La reina doña Isabel hablaba con su esposo de los matrimonios de sus hijos:
—Don Fernando, nuestra hija la infanta Isabel está en edad de matrimoniar.
—¿Qué príncipe tenéis pensado para ella?
—Me gustaría emparentar con la casa de Austria y Borgoña, pero el duque don Maximiliano y doña María tienen hijos menores…
—No van para la edad de nuestra hija: sería anciana cuando consumara el matrimonio…
—¿Qué os parece, mi rey y señor, don Alfonso, el hijo del rey don Juan de Portugal? Dios mediante, será rey y nuestra hija reina.
—Tengo noticias de que es buen mozo y perfecto caballero.
—¿Desea vuestra alteza que escriba a mi señora tía la duquesa de Viseo para empezar las negociaciones?
—Me place, mi señora.
—Al príncipe Juan me gustaría casarlo con la princesa Margot, la hija de Maximiliano, que, con la ayuda de su padre, llegará a ser también rey de romanos.
—¿E qué inconveniente hay en hacerlo?
—A la niña que tiene cuatro años y es preciosa ya la han maridado a futuro con el delfín de Francia… Para nuestra hija Juana quisiera otro hijo de don Maximiliano, porque siendo nieto del emperador Federico, como su padre también lo será, el niño tal vez herede el Imperio y de ese modo haremos más grandes nuestros reinos y nuestra hija será emperatriz…
—El emperador se elige…
—Lo sé, mi señor, pero don Maximiliano heredará a su señor padre y pesa mucho el anterior e los dineros que reparta… Borgoña es rica…
—Mantiene guerra con Francia, buscaremos también en este país y en Inglaterra…
—Es pena, nuestras hijas, alteza, se irán lejos al casar… Y con vos de aquí para allí me quedaré sola… En fin, es ley de vida.
—Sola nunca estáis, doña Isabel. Siempre tenéis en torno un tropel de damas y secretarios…
—No es de esa soledad de la que yo hablo…
—Bien, negociad con Portugal para la infanta Isabel; lo demás, de momento, lo dejamos estar… En cuanto a la guerra contra Granada, el marqués de Cádiz está reclutando gente por Castilla toda. Da casa y buena soldada y permite llevar a las mujeres; me ha solicitado permiso para empezar las hostilidades y se lo he dado…
—Habéis hecho bien, don Rodrigo Ponce de León es hombre arriesgado capaz de sembrar el terror en la frontera, con ello amilanaremos a los sarracenos… En cuanto a las mujeres que deja llevar, ¿son de contentamiento o legítimas?
—El marqués quiere poblar las fortalezas con cristianos conforme las vaya conquistando, supongo que pretenderá llevar familias… El caso es que a su llamado se está apuntando mucha gente que sirve en la Hermandad. A este paso, se verá disminuida e volverán los ladrones a los caminos.
—Todo son problemas. Éste lo resolveremos cuando proceda, mi rey y señor.
—¿E mi «madre», cómo está? —se refería don Fernando a su hija la infanta Juana, que era el vivo retrato de su madre la reina doña Juana Enríquez.
—¡Oh, muy bien!, mi «suegra» se cría muy bien. Ya no le queda ningún bulto en la cabeza. Cuando la vea su alteza fíjese que en vez de señalar las cosas con el dedo índice lo hace con el dedo corazón…
—¡Oh…! ¿Y el príncipe?
—Juan se resfría e coge anginas, e crece poco… Es como don Alfonso, mi hermano. Pido a Dios, y estoy muy pendiente de él, que crezca sano, y todavía no he permitido que doña Juana, su aya, le quite la leche… ¿No ibais de cetrería, mi señor?
—¡Sí, ea, me voy al cazadero de Aranjuez!
—Despedidme, don Fernando y ¡buena caza!
