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La reina Isabel, pese al mucho peligro habiente por aquellas latitudes y a que le dolían las varices, se presentó en el tercer campamento que habían establecido los sitiadores de Málaga, el más próximo a la ciudad, rodeada de sus secretarios y aposentadores e de veinte damas, todas en mula y muy arreadas, e mandó instalar su tienda.

Fue recibida por los soldados de la retaguardia con vítores y, poco a poco, abandonando el campo de batalla se fueron personando los nobles a darle la bienvenida, hasta que llegó su esposo, el señor rey, que estaba dirigiendo una batería de cañones que bombardeaba sin tregua el castillo de Gibralfaro. Se presentó al galope saludando de lejos a la dama, se encaminó luego a una de las poleas para que lo bajaran del caballo e, ya en tierra, azuzó a sus escuderos para que le desprendieran de la pesada armadura y, en jubón, fuese hacia su mujer con la sonrisa en la boca e, después de las reverencias propias del protocolo, dándole la mano, la llevó a su tienda.

Allí don Fernando mandó a sus domésticos que dieran de beber a su mujer agua fresca y a los condes y duques vino y, tras mojarse la garganta, le preguntó a la reina por la salud del príncipe y de las infantas que, ay, todos habían pasado cuartanas pero ya se encontraban mejor, a Dios gracias. El rey decidió no hacer más guerra por aquel día y dar de comer a los muchos títulos que allí había para honrarlos y celebrar la llegada de su esposa. Consultó con un mozo, con un dicho Gonzalo Fernández de Córdoba, que se ocupaba a satisfacción del avituallamiento de las tropas, si había vianda e, como había, todo se dispuso e las personas se retiraron a fin de aviarse para la ocasión.

En la cena, doña Isabel fue enterada a la menuda por su regio esposo de que había puesto paz en los asuntos italianos, del fin del conflicto de las remensas catalanas y de los progresos de la guerra contra moros. De que el Zagal se hallaba en Almería sin tropas, pues había enviado sus contingentes a defender Málaga. De que Boabdil tenía Granada otra vez y que los malagueños querían, para rendirse, que les diera las condiciones de Loja:

—Pero yo no los quiero libres, alteza, no me arriesgo, que son hombres fieros e se alzarán contra nosotros a la menor ocasión. Los haré esclavos. Primero a el-Tagri, el capitán que tiene la alcazaba, y luego a los que se llaman «voluntarios de la fe», que son suicidas y buscan morir por Alá.

La reina asintió.

Al día siguiente se presentó un moro en el campamento pidiendo audiencia al rey e, como andaba en las baterías, lo recibió la reina que, vive Dios, preguntó si había llegado ya doña Leonor Téllez de Fonseca para que le tradujera las palabras de aquel sujeto. De un moro que, Jesús, María, decía saber cómo rendir la ciudad, aunque en su corazón albergara muy otras intenciones.

Pero no hizo falta la presencia de doña Leonor, pues el sarraceno chapurreaba el castellano y le decía a la reina:

—Señora, la mi señora, quiero bautismo.

E la dama, que era beata, se holgaba e no recelaba de él.

—Señora, de tres días a esta parte, vengo presenciando sobre la puerta de la alcazaba una pelea de tordos y picazas. Los pájaros revolotean durante el día e a la atardecida luchan entre ellos como verdaderos enemigos dejando muchos cadáveres en la tierra, e se comen fieramente, e al amanecer siguiente continúan…

—¿Y qué?

—Que eso es señal de que en breve tiempo los malagueños se pelearan entre sí y se quitarán el pan de la boca, por hambre, mismamente como las aves que bajan a comerse al suelo entre ellas, porque don Alá quiere que nos pongamos bajo vuestra protección.

—¡Este tipo es un camandulero!

—¡Horca!

—¡Muerte al moro! —gritaba un conde inglés, muy galano él, que había venido a la Cruzada.

—¡Ténganse los señores! —ordenó la reina e ordenó mal—. Escucharé los planes deste hombre e luego decidiré.

