—Sepan mis damas que he decidido mandar mis joyas a Valencia para que las custodien en la Catedral, en un cofre encerrado dentro otros tres, bajo fuerte candado… Las guardo para un apuro, que nunca se sabe… Las envío a aquesa ciudad porque, en un momento dado, el arzobispo puede embarcarse en una nao y salvarlas, pues que el rey y yo hemos dado pregón a todos los nobles y gentes que reciban prebendas para que se junten con nosotros a hacer la guerra de Granada… Pero también tenemos previsto que vengan hombres de la Hermandad a nuestro ejército e Castilla quedará desprotegida… Tiempos hubo, cuando era infanta, en los cuales en mi casa no había qué comer… A más, que me van a dar dineros… De este modo las tengo en lugar seguro y garantizo el préstamo…
—Bien pensado, señora, el rey moro está corriendo el campo de Tarifa, causando gran mortandad…
—¿Quién puede asegurar que no penetrará en Castilla con su tropa de demonios?
—No entrará en Castilla porque el rey y los señores se ocuparán de que no pueda hacerlo e le plantarán cara y espada… Si he tomado esta decisión ha sido por los ladrones, que la Hermandad todavía no ha podido acabar con todos. E voy a enviar también cuadros, tapices y libros que son de mucho valer… Los llevará doña Mencía de la Torre con diligencia, acompañada del hijo mayor de don Gonzalo Chacón y un piquete de soldados.
—Honra me hace la señora —aceptó doña Mencía.
—Os encomendaré, doña Mencía, mis joyas y las de las antiguas reinas de Castilla, lo que queda dellas, pues mis antepasadas hubieron de vender y empeñar, como yo.
—Las guardaré como si fueran mías y pediré recibo…
Y en ésas estaban las damas, algunas hablando entre ellas, preguntándole a doña Mencía si llevaría sus joyas para resguardarlas mismamente como las de la reina, quizá para encomendarle las suyas, pero llegaron el príncipe con su aya y la infanta con la suya al aposento de doña Isabel e interrumpieron, y las damas los atendieron.
Doña Juana Velázquez, el aya del príncipe, venía quejándose de que su alteza no quería comer:
—Le doy, señora, en la boca, cucharada a cucharada, una por Jesús, otra por María, otra por el rey Fernando, otra por vos, otra por doña Juana, así hasta mil… E no hay modo…
—¡Ea, doña Juana, traed el plato! ¡E vos, pequeño Juan, venid aquí e abrid la boca!
—¿Por qué come su alteza con su señora madre e conmigo no? —regañaba la nodriza al príncipe.
—Yo también quiero —pedía la pequeña Juana con su media lengua.
—¡Doña Juana, vos habéis comido! —intervenía el aya de la infanta—. ¡Os sentará mal!
—¿Qué ha comido la niña? —demandó la reina.
—Sopa, ensalada, verdura, pescado, carne, fruta y pastel…
—¡Bien, tiene que crecer fuerte! ¿E vos, don Juan, todavía con la sopa? ¡Abrid la boca! ¡Una por vuestro padre el rey don Fernando, el mejor rey de la tierra…! ¡Abrid la boca, hijo mío!
—¡No, no! Me duele la tripa, madre…
—¡No es cierto! ¡Un niño que ha de ser rey de tantos países, debe comer mucho para hacerse fuerte y poder luchar, que los enemigos, hijo, acechan por los cuatro puntos cardinales…!
—Yo quiero una espada…
—Si no comes no la podrás sostener en alto ni menos asestar golpes con ella y los moros o los turcos te ganarán la guerra…
—¡Yo quiero vivir con hombres…!
—¿De dónde ha sacado vuestra alteza semejante cosa?
—Cuando haya crecido estará vuesa merced con hombres.
—A los niños los crían las mujeres.
—De otro modo, ¿quién haría la guerra?
—Doña Juana, no te disgustes, el príncipe dice cosas de niño…
—¡Venga, Juan —pedía la reina—, recítame el abecedario…!
—¡A ver, don Juan, dígale su alteza a su señora madre los números: uno, dos…!
