y se comprometiera a entregar las escasas fortalezas que tenía, incluida la Alhambra, siempre que lo dejasen en su ley y en lo suyo, y diera cuatrocientos rehenes. E que firmaran los apoderados del moro y del rey y de la reina el dicho día, conviniendo en que los soberanos entrarían en la ciudad el 6 de enero de 1492, Dios sea loado.

Pero sucedió que, cuando ya estaba todo concertado, se alzó un hombre en Granada diciendo desvaríos, e con aquellos dislates e gloriando a Mahoma e asegurando que vencerían ellos, consiguió que le siguieran veinte mil hombres. Alborotaron hasta tal punto que el rey Boabdil, que ya, según lo firmado y sellado, era un señor más entre los señores de los muchos reinos de don Fernando y doña Isabel, hallándose de visita en el carmen de su madre la soldana Aixa, que tenía casa en el Albaicín, casi lindera con la de la señora Zoraya, llamó a los alborotadores por ver qué deseaban. Como supiera que no se querían rendir, los exhortó y les conminó a la capitulación, primeramente porque era bueno el pacto firmado y rubricado, y por otras dos razones muy principales: que las despensas estaban vacías y no había para comer.

Por eso envió cartas a don Fernando para que entrara cuanto antes en la ciudad, al día siguiente, el día 2, en vez del 6 que era lo pactado. Y dicho lo dicho y hecho lo hecho, volvióse a la Alhambra con lágrimas en los ojos y con rabia en el corazón, a más que tuvo que oírse de labios de su madre:

—Llora como mujer, ya que no has sabido defenderla como hombre…

Se refería la reina mora a la ciudad de Granada. Pero decía mal la dama, pues que fue en exceso cruel la señora Aixa, pues Boabdil había luchado con todas sus armas, hombres y dineros durante diez años contra los castellanos que, mismamente como si fueran demonios, la habían emprendido contra el reino moro de Granada, había sido herido múltiples veces y hecho prisionero, había pactado con don Fernando y doña Isabel, con los dos peores diablos que hubiere podido encontrar; él, con sus cañones en primera línea de fuego socavando murallas y fosos, ella, que era mujer varonil, con su hospital en la retaguardia auxiliando a los suyos, pertrechando el ejército y, al socaire, minando la moral de los contrarios porque una mujer estuviere haciendo labores de hombre… Él, Boabdil, que había conseguido que su madre y las otras mujeres de su señor padre, Alá lo tenga en el Paraíso, pudieran llevarse lo mismo que tenían o seguir en el Albaicín con sus prácticas religiosas sin que las incomodara nadie porque don Fernando era rey de palabra… Él, que había repetido mil veces que Alá había abandonado a los musulmanes de Granada, pecando incluso de impiedad y exponiéndose al castigo eterno… Él tuvo que oírse lo que oyó de labios de la mujer que le había dado el ser, lo de:

«Llora como mujer, ya que no has sabido defenderla como hombre…»

Los soberanos de Castilla, León, Aragón, etcétera y ya también de Granada, se presentaron el día lunes, 2 de enero, en la población con mucha compaña, muy ordenados sus batallones, con el estandarte que traía la Cruz bordada, abriendo paso un piquete de soldados. Ellos muy bien arreados, con la corona en las sienes, en mulas, flanqueados por obispos y nobles armados con lanzas —entre ellos don Andrés Gil de Torralba—, seguidos de las damas de la reina —entre ellas la marquesa de Alta Iglesia—, e mucha gente de milicia e ya gente del pueblo que había venido hasta de Sevilla y Córdoba para contemplar con sus propios ojos la rendición de la ciudad.

La reina, hermosísima, aviada con un brial estrecho obrado en oro y con manto de gran valor de tela árabe tartarí, tentándose durante todo el camino el pecherito de reliquias que llevaba prendido en una magnífica camisa de ranzal. El rey, muy erguido en la mula, con muchos arreos de oro y plata y otrosí el príncipe y las infantas.

E salió el moro con grande séquito, montado en caballo blanco, antes de que llegara la comitiva a la Alhambra, e la gente del cortejo le hizo calle, e fue que Boabdil quiso abajarse del bicho para arrodillarse ante su señor don Fernando e fue que el rey no se lo consintió, de tal manera que sólo pudo besarlo en el brazo, e le entregó las llaves diciendo:

—Toma, señor, las llaves de tu ciudad, que yo e los que estamos dentro somos tuyos…

Tal dijo el moro con la cabeza alta y con voz clara, pese a que todavía resonara en sus oídos la frase cruel de su madre. E estuvo un tiempo, poco, el que tardó el rey en pasar las llaves a la reina que a su vez las entregó al príncipe y éste al conde de Tendilla, e fuese a sus heredades de Val de Purchena, en las Alpujarras.

