La expedición del rey Fernando contra Loja y sus comarcas fue desastre.
La política del rey Juan de Portugal con Castilla fue considerada calamitosa por la reina Isabel, pues que, amén de padecer lo que el Señor le enviaba con resignación, lo último su doble e interminable parto, tenía una dolorosa espina clavada en su corazón. Una espina de nombre doña Juana, conocida, de antiguo, como la Beltraneja, la que fuera o no fuera hija del rey Enrique, la designada heredera de los reinos de su padre o padrastro, en detrimento della que, como hija de don Juan, el segundo, representaba la legitimidad. La dama había abandonado el convento de Santa Clara de Coimbra con permiso real y hacía vida seglar mostrándose dispuesta a maridar con don Febo, el heredero del trono de Navarra, mal heredero también porque debía haber sido rey don Fernando, el hijo del rey don Juan y hermanastro del desdichado príncipe de Viana, que murió sin hijos, y nunca los señores de la casa de Foix.
El comportamiento de varios nobles de León y Galicia también fue desastroso e, mientras la reina estaba en Madrid cruzando embajadores con el rey de Francia —el que estaba detrás del pretendido matrimonio de la Beltraneja—, el rey hubo de ir a aquellas tierras a poner orden, de consecuente, retrasando la ofensiva contra el reino de Granada.
Cierto que en medio de estos apuros, las disputas que estallaron entre granadinos y malagueños vinieron a favorecer los asuntos públicos castellanos, pues los primeros nombraron rey a Boabdil, hijo del rey Muley Hacen e, los segundos continuaron con el rey legítimo, es decir, con el dicho Muley Hacen. De tal manera que unos y otros arrastraron el reino, mientras los andaluces, repuestos del desastre de Loja, aprestaban caballeros, peones y cañones para hacer la guerra, eso sí, sin ponerse de acuerdo sobre qué fortaleza atacar y cruzándose insultos, llamándose cobardes unos a otros y peores cosas, pues que unos querían tomar Málaga y otros la Ajarquía, e hubo desastres e muertos y heridos e cautivos de prosapia e que pagar grandes rescates por ellos, e que llorar.
La reina, sola en Madrid, preparaba otra expedición contra los dos reyes moros, que deseaban emularse el uno al otro con sus hazañas e asolaban los campos e, por otra parte, escribía a su marido dispuesta a romper los esponsales de su hija Isabel con el heredero de Portugal por el favor que el soberano mostraba a la Beltraneja, y le informaba de que el rey de Inglaterra había muerto posiblemente envenenado e le pedía que se hiciera probar la comida y se guardara las espaldas.
El caso es que el rey bajó de Galicia y se detuvo en Madrid a descansar unos días con su mujer e hijos e gozar de esparcimiento. E presto resultó que, estando celebrando consejo con la reina y los secretarios, fue informado de que, mientras andaba de descubierta un piquete de soldados por las cercanías de Lucena, tres peones habían hecho preso a un moro de alto linaje, vestido de blanco que, pese a que pretendió hacerse pasar por otro, era el rey Boabdil, e fuese raudo a aquella población a tratar con él. E doña Isabel fuese a Navarra a concertar el matrimonio del príncipe Juan con la heredera del trono, con doña Catalina, pues que había fallecido el joven Febo en la flor de la juventud.
E los reyes recibieron buenas y malas noticias cada uno en su lugar. Las buenas, que su hija la infanta Isabel regresaba a Castilla con el embajador que habían enviado para ultimar sus esponsales con el heredero de Portugal; que Boabdil aceptaba ser vasallo suyo, como un conde más, y que pagaría parias, nada menos que doce mil doblas zaenes; que se había incendiado la gran mezquita de La Meca, bendito sea Dios, y no habían quedado ni vestigios della; las malas, que, cautivo Boabdil, Muley Hacen era otra vez rey de Granada; que el rey de Francia se moría y que el rey de Portugal cortaba las cabezas de varios de sus nobles. Él guerreando por Granada, asolando las fértiles vegas, talando árboles, derribando puentes, destruyendo azudes, explanando caminos, envenenando fuentes y ríos, y negociando con su regio prisionero. Ella por las Vascongadas, recibiendo el homenaje de las gentes y jurando los fueros y privilegios en la villa de Guernica, al uso de aquellas regiones, ante los señores junteras.