—¡Venga, hijo, que jugaremos!
—¿A qué?
—¡A lo que quieras, abre la boca, una cucharada más…!
—Para quién va ser este confite, ¿para don Juan?
—No, para don Juan no, que no quiere tomar la sopa…
—¡Que me cuenten un cuento, madre!
—¿Quiere su alteza que le cuenten un cuento las damas como el otro día?
—¿Cuál?
—El del rey moro que perdió Alhama…
—¿El que inventamos el otro día? —pregunto la Bobadilla.
—¡Sí!
—¡Ea, pues, yo seré el rey moro! —solicitó la reina, e nadie puso inconveniente, pues que habiendo reina e ausente el rey, en Castilla la reina es rey.
E las damas escenificaron un cuento a varias voces para el príncipe e la infanta que, pese a lo chica que era, miraba muy atenta e aplaudía e gritaba con todas:
—¡Ay de mi Alhama!
E llegada la noche, doña Isabel, pese a que estaba agotada por el día jaleado que había llevado y por la doble fetación que llevaba su vientre, hecho que había conocido dos semanas antes, escribía de su mano, recostada en la cama y con las piernas en alto para aliviar sus varices, a su hija mayor, a la infanta Isabel, que continuaba de rehén en Portugal.
Retirada la nieve en la ciudad de Ávila, doña Leonor Téllez de Fonseca, habiendo concluido que el tesoro de don Tello se encontraba extramuros en algún lugar del norte, salió de su casa al primer canto del gallo camino de aquel rabal. La acompañaban sus dos esclavas moras, Marian y Wafa, e andaban emocionadas las tres, por Cuchillería y Feria, hasta que fueron detenidas en la puerta del Alcázar. Allí la dama, antes del amanecer, hubo de explicar a los guardianes que iba a llevar presentalla a la ermita del Cristo de la Luz, para que le franquearan el paso. Veinte maravedís les dio, y una vez más comprobó que el dinero abre todas las puertas por muy cerradas que estén. E iban las tres mujeres contado sus propios pasos desde la puerta de la mansión de la calle de los Caballeros, por camino llano intramuros, y cuesta abajo y cuesta arriba por el rabal. Yendo en línea recta, contando las tres, a sabiendas de que los pasos de Leonor eran más largos que los de las esclavas. La dama se santiguó al pasar por San Pedro e ya tomaron la costana, pues que habían de dar hasta mil cuatrocientos cincuenta y un pasos del mismo tamaño. E así se personaron en la alta tapia de las Gordillas, extrañadas de llegar a lugar habitado, pues a la izquierda tenían el dicho convento, más allá la ermita del Cristo de la Luz y todavía más a la izquierda el monasterio de Santa Ana; claro que a la derecha había despoblado, un bosquecillo. Un buen lugar quizá para esconder un tesoro.
—Miremos en el bosque, Leonor…
—Contemos las hileras de árboles, por si el número te dice algo, por si es par o impar o capicúa…
—Lo primero que debemos discurrir es lo de los pasos… Yo he contado mil cuatrocientos cincuenta y uno… ¿Wafa, tú cuántos?
—Yo, en este lugar que estamos, mil cuatrocientos cincuenta y cinco…
—¿Y tú, Marian?
—Yo, señora, mil cuatrocientos setenta…
—¿Ya sabes contar hasta cifra tan alta?
—Sí, hija mía… Leer las letras no, pero los números sí… Te los enseñaba cuando eras niña…
—Bueno… Supongo que si yo soy la única heredera de don Tello, los pasos que valdrán serán los que he dado yo…
—¡Claro!
—¡Entonces es aquí!
—¡Eso es, donde tú estás!
—A ver, Wafa, busca piedras para señalar el lugar, tú no te muevas, Leonor…
—Oye, Marian, recoge piedras tú también…
—¡Hija, Wafa, cómo eres!
—¡Ea, vivo, que hace un frío del demonio!
