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Muchas fiestas daban en Córdoba los reyes a los señores que luchaban con peligro de su vida en la guerra y a los que les daban dineros, como don Pedro González de Mendoza, nuevo arzobispo de Toledo. Los llamaban o iban por su cuenta a besarles las manos y a juntárseles con sus hombres para ganar honra, y los monarcas los invitaban a cenar, no a su misma mesa, que hubiera sido contra protocolo, pero sí en la misma estancia, e porfiaban entre sí condes y duques por servirles el vino o la vianda. E era bueno tanto festejo, pues que había mucha sangre y dolor en Andalucía y mucha priesa por arrojar al moro.

Las damas jóvenes de la reina, todas alegres y muy arreadas de vestes, tocas y plumas, danzaban antes de cenar con otros tantos caballeros mancebos. La infanta Juana —que seguía señalando con el dedo corazón, pese a que su madre y sus ayas le pedían que no señalara, pues que una dama no señala y se las ingenia para decir sin señalar— era la que más bailaba cuando salía a la fiesta, aunque que a veces anduviera enojada, siempre por naderías propias de su corta edad. Su madre decía que tenía celos de don Juan y de doña María, sus hermanos, e se santiguaba porque andaba otra vez embarazada e con la criatura que alumbrara otro tanto sucedería. E lo comentaba con su hija mayor, la infanta Isabel, que, vuelta de Portugal, era un cúmulo de prendas, a más de bella y galana, en razón de que la duquesa de Viseo se había esmerado con ella y la doncella sabía estar.

Madre e hija se encontraron en Córdoba e se juntaron en un abrazo interminable. A ver, tantos años sin tratarse, que Isabel se había ido moza y regresaba mujer, hablando portugués y latín de corrido, chapurreando francés e mencionando al Dante, al Petrarca, al Giotto o a Piero della Francesca, o a los duques de Medicis o de Milán. O describiendo la ciudad de Venecia como si allí hubiera estado. O platicando del príncipe Alfonso, el hijo del rey don Juan de Portugal, que era gallardo como ningún otro doncel, o de la duquesa, que estaba ya muy anciana e, prudente como era la joven, cuando su madre le preguntaba por la alevosa muerte de un buen puñado de nobles a manos del rey en aquel país, ella callaba discretamente, e la reina entendía sin necesidad de palabras que no debía insistir. E preguntada si quería casar con el joven Alfonso, decía que sí, e vuelta a preguntar respondía taxativamente que sí, que sí, e no quería oír hablar de ningún príncipe de Francia o de Inglaterra para maridar.

No quería hablar de ningún príncipe de Francia, a más de porque amaba al dicho don Alfonso, por la lengua. Por el francés, que se le hacía cuesta arriba, y mucho menos de uno inglés, pues que allá hablaban poco menos que bárbaro e del todo incomprensible para los latinos, e suspiraba.

La pequeña Juana estaba entusiasmada con su hermana mayor, pues que jugaba con ella a las muñecas:

—Juega conmigo, Isabel.

—¿A qué?

—A las muñecas. Yo seré la madre, tú el padre.

E doña Isabel jugaba con doña Juana, sabiendo que jugaba a lo que no era, a lo que no habría de ser para la niña, además que quizá no tuviera tanta suerte como ella, que estaba enamoriscada del señor Alfonso, porque su madre, la madre de ambas, la poderosa reina de Castilla, de León, de Aragón, etcétera, la casaría con un príncipe, viejo o joven, que lo más posible sería que nunca la amara. Además, que nunca limpiaría las defecaciones de sus hijos, si se los daba Dios, ni los amamantaría, ni les daría de comer a la boca ni los arroparía por la noche ni los santiguaría al acostarlos para librarlos de brujas y seres infernales, ni los cuidaría cuando estuvieren enfermos, ni les haría cariños cuando tuvieren miedo, porque ella estaría aquí y sus hijos acullá, en manos de ayas y damas, o rehenes de algún tratado de paz, como ella mismamente, que había sido muy bien tratada en Lisboa, sí, pero que hubiera querido estar con su madre, una mujer que tan pronto deseaba casarla con el portugués como con un príncipe de Francia o de Inglaterra. E la infanta se sentía mercancía de una madre que no hablaba una palabra seguida con ella, pues que la interrumpían sus secretarios o damas con noticias, salvo cuando oía misa, que entonces no lo permitía.