Dejado suelto el moro por el campamento por voluntad de doña Isabel, a los dos días de estancia el tipo aquel iba de fuego en fuego pidiendo manduca e bautismo, e le daban de mala gana pero ningún preste lo quería bautizar quizá porque veía maldad en sus ojos. E sí, sí, pues a la tercera jornada el sarraceno, que había ofrecido su vida a Mahoma, se presentó con un puñal en la mano en la tienda de doña Beatriz de Bobadilla, confundiéndola con la de la reina sin duda, e resultó que estaba en ella la dicha dama con un caballero, que no era su señor marido, sino otro, un portugués para más señas, e que entró en tromba el musulmán enarbolando un puñal e la emprendió contra el hombre que, sorprendido, fue herido malamente en la cabeza. Doña Beatriz tuvo tiempo de salir por la otra puerta e clamar ayuda e llegaron los soldados e apresaron al atacante, al que había embaucado a la reina con la falacia de que quería bautismo y, aunque era noche cerrada, lo llevaron a doña Isabel que, ordenando que hicieran justicia con él, esta vez ordenó bien.

Enterada su alteza de los sucesos, no hizo comentario alguno, siquiera con doña Clara, que la atendía como todas las noches, del moro ni de doña Beatriz ni del portugués. Pese al silencio de la reina, en el campamento se habló largo del asunto de la dama, y a ella se la pudo ver con el rostro arrebolado, a saber si por el susto del musulmán o por lo del lusitano, si hubo algo, pues que las gentes se dejan llevar por la maledicencia.

Lo que le sucedió a la Bobadilla fue, sencillamente, que se cumplió lo que viera en las habas María de Abando años antes, a mitad, en razón de que observó violencia para ella y su esposo, aunque su marido no estuviera en esta ocasión, pues era otro. Lo que no fue de extrañar, pues que la bruja de Ávila hacía las cosas a medias las más de las veces.

Málaga se rindió por hambre, e los moradores fueron hechos cautivos, lo que quería el rey. Pero sus altezas, advertidas por los hombres de su consejo de que los malagueños, al saber que eran cautivos sin remedio, esconderían el oro, la plata, el aljófar y las joyas en los pozos, sin que redundara beneficio y perdiéndose lo valioso, consintieron en pedir rescate por varones, mujeres y niños que estuvieren vivos en ese momento, aunque luego se muriesen. Trece mil maravedís por persona pagaderos en dinero o en especie, e dieron un plazo de ocho meses para abonarlo e si no fuesen esclavos. Los que no pagaron fueron llevados en galeras a Sevilla y vendidos por Castilla toda.

Conquistada Málaga y oído por doquiera que las ovejas y las vacas de los sarracenos se habían arrojado al mar, la flor y nata de la nobleza de Castilla volvió a sus solares a esperar la llamada del rey para la campaña de Baza y Almería.

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Doña Leonor Téllez de Fonseca, marquesa de Alta Iglesia, se sorprendió sobremanera de que la reina, que andaba en el sitio de la ciudad de Málaga, precisara de sus servicios y la llamara a su lado, y lo que le dijo a su abuela:

—No sé para qué ha de quererme su alteza; no hago nada cabal…

—No digas tal, Leonor, querida mía. Eres mujer tesonera y has encontrado el oro de don Tello… Lo que no consiguieron decenas de nuestros antepasados, y eso que buscaron enfebrecidos.

—Abuela, sabes mejor que yo que éste no es el cofre del rey moro…

—¿Cómo que no? ¡Es grande, está forrado de cordobán…! ¿No es lo que se decía de él en nuestra casa? ¿No tiene oro…?

—Tiene oro sí, pero no oro musulmán y poco además.

—Lo de que había mucho oro y piedras preciosas será que nuestra familia, como cualquier otra, ha magnificado las cosas… Lo de que no es moro, no importa, porque los tesoros se transmiten de generación en generación y lo que vale es el metal en sí mismo, ya tenga una acuñación u otra o no esté acuñado.

—Por favor, no sigas… Treinta monedas no constituyen un tesoro…

—Depende de lo valiosas que sean… Estas pueden ser las treinta monedas de Judas… Romanas son…

—Sería de mal agüero, además, que fueran las de Judas.

—¿Por qué?