Ido su marido, doña Isabel se refugió en un libro de Caballerías que le entretenía más que cualquiera de los escritos en latín, y mucho más que las crónicas de Hernando del Pulgar o de mosén Diego de Valera, a más que los dos la perseguían con sus cuadernos para que los leyera. Y, vaya, que si se prestaba a ello acababa discutiendo con los autores, con el primero porque no se había recatado en escribir: «Rey y reina parieron…», por ejemplo, cuando fue la reina la que alumbró, nunca el rey e, empecinado en el error, que otra cosa no era por mucho que defendiera lo suyo, no lo quería corregir; con el segundo porque le pedía que abreviara su crónica y el clérigo se negaba. Mejor eso que algo en latín porque no comprendía bien aquella lengua y estaba por hacer caso a la Bobadilla y ajustar a una dicha doña Beatriz Galindo, llamada la Latina por su mucho saber, para que le diera lecciones y, entre otras cosas, poder hablar de corrido con el nuncio de Su Santidad, con don Marineo Sículo. Lo haría quizá, pero sin prisa, que estaba entretenida con la historia de don Lanzarote del Lago, arrellanada en un sillón del alcázar de Toledo, mientras sus damas bordaban en escabeles, sentadas en su derredor esperando la hora del yantar.
A media mañana llamaron a la aldaba de la mansión de las Téllez, una vez, dos, tres veces, atronando la calle. Como las criadas no estaban, pues se habían ido al Mercado Chico, las tres para acarrear, ante la insistencia, bajó a abrir doña Leonor y se encontró con María de Abando que, sonriendo, se inclinaba, le besaba la mano y le saludaba y le preguntaba ansiosa:
—¡Con Dios, señora marquesa! ¿Dó es mi Juanico?
E la dama le respondía:
—Ven.
E subían las dos la escalera, camino de los aposentos de la señora, la ensalmera tentando el saquito del niño malparido y tratando de reprimir la emoción que llevaba después de mucho tiempo sin ver a su hijo, más que mucho que se le había hecho largo. Y lo encontró, ay, en un rincón del despacho de Leonor, en una jaulilla de red, sin techo, asentada en el suelo, rodeado de juguetes, pelotas, cubos de rompecabezas de trapo, emitiendo sonidos guturales, levantándose todo lo rápido que podía y alzando sus manitas para que lo cogieran aquellas mujeres:
—¡Ay, mi niño, mi niño!
Tal exclamaba María y lo tomaba en sus brazos y le hacía molinetes y le daba sonoros besos ante la mirada de Leonor que observaba la escena divertida, sonriendo por fin, después de meses. E la ensalmera informaba a la marquesa:
—Vengo a buscar a mi hijo, señora Leonor. Me he casado, mi marido quiere al niño también. Se llama Mingo Pérez y es cuadrillero de la Hermandad de Ávila…
En esto llegaron las sirvientas que habían regresado de comprar vianda en el mercado. María hubo de repetir lo que ya dijera. Que venía a buscar al niño, que se había maridado y contó cómo se había encontrado con su esposo en un camino, volviendo a Ávila y cómo él, arrebatado de amor, la había llevado al altar en una población llamada Hernansancho, y se fue de la lengua al explicarles con todo detalle lo de Andalucía y lo de la suegra que, sin apenas conocerla, ya la quería mal. Luego, tras recibir calurosas enhorabuenas de todas las habitadoras de la casa, pidió saludar a doña Gracia y reclamó el talego con las ropas del Juanico, que continuaba en sus brazos e le apretaba las mejillas con sus manitas, metiéndole los dedos en los ojos y en la boca, que los niños, ya se sabe, no distinguen.