—Yo he traído una azadica para cavar… Retírate Leonor…
—¡Oh, no! Hoy venimos a mirar solamente. Repetiremos el camino, e cuando estemos seguras del lugar exacto haremos el hoyo, no nos vayan a oír las monjas y nos pregunten qué hacemos aquí, cavando, al pie de su tapia…
E volvieron a casa para repetir la operación durante nueve jornadas, de tal manera que ya las conocían los guardianes de la puerta del Alcázar e incluso las esperaban, deseosos de que la dama no acabara nunca aquella novena que rezaba al Señor Cristo de la Luz, que doña Leonor, a más de darles dineros, les llevaba galletas y hasta varios pasteles de manzana les regaló, de los que hacía Catalina.
El caso es que la guisandera aprovechaba también para hacer galletas y pasteles para Juanico y para doña Gracia que, tras llevar tiempo como adormecida, sólo abriendo los ojos para mirar el retrato de don Beppo y los labios para suspirar, pareció resucitar con los pasteles y le preguntó a la criada por qué hacía dulces y si celebraban alguna cosa, sin duda para sumarse a la fiesta. Y la cocinera, que apenas hablaba con nadie en razón de que Leonor y las moras andaban muy ocupadas con el maldito tesoro, soltó la lengua:
—Sepa la señora que Leonor y las moras salen antes del amanecer de casa con una vela muy buena para el Cristo de la Luz y una tarta o unas galletas para los guardianes de la puerta del Alcázar para que les abran porque todavía está cerrada, e que andan por aquellos arrabales, entre las Anas y las Gordillas, en busca del dichoso tesoro de don Tello.
—¡Maldito tesoro, Catalina!
—La culpable de todo fue Wafa, que les habló siendo muy niñas del oro de su señor padre, un jeque beréber… E luego Marian, que les dijo lo del cofre de don Tello, del que yo no sabía nada, y eso que era la criada más antigua de la casa…
—¿No sabías nada? Es raro porque en nuestra familia siempre se ha platicado del tesoro de los Téllez… Cierto que ni yo ni tiona Ana, mi hija, le dimos importancia, quizá porque ya lo habían buscado otros sin éxito y no nos hacía falta dinero. No sé, quizá deba yo hacer algo…
—Debe hacer algo su merced, o Leonor se alunará por completo… Que anda con las esclavas, cada una con una cuerda con un péndulo de hierro en la punta…
—¡Dios mío, una marquesa de Alta Iglesia recorriendo los arrabales de Ávila como si fuera un zahorí!
—No se puede quitar lo del oro de la cabeza, y eso que no es avara ni tacaña.
—Ha puesto en él sus anhelos… No ha tenido muy buena vida, la pobre, Juana tampoco…
—A Juana esta locura se le pasó antes.
—Cambió el tesoro por Dios.
—¡Ay, mi pobre, niña! ¡Allí pasando frío y humedad, que entró descalza, recuérdelo su merced…!
—Lo eligió ella… Nosotras intentamos disuadirla en vano. Las pobrecitas, sin padre ni madre… La madre muerta, el padre desaparecido. ¡Lo de las manos…!
—¡Cariño no les faltó, señora!
—Lo sé, lo sé… Pero yo debí venir antes a buscarlas y llevármelas a Milán, a don Beppo le hubiera gustado… No sé, pero tengo para mí que he de hacer algo… Déjame pensar, porque mi nieta no ha madrugado tanto en su vida y tengo para mí que está entrando en un terreno peligroso…
Y también a gusto le hubiera dicho la cocinera a la anciana marquesa que había un hombre vestido de harapos que de años ha mostraba el colgajo sin pudor por aquellas calles e que de meses ha iba a pedir limosna a la casa, y ella le daba un cuenco de sopa o una copa de vino, y él, después de beberlo, se quedaba mirando al Juanico cuando estaba en la cocina. Un hombre de rostro consumido que no era otro que don Juan, el padre las niñas, y que mejor haría Leonor atendiéndolo que no malgastando su vida con el tesoro, y otrosí Juana, pues es de buen cristiano servir al padre, al progenitor, pero no se atrevía, y de momento lo dejaba estar.
