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Doña Isabel, reina de Castilla, de León, de Aragón, etcétera, indagó un tanto más en el negocio de la luna roja, pero nadie sabía nada e, cuando la nombraba, ya fuera a hombres sabios o a sus damas, la miraban como si se lo hubiera inventado, como si no existiera. Por eso hizo contemplar a sus camareras la luna roja de abril de aquel año y admiró con todas ellas el magnífico resplandor del astro y la singularidad de su colorido. Doña Beatriz incluso dijo:

—Hoy es un buen día para que los poetas canten a la luna, pues luce más hermosa que nunca.

E la reina apuntó:

—Tienes razón… Sería bueno que practicaran con los metros italianos, ésos que ha traído don Marineo Sículo…

—Que se emplearan escribiendo sonetos, como los del maestro Petrarca —apuntó doña Clara.

E sí, sí, preciosos sonetos hubieran podido escribir los poetas de haber contemplado aquel día la luna roja de abril.

Doña Isabel dejó el asunto porque no creía que la luna roja de por sí trajera bondades ni maldades, a más por no poner en brete a los hombres sabios que la rodeaban, pues que su capellán preguntó a unos y otros y nadie sabía palabra. Es más, muchos no se habían siquiera fijado en la luna roja de abril o de Otros meses, lo cual venía a decir que estaban tan pegados a las Vanidades del mundo que tan siquiera eran capaces de levantar la vista y ver lo que había en el ancho cielo. A más, que don Hernando se enojaba:

—Sepa la mi señora doña Isabel que un doctor de Salamanca ha respondido a mi carta sobre la luna roja de abril diciéndome que se llama luna parcal, que lo dijeron los antiguos griegos… Pero se ha extrañado mucho de mi pregunta y me ha demandado para qué lo quiero saber y dicho que, si lo deseo, consulta a un nigromante, y hasta ahí podíamos llegar, alteza… Que nunca se ha de terminar en estos reinos con las supersticiones…

—¡Téngase fray Hernando, que lo de la luna roja es cuestión baladí…! Lo que me preocupa es la guerra de Granada y el matrimonio de mi hija, la infanta Isabel, pues quiero casarla bien…

Y, en esto, entró Gonzalo Chacón en el aposento para decirle:

—Don Muley Hacen, rey de Granada, ha dejado la ciudad… Va muy enfermo camino de Almuñécar… La población, a instancias de los alfaquíes, se ha presentado en la Alhambra a pedirle cuentas y, al saber que no estaba, ha armado algarabía…

—¡Magnífico, don Gonzalo!

—Los ha recibido la reina…

—¿La reina? ¿La renegada o la madre?

—La renegada, alteza. Pero no ha conseguido apaciguarlos, pese a que dijo que su marido el rey estaba enfermo de cuidado… El pueblo cree que ha huido y no quiere tal rey.

—¿Será verdad lo de la enfermedad o será un cobarde el señor Muley?

—No se sabe, pero doña Zoraya ha asombrado a todos… Es mujer varonil… Dicen las cartas recibidas que no se amilanó delante del pueblo e que mandó llamar a su hijo e que se encaró con los alborotadores: «Si no queréis por rey a don Muley Hacen porque está enfermo, aquí tenéis a su hijo. Proclamadlo rey…».

—Como cualquier madre quiere ver rey a su hijo antes que a Boabdil, pero no cuenta con ése el Zagal, que es gobernador de Málaga y hermano de don Muley, y que allí hereda el hermano e no el hijo… ¿Dónde está don Fernando?

—Está en Málaga viendo aquello para ponerle sitio…

—¿Qué ha pasado por fin en Granada?

—Los granadinos no han querido al hijo de la cristiana…

—Los castellanos tampoco hubieran querido al hijo de una mora del soberano.

—Lo que dicen las cartas es confuso.

—¡Escriba don Gonzalo al rey con estas nuevas por si las desconoce e despache mensajero de inmediato…!

Doña Isabel, ya con sus damas, comentó que momento era de hacer grande guerra a los moros, de conquistar Málaga para neutralizar la ayuda que los musulmanes recibían de los musulmanes del Magreb y de poner sitio a Granada. Dijo de levantar un campamento en la Vega y de ir ella para, amén de controlar la intendencia y el gasto, poner orden entre nobles y capitanes para concertar las acciones guerreras, pues que, yendo cada uno por su cuenta, se perdían vidas y dineros. Añadió que podría hacer buen papel en la retaguardia interrogando a los cautivos moros que hicieren, e preguntó a sus camareras si conocían alguna dama de alcurnia que supiera árabe para llamarla a su lado y que interpretara lo que le dijeran los prisioneros.

