Extraordinario servicio le hizo doña Leonor, en el real de Santa Fe, a la señora reina de Castilla, León, Aragón, etcétera, con los moros y moras que apresaban los soldados cristianos, pues los interrogaba en su presencia cuando doña Isabel quería saber. Por ejemplo:
—¡Arrodíllate, que estás delante de la reina de Castilla…! ¿Quién es ese moro que viene a rondar con un estandarte colgado de la cola de su caballo?
—Se llama el-Tarfe…
—¿Cómo osa el maldito llegarse hasta aquí con las palabras Ave María bordadas en el paño y arrastrándolo por la tierra con ganas de provocar?
—No sé, yo soy un pobre labriego…
—¿Cuánta gente armada hay en la ciudad?
—No lo sé.
—¡O hablas o te mandaré azotar! ¿Cuántos caballos hay?
—No lo sé; yo tenía uno rucio, pero me lo han arrebatado los rumís…
—¿Tú eres de los que van a los campos a buscar trigo o fruta y luego la venden en Granada?
—Sí.
—¿Tienes familia?
—Sí.
—¿Tienes dineros?
—No.
—¿Alguien pagará rescate por ti?
—No.
—Pues, o te conviertes y recibes el bautismo o serás esclavo para siempre…
—Ya lo soy; no puedo ir ni venir… Los rumís me impiden el paso y aun me apresan cuando nací libre…
—¡No seas insolente! Háblame de los movimientos de tropas.
—No sé nada.
—Nada, alteza, no quiere hablar.
—Que se lo lleven e que pase otro.
E pasó una madre con un hijo, un zagalillo, e doña Leonor inició su interrogatorio:
—¡Arrodillaos los dos! ¿Cuánta gente de Granada está con el rey Boabdil?
—No sé —respondió la madre.
—¿Y tú, chico?
—¡No sé!
—¡Estáis delante de la señora reina de Castilla, hablad! ¡Mujer, o hablas o llevaremos a tu hijo a galeras!
Y la mujer, que a fin de cuentas era madre, hablaba de lo que veía u oía en la ciudad: que no había para comer; que el hecho de que los rumís asolaran la vega había causado mucho daño.
E doña Leonor respondía a las lágrimas de la dueña:
—Fue menester quemar y talar la vega tratando de azuzar al enemigo para lograr su rendición…
—Yo nada tuve que ver, soy una pobre viuda… E mi hijo es mozo. Ruego a su señoría que no le haga daño e se apiade de mí si tiene hijos de su carne…
—¿Daño yo? Al contrario, le voy a dar unos lamines —e doña Leonor cogía unas galletas de una bandeja que tenía a su lado sobre una mesita y alzaba la mano con ellas—. Toma muchacho… E dime, ¿qué piensa la población?
—Casi todos quieren resistir; es más, un alfaquí ha pronosticado que, si aguantamos cuarenta días, los rumís levantarán el campamento, pues vienen grandes males, mucha lluvia y catástrofes e inundaciones e crecidas de los ríos…
—¡Vaya, por Dios, alteza, esta mujer dice ha de haber grandes catástrofes!
—¿De qué tipo, doña Leonor?
—Inundaciones, señora.
—Las soportaremos y sufriremos si nos las manda el Señor… ¡Dígale su merced a la prisionera que no llore, que no le hemos de hacer daño ni a ella ni a su hijo, que nos también somos madre…!
—¡No llores, que no te hemos de hacer daño…!
—¡Váyase su merced a descansar a su tienda, que llevamos larga jornada!
Le ordenaba la reina a doña Leonor, a sabiendas de que estaba recién casada y había de atender a su marido. Y la marquesa se iba contenta.
E tuvo razón la cautiva, pues descargó una grande tormenta ensopando a todos, e aún no se había secado la tierra que se presentó la langosta.
Alejada la tormenta de Granada por la bruja Salima que era extraordinaria hechicera, como reconocía María sin que le doliera porque era mujer capaz de admitir los méritos de otros, la tromba descargó en la vega, en el campamento cristiano, causando grande daño e dejando a los castellanos calados hasta el tuétano.
En el carmen de la sultana fue celebrado el éxito de la encantadora con mejor comida. A más que, pocos días después, cuando llegó la calma a los cielos y se fueron las nubes, la misma, visto el éxito y jaleada por las mujeres de la casa y por el ama, envió al real enemigo una plaga de langosta.