Todos los días, Catalina trataba de sonsacar a las moras qué habían hecho, si cuando los péndulos hacían señal se ponían a cavar e cuántos hoyos llevaban, e por dónde andaban e si daban siempre los pasos e si coincidían en el número las tres e si iban por el mismo camino, e deseaba que le dijeran qué clave seguían por si podía ayudar. Pero las esclavas no abrían la boca, no fueran a meter la pata, que doña Leonor se enojaba mucho con los negocios del tesoro. Claro que lo que venían haciendo no llevaba visos de dar fruto ni podría darlo porque era muy incierto aquello de dar mil cuatrocientos y cincuenta y uno pasos, pues los pasos de cada persona son de longitud diferente, y unas andan tranquilas y otras a trancas y barrancas. A ver, que Leonor había dado los justos, entre otras razones, porque era la legítima descendiente de don Tello, y Wafa y Marian cuatro y diecinueve más, respectivamente, e llevaban los péndulos, cada una el suyo por abarcar más terreno, e no los movía ni el viento, e habían de laborar a la luz de las velas mientras era de noche, no fueran a verlas las monjas y tornarse antes de acabaran de rezar laudes, bajo un frío gélido que estaba apretando aquel invierno en la meseta castellana.
E ya podía decir Leonor que era allí, concretamente en la tapia de las Gordillas, la que recibe la primera luz del sol viniendo de la ciudad por la puerta del Alcázar, frente por frente de Santa Ana, que en aquel lugar no había nada ni en el bosquecillo anejo tampoco. Y lo que se decían las dos moras moviendo la cabeza, que el cofre debía de ser leyenda, cuento, pese a que Marian lo había oído de boca de doña Ana, la abuela de las niñas e hija de doña Gracia; que habrían de dejarlo para cuando llegara el buen tiempo, que no era cuestión de salir de madrugada a sufrir la helada ni menos de que una dama cogiera el pico y la pala, pues la más industriosa era Leonor y no se recataba en hacer hoyos ella misma, como si fuera una labradora, y no, que aquel negocio no era cosa de mujeres sino de hombres que hoyaran con ardimiento y llegaran si menester fuere al centro de la tierra. Pues que habían hecho un agujero de dos varas de hondo por una de ancho en el lugar donde la marquesa contaba mil y cuatrocientos cincuenta y un pasos, e nada.
Las moras respiraron aliviadas cuando doña Gracia dijo de ir a Alaejos a buscar allí el tesoro.
En el camino a Andalucía, María de Abando habló poco, nada en los primeros días, lo que resultó inusual en ella que era mujer parlotera por demás. Su marido le preguntaba y le preguntaba y ella no respondía:
—¿Qué tienes, María, mi vida?
Contestaba con silencio, y Mingo, que iba contento como unas pascuas al encuentro de su destino, hablaba y hablaba de la mejoría del tiempo, de que ya calentaba el sol, del benigno clima andaluz, de que se instalarían en Jerez de la Frontera en una casa que les tenía preparada el marqués de Cádiz, el valiente caballero que acababa de tomar a los moros la ciudad de Alhama. Del futuro prometedor que se abría ante sus ojos, del envidiable porvenir que le había pronosticado su esposa cuando se conocieron, aquello de que sería rey de un país sin nombre, por el momento. De los hijos que tendrían y, como su esposa no le atendía, cuando paraban a beber en las fuentes o a dormir en un claro del bosque o en una venta, acariciaba a un perrillo que les venía siguiendo desde Ávila y lo aumentaba con las sobras de su comida.
María, que apenas probaba bocado, no atendía las hablas de su marido e incluso se negaba a satisfacer sus necesidades de varón porque, Señor, Señor, estaba aterrada, pensando que no tenía perdón de Dios y no podía quitarse de la cabeza que, sin quererlo, pues que fue su intención mandar lejos al fraile, había convertido a un hombre en perro. Y tenía para sí que nunca obtendría misericordia del Altísimo ni de los hombres, ni que volviera al clérigo a su natura ni que lo dejara estar porque, bien mirado, el can, que no era otro que el fraile Juan, a la sazón visitador del Santo Tribunal y perseguidor de judíos y también de brujas, no parecía estar descontento con su nueva naturaleza, pues que a Mingo le iba a comer a la mano y a ella mismamente de haberlo dejado acercar, pero lo repelía, lo arrojaba de su lado porque, ay, Dama de Amboto, le daba miedo, qué miedo, pardiez, pánico.
