Casi coincidió la salida de Córdoba del rey don Fernando con el doble parto de la reina, su mujer. La víspera de la partida, el 29 de junio, día de los santos apóstoles Pedro y Pablo, la señora alumbró a la infanta María y treinta y cinco horas después abortó otra niña. Todo el tiempo con la cara tapada, ante una centena de personas, para reducirse a sesenta, cuando el rey, llevando armadura de parada, montó a caballo y salió de la ciudad al frente de sus tropas, con el rostro dolido por dejar a su regia esposa en aquel trance, aunque bien acompañada.
A ver, que era momento de conquistar Loja o Ronda y de pertrechar Alora, presa tan importante o más que Alhama, porque, confinante con Málaga, ponía a la poderosa y fortificada ciudad en un aprieto pues, una vez conquistada, el reino moro quedaría prácticamente sin ningún puerto importante y sin salida al mar.
—Vaya su alteza resuelto a conquistar Loja —había dicho la reina, jadeando, antes de parir a la segunda infanta— e no preste oídos a otras propuestas, que no faltarán agoreros.
Y salió el rey y quedó la reina postrada en el lecho del dolor, pues que, tras cuarenta horas de parición, le dolía todavía más el alma que el cuerpo… Y, Señor Jesús, ella, la persona que más empeño tenía en arrojar al moro del solar hispano, había pedido morirse, e lo que había musitado a oídos de doña Clara:
—Madrina, una cosa es traer hijos al mundo con dolor, y otra con tanto dolor… Reza, querida, para que me vaya deste mundo, que no puedo soportarlo más…
E doña Clara le tenía la mano e hacía apartar al notario que le tenía cogidos los brazos a la espalda a la señora e se encaraba con él e lo tachaba de mal hombre e lo mandaba a tomar refrigerio… E siendo tantas horas, los notarios dejaron la habitación y no fue como en otros partos reales, porque el hambre y la sed los acuciaban e salieron, con lo cual no vieron todo el discurrir de aquella agonía que parecía no tener fin. Pero mejor porque las damas le retiraban a la reina el paño que le cubría el rostro, que no deseaba ver cómo la miraban las gentes, e le daban aire e le levantaban la camisa y le frotaban con agua de rosas el cuerpo todo. E comentaban como si fuera algo bueno que el príncipe Juan había nacido el 30 de junio y la infanta el 29, e que celebrarían los cumpleaños juntos, pero la reina llamaba a la partera, pretendiendo acabar, y la comadre, roja de tez, porfiaba:
—Hay otra criatura, alteza.
Y su alteza nada podía decir porque lo había sabido tres meses antes. Tan gruesa estaba a los seis meses de embarazo que había hecho llamar a Lorenzo Badoz, su viejo médico judío, que ya se había convertido al cristianismo, para que le anunciara lo que ya sospechaba, que llevaba dos criaturas, bendito sea Dios.
—Tienen que venir una detrás de otra… —aseveraba la comadrona.
Pero doña Isabel se quería ir del mundo y acabar el martirio… E no valía que sus capellanes le dijeran que más sufrió Santa María, Nuestra Señora, cuando vio morir con sus ojos a su hijo Jesucristo clavado en una cruz e que a ella no se le había muerto ningún hijo e que se le olvidarían presto los dolores propios del parir, no valía, porque deseaba morir, aunque no hiciera mal gesto ni aspaviento.
E sus damas querían distraerla un minuto que fuera de aquel dolor que la atenazaba e le contaban sus propias pariciones e historias una tras otra, muchas descabelladas. Doña Clara le habló de una inmensa ballena que había perseguido una nave portuguesa en la Mar Océana, antes llamada Mar Tenebrosa, con motivo:
—Ante el peligro, la nave tendió las velas y con viento próspero tomó rumbo a la costa…
—Tanto trapo llevó el barco que quedó varado en una ensenada, en un fondo de una altura de tres hombres —atajó doña Beatriz que también conocía la historia.
—La ballena también varó en un fondo que cubría a seis hombres…
—Atienda doña Isabel, el monstruo medía doscientos pasos de largo por cien de ancho…
—Y entre los ojos dieciséis pies…
—Hay monstruos en esa mar…
—Callen las damas, por amor de Dios…
—¿Desea su alteza que recemos juntas?