Fue en Bilbao donde su capellán y el prior del convento de San Francisco la enteraron de que en aquellas comarcas había innumerables brujas, y fue rogada para que diera mayores atribuciones al Tribunal del Santo Oficio para que, del mismo modo que operaba contra conversos haciendo limpia dellos, encomiable limpia, pues que en Sevilla, por ejemplo, se había quemado a más de quinientos en un año, se procediera contra las brujas que perturbaban el ánimo de la población con sus hechizos y maldiciones y, es más, que desenterraban niños para sacarles los cuajos y hacer sus pócimas, a más de celebrar bacanales en las campas de por allá con el Diablo presente.
E vaya que estaba doña Isabel aterrada con el relato que le hacían los frailes de las bacanales, llamadas por allí aquelarres, e del funesto hacer de las brujas de la ría, llamadas sortiñas. Le venía a las mientes María de Abando, que era de aquella tierra, y, al socaire, las marquesas de Alta Iglesia, que con ella constituyeron las cuatro hijas de la luna roja de abril de 1451 en las que en mucho tiempo no había pensando. Ni en ellas ni en la luna roja, cuando se había prometido a sí misma hacerlo y preguntar a doctores y licenciados de Salamanca y Valladolid por el fenómeno cuando tuviera ocasión. Cierto que había estado muy ocupada trayendo hijos al mundo, un príncipe y dos infantas bellísimas —las niñas en dos partos muy malos—, y gobernando, poniendo paz acá y acullá entre los nobles, reduciéndolos a su obediencia y a la de su esposo, haciendo la guerra contra el moro felizmente, tan felizmente que Boabdil, uno de los dos reyes de Granada, ya era vasallo suyo, hasta que dejara de serlo por supuesto, que más traidor que el moro Judas Iscariote e nadie más.
Recordando a María y a las marquesas, se dirigió a los religiosos, hombres doctos los dos, para demandarles si conocían alguna virtud o cualidad de la luna roja de abril, sorprendiéndolos porque no sabían palabra. No obstante, le preguntaron al unísono:
—¿Cree su alteza que la luna roja es privativa del mes de abril?
E no, no, su alteza no creía tal; sencillamente quería saber de la luna roja de abril, es decir, de la primera luna llena del equinoccio de primavera o seguidamente después del mismo, que siempre o casi siempre luce roja.
—No sé, señores… Mi señora madre, antes de enfermar, me comentó que yo había nacido bajo la luna roja e quisiera saber si es como las demás o si trae bondades o maldades… Confío en que sus reverencias no se irán de la lengua porque haga tal pregunta…
—Seremos mudos, alteza… Mas tengo para mí que la rojez de la luna se debe a la humedad del ambiente e no a otra cosa.
—¿En esta tierra que llueve tanto, veis la luna roja muchas veces o no, señor prior? —demandaba fray Hernando de Talavera a su colega.
—Sí… E no hay sólo luna roja cuando está llena, sino también cuando está en cuartos y escampa e se alejan las nubes.
—Por lo que dicen sus mercedes, dos personas sabias, no tiene nada de particular lo de la luna roja de abril, salvo que sea más común en esa fecha por el dicho de abril aguas mil.
—Quizá, si la señora consulta con un campesino, le asegure que en abril o en mayo, o incluso en junio si se retrasa el verano, es mala porque traerá helada, pues se perderán las cosechas si llueve y se detiene el viento…
—Las noches calmas y sin viento, con luna y cielo claro son propensas a las grandes heladas…
—Los campesinos maldecirán esa luna…
—¿Acaso os dijo vuestra señora madre que hubo helada el día en que nacisteis?
—¡No!
—El aire frío se deposita en la superficie de la tierra… A lo mejor cincuenta varas más arriba, en un otero o en una loma, no hiela, alteza.
—¿Cómo es eso? La helada termina con los brotes de los almendros, de los frutales, de los fresnos, encinas, majuelos, jaras, etcétera, ¿o no?
—Por supuesto, cuando están en flor o en los primeros brotes, pero puede helar abajo y arriba, en una pequeña altura, no.
—Es benéfico —interrumpió el abad— llenar de agua una vasija, procurar que el disco de la luna se refleje en ella, cerrar los ojos y beber un trago… Dicen que va bien contra los desórdenes nerviosos y contra las enfermedades del corazón…
—¿De la luna roja no saben más sus reverencias? —Y dijo la reina «más» por no hacerles desaire a sus interlocutores, porque no sabían miaja.
—No, señora, e lo siento…
—E yo también.