Los cristianos, que sabían muy bien lo que habían de hacer, al mando del dicho conde tomaron la Alhambra de lo más alto a lo más bajo y alzaron el estandarte de Jesucristo en la torre de la Vela, la más imponente de todas. Los soberanos, con su familia toda, entraron en el palacio y se humillaron ante la Santa Cruz, los obispos cantando un tedeum y los hombres gritando alborozados mientras los musulmanes echaban la tranca en sus casas e mandaban a las mujeres al sobrado:

—¡Castilla, Castilla!

Obedeciendo a sus capitanes, mientras los monarcas tornaban al real de Santa Fe, los soldados tomaron todas las puertas e desarmaron a los moros, e no tuvieron una palabra buena para los muchos que lloraban por la pérdida del reino, ya que los más habían empleado diez años de su vida en conquistar la plaza.

No tuvieron palabra buena ni en aquel momento ni después; es más, luego hubieron de sofocar varias revueltas y poner orden en desconciertos y alborotos a lanzadas, que no había otro modo con los musulmanes, que eran de ánimo tornadizo y levantisco como se demostraba día a día.

image3.png

Cuando al día siguiente de la posesión de la ciudad, los castellanos llamaron a la puerta de la soldana Zoraya preguntando si había allí cautivos cristianos, María de Abando ya había sido liberada por su señora y echado a andar por las calles con su talego al hombro:

—¡Vete, María! ¡Que Dios te acompañe mientras vivas…! Ha sido grato conocerte… Te voy a devolver los dineros que me has ido abonando por tu rescate. A Dios…

E María recibió de manos de la mora, que ya no mentaba a Alá, sino a Dios-Dios, un saquete con dineros y un pan. Los tomó, los guardó en el talego, le besó la mano y echó a caminar, pensando que mejor haría la sultana vistiéndose de sayal y marchándose también.

E bajaba María hacia la puente del Darro por estrechas callejuelas cuando, de repente, se encontró en un tumulto y conque unos —moros, seguro— habían atravesado un carro y, parapetados, arrojaban saetas contra otros, moros o cristianos, que se refugiaban en unas casas. E retrocedió cien, o doscientas varas para, al torcer una esquina, casi tropezar con un hombre que, tras el primer sobresalto y pedirle excusas por el encuentro, reconoció de inmediato, pues no era otro que el extraño sujeto que andaba medio desnudo, el vecino de Ávila que bailaba las manos, el que había llevado a Juanico a casa de las marquesas de Alta Iglesia cuando a ella la perseguía la Hermandad.

Como no era momento de preguntarle por su salud, ni de alegrarse ni de contrariarse por el encuentro, ni de pensar en el pasado, sino de salvar la vida, pues quienes fueren, moros o cristianos, subían hacia el Albaicín armando ruido, lo tomó del brazo e trató de correr con él, pero el hombre, necio, no quiso emprender carrera e se quedó allí meneando las manos, lo que mejor hacía, y fue ella la que echó a correr. En vano, porque la alcanzaron unos hombres, cristianos para más señas, que le quitaron el talego con el dinero y el pan que le había dado la señora Zoraya e aún le hubieran quitado la virtud, de tenerla, pues le dijeron groserías y la miraron con ojos de lujuria y hasta la llegaron a ofender:

—Ven, morica, que te haremos feliz…

A lo que ella respondió:

—No soy mora, soy cristiana e llevo siete años cautiva en Granada…

Entonces los tipos se llevaron la mano al casco pidiéndole disculpas y no le tornaron el talego, pero la dejaron ir.

María puso pies en polvorosa camino del campamento castellano, donde las buenas gentes la socorrieron y le dieron de comer, y hasta manta le dieron, a Dios gracias, porque no tenía un maravedí. Y fue en torno a una hoguera donde oyó decir que doña Isabel, la reina, se había bañado al regresar de la toma oficial de la ciudad de Granada y que, después de diez años —los que llevaba empleados en la guerra— había pedido, por fin, camisa limpia. Tal escuchó, pues unas mujeres explicaban que la soberana no se había cambiado de camisa en todo aquel tiempo por cumplir un voto. A la ex cautiva se le hizo extraño y achacó las hablas a la maledicencia, pero no comentó nada, pues estaba más que cansada, y durmióse.