En jueves, postrero día del mes de febrero, año del nacimiento de nuestro Señor de 1482, el famoso y esforzado caballero don Rodrigo Ponce de León, marqués de Cádiz, tomó la ciudad de Alhama a los moros, con gente andaluza y con la que había acudido de Castilla a su recluta.
La reina, que estaba en Medina del Campo, preñada de nuevo, se holgó sobremanera cuando supo de la hazaña de boca de su regio esposo, que llamó a su puerta y esperó a que la señora terminara de oír misa, impaciente, muy impaciente, pues que había darle grandes noticias. E acabado el oficio le comentó alborozado:
—¡Las tropas del marqués de Cádiz han tomado Alhama, una población musulmana situada entre Granada y Málaga, señora mía…!
—¡Dios sea loado, mi rey y señor!
—Veréis alteza: Ponce de León salió de Marchena sabiendo muy bien a dónde iba, cabalgando de noche, con esperanza de que un escalador, pues que Alhama tiene muy buenas murallas sobre un profundo tajo que hace el río del mismo nombre, subiera, observara sin ser sentido e informara cuánto estaba de guarnecida la población. Y, en efecto, trepó el escalador, e dixo que había poca gente de armas, escasos guardianes en la puente, pues que los moradores, dados a vicios y vida muelle, descuidaban las precauciones… E dixo el hombre de tornar con veinte o treinta soldados y ellos mismos tomar la puente y el alcázar, e lo hizo saber al marqués que aguardaba encelado en unos árboles… Hecho lo pretendido y con los escaladores ya dentro de la plaza, don Rodrigo dio grita e hizo asonar trompetas y atabales, alteza… E los moros trabaron pelea con los nuestros que estaban dentro e, como no se rendían los sitiados, el marqués pregonó combate a escala franca e los nuestros consiguieron hacer un agujero en el muro y entrar por él y ya lucharon por las calles dando muerte a muchos pobladores, metiendo espada a todos los varones y cautivando mujeres e chicos, unos tres mil, que no escapó ninguno, mi señora…
—¡Ay, don Fernando, diría que Dios nos bendice…! ¡El rey de Nápoles, vuestro pariente, también venció al turco en Otranto con las naves que le enviamos!
—Don Rodrigo ha tomado infinitas riquezas de oro, plata e aljófar, sedas, ropas de zarzahán y tafetán; alhajas de muchas maneras; caballos y mulas; e infinito trigo, miel, almendras y aceite… A vos os manda un collar y a mí un caballo… Los trae Diego de Merlo, el asistente de Sevilla, que se juntó con él camino de la fortaleza.
—E con los baños que hay próximos, donde hacen lujuria los moros, ¿qué?
—También corresponden al marqués…
—Espero que no hagan allí deleites demasiado los nuestros, que los baños en privado, mi señor…
—Hay allí muy buenos manantiales, muy benéficos por otra parte.
—¿Ha liberado el marqués a algún cautivo?
—¡Oh, sí, había bastantes en las mazmorras y hasta aprisionó a un cristiano renegado…!
—¿Un renegado? Ése no merece vivir…
—No vive, el marqués hizo justicia con él.
—Quisiera interrogar a algún cautivo musulmán personalmente…
—No, mi señora, todos son ya esclavos del Ponce de León y de los que iban con él… Se los ha ganado, ha hecho la guerra con sus dineros…
—Veamos, mi señor, cómo está la situación… ¿Cuándo vamos a intervenir nosotros en la guerra?
—Tengo problemas con las remensas en Cataluña.
—¿Otra vez? ¡Qué gente, par Dios…! Si estáis en ello, bien… Pero sobre Granada, ¿de aquella sublevación que pretendimos que hiciera el príncipe Boabdil contra su padre el emir Muley Hacen…?