Las marquesas Téllez, en vez de ir derechas a Valladolid, se presentaron en el convento de Santa Clara de Tordesillas para ver a Juana, pues que, después de unas horas montadas en el carruaje, ver a Juana y apretarle las manos, a través del locutorio que fuera, les urgió mucho más que comprar un cañón y hasta que encontrar el cofre de don Tello. Por eso, antes de llegar a Adanero, ya habían decido ir a Valladolid por el camino de Ataquines en vez de tomar el de Olmedo.
—¡Paso a doña Gracia y a doña Leonor Téllez, marquesas de Alta Iglesia! —gritó Catalina en la puerta del cenobio.
—¡Dejen su mercedes los huevos en el torno e vayan con Dios! —respondió una voz de mujer, a la par que la cabeza de la hermana tornera aparecía por un ventanico.
—¡Qué huevos, pardiez…! ¡Las señoras marquesas de Alta Iglesia piden hablar con doña Juana Téllez de Fonseca!
—¿No son novios vuesas mercedes? Disculpen sus señorías, es que los recién casados traen una docena de huevos para que nuestra madre Santa Clara bendiga su matrimonio, y como es tiempo de bodas… ¡Esperen sus señorías, voy a avisar a la madre abadesa!
E, vaya, que les hizo esperar la priora. Cierto que luego se deshizo en mieles y les dio las manos, eso sí a través del locutorio y a poco, alabado sea Dios, apareció Juana, vestida de pardo sayal, más menuda, más delgada que nunca, pero con los ojos tan parleros como siempre y arrobada por la sorpresa.
La besó doña Gracia en la frente, doña Leonor y Juanico en ambas mejillas, las esclavas la abrazaron a través de los barrotes y Catalina se la comió a besos y no la quería soltar.
Juana correspondió a las efusiones con parquedad, quizá porque la amilanaba la presencia de la abadesa, pero llevaba lágrimas en los ojos, lo mismo que las moradoras de la casa de la calle de los Caballeros, e el niño que también lloraba, de verlas llorar.
La anciana marquesa habló primero, luego todas se quitaron la palabra de la boca:
—Juana, hija, íbamos a nuestro castillo de Alaejos, pero lo dejamos de lado y nos hemos detenido a saludarte, no dudando que la señora priora nos concedería tal merced…
—Hermana, estamos muy contentas de verte…
—Te hemos echado de menos…
—La casa se quedó vacía sin ti…
—¡Ah, mi niña, mi niña Juana, cuánto bueno de ver…! ¿Estás más delgada? —Y bajando la voz Catalina añadió—: Yo te cuidaba mejor…
—Con los pagarés que trajo doña Juana —intervino la abadesa— hemos arreglado los tejados de todo el convento y aún quedó para pagar a los abogados, pues tengo pleito con los vecinos de la villa…
—Nos honra la señora al emplear la dote de doña Juana en arreglar una casa de Dios —respondió doña Gracia.
—Los villanos nunca dejarán de ser villanos —sentenció la monja.
—¡Ea, Juana, cuéntanos qué haces, cómo vives…!
—El rey don Alfonso, el onceno, dio a mis antepasadas los portazgos de la villa y, ahora, los villanos dicen que son suyos y contratan abogados de Salamanca y se quedan las alcabalas de las mercaderías que entran… Tengo pleito contra ellos en la Chancillería de Valladolid —terciaba la abadesa.
—Acuda su maternidad a la reina, que ayuda a todos…
Mientras la abuela y la priora platicaban, Leonor y las criadas pretendían hablar con Juana que, ya fuera por mortificarse o por humildad, virtud que la adornó incluso antes de profesar en religión, o por guardar el silencio que ordenaba la regla de Santa Clara, pese a que tenía disculpa en aquel momento, o por la sorpresa, el caso es que no abría la boca:
E lo que le musitaban las sirvientas al oído:
—¡Pardiez, niña, venimos de propio, alegres por demás, y mira…!
—¡Ea, moras, no atosiguéis a mi hermana! —regañaba Leonor.
—¡Es que hace mucho tiempo que no la vemos…!
—¡Dame la mano Juana, hija, te he echado tanto a faltar!
—¡Me he acordado de ti días y noches enteras!
—¿Te dan poco de comer, verdad?
—Estás delgada como una sombra.
—¿Acaso es que rezas demasiado e duermes e comes poco?
—¿Haces algún trabajo?
—Leonor —habló por fin doña Juana haciendo esfuerzo—, cuando me vine a esta casa olvidé decirte que dieras la libertad a Wafa, que es mi esclava, ¿lo harás?