¡Pavor! A ver, que miraba al can y le venía vómito y más vómito. Ya se tentara el saquete del niño malparido o rebuscara en su zurrón y sacara los alfileteros de sus madres, dos brujas reputadas como es sabido, ya se prendiera el adecuado en el corpiño, el que alivia la melancolía y alza el ánimo, el que le salió cuando se los echó para conocer su situación. Porque una noche, dormido el Mingo, tomó el de María de Abando, la vieja, que guardaba trece alfileres, seis por las enfermedades más comunes del hombre y siete por las de la mujer, que tiene más, y observó que dolencia grave no tenía, salvo la desazón que llevaba en el corazón. Pero, vaya, pese a lo que le habían dicho los alfileres, sufría pena, dolor, pavor… Pena porque se había marchado de Ávila como alma que lleva el diablo, que bien podía ser el señor Asmodeo quien la llevara en aquel fatídico momento, sin despedirse de Juanico y sin encomendarlo a las marquesas, sin poder decirle a doña Leonor:
—Os dejo a Juan para siempre, señora Leonor, porque es más vuestro que mío… Acelerad la transmisión del marquesado para que sea rico e dadle crianza en el amor de Dios…
Y hasta quizá hubiera podido abrirle su corazón y su bolsillo y, sin haberlo deseado ni imaginado, sosegar el ánimo de su interlocutora que, ansiosa, de tiempo ha, llevaba metido en la mollera encontrar el cofre lleno de oro o piedras preciosas de un antepasado suyo y tal vez se hubiera conformado con el tesoro de María, y decirle:
—Id a la tapia de la Gordillas, situaros en el ángulo donde convergen las tapias, por donde sale el sol, contad treinta y tres ladrillos, mandad a vuestras esclavas que caven un pozo de una vara de hondo por media de ancho y encontraréis unos saquetes con dinero… Es mi tesoro, guardadlo para Juan… Se lo entregáis de mi parte cuando sea mayor… Le decís que es regalo de María de Abando, la que fue llamada Niña del Cristo de la Luz, y hasta «santa» por algunas comadres de lengua suelta… E le habláis de mí y de cuánto lo amé e de que lo crié como si fuera hijo de mi carne durante su primera infancia… A Dios, señora, que el Señor guíe vuestros pasos…
Sufría honda pena por lo dicho y padecía tal dolor de corazón que no era capaz de contestar a Mingo, que le preguntaba. A ratos incluso maldecía e juraba, y todo por actuar como actuó. Por olvidar el consejo de su madre, aquello de responder a los retos con la medida adecuada, cierto que con el fraile enarbolando el crucifijo, echando fuego por los ojos y gritando: Vade retro!, se había encontrado perdida, más que perdida, muerta, y llamando a la puerta del Infierno. Pero a poco, reflexionando entre vómito y vómito, se decía que no había estado más perdida que en otras ocasiones ni mucho menos con la soga al cuello. Y se lamentaba de haberse ofuscado, de haberse defendido en demasía y sobre todo de no haber acertado con el conjuro. En razón de que había pretendido largar lejos al religioso, a Roma, entonando la oración de Santa Marta, haciendo un círculo invisible con la mano y deteniéndolo en la posición que estuviere, en este caso echando el paso, con la mano alzada y con la boca abierta, pues gritaba lo de vade retro; ir luego a su talego a buscar los tarros, elegir un aceite determinado, desnudar al afortunado —afortunado sí, no decía otra palabra, porque no viaja cualquiera por los aires—; frotarle con el unto todo el cuerpo, llamar al señor Asmodeo, y esperar a que le crecieran las alas, el pico, etcétera, y que saliera volando por la puerta tras emitir un terrorífico graznido, acompañado del dicho demonio, los dos a la par. Tal estaba dispuesta a hacer, lo que hacen las brujas sabias en las comarcas Vascongadas, pero le fue imposible… Lo único que consiguió fue enviar el círculo al fraile que, Dama de Amboto, no se detuvo, sino que fue hacia ella con la mirada arrebatada… Y, aunque se representó la escena mil veces, no logró saber qué hizo ni cómo lo hizo ni qué dijo, pues que cuando contempló con sus ojos el resultado de su acción o de su inacción, el cuerpo del fraile se había desplomado y desaparecido, quedando sus vestes extendidas en el suelo, y dellas, ay, salía un perrillo canijo que no era otro que el religioso, pues tenía sus mismos ojos, amén de que don Asmodeo no se había presentado.