Aquella mujer no vivía un momento de sosiego. Que, cuando no eran nuevas de haber tomado tal capitán tal ciudad a los moros, era que se había librado tal escaramuza; o que habían quemado tantos y cuantos herejes en Sevilla o en Valladolid; o que los judíos habían asesinado al Inquisidor General de Aragón dentro de la catedral de Zaragoza; o que se habían sublevado los nobles gallegos; o que una flota de naves portuguesas había naufragado cuando pretendía doblar el cabo de las Tormentas, situado en el extremo de África, en su camino hacia el Catay en busca de la ruta de las especias, esto en apenas una hora, que en la siguiente otro tanto. Así hasta irse a la cama, que no era vivir. Lo que, además, era malo para ella, máxime estando otra vez empreñada y teniendo tan malos partos como había tenido con Juana y con María y la niña muerta. E le pedía la infanta:

—Descanse su alteza. Pida un paño a doña Clara y borde, que le vendrá bien hallar sosiego.

Y, como doña Clara no le daba paño a doña Isabel, se lo acercaba ella con gran escándalo de la dama que, como si quemará, se apresuraba a quitárselo de las manos a la reina, que no bordó ni cogió aguja mientras vivió su buena madrina.

Cierto que la infanta también disfrutaba al lado de su madre, sobre todo cuando pedía a los cronistas que abreviaran al hablar de las cosas personales della y les aconsejaba que mentaran su próximo parto, previsto para el mes de diciembre, con una sucinta noticia.

Dos líneas dedicó Pulgar a la nueva parición de la señora y al nacimiento de doña Catalina, una preciosa niña hermosa y gordezuela, que vino al mundo en Alcalá. Don Marineo, el nuncio, ni la mencionó. Mosén Diego de Valera tampoco, pero don Alonso de Palencia escribió: «En diciembre la reina doña Isabel dio a luz en Alcalá a doña Catalina. Mayor alegría hubiera causado a los reyes el nacimiento de un varón, porque la sucesión de su único hijo inspiraba no pocos temores, y la fecundidad de sus hijas prometía dificultades para los próximos enlaces».

Y claro, la reina montó en cólera. De primeras, se airó en presencia de sus damas más allegadas y queridas y se quejó:

—¡Estos paniaguados…! ¡Este Palencia, ya dijo mil oprobios de mi hermano Enrique…!

—¡Tente, hija —le aconsejaba doña Clara—, fue el que ajustó tus bodas con don Fernando…!

—¡Bien que sé que mi hijo es menudo y débil, pero de mis hijas nadie sabe nada. Isabel es doncella, Juana niña, María más niña todavía e Catalina acaba de nacer…!

—Los cronistas dicen lo que no deben y lo que suponen —intervino doña Mencía.

—¿Por qué mis hijas no han de ser fecundas?

—¡Es necio aventurar semejante juicio!

—¡Lo castigaré, le quitaré la pensión, lo desterraré…!

—Mejor será callar, alteza…

—¿Por qué, doña Beatriz?

—Señora, el cuaderno lo conseguimos mal… Don Gonzalo rebuscó en el arca del Palencia…

—Eso no es obstáculo para una reina.

—Señora, puede caer oprobio sobre mi marido, que te ha servido siempre con dedicación y anhelo —rogó doña Clara en voz baja.

—Mejor no darlo por sabido…

—O robarle los cuadernos y echarlos al fuego y que no quede para la posteridad…

—No es necesario. Es mejor dejarlo. Palencia se descalifica solo… ¡Es sandio hablar de la fecundidad de las infantas cuando doña Isabel es doncella y las otras niñas…!