E llevada a la presencia de doña Gracia, la encontró adormecida. Wafa dijo de no despertarla, no fuera a asustarse y se fuera al otro mundo, no la estuviera ya rondando el ángel Azrael, el de la muerte de los musulmanes, pues que estaba muy vieja, muy vieja. E la María convino con la mora en dejarla descansando, aunque pasaba el día entero en esa guisa y tal vez fuera bueno que hablara e hiciera ejercicio mental para que no se sumiera en los abismos de la senectud. Además, que había de atender a doña Leonor que requería sus servicios, pues iba para dos meses que no le venía la «enfermedad». Le hubiera preguntado si había yacido con varón, pero no se atrevió, y le dio un remedio contra la menorrea. Que Catalina pusiera a hervir cada mañana un manojo de raíz de iris de agua en una azumbre de vino bueno hasta que se redujera a un tercio, que lo bebiera la dama repartido en tres copas, mañana, tarde y noche, y explicó que en siete días le haría efecto, aunque le volvería a pasar, durante un año tal vez, porque las más de las veces las entrañas femeninas actúan a su capricho, a su albur, pero que lo repitiera cuantas veces fuera menester hasta que le viniera la «enfermedad». E ya volvió a reclamar el talego de Juanico dispuesta a marcharse con él, pero no se lo dieron, no; no le dieron ni el zurrón ni el niño, pues que le habían tomado mucho cariño. E lo que comenzó con un ruego, terminó en agria discusión en la que María llevó la peor parte, en razón de que era una contra cuatro.
Fue Leonor la que empezó aquello:
—María, como estás recién casada, déjanos al niño un tanto más, que le hemos tomado cariño… Así podrás preparar tu viaje a Andalucía…
—Y atender a tu marido.
—Y avenirte con tu suegra.
—Te lo llevas un poco más tarde, no le vaya tu esposo a coger celos, que es menester andar con tiento…
—Los hombres son muy celosos.
—Si le haces arrumacos al niño en vez de a él, le cogerá malquerer e todo andará mal entre vosotros.
—Espera unos días a que estés aposentada en tu casa.
—Lo primero es llevarte bien con tu suegra y si fracasas en ello, pues que hay gente empecinada en sus antipatías, te vas a tu casa con tu esposo, que para eso la tienes…
—¡Muy buena casa además!
—Mientras, nosotras te guardaremos a Juanico.
—Observarás que lo hemos alimentado bien, pues que está gordico como un Niño Jesús.
—Y alegre.
—Es feliz aquí el niño…
—¡Ah, no, señoras mías, el niño es mío… Tal convine con doña Gracia…!
—¡El niño es mío, María: yo lo traje al mundo, con mucho trabajo además!
—¡Lo que se da no se quita! ¿O ya se ha olvidado la señora que no lo quiso? ¿Es que doña Gracia me utilizó para tapar una vergüenza?
—¡Oye, el niño no es hijo de ninguna vergüenza! ¿Cómo te atreves?
—Doña Leonor estaba casada con don Andrés. No lo olvides, María.
—Había recibido todas las bendiciones.
—Vamos, serénate, María, arregla tus cosas… Cuando estés asentada en Andalucía nos mandas recado y te lo llevaremos, que doña Gracia quiere viajar…
—No te precipites…
—¡Ten tiento! —intervino la cocinera—. No te lo hemos de dar ni que nos eches mal de ojo, ni que nos conviertas en ranas, ni que nos hagas desaparecer…
—¡Quiero ver a doña Gracia!
—¡No la verás! ¡El niño está con su madre y con ella se quedará!
—Escucha, María; te voy a dar una bolsa para que te sea más fácil abrir casa en Andalucía —cortó la marquesa—. Mi abuela tiene previsto hacer a Juan marqués, no sé cómo, pero lo está estudiando…
—No quiero un maravedí, señora Leonor.
—¿No quieres para él un título de nobleza?
—Yo quiero lo mejor para Juan, pero también tenerlo conmigo… E le dejaré mis dineros e lo educaré e no será un mengano, no tema la señora…
—Reflexiona, María; el niño no va a salir de aquí… Te digo que será mi heredero… Ve a Andalucía con tu marido, e ya platicaremos —dijo Leonor, e tomando a la criatura de los brazos de su madre putativa, que se lo dejo quitar, se dio media vuelta e fuese con él.
