15

Se presentó doña Leonor Téllez delante de la reina vestida de luto de los pies a la cabeza, e doña Isabel tornó el semblante, pues adivinó qué había sucedido y, tras darle a besar su mano, le preguntó:

—¿Ha fallecido doña Gracia, vuestra abuela?

—Sí, alteza.

—Dios la tenga con Él…

—Así sea.

—La tendrá, marquesa, que era mujer de prendas… —Tal expresó la soberana y abrazó a la dama.

E ya pasó a decirle lo que quería. Deseaba que, como conocía el árabe hablado y escrito, interrogara para ella a los prisioneros moros que hicieren en lo sucesivo, durante el año siguiente, cuando emprendieran campaña por la parte de Murcia.

E doña Leonor se holgó mucho por la deferencia que le hacía la primera señora de Castilla, a más que la reina pronto la consideró una dama más e le tomó más cariño del que ya le tenía porque no en vano era una de las cuatro hijas de la luna roja de 1451.

La dama se habituó a sus compañeras, a las otras camareras que, advertidas de su tara y como mujeres corteses que eran, nunca miraron cómo llevaba escondido en el pliegue de la saya el brazo manco. Además, tenía a su lado a las dos esclavas moras, a Catalina y al niño que, ya bastante crecidico, hacía pequeñas tareas, como si fuera un criado, llevando mensajes, limpiando zapatos, y acarreando baldes de agua para el baño. Lo que había barruntado la abuela, que dijo que sería criadico para que las gentes no sospecharan de su procedencia. Y eso.

Anduvo la marquesa de Alta Iglesia detrás de la reina y de la infanta Isabel, su carro el vigésimo —el primero era el de doña Clara, el segundo el de doña Beatriz de Bobadilla, el tercero el de doña Beatriz Galindo, la que enseñaba latín a la señora, etcétera—, ya fuera a la guerra, ya fuera a holgar. Como cuando, tomada Baza y otras plazas con grande esfuerzo de hombres y armas, sus altezas se juntaron con el rey el Zagal, que salió a su camino para entregarles Almería. E fue que se apeó el rey moro e besó el pie y la mano del señor rey y que éste se abajó un poco y lo abrazó e cambió montura con él por hacerle honra. E hecha la entrega y enviados los alcaides cristianos para apoderarse de la ciudad, los monarcas decidieron pasar allí la Navidad y haber placer.

Fueron a hacer monte el rey, la reina, la infanta y el rey moro y su mujer. Doña Isabel llevaba a la diestra a su señora hija y a la siniestra a la marquesa de Alta Iglesia, para que le tradujera los parlamentos con la reina mora. Leonor lo hacía rauda y preguntaba:

—¿Va don el Zagal enojado acaso?

—¡No, no! —respondía la mora en árabe con poca voz.

—Tiene mala cara… Que no haya pena, que nos le daremos lo mismo a don Boabdil, que es mucho.

—¡No, no! —insistía la mora.

E Leonor traducía aquella boba conversación, que no tenían las damas qué decirse, al parecer, para luego asentir a lo que doña Isabel le comentaba en voz baja cuando la musulmana se adelantaba o se retrasaba con sus doncellas:

—El rey moro mira mal a la reina, y si la ha traído a esta montería es porque vengo yo con mi marido; de otro modo la hubiera dejado en casa, que los moros no andan con sus mujeres por la calle, e lleva rabia porque, aparte de ceder Almería, ahora tiene que ir con su mujer para honrarme a mí.

E sí, eso era.

E menos mal que los hombres iniciaron la caza en un paraje cercano al mar, pues que así las damas pudieron contemplar, las moras a un lado, las cristianas a otro, cómo los podenqueros batían el lugar y cómo los señores empuñaban los venablos, e no tuvieron que platicar.

A poco el corazón de todas palpitó, pues se oyó que los cazadores acosaban a un lobo que, para librarse de la muerte, se había echado a nadar en la mar. Azuzaron las mulas para observar con sus ojos cómo nadaba la fiera mar adentro e cómo un mozo cristiano se desnudaba y, en bragas, se echaba a bracear en pos de él. E presto, por el oleaje, no se pudo ver ni al hombre ni al animal e los creyeron ahogados, pero no, porque ambos dieron la vuelta y alcanzaron tierra. Entonces el propio rey Fernando entróse con su caballo en el agua, mojándolo hasta la silla, e mató al lobo a lanzadas siendo muy aplaudido.