Las damas repasaron los linajes de Castilla, Alba, Pimentel, Medina Sidonia, Infantado, Cádiz, Haro, etcétera, e no hallaron a ninguna dama que pudiera saber árabe, e fue la misma reina la que apuntó, pues que había pensado en ellas recientemente, a las marquesas de Alta Iglesia.

—¡Ah! —se asombraron las camareras.

—¿Saben árabe?

—¡Sí! Las criaron dos esclavas moras cuando murió su madre de parto e desapareció su padre del disgusto de haber tenido dos hijas tullidas —explicó doña Clara, que estuvo en sus bodas representando a la reina.

—Habremos de llamar a doña Leonor porque doña Juana se entró monja en las Clarisas de Tordesillas…

—¡Excelente, alteza!

—Doña Leonor es persona extraña, nunca ha hecho nada por serviros, señora.

—Ni por frecuentar la corte.

—¡Es manca!

—¡Es natural, se encontrará disminuida…!

—Será cosa de cabeza, porque carecer de una mano no disminuye. Los tullidos se apañan de maravilla con lo que tienen.

—Doña Clara, dile a don Gonzalo que la llame. Creo que será bueno tenerla a nuestro lado.

Y las damas platicaron largo de las mancas de Alta Iglesia y la que no sabía de su existencia y desgracia con anterioridad, conoció cumplidamente lo de la mordida de perro que trajeron al nacer, la muerte de la madre y del padre, ya fuera del susto o del disgusto, de las esclavas moras que les habían dado crianza y amor, de la bisabuela, que había regresado de Italia al morir su segundo marido, un dicho don Beppo de Arannola, condottiere para más señas, de los amores de entrambos, de los desdichados matrimonios de las marquesas, e con ellas tuvieron conversación para muchos días.

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Las marquesas de Alta Iglesia, tras comprar una gruesa bombarda y un Santo Cristo en Valladolid al maestro Manzanal, quien, aunque tenía toda su producción vendida de antemano para iglesias y conventos, les vendió uno por tratarse de ellas, volvieron a pasar por Tordesillas, contemplaron de lejos el campanario de las Clarisas, encomendaron a sor Juana al Señor, pero no se detuvieron, pues a Leonor le corría priesa llegar y, al trote los caballos, se presentaron en la puerta del castillo de Alaejos sin avisar e fueron rodeadas de una multitud de niños que les querían tocar los vestidos sin hacer distinción entre amas y criadas. Vaya, que causaban más admiración ellas que el cañón. Catalina los alejaba:

—¡Andad, rapaces, andad con vuestras madres…!

Pero a poco era menester apartar también a madres, padres y vecinos. A todos los que se hallaban en torno a las damas, y tanto bullicio había que no podían decir ni quiénes eran ni a qué venían, pero no hacía falta porque las armas de los Téllez estaban pintadas en el carruaje y labradas en lo alto de la puerta del castillo, y reinaba la alegría entre los villanos en razón de que ni los más viejos del lugar recordaban que los señores hubieran habitado siquiera unos días en su propiedad y los habían echado a faltar sobre todo durante los veinte años en que los ladrones se hicieron amos de la cercana villa de Alta Iglesia, y ellos vivieron atemorizados las noches y los días. E, claro, mostraban su alborozo, e no sabiendo quién era la señora, querían besar la mano a todas aquellas damas para no hacer feo a ninguna. E, la verdad, tanto gentío producía respeto porque las recién venidas necesitaban espacio para respirar e no había. Menos mal que llegó un hombre, un dicho Suero, el administrador, que se hizo paso a codazos entre la multitud y con él llegó el silencio porque los villanos se apartaron para ver qué hacía y contemplaron cómo se arrodillaba ante las dos marquesas verdaderas, que las otras eran criadas, y cerraron la boca para oír qué platicaba:

—Yo, Suero González, el administrador de vuestras señorías, me arrodillo ante mis señoras…

—Yo soy doña Gracia.

—Yo, doña Leonor.