—Lo haré, hermana, pero no sé para qué quiere ella libertad… Wafa y Marian son esclavas de nombre pero, por lo demás, entran, salen y perciben un sueldo como si fueran criadas, comen lo mismo que nosotras, más no pueden pedir… Si quieres, no obstante, lo haré…
—Hazlo, por favor, que me aliviaré. ¿Quieren saber sus mercedes en qué ocupo el día…? Pues rezo y canto alabanzas al Señor… La señora priora me encargó hace poco tiempo ordenar toda la documentación del convento, que estaba desorganizada, y he mandado hacer un archivo de madera que es grande como una habitación, todo con cajones para guardar los diplomas; allí tengo una mesa y recado de escribir y estoy en ello…
—¿E pasas frío?
—¿Cómo llevas la humedad?
—¿Y lo de madrugar tanto?
—¿No te arrepientes de haber venido?
—Si quieres vuelve con nosotras.
—¿Has hecho ya los votos?
—¿Sabes? Nos vamos a Alaejos a buscar allí el tesoro de don Tello.
—Hermana, si quieres, nos quedamos unos días en la posada del pueblo…
—¡Sí, sí, así te vendremos a ver a diario!
—¡No dejáis hablar a Juana, malditas moras!
—¡Eres la que más habla, Catalina!
—Juana es de todas, ¿verdad, Leonor?
E, vive Dios, que no se dieron cuenta de que el zaguán del monasterio se llenaba de gente del pueblo, que seguramente se había presentado por ver quién había venido y a quién, a qué monja, pues que a veces las veían por las ventanas, habían venido a visitar aquellas linajudas damas. Y fue que los venidos, a más de contemplarlas con sus ojos, se estaban enterando de todo lo que hablaban. Tan entusiasmadas estaban todas que, amén de no dejar hablar a sor Juana, que lo hizo apenas por la emoción, la sorpresa o por la presencia de la priora, no se percataban de nada. Por eso no vieron, mezclado entre el gentío, a don Juan, su desdichado padre, como hubiera sostenido Catalina posiblemente en voz alta de haberlo visto, pues que, como si oyera y viera a través de las paredes, se las arreglaba para estar presente en todos los acontecimientos de la vida de las marquesas, mismamente como el día en que profesó Juana o en el de sus bodas, siempre con las manos en danza, como pregonando al mundo entero que tenía dos, y no una.
Pero lo que dijeron después las damas y sus criadas, que fue como si no hubieran ido, pues que salvo lo de los rezos, los cantos e lo del archivo, no llegaron a saber si Juana era feliz o infeliz, si comía suficiente o poco, si pasaba frío, si podía escribirles o no podía escribirles, si quería que se quedaran en la posada o que se fueran, e hubieran estado viéndola y teniéndole la mano hasta el alba, pero las campanas del cenobio llamaron a vísperas y la abadesa se levantó y con ella Juana, que les volvió a dar la mano a sus visitantes, llorando, e fuese.
E las otras también, llorando todas. Doña Gracia dejó una bolsa con dineros en el torno del convento y, secándose las lágrimas, aquellas mujeres montaron en el coche e fueron a la posada pues era tarde para seguir camino. La alojera las recibió como si llegara la reina de Castilla, pero ellas estaban tristes, tristes, y en la cena, que para no alternar con gente del común se la hicieron subir a la habitación de doña Gracia y la sirvió Catalina como siempre, apenas cruzaron palabra ni comieron las dos marquesas. A los postres, Leonor le habló a su abuela del deseo de Juana, que quería manumitir a Wafa:
—Mi hermana quiere que libere a Wafa y que le dé carta ante notario…
—Es costumbre en las grandes casas manumitir a los esclavos en el testamento.
—Lo haré… No había pensado en ello… ¡Wafa, me ha pedido mi hermana que te conceda la libertad…!
—No necesito yo la libertad…
—Ni yo —intervino Marian.
—No precisan las moras la libertad… La libertad es un sentimiento que se tiene o no se tiene, no es más que eso, un bello sentimiento, cambiante además, pues en unas épocas se es libre por una cosa y en otras por otra —sentenció la abuela—. No obstante, dásela…
—Lo haré, llamaré al notario y se la otorgaré; es lo único que me ha pedido Juana… Contigo Marian haré otro tanto, no se me vaya a olvidar.
—Yo hubiera querido estar más tiempo con Juana.
—Y yo.
—¡Tanto hablar y no sabemos si está contenta o descontenta ni si se encuentra bien o mal!