Doña Leonor asistió a la comida que ofrecieron los reyes por la Pascua de Navidad, con las otras camareras, en el alcázar de Almería, e fue en aquel lugar donde, ay, le ocurrió lo que nunca hubiera creído que le pudiere ocurrir, tontamente además. Pues que al cabo de unos días comentó con sus criadas:

—Muchas cosas suceden tontamente. ¿Quién había de decírmelo a mí…?

E no terminaba la frase, e las otras permanecían en silencio, pues no sabían qué decir, a más que, en aquella delicada cuestión, mejor callar…

Y es que subía doña Leonor a las habitaciones que le habían asignado los mayordomos de la reina por una escalera ancha, ella en el medio, las moras, una cada lado, y Catalina con el Juanico de la mano, detrás, con cierta fatiga por el hecho de subir, cuando ¡Dios de los Cielos! en un descansillo se topó con su antiguo marido, don Andrés Gil de Torralba, quien se ruborizó, como no podía ser de otra manera, a la par que ella. En razón de que la violentada en la corta relación que mantuvieron, la agraviada en consecuente, era la marquesa y no el caballero, e bien pudo gritar la dama o insultar al hombre o echarse a correr aterrorizada al encontrarse con un monstruo, que para ella don Andrés no había sido otra cosa. E fue que el caballero, que iba muy engalanado, cedió el paso a la dama haciéndole una cumplida reverencia; es más, se la quedó mirando a los ojos con algo más que curiosidad y sin asombro o sorpresa ninguna, como si hubiera propiciado el encuentro y, aún más, le hizo una carantoña al Juanico en la cara e le sonrió. E volvióse a inclinar cumplidamente y permaneció observando cómo la marquesa, sin volver la vista atrás, se recogía en sus aposentos. Las moras y la cocinera volvieron la cabeza e lo vieron mirar.

E fue que, entrando en la habitación, doña Leonor suspiró y sus acompañantes, que no ella, supieron por qué suspiraba, e la quisieron distraer las tres a la par para que no volviera a hacerlo; por eso hablaron y hablaron sin haberse puesto previamente de acuerdo:

—La reina te honra mucho, Leonor.

—Estarás contenta.

—Cuéntanos lo del lobo que ha matado el señor rey.

—Se dice que un mozo ha perseguido al animal nadando…

—¡Qué valiente!

—¡Dejadme, dejadme, por Dios!

Y Catalina le decía:

—Escríbele carta a Juana para decirle lo de doña Gracia.

Y aquella vez Leonor no respondió lo que siempre contestaba a aquella recomendación: que Juana le había dicho expresamente, cuando la visitaron, que no quería nada del mundo, y si no lo hizo fue porque andaba entontecida.

Durante la noche, la marquesa suspiró abundantemente, que la oyeron las moras, tanto cuando se levantaba a orinar como durmiendo, e lo que comentó Wafa con Marian a poco de amanecer:

—Eso es amor, te lo digo yo —decía Marian.

—¿Tú crees?

—Amor se presenta de repente…

—La señora no se enamoró cuando debía, pienso que tratará de no hacerlo ahora que es ya mujer madura.

—¡El amor no se puede detener, te lo aseguro, Wafa!

—¿Cómo lo sabes? ¿Te has enamorado alguna vez, Marian?

—¡No, pero se oye!

E Catalina en la habitación aneja, rezaba arrodillada delante de un crucifijo y pedía al Cristo que no permitiera el enamoramiento de su señora, máxime de aquel rufián, tal lo llamaba.

Pero Leonor, cumpliéndose lo que le vaticinara María de Abando, que le leyó las rayas de la mano cuando se reunieron las cuatro hijas de la luna roja de 1451 en el alcázar de Toledo, y dijo que se encontraría con gratas sorpresas en poco tiempo y se vería sumida en un amor profundo, sin recordar el agüero se enamoró perdidamente.

Tal lamentaban las criadas entre ellas; tanto se embelesó su ama que hubiera sido capaz de hacer una tontería, pues el amor de juventud, y aún más el tardío, hacen perder el seso, y andaba la mar de alocada y riente como unas pascuas… Pero no fue menester hacer ninguna necedad en razón de que don Andrés, que no se había vuelto a casar, se enamoró también de su antigua esposa y, pese a que tenía mucho trabajo porque era contador del rey y estaba preparando los dineros para el matrimonio de la infanta Isabel con don Alfonso de Portugal que se celebraría en Sevilla el año próximo veniente, procuraba no separarse del rey en virtud de que doña Leonor tampoco se alejaba de la reina y, así, verla. Y así verse ambos, puesto que la marquesa también deseaba ver a su enamorado y esperaba ansiosa los billetes que le enviaba, primero pidiéndole perdón, y hablándole de amor luego.

