De visionario, trataron las damas de doña Isabel en el alcázar de Jaén a aquel Cristóbal Colón que decía saber llegar al Catay y a la China por el occidente cuando micer Marco Polo había llegado por el lado contrario, por el oriente, y que necesitaba doce naos bien pertrechadas para llevar a buen fin sus proyectos que, dicho sea, habían sido desechados por el rey de Portugal.
Lo recibió la señora un tiempo después de haber escuchado su nombre en boca de doña Juana Velázquez, el aya del príncipe don Juan, que ya no ejercía de tal porque el doncel había crecido y andaba ya con sus ayos y maestros, en fin, con hombres. Fue a los pocos días de atender a dos frailes de Jerusalén que venían de embajadores del sultán de Babilonia e, cuando lo despidió, tras asomarse a la ventana y observar que continuaba nevando en aquella tierra de gélidos inviernos, comentó con sus camareras:
—Ha dicho ese Colón que fray Juan Pérez, el abad del monasterio de La Rábida, me escribió abundante hablándome de él…
—Se perderían las cartas, alteza.
—Con tanto trajín como llevamos, siempre con los baúles, las ropas, los enseres, las vituallas, los papeles…
—Ha citado con mucha prédica a Plinio y a Tolomeo…
—¿Quién es ese Toscanelli que ha nombrado?
—Es imposible que las costas de China estén a dos mil millas de las de Portugal… Los navíos del infante don Enrique, dicho el Navegante, ya recorrieron esas millas y llegaron a la Guinea…
—A dos mil y cuatrocientas millas…
—Lo habéis entendido mal, doña Mencía, este Colón quiere ir al Catay dejando la línea de la costa, largando amarras y dándose al viento…
—Es un aventurero…
—¡Y un valiente!
—Es un visionario…
—Se trata de una travesía tan larga que ningún navío puede llevar todas las provisiones precisas para que la tripulación no se muera de hambre.
—Los portugueses le han negado dineros, aunque aseguran que no es imposible doblar el cabo de las Tormentas, que está en el extremo sur de África…
—Es hombre honrado; lo ha dicho expresamente.
—Se ha mostrado muy seguro de sí mismo.
—Cristianizar a las gentes del Catay sería bueno…
—Micer Marco Polo no pudo hacerlo…
—Los venecianos siempre han pensado sólo en los dineros…
—Cuando tomemos Granada y convirtamos a los moros, podremos ocuparnos de llevar la palabra de Dios a otros pueblos…
—El Señor lo verá bien y nos lo tendrá en cuenta a la hora de morir…
—Paren las hablas sus mercedes, que el rey y yo no vamos a forzar a los musulmanes de Granada a la conversión; los dejaremos libres y que practiquen su religión. Es lo que estamos acordando con Boabdil —cortaba la reina.
—Hacer otra cosa sería alargar más esta guerra que va a cumplir diez años.
—Hombres y mujeres necesitamos descanso.
—Hasta las bestias lo merecen.
—Nuestras arcas están vacías, estamos vendiendo juros de heredad sin medida y pidiendo joyas, todo para acabar cuanto antes —informaba doña Isabel.
—Fray Juan Pérez está con él, pero los duques de Medina Sidonia y de Medinaceli le han denegado ayuda a ese Colón.
—Don Alonso de Quintanilla también está por él; asegura que no hay que dejar solos a los portugueses en el negocio de la mar, que es asunto de Estado —decía la reina—. No obstante, mejor será dejarlo para cuando conquistemos Granada.
—Alteza, tengo para mí que es hombre terco e que volverá.
—Para que pueda vivir le daremos una ración… De no haber habido visionarios no tendríamos las islas Canarias en nuestros reinos, ni los portugueses hubiesen llegado al extremo de África…
—Ni micer Marco Polo hubiera llegado…
—Son hombres necesarios, los visionarios, sí…
Y en esto entró don Gonzalo Chacón con una carta en la mano, de un tal fray Antonio de Marchena, otro fraile de La Rábida, en la que el clérigo apostaba por el proyecto del tal Colón, nada más fuera por llevar la cruz de Cristo allende los mares.
E sí, sí, la reina le dio pensión a Colón, doce mil maravedís al año, pero también ordenó que hombres de ciencia examinaran al pormenor su proyecto.