—¡Son cosas de hombre!

—¡Es hablar por no callar!

—La señora infanta que no se enoje tampoco, que este Palencia es un viejo cascarrabias.

—¿He dicho alguna vez algo deste Palencia? ¿Le he pronosticado que morirá sin sacramentos y se pudrirá en el infierno, por ejemplo?

—¡Nunca jamás!

—A los cronistas se les sube a la cabeza lo que son porque muchos nobles les van a pedir que les dejen leer sus escritos, por ver si están recogidos sus nombres y sus hazañas, aunque a veces vayan por lana y vuelvan trasquilados…

—Algunos hasta les hacen regalos…

—Creo que será mejor dejar el asunto o correrá más, e no quiero se ponga en cuestión la fertilidad de mis hijas…

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Doña Gracia Téllez se ganó a la población de Alaejos en un Jesús. Porque les dio de comer hasta la saciedad y dejó que del más anciano al más chico le besaran la mano y hasta que le contaran su vida. Escuchó como doscientas historias con buena cara y aconsejó esto y estotro. Oyó venturas y desventuras, problemas, dilemas, agravios, ultrajes, honras, deshonras, vergüenzas y desvergüenzas, y puso paz entre querellantes y envidiosos. Habló del amor que se ha de tener a Dios y al prójimo, y del mucho amor que le tuvo a su esposo, el italiano, con verbo digno de envidia, pues que más de una vecina se santiguó ante el retrato del condottiere, como si de un santo se tratare. De tal manera que salían las gentes de la vista —las personas adultas, hombres y mujeres, correspondientes a los trescientos fuegos de la villa— en pequeños grupos, con cara de albricias, dispuestas a ayudar en el derribo del castillo, que se desmoronaba, y hasta comentando:

—¡Por fin tenemos una señora que ejerce dominio y se ocupa de nosotros uno a uno!

Y sí, sí. La anciana marquesa se ocupaba dellos y al que no tenía le daba dineros para arreglar el tejado de su casa o para comprar leche. La joven marquesa no, no les prestaba la menor atención. Tenía sus quehaceres al parecer, e andaba por el castillo con sus dos esclavas moras, arriba y abajo, como si buscara alguna cosa. A gusto la hubieran ayudado, pero no se atrevían a ofrecerle sus servicios porque doña Leonor hablaba poco.

Fue de gozo cuando doña Gracia, Dios le dé mil años de vida, llamó a la Benita, la más vieja del lugar, para preguntarle sobre los antiguos marqueses, los que habitaron Alaejos, pues que deseaba saber de ellos, de lo importante a lo menudo. E fue el delirio entre los habitadores, pues que le iban a contar a la Benita lo que habían oído a sus padres y abuelos. La dama aceptaba lo que le decía la vieja con reservas, naturalmente, pues que lo más era fábula que, tantos años transcurridos, no podía ser de otro modo.

—Benita, ¿desde qué marqués recuerdas?

—Yo pagué mis pechas a doña Gracia, que estaba fuera de Castilla, e no sé si sois vos la mi señora, e a doña Ana, luego a don Juan…

—Yo soy esa doña Gracia y doña Ana es mi hija y don Juan nieto, en paz descansen los dos. Remóntate más atrás.

—Se habló de un don Hugo que murió reventado de tanto comer y que a lo menos pesaba doscientas arrobas. De una doña Petrona, que era mujer de costumbres livianas, disculpe su señoría, que se cayó escaleras abajo cuando iba a abrir el portón a su amador… Pero otros dijeron que la tiró su marido, muerto de celos…

—No lo he oído nunca… ¿Oye, de don Tello, el cabeza del linaje, qué se cuenta?

—Don Tello fue un gran hombre, señora, el que llevó el pendón del rey Alfonso en la batalla de las Navas de Tolosa.

—Lo sé.