E fue que el día en que doña Leonor se topó con don Andrés en el rellano de la escalera noble del alcázar de Almería, y cruzó mirada con él, una inmensa paz se adueñó de ella. Cierto que aquella paz al instante se tornó en turbión e durmió mal aquella noche, levantándose mil veces a orinar, y las siguientes. E sólo de pensar en él le palpitaba el corazón y se mostraba impertinente con sus criadas.

Doña Isabel, que sabía lo que era el amor, la observó atentamente durante una semana y al octavo día le comentó a doña Clara:

—Tengo para mí que la marquesa de Alta Iglesia está enamorada de su antiguo marido y que él le corresponde.

—Y tanto, hija; no se oye otra cosa en la Corte.

—Si se casaran enmendarían aquel desatino que hicieron de separarse tan pronto…

—Ya que mencionas a doña Leonor, te voy a decir lo que corre por ahí, aunque es disparatado…

—¿Dime?

—Se cuenta que el criadico que lleva la marquesa es su hijo…

—¡Una madre no hace sirviente a su hijo…!

—¡Una madre desesperada hace muchas cosas!

—¡Imposible! Doña Leonor tiene muy buen corazón… De un tiempo acá he tenido ocasión de conocerla más, y me consta…

—No se trata de eso, Isabel; imagínate qué escandalera se hubiera organizado en Ávila de saberse que estaba empreñada. Además, le hubieran quitado el hijo, dándoselo al padre… Ella buscaba separarse a toda costa porque su marido la violentó…

—Quizá lo tramó todo la abuela, que era mujer de recursos…

—No sé. Te digo lo que se oye, aunque ya sabes que por hablar las monjas rezan…

—Más en los mis reinos, donde campa la calumnia y la maledicencia. Este don Andrés ¿quién es?

—Es de los Torralba de Ávila, una familia de conversos.

—¿Cristianos nuevos?

—Sí. Don Andrés es contador de don Fernando, un buen contador, según mi marido.

—Que se entere don Gonzalo lo que pueda dellos. Si es un buen hombre les allanaré el camino y hasta seré su madrina de bodas…

—¡Ten tiento, Isabel!

—¿Mejor dejarlos?

—Sí, que se apañen ellos.

—Doña Leonor es una hija de la luna roja de abril de mil cuatrocientos cincuenta y uno, como yo… Debo ayudarla…

—De momento, déjalos estar, hija mía; te lo recomiendo.

Don Andrés y doña Leonor se las arreglaban de maravilla. Si en una fiesta damas y caballeros bailaban la gallarda, ellos formaban pareja y, a más de tenerse la mano muy prieta, entre brinco y brinco se musitaban al oído palabras de amor, pero como si las gritaran, porque toda la Corte sabía de sus amores. Si los reyes iban acá o acullá, ellos se las ingeniaban para darse la mano en la entrada o en la salida de tal acto o tal otro, si cabalgaban el hombre se escabullía de la comitiva del rey y se personaba en la de la reina, ante la portezuela del carro de su amada. E todo el mundo hablaba dellos.

Leonor vivía en un ensueño, como si habitara en el país de las hadas, sin acordarse para nada del tesoro de los Téllez, eso sí, echando a faltar a la abuela que seguramente hubiera comprendido y aún espoleado el amor que llevaba en su corazón, que otra cosa no era. Y ya podían las criadas advertirle y recordarle la jugarreta, la fechoría, por no utilizar palabras más gruesas, que le hiciera don Andrés, que hacía oídos sordos. Es más, se mostraba dispuesta a contarle lo que de verdad sucedió y hablarle del Juanico, pues así sería marqués, lo que había pretendido doña Gracia sin conseguirlo, pues que Dios la llamó de repente.

E no comentaba estos pensamientos con sus sirvientas, pues de sobra sabía que, si bien nada le decían al respecto, estaban contra aquello. No obstante, cada día estaba más preparada para hacer lo que debía hacer en justicia, pese a que las gentes la pudieran tildar de embustera.