Y ya podía Mingo hablarle de que tal vez estuviera embarazada e decirle de detenerse en Arenas de San Pedro o en Cáceres para que la viera una partera, o que sus vómitos se debían a que los campos estaban recién estercolados y olía a demonios, que era inútil. María lo más que podía hacer era mover la mano respondiendo no a su marido, o levantarla amenazando al bicho y alejarlo porque, ay, Jesús, María, tenía los mismos ojos que el fraile, los mismos…
E tal vez si hubiera reaccionado presto y deshecho el encanto con un contra hechizo no hubiera cometido tamaña atrocidad pero, después del desaguisado, sólo pensó en hacer sus talegos para salir por piernas en cuanto llegara el Mingo con lo suyo, montando la mula. Mula que ciertamente se había ganado.
A las dos semanas de camino, cerca de Jerez de la Frontera, ya con menos vómitos y sin estar preñada, María continuaba pesando y sopesando su amarga situación, a ratos contemplando al perrico de color canela, que revoloteaba en torno a su marido y a ella la miraba con sus enormes ojos, cándidos por demás. Ora diciéndose que había hecho mucho mal, ora asumiendo que tenía peor cabeza que sus madres y habría de tener cuidado en lo sucesivo para no hacer otra barbaridad, ora cavilando que había hecho bien pues que el can era feliz jugando con Mingo, constatando que el bicho no tenía rabia en la mirada y que se había acostumbrado a su nueva entidad pero, pese a ello, seguía rebuscando en su mente un contra hechizo, repasando las lecciones de sus madres y de María de Ataún, sin encontrar nada, hasta que se dijo:
—Si, como es sabido en el mundo todo, las brujas hacen mal, no puedo conocer un contra hechizo reparador, porque no se molestan en rectificar…
Y habló por primera vez a su marido:
—Marido, ¿tú crees que es necio hacer algo para luego tener que enmendarlo?
—¡Por supuesto!
Ante semejante razón, la bruja María, que ya no se llamaba a sí misma ensalmera, sino bruja, viendo que el fraile, en contra de lo que ella hubiera sido capaz de imaginar, se había acostumbrado a ser can y actuaba mismamente como tal, que bien lo sabía ella que había tenido perro desde que naciera, fue quitando importancia a aquel asunto. Tras hacer firme propósito de no volver a hacer hechicería ni que se encontrara en peligro de muerte, fue empezando a platicar con su esposo y volvió a la vida. Así que poco a poco recuperó su alegría y hasta llamó a Mingo a la cama. A la cama no, a la tierra del campo.
Y se habituó al perro y a los ojos del perro y lo llamó y él fue y ella le dio de comer a la boca e le habilitó un cuenco para que bebiera e le puso el nombre de Mot, el de sus dos canes anteriores, naturalmente. Y, a lo largo de su vida, cuando pensó en el fraile, lo único que se recriminó fue que había encantado al hombre sin preguntarle, en razón de que ella no hubiera querido ser ni perra ni gata ni rata ni sierpe ni bicho alguno, porque estaba bien siendo mujer.
En Ávila, al día siguiente de la desaparición de fray Juan de la Samaritana, se dio grita con pregonero y tambor por toda ciudad, en vano porque no apareció el religioso ni su cadáver, y ni hombre ni mujer dieron razón de él.