—Mis señoras las marquesas sean bienvenidas…

Y como el tal Suero no les daba paso hacia el castillo, doña Gracia se puso los espejuelos para observar que la fortaleza estaba arruinada. Tantos años cerrada, ni se recordaba cuántos, amenazaba ruina lo vio enseguida la anciana, y al punto constató que el puente levadizo crujía, que el portón se resistía a su apertura, que los fosos estaban llenos de desperdicios y el patio de armas también. E repasó con sus ojos las ventanas rotas, las torres desmochadas, la muralla abultada por algunos lugares a punto de desmoronarse, etcétera, pero no se llevó disgusto, no. Aprovechó la ruina que tenía ante sus ojos —la natural después de años de abandono— y dijo a su nieta en voz alta para que la oyeran los vecinos:

—¡Leonor, el castillo amenaza ruina, será menester derribarlo y levantar otro nuevo!

E Leonor, que había captado las intenciones de su abuela, pues mejor aceptar la ruina de la fortaleza y demolerla que andarse con historias de crucificados e otras añagazas, respondió:

—¡Sí, mi señora, ofrece grande peligro!

E doña Gracia pidió una casa a aquel Suero:

—Disponga la vecindad una casa para nosotras, pues el castillo está inhabitable.

Los vecinos las instalaron en la casa del concejo, la mejor de la localidad, llevando camas, colchones y hasta alfombras y tapices de la iglesia para ornamentarla.

A sobretarde se holgó la anciana marquesa porque tenía cama buena y todo relucía como el oro y recorrió varios aposentos de aquella casa con su nieta, que ya la conocía como la palma de su mano, pues la había revisado de punta a cabo y, cuando se personó en una construcción aneja, habilitada para cocina, se asombró de que Catalina ya estuviera aparejando la cena e impartiendo órdenes a un tropel de mujeres, que se apresuraron a besar las manos de las señoras.

Después del refrigerio, doña Gracia, aunque cansada, interrogó al dicho Suero, que era el administrador, en el mismo comedor, antes la sala noble del concejo, sentada frente por frente de su nieta, al calor de la chimenea, bajo el retrato de don Beppo que había sido ya instalado en lugar de honor. E le dijo:

—¿Qué es de nuestras rentas?

E el hombre enrojeció e no atinó a responder.

—¿No eres el administrador?

El hombre asintió con la cabeza.

—¿Dó son las rentas? No hemos recibido un maravedí en veinticinco años o más…

E por fin habló el Suero con poca voz:

—Las rentas las reciben los señores rey y reina…

—¿Los reyes?

—Sí, señoría. Antes se las llevaban los ladrones de Alta Iglesia, que está a una legua de aquí… Se presentaban en el pueblo armando bulla e nos quitaban hasta el pan de comer… Desde que el rey liberó estas tierras, las recibe él… Sus oficiales nos vienen a cobrar para San Miguel e les pagamos puntualmente…

—¿E nosotras?

—Perdone, su señoría, pero no sabíamos quién era nuestro amo, por eso le abonábamos al rey, que nos cobraba…

Porca miseria! ¡Oh, qué error, que gran error! La reina devolvió a mi nieta los señoríos de Alaejos y Alta Iglesia que, por otra parte, siempre han sido de los Téllez. ¿Cuántos pecheros hay? ¿Cuánto pagan?

—Trescientos vecinos que abonan un millón de maravedís al año.

E doña Gracia continuó interrogando al hombre, ella sola porque Leonor tenía la mente en otra cosa, seguramente en el maldito tesoro, hasta que terminó diciendo:

—Suero, no he de enojarme con vosotros, pese a que habéis sido descuidados, pese a que nos debíais haber llevado los dineros a nuestra casa de Ávila como siempre, como hicieron vuestros padres y abuelos…

—Se dijo que don Juan había muerto y su esposa también…

—No quiero hablar más de eso… Oye, voy a necesitar criadas, búscame unas mozas…

—A las órdenes de su señoría.

—Y mañana a la mañana, me traes al viejo más viejo de la población, que deseo preguntarle unas cosas…

—A las órdenes de su señoría… ¿Van a pasar un tiempo aquí las señoras marquesas? ¡Nos holgamos mucho todos…! ¡Favor nos hacen vuesas mercedes, les serviremos en lo que sea menester…!

—¡Retírate, Suero!

—A las buenas noches…

E, ido el administrador, la anciana comentó con su nieta:

—¡Presta atención, hija, a las cosas del dinero…! Los reyes han estado cobrando lo nuestro…

—Antes lo hacían los ladrones que tuvieron subyugada toda esta comarca…

—¡Acabarás en la miseria si no te ocupas de las cosas del dinero!

—Ya lo haces tú y mejor que yo lo haría…

—No se trata de eso Leonor, me moriré presto…

—No empieces, abuela.

—¿Qué, qué te parece el castillo? Nos ha venido bien que amenace ruina, así lo echaremos abajo e no habrá que andarse con mentiras… ¿No te da pena derruirlo…?