Una tarde, al crepúsculo, se retiró de los aposentos de doña Isabel más temprano de lo acostumbrado, aduciendo que sufría media jaqueca y, tras dar las buenas noches, dejó a las camareras jugando a las damas y bordando o leyendo, e fuese a sus habitaciones a encontrarse con su amado que la esperaba en la puerta, pues ambos utilizaban añagazas de enamorados y, como en otras ocasiones, le dio su mano y hasta dejó que el hombre se apretara contra ella. Y, vaya, que en aquella posición, vio el momento de contarle lo que había sucedido en un aciago día, el día en que la violentó, e dijo:

—Me violentasteis, don Andrés.

—Os he pedido mil veces perdón. ¿Todavía no me habéis perdonado? Lo haré de nuevo, mi señora: perdonadme, por lo que más queráis… Fui brusco, fui animal, lo siento a morir… Ya os he dicho que tenía miedo, que fui necio…

—¡Oh, sí, os he perdonado, pero quiero deciros una cosa…!

—¡Decid, prenda mía!

—Tal vez os enoje, señor…

—Ni que me enviaseis al infierno para siempre me enfadaría yo con vos…

—¡Ea, escuchad…! Fue, mi señor, que me quedé empreñada…

—¡Oh!

—E que tuve un hijo… Que es el niño, el criadico que os lleva mis billetes…

—¡Oh!

Vaya, que no esperaba aquello don Andrés.

—E quiero legitimarlo e que herede el marquesado… Pero una mujer sola, según la Ley de Partidas, no puede hacerlo, necesita un marido…

—Yo quiero casarme con vos con hijo o sin hijo, pero, ¿vos me amáis o…?

—Os amo, mi señor… No lo hago por mi hijo.

—¡Ea, pues, casémonos…!

—¡Casémonos!

E ambos pidieron audiencia a la reina para comunicarle lo que más deseaban en este mundo, e la señora les dio su bendición camino de la vega de Granada donde los castellanos habían de levantar un campamento para reducir el último bastión del islam en las Españas.

Leonor Téllez de Fonseca, marquesa de Alta Iglesia, y Andrés Gil de Torralba, caballero, maridaron a cuatro leguas de la ciudad mora de Granada, en el real que habían alzado los cristianos, en la tienda de la reina, que fue madrina, en una ceremonia íntima, por el luto de la marquesa, y que fue oficiada por el capellán de doña Isabel, fray Hernando de Talavera.

Antes de la celebración religiosa, doña Leonor llamó a un notario espidiéndole que levantara acta, le narró por lo menudo su mentira, declarando que había tenido un hijo de don Andrés Gil de Torralba cuando estuvo casada con él e que lo ocultó, pues se separó de su marido alegando que no había consumado matrimonio, con su aquiescencia, e reconoció a don Juan Téllez de Torralba como hijo y heredero del marquesado de Alta Iglesia. E fue que don Andrés reconoció la vieja mentira de su esposa y a Juanico como hijo suyo, contento además.

Si se pudo hacer semejante trápala, siguiendo los consejos de don Gonzalo Chacón, fue porque el negocio estaba entre dos personas. Entre doña Leonor y don Andrés en exclusiva, y no afectaba a otra gente, en razón de que la marquesa no tenía parientes que pudieran alegar contra la componenda ni desacreditarla por la mentira tantos años mantenida; porque la reina estuvo con ella pues que quiso enmendar aquel entuerto, y porque doña Juana Téllez había renunciado a sus derechos en su señora hermana, como demostró la declarante. Por tan buenos servicios, doña Leonor honró a don Gonzalo y le pidió que fuera su padrino.

Las criadas, por expreso deseo de su ama, estuvieron presentes en la boda en la puerta de la tienda, las moras como si fueran cristianas, sin velo en la cara, lagrimeando todas, pues no sabían a qué atenerse con aquel matrimonio ni qué pensar, ni si denostarlo o alabarlo, en fin, loores a Dios, loores a Alá.

El Juanico llevó las arras, muy hermoso él y compuesto.

Leonor regaló a la reina las treinta monedas de Judas, o de quien fueren, las que había encontrado en el castillo de Alaejos, y don Andrés dio de comer a nobles y plebeyos un memorable banquete con vianda que hizo traer de Sevilla, pero no hubo bailes, por el luto de doña Leonor.