—No hay resultado todavía… Los nuestros tomaron Alhama pese a que no tenían agua para ellos ni para los caballos… El duque de Medina Sidonia acudió en auxilio del marqués, olvidando antiguos odios… Ambos levantaron en la torre el pendón del rey Fernando III.
—Así es menester hacer para arrojar al moro de las Españas… Pero, ¿no han discutido los nobles por el reparto de botín?
—Eso lo sabremos en unos días…
—¿Qué plan tenéis, mi señor, para las ciudades moras que se rindan ante nuestra ofensiva?
—A los que se quieran ir, los dejaré marchar con todos sus bienes… A los que se quieran quedar, los dejaré libres y que practiquen su religión y que paguen el mismo tributo que abonan al rey moro.
—Me place, don Fernando, si somos magnánimos en las condiciones, los castillos se rendirán antes… Hablando de otra cosa, ¿estaréis esta noche en la representación del auto de Juan del Encina? Tengo para mí que nos servirá de divertimento.
—No podré… Tengo previsto personarme presto en Andalucía y hoy he de redactar varios documentos…
—¿El de pedir bula de cruzada lo hago yo o lo hacéis vos?
—Estoy en ello, sería bueno que su santidad nos permitiera vender bulas en nuestros reinos y con ese dinero sufragar la guerra contra Granada.
—Abandonad por una noche el trabajo y acompañadme… Dicen que la representación es graciosa… A los dos nos vendrá bien descansar de tanto documento…
—Tengo cosas que no pueden esperar… El papa pretende entregar la sede obispal de Cuenca a un sobrino suyo.
—¡De ninguna manera!
—¡En Roma todo es nepotismo…!
—En Roma y en todas partes… Todo el mundo pide para sí o para los suyos… En la cuestión de obispos no cedáis mi señor. Concordamos con la Santa Sede que serían nombrados a propuesta nuestra.
—Por cierto, el arzobispo Carrillo se muere…
—Es muy mayor… A su fallecimiento tendremos conflicto, pero ya tengo candidato para ocupar la vacante de Toledo…
—¡Dejadme adivinarlo…! ¿Don Pedro González de Mendoza, el arzobispo de Sevilla?
—¡Él! ¿Qué os parece?
—¡Bien! ¡Me voy!
—No trabajéis mucho… Os espero esta noche en la función, os guardaré sitio a mi lado… ¡No lo olvidéis, mi rey y señor…! ¡E si hacéis viaje a Andalucía iré con vos…!
—No os conviene, mi señora, estáis empreñada.
—¡Os acompañaré, pese a ello!
—Iré yo solo e no se hable más.
Pese a que dijo el rey lo que dijo, los dos fueron a Córdoba.
Con las criadas de la casa de la calle de los Caballeros calmadas de ánimo, con la abuela medio adormecida y abriendo los ojos para contemplar el retrato de don Beppo y con el Juanico, que más parecía un taravillo, Leonor, aliviada ya de su desarreglo merced al cocimiento que le había recetado María de Abando, pudo volver a sus afanes, a la búsqueda del cofre de don Tello. Y, como ya tenía algo de donde partir, de las veintidós hojas de olivo, correspondientes al día de su nacimiento, y cuatro pétalos de flor que le hablaban del cuarto mes del año, es decir, abril, el de su onomástica, y el pergamino, se dedicó a escudriñar el Corán tratando de encontrar la cifra de 1451, que no estaba a la vista ciertamente. Fue azora por azora, aleya por aleya e, de repente, cuando se encontraba en la azora segunda, aleya cuarta, levantó los ojos, miró al techo de la habitación, luego a Wafa, que la contemplaba expectante, frunció el labio, se llevó la mano a la frente y exclamó:
—¡Creo que lo tengo, Wafa! —e detuvo a la mora con otro gesto, no fuera otra vez a sembrar el desconcierto en la casa.
