Doña Isabel, la reina, consultaba un mapa y escribía a su marido con la propuesta de enviar el grueso del ejército al levante para, una vez conquistada Málaga, tomar Baza y Almería y otras plazas menores, con lo cual Granada quedaría cercada; y se mostraba entusiasta con la idea de don Fernando de establecer un campamento permanente en la vega granadina, para desde allí escaramucear contra los soldados moros y cortar el aprovisionamiento de la ciudad hasta rendirla por hambre.
E sí, pero Málaga era hueso duro de roer, porque el Zagal, el hermano del fallecido Muley Hacen, era ya rey de Granada y atacaba a Boabdil, su sobrino —que también lo era—, sin que se lo impidieran los lazos de sangre. Con lo cual, rey y reina habían de enviar tropas a su vasallo moro para que se defendiera de su pariente que más parecía que, blandiendo su alfanje, repartiera la ira de Alá por aquella tierra. E porque, precisamente, la población de Málaga había estado con el Zagal desde que el rey mozo se rebelara contra su señor padre. E se presentaba el marqués de Cádiz con sus aguerridas tropas a una milla de las murallas e ya salían los malagueños en algara por sorpresa matando a todo lo que se moviera, e llegaba el duque de Alba y otro tanto.
E, mientras, la reina no pensaba en otra cosa salvo en el matrimonio de su hija Isabel con el rey Carlos VIII de Francia, que era mozo, e se dolió mucho cuando supo que éste había sido objeto de una grave conjura tramada contra él por algunos nobles de la que, felizmente, había salido ileso. E lo que platicaba con su hija:
—Don Carlos tiene vuestra misma edad, acaso dos años menos, que no se nota…
—Está casado a futuro con otra mujer…
—¿Y qué, niña, qué? Eso se invalida sin más…
—Quiero maridar con don Alfonso de Portugal…
—Es más importante el reino de Francia que el de Portugal… Mucho más grande…
—Será de extensión en el continente, porque los lusos tienen toda la costa de África, que son millones y millones de millas de tierra, y una mina de oro en la Guinea e comercian… A más, que, salvo que les ataquen por mar, sólo nos tienen de enemigos a nosotros, a los castellanos, y los franceses tienen muchos más, borgoñones, ingleses, nosotros y los italianos por el sur… Han mantenido una cruel guerra contra el archiduque Maximiliano…
—Todos tenemos guerras… Tu padre y yo, salvo esta guerra que llevamos, de años ha, contra los moros, no hemos emprendido ninguna. Los franceses nos atacaron por la cuestión del Rosellón, los payeses catalanes se rebelaron contra su rey natural. Los portugueses invadieron Castilla, algunos nobles castellanos se opusieron a nuestra proclamación y fue preciso reducirlos a obediencia… No hemos parado de luchar, pero sin haber emprendido nosotros siquiera una batalla…
—¿Por qué ha de haber guerras?
—Lo mismo me digo yo, pero no derives la conversación, hija mía, que estamos hablando del rey Carlos de Francia.
—Ya os lo he dicho, madre, su alteza me lo ha preguntado mil veces… Quiero a don Alfonso…
—¡Pues a este don Carlos lo único que se le puede achacar, al parecer, es que es muy alto, casi un gigante que causa asombro e que ha de agachar la cabeza al pasar las puertas…! ¡E baje el tono de voz su merced…!
—Con el permiso de vuestra alteza, me retiro…
—Ve, hija…
E volvía doña Isabel al mapa e marcaba el recorrido de don Fernando, de Córdoba a Antequera e a Vélez-Málaga, que se rindió después de grande batalla, e recibía de buen semblante a los nobles gallegos que iban a juntarse con las huestes del señor rey e, visto que su marido sufría muchas bajas, atinó a enviar médicos y enfermeros e camas de campaña para atender a los heridos. E preguntaba dónde paraba el Zagal para ubicarlo en el mapa y si don Boabdil, que servía a ella y a su esposo, había conseguido reducir a sus enemigos de Granada, pues que le corría mucha priesa acabar con la guerra, que a más de llevarse vidas, en cuanto a los dineros era un pozo sin fondo.