—Porque sirvieron para hacer gran daño no sólo al Hijo de Dios sino a la Humanidad toda…

—Al revés, hija, sirvieron para hacer gran bien, pues se cumplió la Escritura y el género humano pudo ser redimido del pecado original…

—No lo veo yo así… No fue gracia sino desgracia que el Señor Jesucristo, Hijo único de Dios, muriera en la Cruz, a más, vilmente, entre ladrones.

—Ya lo creo que fue gracia… El Hijo de Dios se humilló e con su muerte salvó al hombre y le concedió la gloria eterna. E no sigas hablando desto, hija, que estás poco versada en materia religiosa.

—Si tú lo dices… Pero éste no es el tesoro de don Tello, quiá; más tenemos en nuestra casa de Ávila en las arcas… Me incomoda que me llame la reina en este momento, pues continuaría buscando aquí. Además, que no tengo ropa para ponerme…

—Voy a llevarme a Ávila unas cuantas criadas de este pueblo, que llevamos años viviendo con muy poco servicio. No temas que todas nos pondremos a la costura, yo misma si es menester. Y pasaremos por Medina del Campo a comprar telas y arreos, al regresar…

—Manda hacer los baúles, abuela.

—¡Ea, sí, que en esta casa estamos mal instaladas! Oye, hija, si no te placen las monedas, llévaselas a la reina de regalo. Se entretendrá con ellas pues ha vuelto con el latín… Se dice que una dama le da lecciones y que, humilde por demás, ha comenzado por el rosa-ae, mismamente como empezó de niña.

—Lo pensaré.

—No obstante, cuando estemos en casa llamaré al banquero genovés que me guarda los dineros, el que sustituyó al judío Yucef que se fue a Portugal, para que las vea y me diga. ¡Vámonos a dormir, hija, que es muy tarde y dame un beso muy fuerte, mi niña…!

Pero en la madrugada siguiente, después de derribar el castillo de Alaejos, doña Gracia Téllez falleció en su cama de la casa del concejo sin un estertor, sin un aviso, sin llamar a su nieta ni a sus criadas, sin pedir auxilio, sin recibir los sacramentos y a saber si habiéndose encomendado al Creador, porca miseria…!

La encontró Catalina muerta en la cama, fría ya, cierto que con los ojos cerrados, la boca bien puesta y sereno semblante. Entró muy albriciada con la bandeja del desayuno en las manos y con el Juanico agarrado de la saya:

—¡Señora, señora, hace un hermoso día, luce precioso sol! ¡Ea, Juanico abre el ventano…!

E sí, sí, lucía espléndido sol para mucha gente, pero para doña Gracia, no. E como en las habitaciones donde hay un cadáver queda en ellas cierto aire gélido e la dama no se movía ni hablaba, la guisandera se acercó a la cabecera de la cama y, temiéndose lo peor, observó a doña Gracia por ver si alentaba, la zarandeó e, cuando le fue posible, gritó. Al grito llegaron las mujeres de la casa, corriendo, en camisa de dormir, y los de fuera, los hombres del pueblo, en bragas. E doña Leonor rompió en lágrimas e las moras, al contemplar muerta a la señora, lanzaron el zagharit, que asonó por toda la comarca, espantando a chicos y grandes, aunque presto se sumaron al dolor de la nieta y las criadas con fuerte llanto, a la par que los emisarios de la reina que, viendo llorar a todos, no pudieron reprimir una lágrima también, y eso que la fallecida era ancianísima y ni les iba ni les venía.

Cuando los vecinos fueron capaces de articular palabra, unos se apresuraron a decir que, como era previsible, se había cumplido la maldición de don Asur, que falleció a los treinta días de llegar, otros se adujeron que la dama había muerto del ruido de las bombas, pues que ellos se habían quedado sordos e incluso se les habían revuelto las tripas e que, tan anciana como era, no había podido resistir los estruendos.

Fuere lo que fuere, el caso es que doña Gracia se fue deste mundo sin pronunciar una palabra, en la paz de Dios, pues tenía el rostro compuesto y sereno de quien ya ha encontrado su lugar en el cielo.