—¡No! Además, espero tener más suerte que don Alvar y que doña Urraca… Doña Urraca fue la que se quemó toda en este lugar a causa de una candela que le prendió el vestido, y don Alvar el que derruyó Alta Iglesia por dentro, ¿no? ¿Mi tatarabuela también buscó aquí?

—Tengo para mí que los tres buscaron en Alta Iglesia…

—¿Entonces, en Alaejos no ha buscado nadie?

—Sí, seguramente sí, pero no perdieron la vida e no quedó memoria dellos…

—¿Sí o no?

—¡No lo sé a buen seguro, Leonor…!

—Oye, abuela, ¿tú quieres levantar un castillo nuevo?

—Yo no. Yo no emplearía aquí ni un maravedí…

—Lo mismo pienso yo, a más que no se han preocupado de preguntar qué amo tenían…

—Lo tiramos y les damos la tierra para que tengan bienes propios… No obstante, antes de comenzar el derribo, me dejarás tantear a la vecindad, pues que no sé… Tal vez se opongan a que sus señoras destruyan su castillo, pues ten en cuenta que las cosas y los edificios y los campos son de los que alzan la vista y los ven, aunque tengan otro amo… Y, no sé, antes de empezar la faena quiero ganarme a todos y darles unos dineros para celebrar nuestra venida y convidarlos a un banquete, porque los señores deben ser muníficos…

—¿No eras tú la que deseaba destruir el castillo como hubiera hecho tu señor marido? ¿No has comprado una bombarda? ¿No te ha venido la ocasión a la mano? ¿No se cae? ¡No hay más que mirar…! ¡Estarán contentos! ¡Es un peligro…!

—Sí, pero algo me dice que debemos ser prudentes, y esperar unos días…

—Esperaremos mientras llega la bombarda… ¿Por qué más? ¿No es nuestro el castillo y la tierra que se ve?

—Te lo devolvió la reina, en efecto, pero no para que lo destruyeras, sino para que lo mantuvieras y no has cumplido, se cae…

—A mí no me dijo nada, me lo tornó sin más, sin condiciones, salvo que la sirviera a ella… Además, las rentas las cobró ella, y ella debía haberlo mantenido en buen estado…

—Doña Isabel daba por supuesto que lo conservarías… En cuanto a rentas, los reyes reciben tanto que no saben ni qué reciben… Considéralo como nuestra contribución a la guerra de Granada…

—Está bien lo que has dicho de dar a los vecinos la tierra que ocupa el castillo; con ello se contentarán…

—¡Déjame hacer a mí! Y no se te ocurra entrar en él para buscar el cofre de don Tello… ¡La fabrica se cae…!

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María de Abando, separada de sus compañeras de viaje, fue recluida en un palomar vacío, maloliente y lleno de detritos, que resultó para ella una mazmorra, pese a la luz y a que podía dar cuatro pasos por parte larga y tres por la parte estrecha. Porque, como si estuviera en la cárcel, no la dejaban salir, y le llevaban comida una vez al día: una jarra de agua y una pasta de harina, sin un mendrugo de pan e, claro, se moría de hambre y de ansiedad. Además que, sin el saquete del niño malparido, sin el talismán con el que había hecho los mejores encantos de su vida, se encontraba como si estuviera desnuda…

No obstante, había catado en la jarra de agua, que no era hacer gran magia, y visto que una dama, vestida a la musulmana para más señas, habría de ir a comprarla una soleada mañana a la hora del mediodía para abonar a los secuestradores una buena cantidad de monedas de oro, de ésas que corrieran en Granada, como se llamaren… Pero la Dama de Amboto, la que le permitía ver en el agua de beber y le consentía transformar a un hombre en perro, no le facultaba a poner número al día ni a precisarlo en un mes concreto, con lo cual podía perder allí la lozanía incluso, ni, en otro orden de cosas, condescendía a que supiera qué había sido de Mingo ni si la estaba buscando, pues que en el agua sólo aparecía la noble mora.

Y cuando ya estaba harta, desesperada, haciendo mil cábalas sobre los triunfos y paradero de su marido, dispuesta ya a camelarse al guardián, que hubiera sabido hacerlo a más que tenía encantos para ello, a darle lo que no da dueña honrada para que la dejara escapar, pues que el hombre, un tipo de tez cetrina que algo hablaba el castellano, no había querido que le leyese las rayas de las manos o le echase la buenaventura, sucedió que otro hombre entró en el palomar y la condujo a un lavatorio.