Terminada la ceremonia, estando la reina en una mesa, los novios en otra y los caballeros y las damas en otras, los soldados de la guardia detuvieron a un hombre que iba medio desnudo e quería felicitar a doña Leonor, al parecer, pues se encaminaba hacia su lugar muy decidido, pero le cortaron el paso a tiempo antes de que llegara. El tipo, un pobre hombre, un loco que bailoteaba las manos a escasos pasos de la marquesa, fue visto por doña Isabel y, vive Dios, reconocido, pues era el mismo que le saliera al camino cuando se dirigía a Valladolid para casarse con don Fernando. La soberana lo llamó y, ante el espanto de casi todos menos de los que la acompañaban en aquel lejano viaje que lo reconocieron también, lo sentó a su mesa e hizo que le sirvieran e que le pusieran cubiertos y servilleta, recordando que los había reclamado en el primer encuentro.

La marquesa vio al hombre bailar las dos manos que tenía e no le dio importancia porque no daba importancia a casi nada de las cosas del vivir y en aquella ocasión sólo tenía ojos para su esposo. Catalina, que lo contempló también, se lamentó de no haberle contado a Leonor que aquel sujeto era su señor padre, para que hiciera justicia de una vez con don Juan Téllez, e se prometió que se lo comunicaría a su señora en la primera ocasión que tuviere.

Doña Isabel comió con aquel sujeto en la misma mesa y le preguntó por su salud, pero el hombre esta vez no le dijo ni que se llamaba don Juan, eso sí, movió las manos. La dama se demandó si aquella insistencia, si aquello de decir, sin palabras, tengo dos manos, tendría algo que ver con doña Leonor, pero acalló su pensamiento porque bastante desgracia tenía la dama con ser manca de nacimiento.

De este modo maridó doña Leonor Téllez de Fonseca, una de las hijas de la luna roja de abril de 1451, acompañada de gente de pro y de un extraño invitado. Esta vez no le penó casar, pues lo que son las cosas, su esposo, en su segundo matrimonio, la amó con todas sus potencias y sentidos.

Lo primero que hicieron juntos, después de yacer, fue asistir en Sevilla a las bodas de la infanta Isabel, magníficas y rumbosas. Los marqueses de Alta Iglesia ocuparon su puesto en la ceremonia religiosa y en las celebraciones, doña Leonor el escabel trigésimo nono, el de doña Gracia, y don Andrés, el cuadragésimo. Ambos muy arreados con aljófar en las vestes y vistosos tocados en la cabeza.

La familia real, con su comitiva, fue recibida con músicas de trompetas, clarines, chirimías, sacabuches y dulzainas, tantas que sus sones llegaban al cielo. Celebróse el matrimonio por escritura merced al poder que llevaban los embajadores, el día 18 de abril de 1490, domingo de Quasimodo, e hubo muy grandes fiestas, e el rey justó y rompió varias lanzas. E levantaron tarimas para la reina, el príncipe, que era ya un doncel muy galano, e las infantas, muy hermosas, sus camareras e grandes del reino.

Imposible contar las galas, el triunfo, las músicas de tantas maneras; el recibimiento hecho a los apoderados de Portugal. Los aderezos de las damas, los jaeces de las cuadrillas que derribaban tablados o jugaban cañas o corrían toros; las riquezas de los grandes, la majestad de la reina y sus hijos, que iban de día a las justas y regresaban de noche al alcázar con centenares de antorchas, cabalgando en muy ricas mulas con magnífica gualdrapa. A más, que la infanta doña Isabel, la casada, estaba como unas castañuelas, pues que había maridado con don Alfonso del que estaba enamorada de tiempo ha, como va dicho.

Así todos hubieron mucho placer, pues las tornabodas se prolongaron hasta mitad de mayo. Cierto que madre e hija no pudieron evitar una lágrima al despedirse seis meses después, al partir la infanta camino de Portugal, pese a que aquella tierra no le era extraña pues que había vivido en ella bastantes años, mientras estuvo de rehén con su pariente la duquesa de Viseo. Si lloraron fue por cosas de madre e hija, por dejarse entre sí, porque habrían de vivir lejos, pues otros motivos no tenían, debido a que la infanta iba a reunirse con don Alfonso, su amor, y a que la madre estaba contenta con el matrimonio, aunque hubiera dudado en tiempos pasados queriendo lo mejor para su hija, hasta que se convenció de que el reino Portugal era bueno y el novio más.

E no hubo ningún mal agüero, ningún malhadado ni malqueriente pronosticó nada sobre el matrimonio de los príncipes, loado sea Dios.

Los reyes acompañaron un trecho a su señora hija, con varios condes, hasta el mojón del reino situado entre Badajoz y Elvas, e la dieron a don Alfonso que la recibió enamorado para casarse con ella a presente en Évora, Dios les conceda felicidad.

image3.png

—Están de albricias los cristianos, María —comentaba la soldana Zoraya, que no quería mal a la sanadora—. Los reyes acaban de casar a su hija en Sevilla… ¿Te gustaría estar allí?