El caso es que Leonor fue incapaz de dar una orden, de mandar tal o cual, de enviar un mensajero a su hermana Juana y otro a la reina de Castilla para enterarlas de la desgracia, pues estaba llorando silenciosas lágrimas. Afortunadamente estaban con ella Catalina y las moras, que amortajaron a la señora con hábito de San Francisco, y la vecindad acompañó en los llantos y en los rezos, tanto que no fue preciso contratar plañideras. Y otrosí el preste rezó responso, y el administrador proporcionó un ataúd emplomado y avió una carreta con un paño negro de fustán para trasladar el cadáver a Ávila, y varios vecinos y los mandados de doña Isabel flanquearon el coche fúnebre, e las gentes que andaban por los caminos se quitaron los sombreros respetuosos e se santiguaron, y el obispo salió a recibir el féretro con la cruz procesional e muchos frailes e monacos.

Doña Gracia fue enterrada en la catedral, en el altarfino que había mandado esculpir, muy hermoso, tan hermoso como ella, entre el del deán Gómez y el del arcediano Pelayo, con el retrato de don Beppo en el sarcófago de piedra, encima de la caja de plomo, pues que Leonor no consintió en abrirla. Tras celebrarle solemne funeral el señor obispo, su nieta presidiendo el duelo, vestida de luto de los pies a la cabeza. Con la iglesia a rebosar, presentes la nobleza de la ciudad, las autoridades seglares, los veinticuatros, el alcaide y la gente llana. Con el Cristo del maestro Manzanal presidiendo, colgado de una pared.

Las cuatro habitadoras de la mansión de la calle de los Caballeros regresaron a su casa tristes, muy tristes, e durante los días posteriores se encontraban llorando aquí y allá, en el bajo piso, en el piso alto, y se daban las manos con calor. E no había voces en la casa, salvo las del Juanico, que no paraba quieto y ya era asaz parlotero.

—Mejor morir que soportar la muerte de un ser querido…

Tal sostenía la marquesa delante de las moras y de Catalina… Y a no ser porque la cocinera le recordó que la reina Isabel la había llamado y que debía presentarse cuanto antes, Leonor tal vez hubiera fallecido como su abuela, pues había adelgazado de no comer y estaba pálida de rostro y en un lamento. Cierto que ya le venía la «enfermedad» con regularidad.

—¡Tantos anhelos, tanto buscar el tesoro, para morir sin poder despedirte de tus personas queridas y sin auxilios espirituales…!

—No temas, Leonor, doña Gracia era querida de Alá.

—Tendrá buen lugar junto al Profeta, bendito sea su nombre.

—Rezó sus oraciones antes de acostarse, te lo digo yo, que la vi arrodillada con el Libro de Horas en las manos y con los espejuelos puestos.

—Dios tiene previsto lo de morir sin sacramentos e vale igual que el fallecido los reciba después; de otro modo no permitiría la muerte súbita…

—Si Juana estuviera con nosotras, se nos hubiera hecho más llevadera esta desgracia.

—Te recuerdo, Leonor, que la reina te llamó…

—No tengo gana de ir ni ropa que ponerme… La abuela me iba a mandar hacer varios vestidos en Valladolid.

—Oye, te voy a teñir unos trajes…

—Haz lo que quieras, Catalina.

—¡Tienes que ir! Pero antes has de repartir las mandas que dejó tu abuela para misas y para vestir pobres y casar doncellas huérfanas.

—Hazlo tú, Catalina. Llévalas de mi parte a las iglesias y conventos, saca dineros del arca y repártelos.

—No sé leer, Leonor, no puedo leer el testamento.

—Wafa te dirá cuánto a una iglesia, cuánto a otra.

—¿Cuándo nos iremos?

—Leonor, ten en cuenta que doña Isabel es muy capaz de enviarnos a sus soldados para que nos lleven a su lado, hay que darse prisa…

—Pues sería gran escándalo.

—¿Yo me quedaré aquí con el niño?

—No, iremos todas, dejaremos la casa con las nuevas criadas… Te ocuparás de instruirlas en lo que deban hacer, Catalina…

Cuando llegó doña Leonor al campamento cristiano que asediaba Málaga, la ciudad se había rendido. La reina la recibió con alegre semblante, pero presto lo tornó.