—Se cantan canciones con su nombre en las fiestas mayores.

—¿Oye, y de un rey moro que vivió aquí con él?

—No sé, mi señora.

—Un cautivo de las Navas…

—No sé de ese moro…

No sabía la Benita casi nada de don Tello y nada del rey moro, pero al día siguiente volvía:

—Hubo otro, un dicho don Asur, que ganó al sarraceno la villa de Alta Iglesia a una legua de aquí, en el camino de Fuentesaúco…

—La que nos da el título…

—Desde que su señoría me honra, muchas comadres me vienen a contar cosas de la familia y dicen que don Asur sufría mal de ojo, el que le echó una mora cuando conquistó aquella fortaleza, y que, instalado en Alaejos, sólo vivió treinta días desde que volvió de allí sin impartir ninguna orden ni disponer nada, pues que le vinieron dolores a la piernas y a los brazos y se metió en la cama y falleció, en el primer piso, allá…

E fue la Benita la que con sus contarellas dio otra clave a doña Gracia para derribar el castillo sin que la población lo sintiera. Porque le habló del mal de ojo que padeció aquel don Asur, un antepasado desconocido para ella, haciéndole el favor consiguiente.

Discurrió la dama que, como presto se iban a cumplir los treinta días de su estancia en el castillo de Alaejos, podría echar mano de la muerte de don Asur y hacer como que se ponía enferma y que le habían venido dolores a los brazos y las piernas y correr que el castillo estaba maldito, plantar cara a la maldición que se repetía con ella y derribarlo a bombazos. A más, que la fábrica lo pedía a gritos y cualquier día un sillar que cayera habría de causar una desgracia. Y en ese cavilar se adujo que los vecinos respirarían aliviados y que ellas podrían buscar el cofre del rey moro entre piedras y cascotes. Cuando comentó con su nieta tal posibilidad, ésta le quitó la idea de la cabeza. Pues, ¿no estaba toda población por derribar la fortaleza sin más para evitar el peligro de desplome? No obstante, la dejó hacer, que así estaba entretenida y ella y las moras podían andar por el castillo a sus anchas abriendo arcones y revisando su contenido para, por descontado, no hallar nada interesante.

Así las cosas, sólo faltaba que llegara la bombarda de Valladolid, porque doña Gracia ya había constatado suficientemente que no había memoria en Alaejos de ningún Téllez buscador de tesoros y se había metido en la cama, dicho que le dolían brazos y piernas, bebido varias tisanas; confesado y comulgado, encomendado a Dios y a sus Santos; aconsejado a su nieta sobre muchos particulares, recomendado tal y cual a las moras y a la cocinera que, ignorantes de la añagaza, lloraban a toda hora creídas de que la dama se iba deste mundo; recordado a don Beppo y repetido las últimas instrucciones para su enterramiento en el altarfino que había comprado en la girola de la catedral de Ávila amortajada con el hábito de San Francisco, entre sus dos maridos, el condottiere a su derecha, el embajador a su izquierda, cuyos cuerpos doña Leonor debería mandar traer de Milán, Dios dé buen ánimo para llevar a cabo semejante manda.

E a punto de cumplirse el día trigésimo de la llegada de las marquesas a Alaejos, corriendo por toda la villa el negocio de la maldición de don Asur, Dios lo tenga con él, que se repetía mismamente en la anciana doña Gracia, Dios le dé un lugar a su lado, llegó la bombarda de Valladolid sobre un armón de artillería, traído por cuatro hombres, e todo fue confusión en aquel lugar.

Claro que doña Leonor estuvo muy atinada y, cuando le preguntó el cura por el cañón, dijo:

—Este cañón es el primero de los veinte que mi señora abuela y yo adquirimos a un maestro herrero de Valladolid para defender la villa de maleantes… Ahora, va a cumplir otro menester porque vamos a derruir el castillo por lo de la maldición de don Asur, nuestro desdichado antepasado, y porque se desmorona. Cuando nos vayamos los dejaremos en la villa que de ese modo estará defendida e no habrá que penar ni sufrir yugo ni privaciones en el futuro.