El caso es que encontrándose en la aleya cuarta de la azora segunda, que dice: «Ésos están en buen camino, sus pasos les llevan al Señor», y habiendo sumado los números de la cifra que buscaba, 1451, entre sí, que suman once, y once son las palabras contenidas en el versículo, la dama entendió que estaba en el buen camino, por lo que dio gracias a Alá, y aprehendió, que ya era negocio de aprehensión, de percepción, de captación, de leer entre líneas, de perseverancia, de pericia en fin, que la palabra camino, lejos de cualquier símil, se refería a hacer camino: a andar, pasos, en concreto. A dar mil cuatrocientos cincuenta y un pasos uno detrás de otro e, vaya, que el ramo de olivo que tenía sobre la mesa le señalaba el norte, caminar mil cuatrocientos cincuenta y un pasos hacia el norte y en línea recta, porque el ramo era muy recto y porque el camino más corto entre dos puntos es precisamente ése, el más recto.
Descubriera o inventara, doña Leonor no entró en alharacas, sino que se limitó a ordenarle a la mora:
—Wafa, mañana te levantarás antes de que canten los gallos y, desde la puerta de casa, me dirás por dónde sale el sol.
—Espero que no esté nublado, pues que nieva abundante.
Y sí, sí, como no ignoraba doña Leonor, el sol salió como todos los días por arriba del convento de las Gordillas. La dama se congratuló cuando la esclava le fue con el desayuno a la cama y confirmó lo que ya sabía, en razón de que se había terminado la larga noche que había pasado mal durmiendo, pensando si habría acertado en la pesquisa, imaginándose qué haría cuando encontrara el cofre del rey moro, qué les diría a las incrédulas de la casa, a doña Gracia y a Catalina, qué cara pondrían cuando ella les mostrara una enorme arca llena de oro y piedras preciosas, y se aplicó con la manduca y aún pidió más de comer:
—Wafa, tenemos trabajo, pero antes tráeme más leche, pan tostado e manteca, e trae para ti también que hemos de salir a la calle…
—Hay mucha nieve, Leonor, no se puede dar un paso.
—No puedo esperar… Ve tú, necesito saber qué camino es más recto hacia la puerta del Alcázar, si por Cuchillería o por la plaza de la Fruta…
—Por Cuchillería y luego Feria… Vamos derechas.
—¿Estás segura?
—¡Por supuesto! ¿Has descubierto alguna cosa? Tengo para mí que sí. Dímela, Leonor.
—No sé, porque ya dudo de todo con esta historia de nunca acabar… Creo que debo dar mil cuatrocientos cincuenta y un pasos desde mi recado de escribir hacia el norte y donde llegue estará el tesoro de los Téllez…
—¡Oh, albricias, Leonor!
—Mira, el Corán me ha revelado que estoy en el buen camino y que paso tras paso llegaré al Señor…
—¿Al Señor? ¡El Señor es Alá!
—Mi Señor es el oro, no ves que muero por hallar el tesoro de una maldita vez… ¡Lo descubrí ayer!
La mora mostró entusiasmo ante el posible hallazgo. No obstante, insistió en que las calles de Ávila estaban intransitables por la mucha nieve caída, quizá porque no podía hacer otra cosa que llevarle la corriente a su señora e, tras personarse con más vianda, revolvió en el arca de su ama buscando la capa aguadera.
—Saldremos tú y yo, Wafa. Busca paraguas también… E no digas una palabra…
—¿Tú crees que haces bien, Leonor, de salir con este día? Te puedes partir una pierna…
—Tú también…
—Sí, pero yo soy esclava y tú ama…
—¿Qué quieres decir? ¿Qué a mí me dolerá más o menos?
—No quiero decir nada, hablo por hablar…
E, vaya, que la mora quiso disuadir a la marquesa pero no lo consiguió. Le sostuvo el paraguas doce pasos, hasta el medianil del palacio, hasta donde pudieron llegar, pues que había media vara de nieve e se hundían.