—Se le ha puesto cara de santa en este tiempo…
—Parece un espíritu, un ser leve…
—Es el estigma de la santidad…
—¡Cállense las criadas, no digan necedades! —atajó la anciana.
Y, aunque hablaron y hablaron a menudo de sor Juana en los días siguientes, aquella noche doña Gracia terminó la conversación un tanto airada y envió a todas a la cama, cuando lo del estigma de santidad de Juana hubiera podido dar mucho que hablar.
La expedición del marqués de Cádiz al reino de Granada resultó clamorosa victoria. Sus tropas conquistaron tumultuaria y repentinamente Zahara, cuya pérdida había causado grande disgusto a los señores reyes poco tiempo antes, en sólo tres días, los permitidos antes de declarar la guerra.
Él, el mejor de los capitanes del rey Fernando, fue distinguido con el título de duque; sus hombres, los mejores soldados de Andalucía toda. Un dicho Mingo Pérez, el mejor de sus capitanes, el piquete del tal Mingo, el más aguerrido de la hueste, el que levantó una atalaya en el fondón de una peña, cabe la muralla. Tal se supo en Jerez apenas tomada la plaza de Zahara. Tal conoció María de Abando y se holgó, naturalmente.
De inmediato las mujeres de aquellos valientes soldados, ella entre otras, dijeron de ir cuanto antes al lado de sus maridos para hacer la población de la ciudad, y sovoz, riendo, comentaron que habían de darse priesa para aliviar el ardor viril de sus hombres, no lo fueran a satisfacer con las moras cautivas cometiendo el consiguiente pecado de adulterio. La señora marquesa de Cádiz, ya duquesa, hubiera querido ir con ellas pero se quedó gobernando aquellos territorios porque llegaba San Miguel de septiembre y había de recibir los tributos de los siervos para de ese modo tener dinero y poder abonar las soldadas del ejército; pese a ello les recomendó que viajaran juntas, cuantas más mejor y de noche, y lamentó no poder disponer de soldados que las custodiaran, mas enmudeció cuando aquellas esposas le respondieron:
—Las mujeres de la Frontera nunca hemos necesitado hombres que nos custodien, nosotras mismas hemos tomado las armas y defendido los castillos de aquesta parte de Andalucía, amén de que hemos llenado muchos calderos con aceite hirviendo y muchos cestos de piedras para arrojarlos al enemigo…
—No obstante, andad con ojo —se dijo que contestó la dama.
Las esposas de los valientes soldados salían de cuatro en cuatro, de seis en seis. Unas a caballo, otras andando, otras en carros.
María de Abando abandonó Jerez a sobretarde con las últimas tres mujeres que quedaban, montando la mula del fraile que tornó perro, con el can que seguía la expedición a distancia, y con mal ánimo porque aquel día, mismamente como en el que Mingo se fue, volaban las cornejas a la siniestra, e iba malhumorada.
E subían trochas y quebradas e las bajaban, hablando y hablando las dueñas, cada una alumbrando con su linterna, quitándose la palabra de la boca comentando lo que habían oído de las guerras que los moros se llevaban entre ellos:
—El rey Muley Hacen se casó con la sultana Aixa, su prima, que es del linaje de los Abencerrajes, una gente muy principal.
—E todo andaba bien en aquellos países, pero sucedió que don Muley en una escaramuza contra los cristianos hizo una prisionera…
—Una mujer bella como la luna…
—Llamada Isabel…
—¡Isabel de Solís!
—¡Hija del alcaide de Martos!
—E fue, ay, ay, que don Muley se enamoró de la cristiana perdidamente…
—E fue que la cristiana se enamoró perdidamente también del rey moro e no quiso que sus parientes abonaran rescate por ella. Es más, se casó con el sarraceno.
—E tiene hijos con él.
—Apostató de la Iglesia Romana e se convirtió al islam.
—Con ello tiene asegurado el infierno eterno.
—Ahora ya no se llama Isabel; ha tomado el nombre de Zoraya.
—Es una hermosa historia de amor entre un moro y una cristiana…
—¡Malaje! ¿No escuchas, María?
—¡Te lo estamos contando a ti, niña!
—¿Qué?
—Pues verás, resultó que el emir hizo a Zoraya su favorita y que Aixa odió a su marido, y eso que los musulmanes tienen cuatro mujeres legítimas y cuantas concubinas puedan mantener…
—Y odió a la cristiana porque era bella y favorita, e debe ser que la mujer, por muy mora que sea, no admite a otra en la cama del marido, aunque sea rey…
—Además, los cristianos ganaron Alhama, como bien sabes, y la sultana tenía las rentas de esa ciudad, e perdió dinero, ¿entiendes?