—¡Quiero morir! —susurraba Isabel.
—¡Eso no, que todo se pasa, lo bueno y lo malo a Dios gracias…!
E doña Clara, viendo a la reina desesperada, pedía a la comadrona que le hurgara con la mano en la natura e sacara a la criatura, pero la otra se negaba aduciendo que podría matar a lo que viniere; no obstante, tentaba el vientre de arriba abajo, e sobre lo de forzar la parición decía que le ordenaran hacerlo.
A la hora trigésimo quinta de la venida de la infanta María, es decir, cuarenta horas después de los primeros dolores, doña Isabel trajo al mundo otra niña, ésta muerta, e fue alivio de todos, que no puede durar tanto tiempo el dolor propio ni ajeno.
Fue alivio de presentes y ausentes. De los presentes, condes, duques, obispos, capellanes notarios, escribanos, damas y criadas. De los ausentes, frailes y monjas, que habían orado con fervor por la salud de la reina y sus criaturas, de los hombres y mujeres de Córdoba que, a más de rezar, apenas ido el señor rey con la alborada, habían perseguido dos lobos que habían penetrado en la ciudad por la puerta del Perdón.
E fue que una dueña dio la alarma del espantoso prodigio, gritó que una pareja de lobos recorría la ciudad a la carrera. Y sí, sí, lo contemplaron con sus ojos los pobladores, y vieron cómo uno de ellos, espantado por los alaridos de las gentes, entró en una iglesia, llegó al altar mayor, manchó de baba la casulla del celebrante y, a las voces de sus perseguidores, huyó hasta que fue muerto atravesado de saetas. El otro corrió tanto hacia la puente de Alcántara, que salió ileso.
Las gentes vieron mal presagio, pues que todo sucedió mientras la reina de Castilla, León, etcétera, padecía un parto interminable e hablaron de la infanta viva y de la que estaba por nacer, que vendría muerta, como dicho es, mismamente como los lobos, uno vivo y otro muerto. Y aun otros, cenizos por demás, expresaron que la expedición del señor rey fracasaría, e algunos quisieron llevarle la cabeza del lobo muerto a doña Isabel, pero otros se negaron, pues que no era momento, y discutieron por ello los moradores de Córdoba en los mercados, en las plazas, en las tabernas y a las puertas de sus casas, e hubo jaleo, pero comenzó a llover e se fueron a sus casas, porque se inundó todo y hasta en el alcázar hubo que achicar el agua con las consiguientes pérdidas. En fin, Dios proteja a la infanta doña María, que no había elegido precisamente una buena jornada para venir al mundo.
Dijo doña Gracia Téllez de ir a Alaejos a buscar el tesoro del rey moro porque don Alvar, su antepasado, lo había hecho en Alta Iglesia sin resultados. Dijo de empezar por Valladolid para adquirir a un afamado maestro armero una bombarda como las que había utilizado don Beppo en sus guerras de italianos contra italianos. Dijo, y fue lo que más gustó a las habitadoras de la mansión de la calle de los Caballeros, de detenerse en Tordesillas para ver a Juana, a través del locutorio que fuera. Dijo de ir todos, el Juanico incluido.
Y, claro, reinó la alegría en el palacio. Las criadas se alborozaron y se lo contaron una detrás de otra al pequeño. Leonor, en un principio, rezongó un poco porque el Corán le había explicitado que iba por buen camino e no era cuestión de cambiar de ruta, diciéndose que necesitaba un tiempo más para hacer nuevos hoyos en la tapia de las monjas. Tal se dijo, pese a que una vez más andaba equivocada en sus pesquisas, que todavía no estaba de Dios que encontrara lo que buscaba con tanto ahínco. En razón de que no entró a considerar la posibilidad de que don Tello pudo ir hacia aquel lugar por la calle del Mortero hasta Santa Ana, y coger la derecha para llegar al convento de las Gordillas y enterrar el tesoro. Camino parecido al que había tomado ella, por el coso de Caballos, para llegar al mismo sitio, pero por la izquierda, es decir, a la tapia opuesta. Sin pensar que los dos, él y ella, hubieran visto salir el sol por el lugar que sale cada día, en efecto, los dos a la su mano derecha, pero el marqués por la parte de arriba de la tapia y la marquesa por la parte de abajo, por el horizonte. Sin atinar tampoco con unos sacos de oro que había pues, de haber dado un rodeo a la edificación hubiera encontrado fortuna y tal vez hallado el tesoro de María de Abando, que demasiado alegremente lo había escondido allí, debajo del ladrillo número trigésimo tercio, partiendo del ángulo que forma la tapia, el del nordeste.