Doña Leonor convocó a diez vecinos de la villa de Alaejos y les explicó porque lo tuvo a bien, aunque no debía dar razones a nadie pues no en vano era la señora del lugar, que era momento de derribar el castillo:
—Hoy se cumple el día vigésimo nono de nuestra llegada… Queda memoria de que don Asur Téllez falleció a los treinta días de entrar… A nuestra señora abuela le sucede lo mismo que a nuestro antepasado, padece la misma enfermedad… Tenemos para nos que el castillo está maldito, a más que se cae; hemos decidido, por tanto, derruirlo o nuestra amada abuela morirá mañana antes del ocaso e, mientras podamos hacer algo, no lo vamos a permitir… A la población le daremos la piedra y dineros para que levante una iglesia a mayor gloria de Dios y de nuestra familia y cederemos el terreno de la fortaleza para plantar árboles que crezcan y que con el tiempo constituyan un prado donde pasten los ganados de la vecindad… Esperamos que todos los hombres ayuden en esta enorme tarea, pues es nuestro deseo que mañana, al caer el sol, no quede piedra sobre piedra…
Tal expresó doña Leonor en connivencia con la abuela. E los hombres se aprestaron a ayudar en el derribo. A ver, que la iglesia de la villa se caía también e con la piedra y los dineros de la señora marquesa levantarían otra alta, muy alta, como las que se alzaban por la zona. A ver, que en unos años tendrían una dehesa boyal e se evitarían andar con las ovejas y vacas de acá para allá. Que la piedra sobrante se la repartirían y la utilizarían en sus casas; que, salvo no tener a la vista el castillo, que ciertamente hermoseaba el paraje, no iban a sufrir menoscabo, a más, que no correrían el riesgo de que cayese alguna vieja almena y matase a algún niño de los que solían jugar al pie de las murallas. Y eso, ayudaron. Es más, de entre la vecindad salió un hombre que había sido artillero, que había bombardeado la puente de la ciudad de Zamora, yendo en el ejército del rey Fernando cuando la guerra contra los lusitanos, e ofreció sus servicios.
Doña Leonor dudó entre aceptarlo e no aceptarlo, porque su abuela no necesitaba a nadie e pretendía ser la artillera pero, pensándolo mejor, lo tomó a su servicio y puso bajo su mando a varios voluntarios que se le ofrecieron también. E así, a mediodía, pudo ser cargado el cañón bajo la atenta mirada de doña Gracia y fue situado apuntando al portón del castillo, con gran expectación del gentío y de las nobles que, retiradas cien pasos de aquella máquina infernal, pedían a la vecindad que mantuviera la boca abierta para que no se les resintieran los oídos con el estruendo.
A una señal de Leonor el artillero prendió la mecha e salió la bala a gran velocidad echando a volar la puerta, la muralla de aquesa parte e aún se llevó un buen trozo de la torre del homenaje con un ruido del demonio. E la operación continuó hasta media tarde, cuando se terminó el trabajo, no quedando piedra sobre piedra.
Las gentes tragaron polvo y las señoras también, todo el polvo del mundo, pues subía al cielo una nube de acaso cien varas de altura. Hubo felicitaciones para el artillero, que no cabía en sí de gozo, e luego hubo vino para todos y hasta las damas bebieron, lo que fue de agradecer, pues el polvo había secado las gargantas de grandes y chicos.
Ni un ápice de remordimiento sintieron las marquesas de Alta Iglesia por haber derribado para siempre jamás, pues que no se alzó otro castillo en aquel lugar, uno de los bienes raíces de los Téllez más señalados. Es más, Leonor anduvo albriciada con el sayo arremangado, con la cabeza cubierta por un pañuelo, como una villana más, seguida de las moras, levantando piedras, examinando el mobiliario que también había quedado destruido, los restos de arcas y baúles y con el corazón desbocado porque quizá estaba ya muy cerca del tesoro de don Tello.