Regresaron presto, la esclava contenta, el ama rezongando, las dos mojadas las faldas y las pantorrillas. Leonor pasó el día y el siguiente y el siguiente con sus estudios, repitiendo sus investigaciones, la mora escuchándola atentamente y preguntándose si no sería bueno sumar a Marian a la búsqueda, pues que fue la persona que había transmitido la existencia del cofre del rey moro, pero sin atreverse a decirlo, y echando leña a la chimenea, que falta hacía pues se helaba el agua en los vasos dentro de las casas, y a los abulenses se los comían los sabañones.
Si Leonor estaba atareada en su mansión de Ávila esperando que remitiera el temporal de nieve, su hermana Juana se debatía en Tordesillas, lejos de su gente, en inmensa tristeza, que no se le pasó ni en seis meses ni en un año. Empezó a amohinarse y, luego, a amuermarse, ya fuera de pena por su incapacidad física para cumplir con celeridad las mandas de doña Teresa, o por el frío y la humedad del río, que le entumecían los huesos hasta el punto de no poderse mover, o porque le pesaba no haber concedido la libertad a su esclava Wafa, o porque, en continua abstinencia, comía poco, o porque vivía entre gentes groseras que eructaban como los gorrinos, o por estar alejada de sus seres queridos y no haber empezado todavía a amar a sus compañeras, o porque todo se le iba juntando. El caso es que lloraba en silencio, en la iglesia, en los pasillos, en la letrina, en la cama, e se hubiera escondido del mundo.
Entre lágrimas, reconocía que de haber sido mujer avispada hubiera podido sacar partido a aquella melancolía, pues que las monjas, contemplándola enferma, la trataron con misericordia. Le devolvieron las calzas que había traído de Ávila para que se envolviera los pies, le dejaron una almohada y un colchón de plumas para dormir, le arrimaron los zapatos para que se los calzara cuando se levantara para hacerle la cama, le retiraron la bacina de aguas malas e las cocineras le hicieron mejor comida pero, pese a tanto desvelo, no se repuso ni en seis meses ni en un año. Pensaba todo el tiempo en su familia y, además, tenía sentimiento de culpa por aceptar lo que otras monjas no tenían, pues que le llevaba la guisandera del convento un plato de sopa con un buen trozo de pan para hacer gachas, e lo despreciaba e se lo comía la otra con hambre, con gula, Dios le perdone, y se preguntaba si estaría haciendo pecar a la cocinera. E se decía si, haciendo esfuerzo, no podría alzarse de la cama e incorporarse a la vida cenobial, e si estaba haciéndose pasar por enferma más tiempo del debido e, en otro orden de cosas, qué harían la abuela e su hermana e las moras e Catalina, y qué habrían hecho con el niño, con el Juanico. En razón de que le dolió dejar al niño, e por él se enfrentó a su hermana, para irse a vivir entre altos muros con gente desconocida y, vive Dios, garbancera, que ella tenía creído que en las Claras profesaban damas con prebendas y, vaya, que no, que eran mujeres de oficio, menestralas y alguna viuda, dueñas sin títulos de nobleza, y erró al no enterarse antes, pues que hubiera podido entrar en las Huelgas de Burgos.
Pese a que había en la casa un magnífico baño a la usanza árabe de tiempos del rey Alfonso, el que había derrotado a los moros en la batalla del Salado y fundó el monasterio para dar gracias a Dios, sus compañeras, como si le tuvieran aversión al agua, no lo utilizaban e, claro, exhalaban mala olor, cuando el mismo Señor Jesucristo se bañó en el río Jordán. E algunas monjas comían con la mano, e echaban regüeldos en la mesa y ventosidades en la cama, quizá porque allí todavía no había llegado la reforma de las Órdenes Religiosas que había conseguido la reina Isabel del Papa; y era desagradable. Claro que en otros conventos las monjas, tal se decía, comían como tragaldabas y llamaban a hombres para que fueran a yacer con ellas, lo que peor era…
Un día, un día gélido, en que seguramente estaría nevando en Ávila y en Tordesillas poco faltaba, pues estaba el cielo gris, la abadesa fue a visitarla al dormitorio común y, tras interesarse por su salud, le encomendó una tarea que, de entrada, le agradó. Y a poco, sor Juana Téllez se levantó, se calzó, entregó el plumón y la almohada a la hermana mayordoma, e tornó a la vida de la casa: a levantarse antes del alba para rezar maitines, el resto del Oficio, las Horas y mil otras oraciones a lo largo de la jornada; a malcomer y, por primera vez, a ordenar los antiguos pergaminos del convento, el trabajo que le encomendó la señora.