María abandonó la casa de la calle de los Caballeros dudando si había hecho bien o había hecho mal pues que, por una parte, las marquesas, además de cuidarlo bien, le ofrecían al niño más de lo que ella le podría nunca dar, nada menos que un título de nobleza e muchas rentas e propiedades, tierras y castillos incluso. No es que ella no tuviere numerario, que tenía posiblemente más de lo que pudiera gastar en los días de su vida, nada menos que un tesoro enterrado en la tapia de las Gordillas, pero no tenía vida fácil, en razón de que la gente la miraba mal —que lo había venido observando de la casa de Mingo a la mansión de las marquesas—, pues la vecindad la reconocía y murmuraba por la fama que llevaba de ser bruja; además, que a Mingo maldita la gracia que le había hecho lo de Juanico y que mejor fuera tal vez asentarse en Andalucía e luego hablar de la criatura… E así iba dudando, tentando el saquete del niño mal parido, no sabiendo si haría bien o mal haciendo lo que hiciere, pues que quería tener al niño.
E así, tras cruzarse con el hombre que iba medio desnudo, el tal don Juan, que le bailoteó las manos consiguiendo arrancarle una sonrisa, llegó a su casa de la calle de las Losillas, e de inmediato observó cierto revuelo, que los vecinos salían a las puertas de sus casas e sacaban imágenes o asomaban la cabeza por las ventanas e cerraban presto, como si huyeran della, como si le tuvieran miedo. Entró sin hacer caso a aquellos avisos, que otra cosa no eran, e abrió las ventanas para orear e, vaya, que llamaron a la aldaba e salió para encontrarse en el dintel con el judío Yucef, su casero, y en esto arreció el jaleo en la calle, quizá por la presencia del hebreo, e se oían voces contra él y contra ella. El hombre vino a decirle:
—Te vendo la casa, María. Dame lo que quieras, me voy a Portugal, que Ávila no es lugar seguro para mí…
—Tampoco para mí… Me llaman bruja cuando no lo soy…
—Yo corro más peligro que tú… Todavía no se ha quemado una bruja en las Españas y sí a varios judíos…
—Tengo previsto marcharme a Andalucía, quizá levante la casa y no vuelva… Te pagué tres meses por anticipado, me queda uno de alquiler…
—Te estaba esperando. Traigo un recibo y sólo me falta escribir la cantidad… Dame algo…
—¿Cuánto?
—Diez mil maravedís…
—¡Cinco mil y quinientos!
—¡Ocho mil!
—¡Cinco mil y quinientos ni uno más!
—¡Venga, sea esa miseria!
—Espera…
E fue María a la olla que tenía escondida en el hueco de la chimenea e sacó cinco mil y quinientos maravedís que entregó al judío, previa recepción del recibo pese a que no sabía leer, e fuese el hebreo camino de la judería —que los abulenses habían levantado un muro separador—, e quedose la ensalmera sin saber si habría acertado o no comprando la casa, vaya, que vivía una jornada de dudas. No obstante, pensando que siempre sería bueno tener un lugar donde residir cuando volviera a buscar su tesoro, que no había de llevárselo con ella a Andalucía, se templaron sus dudas.
E hiciera bien o mal dejando al niño con las marquesas y comprando su casa, el caso es que sacó la bayeta de fregar y la escoba y limpió, quitándose los malos negocios de la cabeza. Cierto que, de no haber sido mujer de su casa y haber andado callejeando, se hubiera enterado de que fray Juan de la Samaritana, habiendo cruzado la puente del río Adaja, ya recorría el coso de San Vicente camino del monasterio de Santo Tomás para entender en varios casos de brujas, vecinas de la ciudad, entre ellos el de una tal María de Abando, es decir, el suyo, en razón de que ella estaba acusada de trocarse en ave y de ver lo lejano, lo que no hace el buen cristiano ni con toda la gracia de Dios.