E, vaya, que a los veinte días de desescombrar, las mujeres de Alaejos, que levantaban las piedras menudas y se las llevaban en carretillas, encontraron un arca intacta. Corrió la voz y doña Leonor, que estaba con cien ojos y mil oídos, acudió presta, palpitándole el corazón, e luego doña Gracia.
Y, en efecto, en el suelo había un arcón de una vara de largo por media de ancho, muy aherrojado con cadenas e varios cerrojos y cerraduras, e todo el mundo supo que algo bueno contenía, e lo miraron e lo tocaron e lo sopesaron e oyeron que sonaba dentro, pues que quizá estuviere lleno de oro. Oro que, aunque perteneciera a las marquesas, algo les darían pues eran señoras generosas. E ya el cura echaba cuentas de que mandaría hacer un altar de plata para su iglesia, y el vecino tal que abriría un pozo en el corral, e la vecina tal que encalaría su casa por dentro e limpiaría la fachada por fuera, e la vecina cual que casaría a su hija con aquel dinero, etcétera. E todos esperaban con curiosidad y anhelo que las señoras ordenaran abrir el arca, pero la anciana dejaba hacer a su nieta, al parecer, y la nieta no se decidía. No tenía curiosidad por ver lo que contuviera el arca, pues no necesitaba encontrar un tesoro que la sacara de pobre o que le permitiera gastar un poco más de la cuenta o casar a su hija porque no tenía descendencia, o guardar lo que trajera el arca para cuando llegara el hambre, pues era rica e no había habido miserias en su vida. E se llevaron un chasco cuando la abuela expresó a su nieta:
—Si quieres abrir el arca estando tú sola, hazlo. Que te la lleven los hombres.
E eso hicieron los hombres, llevarla a la antigua sala de reuniones del concejo porque doña Leonor, tanto tiempo esperando aquel momento, no se había decidido en más de media hora a dar orden de abrir aquello, o quizá fue, como la abuela entendió, que quiso hacerlo en la intimidad. Delante de su antecesora, de las moras y de la Catalina, la marquesa tomó un zapapico e quiso cortar la cadena pero no pudo, ni las sirvientas tampoco. Por eso, aunque ya era noche cerrada, llamaron a los hombres que, entrometidos por demás, precisamente hacían guardia en la puerta de la casa esperando ser llamados. E doña Gracia pidió y lo repitió la cocinera:
—¡Qué entren dos hombres fornidos!
Y entraron cuatro, entre ellos el artillero. Justo el que necesitaban, pues que probaron los cuatro hombres uno tras otro, de dos en dos y hasta los cuatro juntos y lo máximo que consiguieron fue romper la cadena que guardaba el arca pero no abrir los siete cierres que llevaba. E decían, sudorosos:
—¡Abrir el cofre, sin romperlo, es imposible!
Pero ya para los segundos gallos habían logrado arrancar tres cerrojos sin hacer grande destrozo.
En la calle continuaba la expectación y dentro también, las damas y las gentes sin dormir. El cura sermoneando contra la curiosidad, malsano vicio; los hombres y las mujeres acallándolo. El artillero asegurando que a la pólvora no se le resistía nada e proponiendo ir en busca de su espingarda y emprenderla a tiros contra las cerraduras, aduciendo que se estropearía poco el cofre, como así fue. Se marchó el sujeto a su casa e tornó con un artilugio, dicho también escopeta, la cargó, solicitó permiso a Leonor para disparar, y a la seña de la dama, tras hacer retirar a todos detrás de él, apretó el gatillo y atinó levantando un cierre e después otro y otro, hasta los cuatro que quedaban, e más que hubiera habido.