Porque la dicha doña Teresa, aunque mujer de gran valimiento para llevar la casa e organizarla e que nunca faltara de comer en los platos de las monjas, si bien poco, pues era cicatera como es dicho, había sido muy dejada, tanto o más que sus antepasadas en el cargo, con los pergaminos y papeles de la comunidad y, a causa de tamaña negligencia, no sabía qué tenía ni qué no tenía, e no podía vender ni pignorar ni responder tal o cual a los abogados que le pedían la escritura de tal o cual propiedad o derecho que tuviere sobre mercaderías, portazgos o montazgos, etcétera, pues que tenía pleito contra los vecinos de Tordesillas, de antiguo. Y eso, le entregó a Juana unos cajones repletos de documentación y le pidió que la inventariara para saber lo que había, sin que ninguna otra monja mostrara el menor deseo de quitarle el trabajo a la novicia y hacerlo ella, en razón de que muy pocas sabían leer. Y es que una noche, la anterior a hacerle la propuesta a sor Juana, mientras cenaban las monjas en el refectorio, se le iluminó la sesera a la abadesa e, interrumpiendo la lectura de la vida de Santa Lucía, que ya venía durando veinticuatro días, porque en los platos había poco que comer, dijo:
—Doña Juana Téllez organizará la documentación de la casa en un archivo…
Y nadie dijo ni pío, ni doña Juana, cuando fue enterada al día siguiente, pues que no mostró ni contento ni descontento, pero a poco anduvo como unas pascuas en Tordesillas. Porque, por fin, la abadesa le había encontrado un trabajo para el que no necesitaba dos manos y se valía con una de maravilla y, de consecuente, poco a poco se le fue retirando la tristeza.
María de Abando, al abrir su casa, no fue la mujer de Mingo Pérez, el valiente cuadrillero de la Hermandad de Ávila, quiá; continuó, más bruja que nunca, siendo la hechicera, la ensalmera, la santiguadora, la saludadora, la que echaba mal de ojo, la que llamaba a los demonios, la que convocaba a los muertos, la que movía las estrellas de lugar, etcétera. En razón de que se había presentado en la ciudad un visitador del Santo Oficio, un dicho fray Juan de la Samaritana, hombre honesto donde los haya, acompañado de varios oficiales para entender en el caso de la tal María y de otras brujas que tenían casa abierta en el recinto murado o en sus arrabales.
María, la peor de todas, pues que surcaba los cielos trocada en ave o en abejorro o en tábano para contravenir las leyes de Dios, que no había querido que el hombre volara pues de otro modo lo hubiera dotado de alas; que hacía hechizos de amor consiguiendo que las doncellas entregaran su virginidad y se abandonaran a los vicios de la carne; que los donceles ardieran y violentaran a mujeres honradas en las huertas y en los caminos; que los maridos se alejaran del lecho conyugal e anduvieran en los burdeles con putas sabidas contagiándose del mal francés y de toda suerte de bubones, expandiendo de ese modo enfermedades vergonzantes, etcétera.