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Como no le remitía el loco amor que le tuvo al rey Muley Hacen, Alá lo tenga con él, la sultana Zoraya pensó en ajustar a una bruja muy reputada en Granada. A una tal Salima, pese a que sus sirvientas, al ser consultadas, se habían mostrado en desacuerdo y suplicado que no lo hiciera, pues no era cuestión de llenar de diablos el carmen, que no hacía otra cosa la dicha bruja que convocarlos. Que bien se sabía en la ciudad, pues le dijo uno dellos, el que fuere, que no es de mentar el nombre de los príncipes del infierno, que Boabdil había de sublevarse contra Muley Hacen, como así fue, e aún atinó más la hechicera, pues le expresó al que había de ser traicionado por su hijo, es decir, por su propia carne:

—El príncipe se sublevará contra vos, no antes de un día y en menos de tres…

Como así fue, tiempo insuficiente para que el monarca tomara las medidas oportunas, con lo que fue desastre, pues los musulmanes se dividieron y fueron a dos obediencias, en fatal momento. En el momento, en que el marqués de Cádiz comenzaba a asaltar fortalezas, amparado en la oscuridad de la noche.

E lo que habló la viuda Zoraya con sus servidoras en un día en el que estaba más ansiosa que nunca y en el que las tisanas de María parecían hacerle disfavor en vez de favor.

—No se me acalla el amor que le tuve a mi señor el rey Muley, Alá lo tenga a su lado, no puedo vivir así…

—Las viudas han de conformarse…

—Todas lo consiguen.

—Es tiempo lo que hace falta.

—Unas necesitan más, otras menos, pero es común salir del trance…

—Sueño que torna don Muley a mi lado… Lo descubro por los pasillos… Me despierto sobresaltada y mojada en sudor, e lo veo al pie de mi cama…

—Los muertos no retornan, señora.

—Tal vez no se haya ido —aventuraba la sultana.

—De estar por aquí lo hubiera visto alguna persona más —intervino María de Abando.

—¿Cómo dices tal? ¿Qué sabes tú de eso?

—Lo que se oye, mi señora…

—Yo me digo que si ronda por aquí su espíritu, o él en carne y hueso, me gustaría tenerlo a mi lado… ¿No hay quien mete espíritus en una redoma, en una lámpara?

—Eso son los genios e sucede en los cuentos…

—Los cuentos vienen de las realidades… Se trastoca la realidad, se exagera y hay cuento…

—Rece su merced al Señor Alá e pídale que le quite los malos pensamientos de la cabeza.

—O encomiéndese al Profeta, bendito sea su nombre, que ayuda en eso y más…

—No se agobie la señora, e tómese otro cuenco de melisa…

—¡María, otro cuenco para doña Zoraya, que tiene grande cuita…!

—No, no, hijas, que no quiero quitarme estos pensamientos o suposiciones o invenciones que tengo en la cabeza, no. Lo que yo deseo es poder vivir con el espíritu de mi marido a mi lado o mejor aún con él en cuerpo y alma, ¿lo entendéis?

—Sí, pero es del todo imposible, porque los muertos, muertos son…

—Enterramos a don Muley…

—Hay quién resucita a los muertos…

—¿Quién?

—¡Salima…!

—¡No tratéis con ella, por Alá, señora, que es diablesa…!

—Le tuve a mi marido tan loco amor que quiero vivir con él lo que me quede de vida…

—¡No tentéis la suerte, señora!

—No tiento la suerte. ¿No os dais cuenta de que yo quisiera morir?

—Morir es fácil, aunque no place al Señor Alá y lo castiga.

—¿Qué quieres decir?

—Que se toma una un veneno y adiós…

—¡Ah! Lo he pensado muchas veces, pero no puedo hacerlo por mis hijos, ¿qué sería dellos?

—Mala la llevarían, ciertamente, señora…

—Con doña Aixa azuzando a don Boabdil contra ellos…

—La Salima es una bruja muy poderosa…

—¡Teneos, señora!

—Que estas mujeres entran en una casa y traen desgracias y más desgracias.

—Os suplicamos que no la llaméis…

María escuchaba atenta aquellos desatinos e, de haber estado en otros tiempos, se hubiera prestado al trabajo a cambio de su libertad, pero permaneció muda, oyendo barbaridades, temiendo lo que pudiera suceder en aquella casa, pues con los espíritus no se enreda.

E un día llegó la dicha Salima al carmen del Albaicín, e preguntada por la soldana si resucitaba muertos, respondió que sí.