Hubiera conocido también lo que era voz común, que había salido el fraile de Salamanca, donde naciera y cumpliera cuarenta años, acompañado de un piquete armado de maestros subalternos, con el corazón lleno de gozo, pues el visitador general y el prior de su convento le habían dado muy buenas razones para su designación. Le habían asegurado que un bachiller en Teología, doctor en ambos derechos y hombre de probada virtud, no se podía malemplear de confesor de novicios y él, ante tan claras y justas palabras, había aceptado de grado, pese a que se despidiera de sus alumnos con lágrimas en los ojos.
Que andaba el tal fraile por la ronda de la muralla, dispuesto a perseguir la herejía, la apostasía, la impiedad y la profanación, con el Manual de herejes y las Instrucciones de fray Tomás de Torquemada en el talego, montando mula de paso, mojado hasta el tuétano, pues nevaba copiosamente en la meseta castellana.
Y hubiera visto, erguido en su cabalgadura, al personaje que, aunque no quisiera caer en vanidades mundanales ni en fatuidades propias de hombres hueros e incapaces, sonreía complacido; y hasta hubiere adivinado lo que aquél pensaba para sí: que su nombramiento había sido atinado, en virtud de que durante su ejercicio había dado muestras de talento y sobrada honestidad y, como llevaba limpio el hábito, que era hombre de renta propia.
E mirándole al rostro, quebrado de color por demás, hubiera podido percibir que fray Juan era hombre de los que se aplicaban grandes penitencias corporales, azotes con látigo de púas y sofisticados cilicios y que se embadurnaba el cabello de ceniza y oraba noches enteras para la remisión del pecado. Y constatado que cuando veía una moza recia o una dama engalanada desviaba la mirada, aunque a veces le subiera ardor a la cara. Y si hubiera preguntado a las gentes que le guardaban el camino al fraile hubiera sabido que mucho antes de su ordenación ya pregonaba a los cuatro vientos que las mujeres eran la reencarnación del demonio y que tanto era el odio que les tenía que para mortificarse, adoptó el nombre de la Samaritana. Y de haber llevado la indagación más allá, hubiera sido informada de que el sujeto al vestir el hábito de Santo Domingo conservó su nombre de pila, pero no se puso bajo la advocación de Dios o de Nuestra Señora, como hacían muchos monjes y monjas, puesto que le resultó demasiado pretencioso; quiso ser el último de los siervos de Dios y, para llevar una penitencia más a sus espaldas, se habían puesto bajo la protección de la Samaritana. Para que ese personaje mínimo de la Sagrada Escritura, mujer para mayor desatino, guiara sus pasos, sin hacer caso a las miradas de sus compañeros, que se habían quedado atónitos cuando eligió a la Samaritana, habiendo un samaritano, un hombre, otro personaje mínimo también, que podía hacerle el mismo papel, pero ¡más cruces que le trajera el mundo…!
Con todo lo que hubiera sabido María, si no se hubiera puesto a fregar, hubiera podido hacer el equipaje y largarse lo más presto posible, con o sin su marido, o echarse a temblar o reír o emborrachase o tirarse del cabello, cualquier cosa hubiera podido hacer.
Y es que por fin había llegado a Ávila la diputación que saliera de Salamanca con el blasón del santo tribunal abriendo marcha, bajo un intenso frío y recia nevada, cruzándose con mercaderes, tropas de soldados, una carreta con monjas y hasta con una compañía de cómicos de la legua, y la gente, otro tanto en la ciudad, al contemplar el blasón y la cruz verde de la Inquisición se había agolpado en el camino e intercambiado saludos o invitado a un vaso de vino a los comisionados, que les venía bien, pues había una helada del demonio.
E los vecinos que venían con ella, a la vista de las murallas, pudieron observar que fray Juan repasaba sus notas, consultaba algunos libros y se encomendaba al Señor, pues había de entender y dirimir, entre otros, en el negocio de la Niña del Cristo de la Luz, ahora conocida como la bruja de la calle de las Losillas que, incomodando y aterrorizando a la población con sus hechicerías, se convertía en mosca o en abejorro o en ave cuando se encontraba en el brete de huir de la persecución de la justicia.
Ensopados entraron los ministros del Santo Oficio en el convento de Santo Tomás.