Fray Juan de la Samaritana y los subalternos, antes de emprender su misión, se quitaron el frío en el convento, pues que en la ciudad se helaba el agua en los pozos, y se demoraron unos días, los de la nevada. Mingo oyó lo que se decía en las casas de la Hermandad, donde sus buenos amigos le avisaron de lo que tramaban la Inquisición, el concejo y los vecinos contra su mujer, e llegado a casa de su madre, hundiendo su precioso jaco en la nieve, que había más de media vara, fue también informado de la llegada e intenciones del visitador por su progenitora, pese a que no albergaba en su corazón miaja de pesar por lo que le pudiere suceder a su nuera, y el buen Mingo actuó. Se fue raudo a la calle de las Losillas, a la casa de María y, antes de que ella le pudiera contar que le había comprado la casa al judío, le habló del visitador y sus ministros e le instó a que llenara un talego para tomar los dos el camino de los puertos en dirección a Andalucía sin perder un instante, pero no le valió de nada, pues María era terca e se negó a abandonar su propiedad, entre otras razones porque no se podía transitar por las calles ni menos por los caminos, como va dicho.
E fue al primer sol, aunque aún no se había derretido completamente la nieve en Ávila, cuando ido Mingo a despedirse de su madre y de las gentes de la Hermandad, ya llamaba a la puerta de la ensalmera un hombre, un desconocido, forastero quizá; de rostro quebrado de color, alto de estatura, complexo de miembros, vestido con ropa talar, e ya la María, codiciosa como era y viéndolo caballero, le preguntaba:
—¿Qué desea el caballero?
Y el caballero respondía:
—Quiero, dueña, que convoques al espíritu de mi madre para que pueda platicar con ella pues que dejé de decirle unas cuantas cosas…
—¡Ah, mucho pide el caballero!
—Te pagaré bien… Te daré esta bolsa que contiene diez doblas de oro.
—¡Diez doblas de oro!
—¿Tu eres la Niña del Santo Cristo de la Luz?
—Así me llamaron las buenas gentes e yo les hice servicio… Escuché sus penas, traté sus heridas y enfermedades y en lo que pude les alivié, pero ya no me llaman así, quizá porque soy mujer de edad madura.
—¡Ea, vamos a mi negocio! Llamas a mi madre y le trasmites lo que yo te diga, que he de pedirle perdón por unos agravios que le hice e no me fue posible hacerlo, pues falleció de súbito…
—No es hora de llamar a los espíritus, señor.
—¿Cómo que no?
—Se les llama de noche y siendo martes entre las nueve y las diez.
—No puedo esperar. ¡Déjame entrar y procede!
—Pasad y tomad asiento en esta silla. Yo me sentaré en esta otra… Quiero que sepáis que es desatino convocar a los muertos fuera de hora. Además, os explico con claridad que si el espíritu de vuestra madre no viene o viene enojado no me haré responsable de lo que pueda suceder… Voy a hacer esto por vos, exponiéndome yo también a la ira de los seres del otro mundo, pero no quiero las doblas, quiero la mula, ¿estáis de acuerdo?
—¡Sí!
—¿Cómo os llamáis?
—Juan.
—¿Qué oficio tenéis o acaso sois hombre de renta?
—Soy fraile.
—Tengo parroquia de algunos frailes y monjas… ¿Cómo se llamaba vuestra señora madre?
—Doña María.
—¡Igual que yo…! ¡Cerrad los ojos y no los abráis al oír ruido! Tened en cuenta que si consigo que se presente doña María lo mismo puede venir entre músicas que ruidosa como un temporal e con grande aparato de truenos y relámpagos, e traer voz cavernosa, pero no os debéis asustar ni abrir los ojos… Yo voy a cerrar los postigos de la ventana para hacer oscuridad… ¡Fraile, la mula la cobro por anticipado…!
—Tuya es. ¡Venga, empieza!