Doña Zoraya se mostró albriciada, pues la bruja estaba haciendo más daño al ejército castellano que los propios moros, si bien el fin estaba próximo. Ya podía salir el-Tarfe arrastrando por la tierra el estandarte con el Ave María, el mismo que un dicho Hernando del Pulgar había clavado en la puerta de la mezquita mayor en un alarde de valentía pocos días atrás. Ya podían él y otros caballeros responder al reto cristiano, que en Granada llevaban las de perder, aunque bien era cierto que en el real de los reyes los hombres se quitaran las langostas de delante de los ojos, de las espaldas e de la cabeza. Es más, guardaban sus vituallas envueltas en lonas, e cogían las mantas de las camas e las volteaban para combatir a los bichos quitándoselos unos a otros, e barrían el suelo, tan enfebrecidos como habían disparado los cañones o estragado la vega, e los quemaban sin descansar ni de día ni de noche, pero llevaban las de perder los moros porque en Granada ya no había qué comer.
Además que, en el huerto de doña Zoraya había brotado mollar la última cereza, a saber si amarga también, del último cerezo que florecía de siete años a esta parte, y si amarga era, Alá no lo permita, lo más tardar a fin de año se cumpliría el vaticinio e la ciudad, que apenas quedaba más del reino moro, se rendiría para siempre jamás.
Entrado el verano, la sultana fue con sus sirvientas al árbol, arrancó la cereza, la mordió un poquico, lo justo para conocer su sabor, hizo un gesto de desagrado e la pasó a las que con ella iban y todas convinieron en que la cereza sabía amarga. E todas, menos María, arrojaron por su boca el zagharit, con motivo, e lo volvieron a repetir cuando la tal Salima, puesta al corriente de los avisos del cerezo, corroboró el vaticinio, pues demostrado estaba que los enemigos resistían las cabalgadas, las tormentas, las plagas de langosta, y los demonios todos. Dijo la bruja:
—Las desdichas son como las cerezas que unas traen o llevan consigo otras…
La noticia corrió por el Albaicín, cruzó el Darro, llegó a la Alhambra y se extendió como si fuera fuego por toda ciudad hasta la ribera del Genil, e hubo pavores e alborotos en la puerta de Elvira.
Algunos hombres fueron a gritar a la casa de doña Zoraya, le echaron en cara que hubiera guardado en secreto el sabor de sus cerezas y que fueran siete e terminaran en una y que ya no hubiera ninguna, pues que de haberlo dicho hubieran sabido a qué atenerse y respondido a la ofensiva castellana con más brío. E arrojaron piedras por encima de la tapia.
El rey Boabdil se reunió con sus visires, ulemas, alfaquíes y el Gran Imán, y les habló de pactar con el adversario. Los almuédanos, a más de rezar las oraciones a sus horas puntualmente, arengaron a los pobladores varones para que tomaran las armas y salieran en algara contra el enemigo, como hubiera hecho Abd al-Rahman III, el Victorioso, el que domeñó a la Cristiandad allá en el siglo X.
Las gentes acopiaban comida, los ricos comían carne picada por la moscarda, lo que había; los pobres carne de perro, la que tenían, e se temía por el agua, no fueran los castellanos a poner barreras en los ríos. Los capitanes hacían cavar trincheras a los cautivos cristianos tratando a la desesperada de defender la plaza, pero todo estaba perdido e nada hacían los hombres con llenarse los cabellos de ceniza y con postrarse horas veinticuatro en las mezquitas pidiendo favor a Alá, al Profeta, a Fátima, la hija del Profeta, al hijo de la hija del Profeta, etcétera, que no. Que no era tiempo ya, que la traición de Boabdil contra su padre no había sido grata a los ojos de Alá y había perdido al reino.
¡Que se perdiera de una vez la ciudad, que entraran los cristianos en Granada cuanto antes, que se dejaran de tratos y arrasaran que, con suerte, presto María sería libre otra vez, e volvería a su casa de Ávila, la abriría e le reclamaría a doña Leonora Juanico! Se presentaría en el palacio de la calle de los Caballeros y pediría la devolución del niño, del muchacho, vaya, e se lo llevaría con ella e le pondría un maestro como tenían los hijos de la sultana para que le enseñara letras y números. Lo tomaría de la mano, le daría mil besos, le diría que lo crió durante un tiempo, sin decirle cuánto, pues no fue mucho por circunstancias de la vida, y que había estado cautiva en Granada muchos años.
Tal pensaba María paseando por la huerta, llegándose al cerezo, levantando la mirada al cielo y viendo la luna roja, cuando estaba roja, o blanca, cuando estaba blanca, o llena o en cuarto, según estuviere. Al pie del cerezo, vigilando el árbol por si daba más frutos, por si dispusiere Alá que más frutos diere. Para avisar, cumpliendo órdenes de doña Zoraya, que, alunada, pedía muerte por los pasillos de la casa. Pues la dueña, a más de no haber conseguido reducir el espíritu de su marido, tenía a los cristianos cada día más cerca, como todos los pobladores, y para mayor desgracia el rey Boabdil le había pedido a sus hijos para darles educación con los hombres, como era costumbre hacer con los varones. E, claro, la sultana se ahogaba en sus propias lágrimas e pedía a la Salima, o a cualquiera que supiera aojar, que echara mal de ojo al soberano.