La población, enterada del negocio, estalló en vivas. Doña Gracia celebró la aguda y pronta respuesta de su nieta y dijo a las moras que la atendían en aquel momento:

—Me puedo morir tranquila. Leonor guardará las posesiones de la familia mejor que yo… Tanto discurrir por causa del tesoro de los Téllez, le ha venido bien el ejercicio mental… Es ya mujer avisada y sabia…

Y tal parecía, en efecto.

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Doña Zoraya, antes rumí en tierra de infieles, antes cristiana en tierra de cristianos y nombrada doña Isabel de Solís, luego esposa preferida del emir don Muley y reina, y ahora viuda del dicho y madrastra del nuevo rey, de Boabdil, era mujer bella como el sol y muy querida por los habitadores de Granada, como se demostró sobradamente, pues la aclamaron cuando abandonó la Alhambra e se fue a vivir con sus hijos, criados y esclavos a su casa del Albaicín —barrio que albergaba la Alcazaba, lindero al río Darro y a otros montes—, en una mansión con huerta, jardín, floresta y mentes rumorosas, dicha por allí carmen, situada al sol de tarde y frente por frente a los palacios del emir.

Azuzó la mula doña Zoraya apenas acabó el funeral del señor Muley y estuvo atinada porque la antigua primera esposa del dicho, doña Aixa, era la que manejaba a su hijo Boabdil, que era mozo, en los palacios reales, en la ciudad y en el reino de Granada, y le había tenido celos cuando fue relegada del regio tálamo y luego inquina por lo mismo. Por eso fuese presto, porque la soldana era mujer dotada para la intriga, y en aquel luctuoso momento vería enemigos por todas partes. Ella no, no era enemiga de nadie. Su relación con don Muley debióse al amor que llama a las puertas de los corazones sin ser llamado, e ya sabía que sus hijos no serían nunca reyes de Granada, salvo que faltaran los hijos de Aixa. A ella que la dejaran vivir y morir en su casa del Albaicín viendo ponerse el sol, llegar el nublado, la lluvia y el ir las nubes, disfrutando de sus rentas con sus criados y esclavos, sin salir de la quinta, sólo yendo el viernes a visitar la tumba del señor Muley y a orar a la mezquita, allí, pues que no podía regresar a tierra cristiana por sus parientes, los Venegas, que le habían jurado odio eterno pese a que entre los hombres de aquella familia había varios renegados, mismamente como ella, que había abandonado el cristianismo para tornarse mahometana, sí, pero después de pensarlo mucho y de filosofar abundantemente.

Le contaba doña Zoraya a María de Abando, antes de encomendarle que entendiera en el misterio del cerezo, que había sido cautivada al pie de las murallas de la villa de Martos, de donde su señor padre era regidor. Estaba cogiendo flores para adornar el altar de la iglesia mayor con otras doncellas, cuando se presentaron unos moros en algara e se llevaron a las mozas, e las vendieron en Granada. A ella la compró la soldana Aixa e la dedicó a lavar ropa, e estando en su labor se presentó el rey Muley voceando que necesitaba una camisa limpia para salir de caza e, acercándose a ella, le quitó de las manos la que estaba terminando de aclarar en agua de rosas e quiso Alá que cruzara su mirada.

—E fue el amor, hija, que casi me hizo desvanecer… E ya no fui capaz de lavar ni de aromar la ropa tan bien como antes… ¿Tú te has enamorado alguna vez, María?

—Con ese amor, no, mi señora.

—Fue loco amor el que yo sufrí y el de don Muley también.

—Estuve casada; ahora soy viuda.

—Me muero de pena por la muerte de mi amado, me muero…

E María sahumaba la estancia de la soldana con espliego y romero —muy buenos contra hechizos, por otra parte— y otros aromas, pero nada le decía, porque aquella afligida mujer que parecía no haber roto un plato en su vida la tenía de esclava contra su voluntad.