—Entiendo —respondía María.
—Sucedió que la dicha Aixa sublevó Granada contra el emir Muley y éste hubo de refugiarse en Málaga con su hermano el Zagal, que era gobernador, e Zoraya huyó a aquel lugar para estar con su amado, pues que nombraron rey a un dicho Boabdil, el hijo de Aixa y Muley, y no la quería …
—Ya sabes que los enamorados penan por estar con el amado e que sus familias no suelen comprender los amores.
—¡Qué historia, comadres…! —reconocía María—. ¿Hubo más?
—Que doña Aixa era la dueña de la ciudad de Granada…
—A doña Aixa la llaman la Horra, que quiere decir la honrada.
—Con sus ardides consiguió que su hijo Boabdil se levantara contra su señor padre, el tal don Muley…
—Y se proclamara rey.
Y en ésas estaban las cuatro dueñas con una historia de amor y moros, a punto de apagar los faroles. María oyendo a sus compañeras sin gana, mirando por doquiera para ver por donde surgían las cornejas a la primera luz, las otras diciendo que hora era de encontrar un claro alejado de la vereda para descansar, pues que habían cabalgado toda la noche. Y en ésas estaban cuando de entre un espeso ramaje que había en medio del camino salieron a lo menos doce moros que, gritando como demonios, las apresaron, las redujeron por la fuerza, les ataron las manos a la espalda y una soga al cuello y las cautivaron, llevándoselas a Granada para venderlas como esclavas, o para pedir rescate por ellas, y todo fue visto y no visto.
La anteriormente poderosa bruja de la calle de las Losillas, que hubo que salir de Ávila pies para qué os quiero, no echó un encanto a aquellos forajidos que la insultaron, la zarandearon y le pusieron un dogal al cuello con las otras tres mujeres. No hizo lo que había hecho con aquel dicho fray Juan de la Samaritana que estaba ladrando, encarnado en perro, a los ladrones, defendiendo a su ama. No hizo encanto ni echó maldición cuando hubiera podido hacerlo, que una cosa es ir contra cristianos y otra contra moros. No hizo nada en razón de que cumplió su palabra y mantuvo su propósito de no volver hacer grandes magias.
E lo que se dijeron las comadres a lo largo del camino mientras caminaban a trompicones, derramando amargas lágrimas:
—Menos mal que no nos han violado.
—Y tanto.
—Pero nos han quitado nuestros talegos y las caballerías.
—No debimos salir… Las cornejas no se habían acostado aún y volaban a la siniestra anunciando malaventura…
—¡Malaje, no dijiste nada, María!
—Estaban a la vista de todas, ¿no las visteis? Pues es menester mirar… ¿Qué pasa cuando te cautivan? Vosotras que sois desta tierra lo sabréis…
—Te preguntan el nombre, dónde vives y si tienes parientes que estén dispuestos a abonar rescate. Si tus familiares van a pagar, los moros hablan con unos frailes que se dedican a trocar personas por dinero… Si no, te venden como esclava y si eres bella te compra algún comerciante para su harén…
—Que es como el burdel privado del comerciante…
—No es eso… El moro tiene a mucha honra que sus mujeres no sean mujeres de contentamiento…
—Lo digo para que María lo entienda.
—¿Y si no eres bella, qué pasa?
—Te compran para ser criada, fregona, o doncella si tienes buenos modales…
—Estos canallas nos violarán esta noche…
—¿Alguna de vosotras sabe echar mal de ojo?
—No.
María sí que sabía, pero dijo que no, como las otras. Quizá por seguir su propósito o porque cuando debía hacer no hacía o hacía mal y cuando no debía hacer, hacía, las más de las veces también mal. Eso se decía, y no hizo nada quizá para no hacer mal.
Aunque aquellos hombres les estuvieron diciendo lindezas durante el largo viaje, no las violaron, no, quizá porque actuaban por cuenta de terceros, quizá para que las violaran los terceros. Cierto que antes de entrar en la ciudad de Granada las hicieron desnudar y las miraron harto, con ojos llenos de lujuria, sin duda para dirimir a qué oficio dedicaban a cada una. A María, tras revisarle el saquillo del niño mal parido y quitárselo, le dijeron, o comprendió, pues que hablaban árabe y era harto difícil entenderse por señas, que la venderían para criada. Luego supo que los moros siempre decían eso, pero que preferían cobrar rescate.