Leonor opuso cierta resistencia, pero cuando la abuela mencionó a su hermana, a su querida Juana, de la que no sabía una palabra en tanto tiempo, fue la que más se alegró y la primera que tuvo hecho el equipaje, pues que no esperó a que se lo hicieran las esclavas. Además, que hora era quizá de buscar el cofre de don Tello en otro lugar, en Alaejos y acaso después en Alta Iglesia, amén de que tiempo era también de recibir el homenaje de la población de las dos villas, de las que era señora, que sólo más altas eran que ella la Santa Virgen y la reina Isabel en aquellas tierras, en las que en treinta y dos años de vida no había puesto los pies.
En pocos días partieron de Ávila las dos marquesas, sus tres criadas y Juanico en el coche que doña Gracia había traído de Italia. Contrataron a los mismos carruajeros —que más parecía que esperándolas estuvieran y que no hicieran otros trabajos—, cerraron la casa y emprendieron camino, albriciadas de lo más, con mucho contento cada una en su corazón, porque habían de ver a Juana. E anduvieron a buen paso por los campos de Castilla, los caballos troteando, los carruajeros cantando en el pescante; doña Gracia comentando que el viaje era grato a los ojos de Dios, por el buen tiempo; doña Leonor hablando con las moras de que debieron cavar en la tapia de las Gordillas en el lugar resultante después de hallar la media de los pasos de las tres, es decir, sumando la cifra obtenida y partiendo por tres; Catalina sacando de un cesto galletas y panecillos recién hechos e ofreciendo a todas, pues que se había pasado la noche sin dormir para que a sus amas no les faltara refrigerio; Wafa, descansada, porque por primera vez en años su señora no la había interrogado a primera hora de la mañana sobre la azora segunda, aleya cuarta del Corán; Marian con un dolor que se le había puesto en el costado del esfuerzo de trasladar uno de los baúles de doña Gracia, pues que se olvidaron de meter en los baúles el retrato de don Beppo y hubo de bajar el bulto ella cuando ya estaban las señoras montadas en el carruaje y los hombres asentados en el pescante; Juanico durmiendo a ratos y llorando, las moras trasteando con él, queriendo entretenerle.
—Que se esté quieto el niño, moras —pedía doña Gracia.
—Lo primero la bombarda, abuela —interrumpía Leonor.
—Te lo he dicho, hija. Lo primero vamos a Valladolid a comprar el cañón.
—¿Entiendes de cañones, abuela? No nos vayan a engañar…
—¡Por supuesto! Don Beppo los guardaba en nuestra casa cuando no hacía campaña y, como era un magnífico estratega, un virtuoso de la guerra, me los enseñaba… Puedo distinguir sin temor a errar una pimentela de una culebrina…
—¿E sabe la señora manejar el cañón?
—¡Claro! Es un arma pesada que se coloca y se transporta sobre ruedas. Lo engancharemos al carruaje… Es un tubo de hierro que tiene boca, la llamada boca de fuego, en la parte delantera… La trasera está condenada, pero en la parte superior tiene un agujero para meter la mecha… Se mete la mecha, que son trapos liados y ensebados, por el agujero y por la boca la pólvora y se prensa y ya la bomba, que es una pelota de hierro e, prendida la mecha, explota la pólvora y sale el proyectil disparado a gran velocidad causando estrago en donde atine, derribando murallas, puentes, casas, etcétera…
—Derribaremos el castillo de Alaejos hasta que no quede piedra sobre piedra, que no lo necesitamos. No cobramos ninguna renta e vivimos igual —sentenció Leonor y preguntó—: ¿Has estado tú en Alaejos, abuela?
—No.
—Poco caso ha hecho nuestra familia a esa villa…
—Contrataremos hombres que hagan la labor. No quiero que las moras y tú cavéis, que no es trabajo de mujeres.
—¡Los pobladores se preguntarán qué buscamos…!
—Diremos que un cofre que contiene una reliquia…
—¿Qué reliquia?