Le dio jabón del bueno, le ordenó que se metiera en una gran bañera, le acercó un lienzo y unas ropas y la dejó demorarse en el agua caliente, tal vez para verla más tiempo, pues la estuvo mirando todo el rato y hablándole, seguro que diciéndole groserías. E luego la llevó a un salón donde había gente sentada en divanes y una gran señora que llevaba la cara tapada con un velo y hablaba con sus anfitriones, a más de alzarse el velo para llevarse a la boca un dulce de tanto en tanto.

María miraba los dulces con hambre, con tanto hambre que uno de los hombres le entregó un puñado de dátiles. Tras comérselos con ansia, continuó mirándolos hasta que coincidió con los ojos de la dama mora que, gran Dios, los tenía azules, pero bajó los suyos no fuera a considerarla mujer descarada y no la comprara y la devolvieran al palomar, aunque ya limpia, al fin, pues que no se había podido lavar la cara en todo aquel tiempo y, cuando había pasado la «enfermedad», no se había podido cambiar de camisa. Hubiera querido comprender palabra a palabra lo que hablaban aquellas gentes pero no sabía árabe; no obstante entendía que estaban en una operación de compraventa e que, como viera en la jarra de agua, la dama la quería comprar.

Y preguntó la dama, que hablaba el romance mejor que María:

—¿Cómo te llamas?

—María, señora…

E volvió la señora al árabe:

—Entre la armenia que me has enseñado y esta rumí, me quedo con la rumí… Yo también fui rumí… Las armenias son muy fuertes, pero son ladronas…

—Tengo una nubia… Ya sabéis que las nubias son excelentes ayas…

—No, no, me quedaré con ésta…

—¿Para qué la queréis?

—Quería a una esclava que me llevara la casa, pero no me vendrá mal una mujer que atienda a mis hijos cuando se resfríen…

—Llevaos dos… Tengo tres rumies más…

—¡No, dos rumies juntas nunca!

—Ésta es la mejor de todas.

—Oye, María, ¿haces alguna cosa en especial…? ¿Cantas, tocas el laúd o la viola, o recitas poesía, por ejemplo? —preguntó la dama a María.

Y ella respondió:

—Pongo cataplasmas, enderezo huesos, curo la melancolía y los males del corazón, las heridas de hierro y las mordidas de los perros, la atrofia de las venas, hago ungüentos y ensalmos… —e se calló muchas cosas.

Volvió al árabe la dama:

—Habré de verla desnuda, por ver si tiene alguna tara.

—¿Cuándo os he engañado yo, mi señora?

—No es eso, Salim, quiero verla…

—¡Desnúdate, rumí! —gritó el Salim a la cristiana.

E María se desnudó sin rubor pero con recato, e se tapó el pubis con las manos, causando buena impresión en la dama mora, pues que miró a los ojos del vendedor por si se le llenaban de lujuria mala y fea, no fuera la esclava a suscitar pasión incontrolable en su marido, el señor Muley Hacen, pese que estaba enfermo ciertamente y lejos, en Almuñécar, como la que le había originado ella sin ir más lejos, que nunca se sabe. E pasado el examen dijo:

—Me la quedo, Salim.

Y ajustó el precio.

María de Abando fue adquirida por una altísima dama, por doña Zoraya, que había sido rumí, es decir, cristiana en tierra musulmana y que, como ella, había sido cautivada por moros malandantes. Que había vivido de lavar ropa en el palacio de la Alhambra, la casa del rey Muley, trabajando con ahínco, destrozándose las manos, para pagar el rescate que la soldana Aixa, tras comprarla a los traficantes de esclavos, pedía por ella… Hasta que, Alá lo quiso, un día a la amanecida entró el rey Muley en la lavandería del palacio, la mar de airado, pidiendo una camisa y, todo es fácil para el Señor, se fijó en la lavandera, la compró a su antigua esposa favorita… Y, señor Alá, se enamoró perdidamente, e ella de él, e sucedió lo de la guerra civil en la ciudad de Granada por los celos de la señora Aixa.

Ya sabía alguna cosa María de la señora Zoraya, de la soldana Aixa y de las guerras que los moros se llevaban entre ellos a causa de su ama, que había sido cristiana y cautiva, pero supo más, mucho más, cuando la dama le tomó confianza, que fue muy presto, en cuanto constató que su nueva esclava la servía bien. Entonces la llevó a su jardín, le enseñó un cerezo en flor y le preguntó por qué el árbol daba cerezas amargas y no dulces como es común que hagan todos los cerezos desde que el mundo es mundo.