E bendito sea Dios, ya se podía abrir el cofre y a eso se puso Leonor tratando de detener la alocada carrera de su corazón, a levantar la tapa para encontrarse, oh, una bolsa, una. Con treinta monedas de oro, con sólo treinta monedas de oro, antiguas eso sí, a lo menos de los romanos, pues que moras no eran, lo dijo Leonor que no en vano sabía árabe a la perfección. Y con tan escaso tesoro, los villanos se llevaron un chasco, pues que habían hecho el cuento de aquella lechera que sale de su casa con un cantarico lleno de leche, dispuesta a venderla para comprar huevos, para incubarlos y vender los pollos y hacerse con un gorrino, e mala suerte, como iba embebida en sus pensamientos, dio un tropezón que acabó con sus sueños si no para siempre, al menos con los de aquel día, pues rompió el cántaro, aunque pudo casarse bien la moza luego y tener dineros, y eso, pues eso.
Doña Gracia, observando el semblante de su nieta y el disgusto que se iba asentado en su corazón, actuó presto. Dijo que las treinta monedas bien podían ser las que había recibido el traidor Judas Iscariote, el que vendió a Jesús en el monte de los Olivos. E, de inmediato, se hizo paso una mujer que, tras arrodillarse e santiguarse, tocó y besó una de aquellas monedas, e siguieron todos los vecinos uno por uno.
Y en ésas estaban todos los habitadores de Alaejos, venerando las treinta monedas, cuando se presentó una diputación de la señora reina de Castilla dando las buenas tardes y preguntando por doña Leonor Téllez de Fonseca.
Andaba María de Abando catando en agua clara por ver qué era de Mingo, sin conseguir saber de su paradero, e con el cerezo. Con el único cerezo en pie del jardín de la señora Zoraya, que, tras florecer los almendros y los melocotoneros, que son los primeros, floreó aquel año de 1486, el que fuere de la Hégira, pero sólo dio seis flores, que producirían, entrado el verano, seis frutos, uno menos que en el año anterior, muy hermosas las flores blancas en forma de campana, tanto que, aunque pocas, daba gozo mirarlas, pero a saber si el sabor de las cerezas sería amargo otra vez.
Unas criadas de la sultana decían que las siete cerezas que había dado el cerezo el pasado año habían sido amargas porque amargo era el vivir en Granada, y todavía más amargas serían las nuevas. En razón de que los cristianos, después de conquistar todas las fortalezas del reino de la parte oriental a más de tener como rehén a don Boabdil, estaban empleados en el sitio de Málaga con centenares de máquinas de batir, bombardeando los muros de la ciudad, con un pie en el estribo del caballo, la mano en la espada y la lanza presta, dispuestos a pasar a cuchillo a los moradores que, dentro, estaban divididos en banderías. Pero otras sirvientas aseguraban que la amargura se debía a que un perro en la anterior primavera se había orinado en el cerezo poco antes de que comenzara a helar, salvando al árbol de la muerte, pues que los restantes se helaron e no dieron fruto, pero dejando en él la acidez propia del orín.
E discutían las criadas e María lo entendía todo porque platicaban en castellano por servir a doña Zoraya, que había sido rumí, como ella ahora. Ella que no había sido bautizada ni recibido otro sacramento allí, en Granada, era rumí, es decir, cristiana, lo que ni le complacía ni le disgustaba, pues nada podía hacer ya que estaba presa y no podía salir del carmen que estaba guardado por eunucos, los hombres del harén, que no eran varones al completo sino castrados y, si quería la libertad, había de pagarla e no tenía un cuarto, siquiera el saquete del niño malparido que hubiera podido vender.
Durante el invierno y la primavera, se habían llegado paseando al cerezal la sultana e sus criadas para contemplar los árboles muertos y el árbol vivo que para mayo daría seis cerezas, seis, una menos que el anterior e, viendo lo que había, iniciaban la recitación de los noventa y nueve nombres de Alá. E se aducían que cuando hay helada —e hay muchas veces helada en Granada y sus alrededores— un árbol se hiela entero e no una parte para dar siete cerezas un año y seis al siguiente, amargas para mayor despropósito o hechizo. Cierto que convenían en que a saber si este año serían dulces o amargas también. E hablaban de la meada del perro que, caliente, había salvado al árbol de la muerte.