—Un Cristo que vino en una urna de Jerusalén, surcando el mar…
—¡Qué hermoso, abuela!
—Hay muchos Cristos traídos por el mar, incluso en arca de piedra… No causará extrañeza que aparezca otro…
—¿De dónde sacaremos el Santo Cristo, señora? —demandó Catalina.
—Se lo compraremos a un maestro escultor que tiene taller en Valladolid… A un dicho Pedro Manzanal, que trabaja muy fino…
—¡Abuela, todo lo tienes pensado!
—¡En todo hay que estar, hija mía!
—¡Si me hubieras ayudado a buscar el tesoro, lo hubiera ya encontrado, seguro…!
—¡Te estoy ayudando a buscar el tesoro y más, Leonor, hija…!
Mingo Pérez y su mujer llegaron a Jerez de la Frontera e llamaron a la aldaba del castillo de don Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz y conquistador de Alhama.
A Mingo un mayordomo le dio casa, otro ajustó paga con él, mucho mayor que la que cobraba siendo cuadrillero. A la semana de estar allí, tras descansar de las fatigas del viaje, fue recibido en audiencia por don Rodrigo que, dada la experiencia militar de Mingo, le encomendó el mando de una compaña de soldados y fue donoso el encuentro entre los dos. Al marqués, que era hombre de prontos y reacciones insospechadas, para probar la valía de su interlocutor no se le ocurrió otra idea que desafiar al aspirante a capitán que, vive Dios, no se arredró ante el reto, pues era hombre bravo como había demostrado sobradamente sirviendo al rey en la batalla de Toro contra los portugueses y por la comarca de Ávila de cuadrillero de la Hermandad de la dicha ciudad.
Y fue que don Rodrigo desenvainó la espada y que Mingo hizo otro tanto y, cuando el noble fue contra él, ya lo esperaba con el hierro en guardia. E cruzaron varios golpes e hasta hicieron burlas y piruetas como dos magníficos espadachines, e fue espectáculo para los combatientes y para los mirantes, la gente del marqués. E todo terminó, a una señal del noble, sin un roce, sin una gota de sangre, dándose las manos los dos luchadores como si fueran camaradas, como si se conocieran de toda la vida, y Mingo fue premiado, como ya soñaba aunque no lo esperara tan pronto, con el título de capitán y puesto al mando de un escuadrón.
E lo que le dijo María, su mujer, que había acabado de aviar la casa y ponía flores en un jarro encima de la mesa, cuando fue puesta al corriente del nombramiento de su esposo, que su futuro, el que ella le había pronosticado, había empezado a cumplirse, avisándole, no obstante, de que tuviera cuidado, pues la muerte ronda al general, al capitán y al soldado de a pie más que a los demás hombres.
Por eso y por lo otro, Mingo andaba por las calles de Jerez henchido de gozo, a más que lo felicitaban las gentes por haber cruzado espada con el señor marqués. Y más gozoso que anduvo cuando, días antes de emprender una expedición contra los moros, don Rodrigo arengó a sus tropas formadas en el patio de armas del castillo, unos cuatrocientos hombres de a caballo, diciendo que, tras conquistar el reino de Granada, los cuatrocientos que allí estaban saldrían en busca de fama a sojuzgar otros reinos, otros mundos, por alejados que estuvieren e que a los más aguerridos y valientes de aquella mesnada los haría reyes y él se nombraría emperador.
Y qué quiso oír Mingo que se lo contaba a María una y otra vez y ella le jaleaba porque no en vano se lo había vaticinado con anterioridad; además, que prefería que viviera de aquella ilusión y no la llamara a la cama, pues que, aunque le había remitido la melancolía, no tenía gana de acostarse con él.