—Bien, tened temple…
E María se sentó en la silla, se arrellanó, se santiguó, se encomendó a los tres demonios sabedores y, recogiéndose en sí misma, dijo en un susurro:
—Doña María, madre del fraile Juan, ven que tu hijo quiere pedirte perdón…
E como no fue nadie repitió la invocación varias veces, sin éxito. Por eso le dijo al hombre:
—Ya os he advertido que no es hora… Voy a intentarlo de otro modo, pero a los espíritus se les convoca de noche… ¡Vos no abráis los ojos!
E fue al cuarto de sus ollas e buscó en una e sacó un puñado de flores secas de verbena, e bajó con ellas a la habitación de recibir e la fue extendiendo por el suelo, haciendo un círculo en torno al fraile. E, visto que la muerta no acudía ni llamando a los demonios, se encomendó a San Pedro, a San Juan y a Santa María, porque no en vano la fallecida había llevado su mismo nombre, fracasando otra vez, porque no era la hora. Y lo que explicó:
—No es la hora apropiada, señor fraile.
—¡Inténtalo, pardiez!
E al cabo de dos horas de intentonas, lo único que se le ocurrió a la hechicera fue conjurar a aquella dicha doña María por la vía del amor, en la que las madres no suelen fallar, e así cogió un muñeco que tenía escondido en el hueco de la chimenea, el mismo que había utilizado para hechizar a don Martín Gil de Torralba, el marido de doña Juana Téllez de Fonseca, le partió de un manotazo el miembro viril, pues que necesitaba un niño, no un hombre, le metió la cabeza en una aljofaina, como si lo bautizara, y tal hizo poniéndole el nombre de Juan, el del clérigo, y dijo alzando la voz:
—¡Doña María, madre, muy buena madre, única madre deste niño de nombre Juan, acude a mi llamado que te hablo por tu hijo!
E cuando sonaron las doce del mediodía en el reloj de Santo Domingo, harta de luchar contra la resistencia del espíritu, dirimiendo en su sesera si engañar al fraile o despedirlo y tornarle la mula, optó por lo primero, en razón de que una mula es una mula y le vendría bien para largarse de Ávila. De ese modo se quitó el manto que la abrigaba e hizo aires por la habitación, volteándolo, a la par que rugía como un cerdo y exclamaba:
—¡No abráis los ojos, fraile Juan, que ya viene…!
E se dispuso a hablar por la madre muerta con voz de ultratumba, cuando, ay, el religioso se levantó de la silla, la miró a los ojos con aire inquisidor e señalándola con el dedo le gritó:
—¡Maldita bruja embustera, te voy a llevar conmigo a la cárcel del Santo Tribunal…!
E María conservando el aplomo que le daban sus treinta años cumplidos y sus muchos años de ejercicio, le respondió con voz serena:
—No me vais a llevar a ninguna parte… Habéis venido a pedirme lo que no es de fraile, engañándome por otra parte, lo que no haría fraile…
—Vade retro! —gritaba el otro enseñando un crucifijo.
Y menos mal que allí no había nadie, pues a saber lo que hubiera sucedido dado que el ánimo de la población de Ávila andaba soliviantado contra las brujas. Pero el hecho es que el religioso avanzó hacia María enarbolando la Cruz y con violencia en los ojos, y que la dicha, que se encontraba en un brete, se defendió como pudo, con lo primero que le vino a la mente, con un conjuro que había estudiado en su día para librarse del acosamiento de aquel Perico que había pretendido della lo que no se pide a dueña honrada. El conjuro, ay, de enviar a un hombre lejos e, Dios de los Cielos, le salió mal porque convirtió al fraile en perro, en un canecillo escuchimizado.
Aterrorizada, y eso que no era mujer espantadiza, cuando se presentó Mingo con sus talegos ya estaba esperándolo montada en la mula del clérigo, e partióse el matrimonio camino de Andalucía. Un canecillo esmirriado los seguía de lejos, pues le daban miedo los cascos de los caballos, juntándoseles cuando descabalgaban para descansar o pernoctar.