—Claro, señora.

—No te has acomodado tú a la vida musulmana…

—No vine yo de grado ni me convertí al islam…

—Si te hubieras enamorado lo hubieras hecho.

—No digo que no, pues se hacen locuras…

—No te ha parecido bien lo de Salima, ¿verdad? En cuanto a mí, piensas, como todas mis criadas, que debo conformarme con lo que Alá me mande…

—Es lo que hace la gente…

—Esta Salima está haciendo grandes progresos… Cata en bola de cristal… Me ha asegurado que hay un espíritu en la casa, que está en el pozo trasero…

Y María, que en tiempos pasados había sentido más que curiosidad por el espíritu del pozo de los Torralba en Ávila y bien pudiera ser que hubiera un espíritu en el carmen, e incluso que fuera el alma en pena de don Muley Hacen, pues motivos tenía el hombre para penar incluso después de muerto, reconvino a la sultana:

—Esa mujer os está engañando… No se está aprovechando de vos porque la habéis llamado pero, no obstante, os está burlando, que es muy fácil sacar dineros con magias y espíritus…

Tal le advirtió María a la sultana, pues era peligroso meterse en magias, pese a que llevaba años con ella sin haberle dicho que era bruja; eso sí, ejerciendo de sanadora, pues curaba los catarros de los moradores de aquella mansión, las tercianas, la fiebre y las roturas de huesos, y hasta de hortelana hacía porque, por no llevar un perro pues le recordaba al fraile inquisidor, meaba ella en el cerezo cada vez que amenazaba helada, pese a que le diera un ardite el cerezo y las cerezas dulces o amargas. Pero iba por obedecer a la dama que, siempre atenta al cielo, el día que preconizaba algún peligro para el dicho árbol le daba doble jornal a la María, que ya había acumulado la mitad del dinero de su rescate.

Lo cierto es que la llegada de Salima, una mujer vieja ya y arrugada, trastocó la vida en la casa; donde, a poco, sólo se hablaba de diablos y nadie dirigía la mirada hacia el oeste para observar los avances del ejército cristiano y encomendarse a Alá.

Así las cosas, en la primavera de 1492, la sultana, que no había ido a ver cómo floreaba el cerezo con una única flor ya, sólo vivía para la bruja y no se preocupaba de su porvenir ni del de sus hijos, aunque de justicia es reconocer que la Salima arrojó muy bien la tormenta del Albaicín… Que estaba el cielo muy negro, muy negro, a punto de estallar en recia lluvia, e la bruja, por hacer servicio a la ciudad, pues es menester supeditar un bien mayor a otro menor, dejó sus pesquisas del pozo de la parte de atrás de la casa e, sin que nadie le ordenara ni le dijera, salió a la calle, se encaminó al quebrado del río Darro, oteó por allí e regresó presto. Dio tres vueltas al recinto por el exterior todo lo apriesa que le permitía su mucha vejez; entró luego en el patio, en la casa, llegóse a las despensas, cogió un paño, pidió laurel a las guisanderas, todo el que hubiere, lo envolvió con el paño, y afanó un plato y una cucharilla. En el regreso tomó un sillete, ordenó a una criada que le llevara una mesita y se quedó de pie en la entrada de la casa mirando a la tapia. Despachó a la doméstica y distribuyó los objetos que había traído haciendo un círculo. Se arrodilló tres veces a lo musulmán, llevando una hojita de laurel a cada uno de los extremos del patio. Seguidamente se irguió, alzó las manos, miró hacia los cuatro puntos cardinales, gritó unas palabras al cielo quizá o al aguacero que se preveía había de descargar de un momento a otro, o tal vez se encomendara a Alá o al Profeta, bendito sea su nombre, y ya echó mano a su talego, sacó una tela negra y se cubrió con ella. Se sentó de espaldas a la casa, se tapó la cabeza con el negro lienzo y así estuvo dos, tres, cinco y siete horas, sin cantearse siquiera.

Siete horas después la tormenta descargaba en el campamento cristiano pero no corrían las aguas por Granada e los ríos no se habían desbordado, a más que de una rama del único cerezo que daba fruto en la huerta de la soldana, colgaba sano y salvo un pequeño fruto que en unos meses, Alá lo quiera, sería una cereza.