María lo tuvo claro desde el principio, no necesitó hacer magia, siquiera catar en agua, al ser preguntada por la sultana:
—¿María, qué piensas de esto? ¡No me mientas, dime la verdad!
—Señora, entiendo que el cerezo nos está indicando los años que le quedan de vida al reino de Granada y, si las cerezas son amargas, es porque amarga es la derrota… Quedan seis años; tiempo tiene la señora de hacer el equipaje y buscarse casa en otra parte, o hacer como el señor Boabdil e ponerse al amparo de los reyes de Castilla… —tal dijo sin paliativos a su ama.
—¿Crees que me admitirán como vasalla? Ten en cuenta que renegué de mi religión por amor… Ellos porfían por la suya e no creo que entiendan de amor…
—Mis señores, los reyes, se aman. Es voz común.
—Pues don Fernando monje no es. Tuvo dos hijos antes de casarse… Uno dellos, dicho don Alfonso, que fue arzobispo, vino en sus ejércitos contra nosotros muriendo hace poco, y una doncella ha recién casado con el rey de Hungría, o de algún país de por allá… E se dice que tiene, después de maridado, dos niñas más, todavía doncellas…
—Pese a ello, se aman… Pero lo más importante, aman a su pueblo…
—Lo que sucede, María, es que yo no soy el pueblo; soy viuda del rey Muley, y hay otras tres viudas del dicho…
—Los reyes os aceptarán a su lado lo mismo que a don Boabdil e os dejarán vivir en paz con vuestros hijos.
—¿Tú crees que respetarán mi vida? Es más fácil que respeten la de las sultanas moras que la mía… Soy renegada, e no lo entenderán… Además, doña Isabel es muy beata, tal se dice… E que el tiempo que le sobra de las tareas de la gobernación lo emplea en oír misa y en rezar, que no tiene bufones que la distraigan, que no baila siquiera…
—Pero tiene empeño en conquistar Granada e pactará con vos e con las otras mujeres del señor Muley y con todos los grandes del reino…
—¡Ay, no sé, temo por mi vida y por la de mis hijos!
—Arréglelo, la señora. Le restan seis años, si nos atenemos a lo que el cerezo dice…
—¿Los árboles hablan?
—Los árboles, los animales, los mares, los ríos, los cielos, los astros… Nada hay que permanezca mudo en la naturaleza…
—¡Ya veré!
E María se decía y le decía a la sultana que ocurren cosas prodigiosas por demás e tenía con ella cada vez más largas conversaciones para ocupar el tiempo, pero cariño no le tenía, no. Por eso no le contaba della, no le decía las grandes magias que era capaz de hacer aunque no ejerciera ya, ni mucho menos que había trocado un hombre en perro, un can que había desaparecido cuando fue presa, seguramente muerto por alguno de sus secuestradores. Tampoco le decía que ella, aunque no había sido cristianada, había vivido vida de cristiana, es decir, entrando y saliendo de casa, yendo y viniendo, sin que hombre ni mujer le pusiera trabas, ni que vivía allí contra su voluntad, ni que se había casado con su marido hacía poco tiempo y que ignoraba su paradero, y si estaba vivo o había fallecido. Ni que habría de estar muerto, no lo permita la Dama de Amboto, pues de otro modo andaría buscándola hasta en las entrañas de la tierra, que él era así. Y, en este punto, lamentaba no ejercer ya la brujería, pues de hacerlo, algún pájaro, ya fuera águila o gorrión, alguna ave de buen corazón de las que sirven a las brujas a cambio de unas migajillas de pan o de un gusano, le habría llevado noticia de la situación de Mingo. No le contaba sus pesares porque no le tenía confianza; a más que, aunque la tratara bien, la tenía prisionera, ah, como si los hombres y las mujeres fueran cosa de comprar y vender.