Y lo que se decía María, que contento Mingo con aquellos negocios, contenta ella. Con aquellas ilusiones, que otra cosa no eran las palabras del marqués, pues, llevado de su ardor guerrero y vehemencia verbal, había olvidado que era súbdito de don Fernando y de doña Isabel, cuya vida guarde Dios, que nunca jamás consentirían que un vasallo suyo se proclamara rey ni menos emperador. ¿No se oía en Jerez que los señores reyes habían enviado unos capitanes a las islas Canarias para que las conquistasen por cuenta dellos y que ya eran señores de aquella tierra situada en la Mar Océana? Como que iban a dejar al marqués hacer a su antojo, ni a los países de los negros que pretendiera ir…
Al salir en algara para conquistar tal o cual ciudad, la que fuere esta vez, que el señor marqués llevaba muy en secreto el lugar a donde se encaminaba, tal hizo al tomar Alhama, los hombres quisieron llevarse a sus mujeres con ellos, por si habían de acampar, por si era necesario sitiar la fortaleza, por si se prolongaba el asedio, en fin. Le dijeron a don Rodrigo que sin sus mujeres, unas legítimas, otras barraganas, que de todo había, no podían estar más de tres días y que llevándolas podrían estar donde fuere durante toda la vida. Pero no, el marqués se negaba, decía, pues no quería arriesgarse, que primero los hombres, luego el fardaje y después las féminas, como cuando tomaron Alhama que, de primeras, no hubo tiempo de que llegaran las mujeres porque la retomó el moro, como va dicho.
El caso es que Mingo tenía mucho trabajo y pasaba el día haciendo ejercicios con su tropa, simulando que tomaba el castillo de Jerez, escalando los muros, el primero de todos los capitanes del marqués. Echaba una soga, la asentaba en un merlón de la muralla y subía como si fuera una lagartija, e a poco era el mejor escalador de aquella partida de hombres deseosos de luchar contra el sarraceno. Que era un modo de batirlo: superar la muralla, entrar en la plaza, reducir a la guardia, abrir las puertas, esperar a que entrara la tropa y ya matar a todos hombres hábiles e inhábiles, cautivar a mujeres y niños, repartirse el botín, entrar la impedimenta, llamar a las mujeres y poblar aquello de cristianos repartiendo propiedades y nombrando alcaide.
El caso es que llegó el día señalado por el marqués para salir a la guerra y, vaya, que María de Abando le pidió a Mingo que no fuera porque había visto por la ventana de su casa una bandada de cornejas volando a la siniestra. E, aunque ella misma le llenaba un talego con dos mudas y comida, pan y queso, le insistía en que no fuera y en que le comunicara al marqués los malos agüeros para que dilatara la partida unas horas, hasta que se calmaran las cornejas que, ¡malaje!, como decían las gentes de por allí, volaban a la siniestra, e asegurando lo que aseguraba no se desdecía de su buen propósito de no volver a hacer grandes magias, no, porque lo de las cornejas es voz común.
—Mingo, mi amor, no vayas que tengo para mí que la expedición ha de terminar mal…
—¿Por qué, María, por qué? Es mi primera oportunidad.
—¡Ven, ven a ver a las cornejas!
—¡Las cornejas se me dan un ardite!
—¿Qué prisa te corre buscar gloria? Mira, te voy a hacer un bebedizo que te producirá cólico y no podrás ir. De ese modo salvarás tu vida…
—¡Tente, mujer, que me iría con el marqués al infierno que fuera…!
—Bebes lo que yo te prepare… Te pondrás enfermo, en efecto, pero tu honor quedará salvo…
—Ni lo sueñes, me voy. Que en todo el camino y en el tiempo que llevamos aquí no has querido venir conmigo a la cama, y no me quieres…
—¡Ah, Mingo, Mingo, no seas sandio…! He estado con la «enfermedad»… ¡Venga, bébete esto! ¡Te prometo…!
—¡No!
—¡Ay, Mingo, qué terco eres!
—De las esclavas que me toquen en el reparto de botín, te traeré dos para que te hagan las faenas de la casa, e tú de señora, como ya te dije…
—¡Cuídate, marido, cuídate, no dejes de mirar a tu siniestra…!
—¡Ea, mujer, a Dios!
Con tales palabras el capitán dio por terminada la conversación, besó a su mujer, la apretó contra él e dejo su casa radiante de alegría.
De ese modo partióse la aguerrida hueste del marqués de Cádiz sin destino conocido y tal vez sin rumbo prefijado. Mingo muy erguido y galano en su precioso jaco, saludando a María con la mano, con las cornejas a la siniestra e, vive Dios, con un águila abriendo la marcha, posada en vertical sobre el estandarte de la expedición.
La bruja no quiso ver más, fuese a su casa, se encerró y estuvo pensando todo el día en las cornejas y en el águila, bichos que, de siempre, habían señalado desgracias como corroboraban las gentes y se decía en multitud romances y cantares.