—¿Tú tienes hijos?

—No —contestó María porque era muy complicado decirle que sí, que tenía uno que era y no era de ella.

—No puedo volver a mi tierra porque unos parientes me la tienen jurada… A la señora Aixa le gustaría que me largara con viento fresco, y yo me iría de grado, pero no puedo… Claro que aquí también corro peligro por la soldana, que se vengará de mí, y porque los castellanos cuando toman una aldea nuestra lo primero que hacen es matar a los renegados… Oye, esos reyes, don Fernando y doña Isabel, más parecen fieras carniceras que personas, pues que vienen contra nosotros comandando un ejército de demonios como no se recuerda desde la batalla del Salado, y ese marqués de Cádiz, su capitán, un sanguinario… ¿Es que no ha habido durante siglos un pacto entre musulmanes y cristianos consistente en que cuando los moros conquistan una ciudad los cristianos se quedan de rumies y, a la inversa, los musulmanes de moriscos, respetándose y dejando vivir a los vencidos, eso sí, más pobres de lo que eran? Los reyes de Castilla han de echarnos de estas tierras de Al Ándalus, te lo digo yo, e falta poco. A mí me mandarán matar la primera…

E María nada respondía ni trataba de aliviar la desazón de la dama con palabras de consuelo, pues que le daba un ardite doña Zoraya, en razón de que estaba allí forzada, y la habían cautivado sin pedirle permiso, para que trabajara curando los resfriados y enfermedades de los moradores de aquel carmen y pagarse su rescate y volver a Ávila, porque el pobre Mingo no vendría a por ella, estaba visto. A más, que si la dama andaba triste por haber enviudado, ella también por otro tanto, aunque ciertamente no había amado a su esposo del mismo modo que la mora al suyo.

E la dueña continuaba:

—Si me convertí al mahometismo fue tras pensarlo mucho y lo digo sin remilgos: Dios permitió que me cautivaran los moros, que me trajeran, me vendieran, me compraran y me ocuparan de lavandera. Que don Muley necesitara una camisa y se enamorara de mí, que yo le correspondiera con todo mi ser y que él me hiciera su primera esposa. Lo de los odios de la señora Aixa ya fue cuestión de ella, pero lo que yo me decía en las soledades del harén cuando mi amado partía para la guerra:

»Dios, que es Uno y puede llamarse Dios, Alá o Yavé, y tal afirmaba y afirmo en razón de que he sido cristiana… Dios, digo, creó el mundo e después a los seres inanimados y a las criaturas, de las más simples a las más complicadas, al hombre, en concreto, en un más difícil todavía… Lo del más difícil, lo del cada vez más complicado y complejo, me llevó a pensar que tal vez Dios, Alá o Yavé, el Uno, el Creador, eran a su vez obra del hombre… Una necesidad del hombre, un anhelo inalcanzable por inexistente… Alá tenga piedad de mí si he errado…

A María, que creía en la Dama de Amboto por la enseñanza que recibiera de las brujas de la ría del Nervión, pero no creía en el Señor Jesucristo ni en su Santa Madre porque no había sido educada en la doctrina cristiana, como es sabido, aquellas filosofías le hubieran dado a pensar, de no estar ocupada con el cerezo de las cerezas amargas que, vive Dios, la primavera anterior había dado siete frutos, siete, sólo siete. Uno que se comió la soldana y seis sus criadas, dándose cuenta todas de que eran amargos.

Negocio que, precisamente, no servía de regocijo a la señora Zoraya, sino al contrario, de preocupación añadida a las cavilaciones sobre Dios y el hombre, lo que era tan complicado o más que dirimir qué había sido antes, si el huevo o la gallina. Y eso estando cercano el año de mil y quinientos, el del Fin del Mundo, el de los horrores del Apocalipsis, que anunciaban los clérigos cristianos tratando de preparar las almas de las gentes.