Doña Leonor Téllez de Fonseca no pudo asistir a las conversaciones de la reina con el tal Colón. Supo dellas lo que corría por el campamento e tan siquiera se detuvo a pensar en eso de ir a las Indias por el occidente, pues que estaba muy ocupada. A ver, que le había encargado su alteza supervisar las capitulaciones de la ciudad de Granada, pues ya no había reino; sólo quedaba una ciudad, aunque muy fortificada, y unos montes, dichos Alpujarras, con escasa población e ningún puerto a la mar. Llegaban los emisarios de don Boabdil todos los días a Santa Fe con alguna pretensión más y, aunque tuviera escribientes que le hacían el trabajo, quizá porque la reina había tenido piedad de ella —dado que le faltaba la mano derecha, la que se utiliza comúnmente para tal menester—, había de revisarlo todo.
Pretendía que el primer borrador le quedara sin manchas ni tachaduras e que las tildes que representan ciertas vocales árabes, que no tienen letra, quedaran claras, no fuera a confundirse una por otra y hubiera problemas de interpretación, a los que los perdedores se agarran siempre como a clavo ardiente. E había de consultar con los oficiales que los reyes dedicaban a la redacción del tratado y hasta con doña Isabel porque don Boabdil incluía en el lote de sus mujeres a su madre, la soldana Aixa, y a la soldana Zoraya —la renegada, que era su madrastra—, con lo cual ni los secretarios ni ella sabían qué hacer ni qué permitirle o darle o dejarle.
Ya no se trataba sólo de que los hombres y las mujeres de Granada fueran a ser después de la conquista lo que ya eran, libres, ni de que siguieran practicando su religión, ni de que lo que estaban dispuestos a firmar sus altezas los reyes y don Boabdil no fuera tregua, como en el tratado anterior, sino una paz por los siglos de los siglos, ni del asunto de las mujeres del rey moro. Era, además, que su marido andaba sirviendo al rey, y que Catalina le había ido con una historia o historieta o cuento o especulación o disparate o desventura o, todo lo contrario, ventura, o vaya vuesa merced a saber, que la venía trastornando. Tanto que hubo de pedirle licencia a doña Isabel para que la dejara marcharse un tiempo a Ávila, a arreglar unos asuntos. Tal le dijo, nada más fuera por no ver al hombre desastrado que había aparecido en la comida de sus bodas sin ser llamado, y que no había dejado el campamento al parecer, y que, ya muy vestido y lavado por orden de doña Isabel, la esperaba a la salida de la casa donde trataba con los embajadores de don Boabdil y, como haría un loco, le bailaba las manos, como queriéndole decir que él tenía dos, y ella una.
Eso le decía con impertinencia propia de orate, incomodándola. En razón de que eso no se dice, de que nadie se lo había dicho ni hecho ver, pero a los soldados les hacía gracia el hombre, y más que, como había sido honrado por la reina, no se atrevían a despacharlo y aquí le daban un pan, allá una fruta y allá un plato con guiso de cordero. Les hacía gracia que moviera las manos e sólo dijera que se llamaba don Juan, y por allí andaba el sujeto campando a sus anchas.
Pero a doña Leonor no le hacía miaja de gracia, pues le había dicho Catalina que aquel hombre era don Juan, su señor padre, el marqués de Alta Iglesia que, pese a andar alunado por demás, había estado presente en todos los acontecimientos importantes de su vida y de la de su hermana: en su primera boda, al entrar Juana en religión, y cuando se había casado por segunda vez. Y no era casualidad que estuviera ni que hubiera pretendido entrar en el lugar de la celebración para participar en tan fausto acontecimiento, ni que fuera a buscarla al acabar el trabajo en la casa del rey en Santa Fe —casa, porque palacio no era— ni que le moviera las manos delante de su faz.
Muy atribulada habló Catalina, mucho, mostrando harta pesadumbre por no habérselo comentado antes e, dicho lo dicho, añadió que había aparecido una semana antes de las primeras bodas e luego muchas veces en la puerta de la casa de la calle de los Caballeros, e que ella le había socorrido dándole un pan o un cuenco de sopa.
Doña Leonor en aquella ocasión echó en falta a la abuela, Dios la tenga con Él, más que nunca, e le respondió a Catalina:
—Es imposible lo que dices… Un Téllez no se aloca así como así… No hay noticia de un Téllez loco…
—Que no haya noticia no quiere decir nada, la maldición o la enfermedad unas veces se hereda pero otras es personal… Además, don Juan tuvo motivo para alocarse y más.
—¿No era hombre valiente? ¿No había luchado en las guerras del rey don Juan? ¿No era buen cristiano? ¿Un cristiano se asusta porque le nazcan dos hijas mancas? ¿Vosotras mismas tuvisteis miedo?
—¡No!
—¿No nos criasteis a mi hermana y a mí en el amor de Dios? ¿No hubiera podido hacer lo mismo él? ¿Se le notó a mi padre algún extravío?
E Marian, que había sido su niñera decía:
—¡No, no!
—Quizá tuvo mucho susto el hombre… El susto grande o el miedo lleva a las personas a enloquecer —sostenía Wafa.
—Dice que se llama don Juan, no dice Juan, dice don Juan, lo único que dice… Pero con el gesto te está comunicando que él no tuvo culpa de que nacieras sin mano… Es tu señor padre, niña; hónrale…
—No sigas Catalina, o te mandaré dar de palos…
—No te equivoques otra vez, hija mía, que ya lo hiciste con tu hijo, ahora acoge a tu señor padre… Mírale a los ojos atentamente y descubrirás los de tu hermana Juana.
—¡Calla la boca, Catalina!
—¡Por Alá, calla Catalina!
—¡Maldita mora, no te metas en esto!
—Leonor, no permitas que Catalina me llame maldita —suplicaba Marian.
—¡Callad todas, pardiez!
—¡No se dice pardiez, Leonor!
—¡Malditas todas…! No sé qué hacer… ¿Por qué, pardiez, dices que me he equivocado con mi hijo?
—Lo digo, pero no te enojes… El otro día me preguntó cómo, de repente, tiene padre y madre y antes era huérfano…
—¡Oh, me agobiáis; no sé qué hacer…!
—Consulta con la reina o con doña Clara, que te tienen cariño.
—Se anuncia que vienen a Santa Fe y que, para finales de año, han previsto firmar el tratado con el rey Boabdil…
—Pues no sé cómo van a firmar tan pronto si yo no tengo la Cabeza para hacer mi tarea y aún he de revisar todo lo que han escrito los moros, no nos engañen, e no puedo concentrarme en ella…
—¿Son muchos pliegos, Leonor?
—¡Muchos, demasiados…!
—Te quedan seis meses, vas holgada de tiempo…
—Le he pedido permiso a doña Isabel para pasar un tiempo en Ávila y me lo ha dado… Haced los baúles que nos vamos cuanto antes… Así se quedará aquí ese hombre, ese don Juan…
—Nos seguirá —afirmó la cocinera.
—Pues lo sentiré por él… Te digo, Catalina, e no lo repetiré, que nunca he tenido padre y que ahora por un capricho tuyo no lo voy a tener… Que no me hubiera abandonado, que fue cobarde don Juan Téllez… E no pretendas convertir en víctima a ese sujeto, que las únicas víctimas somos mi hermana y yo…
—¿Acaso no te hemos querido más que a nuestros propios ojos? —preguntaban las moras muy compungidas.
—¡Sí, pero me viene Catalina con esta matraca y no sé qué hacer…!
E no se habló más de aquel hombre, de aquel don Juan, porque así lo quiso Leonor, pero Catalina rezongó para sus adentros:
—Leonor no quiere complicarse la vida, y menos quiere a un hombre que venga a mandar a su casa. Doña Gracia tampoco lo hubiera reconocido.
Le vino bien a doña Leonor descansar en su casa de Ávila, y eso que se llegaba a menudo a las ventanas de la calle de los Caballeros por ver si veía al hombre. E no, no, no aparecía. A más, que tuvo la mente en otra cosa. En el proceso contra los asesinos del santo Niño de la Guardia que tenía lugar en aquella ciudad. E otrosí estaba el asunto de encontrar preceptores para su hijo, que, por deseo expreso de doña Isabel, habría de entrar en la compaña del príncipe don Juan y vivir con él en la casa que sus señores padres le estaban montando en la villa de Almazán.