El 6 de noviembre de 1479, entre las seis y las siete antes del mediodía, la reina Isabel dio a luz una niña en la ciudad de Toledo, que fue bautizada con el nombre de Juana. Como en ocasiones anteriores, doña Clara le tapó el rostro con un paño e la alta dama no vio el gentío que llenaba el aposento, cien personas arriba o abajo. Cien personas que estuvieron varias horas con el alma en vilo y con una oración en los labios porque la señora tuvo mal parto en razón de que la criatura se presentó mal puesta y, una vez nacida, le costó comenzar a llorar. E la comadrona hubo de andarle en el vientre, apretarle por arriba, estirar por abajo con peligro de romperle a lo que viniera una pierna o la cabeza, y hasta pidió que un sacerdote celebrara misa en el lugar e que las camareras le acercaran más reliquias a la señora, que se retorcía en la cama, ella que soportaba el dolor con entereza y no era precisamente dada al aspaviento. E ya, antes de que viniera al mundo la infanta, se hablaba sovoz en el Alcázar de malas señales, de malos augurios, e se rezaba en los pasillos por la salud de madre e hijo.
E más que se habló luego, pues que doña Isabel, después del parto, perdió mucha sangre y líquidos y sufrió varios días de pérdida de memoria. No recordaba qué le había sucedido, ni que había estado de parto, ni qué había traído al mundo, ni cómo se llamaba, ni que oficio desempeñaba, ni que tenía dos hijos más y un marido. Además, que a partir de entonces le quedaron muchas varices en las piernas y sufrió grandes calambres.
Así las cosas, se presentaba don Fernando en la habitación de su esposa e le tomaba las manos e ni por esas resucitaba, qué habría de resucitar, según doña Clara y las otras damas. Dios estaba apretando en demasía, que más parecía que la señora se iba, e no valía que en todas las iglesias y conventos de Toledo clérigos y monjas iniciaran novenas y cantaran salmos para mover el corazón del Creador y pedirle que no se llevara a la dama y que, de quedar, no resultara alunada, como su señora madre, que continuaba bordando paños en su retiro de Arévalo con los postigos de las ventanas cerrados, sin dejar penetrar la luz del sol.
Pero no, no. No se llevó el Señor a su hija doña Isabel; es más, le permitió vivir muchos años y hacer muchas cosas para Su propia gloria y la de ella, e fue que en la mañana del día de Nochebuena, la reina cambió de postura en el lecho, movió las manos como si volviera de un mal sueño y llamó a doña Clara con poca voz:
—Madrina…
E a media tarde sabía quién era, cómo se llamaba, el nombre de sus padres, de su marido y de sus tres hijos y qué hacía en este mundo. Que había sufrido mal parto y desmemoria. Y pedía ver a su hija, a la infanta Juana, una preciosidad de niña, y le daba mil besos. E aseguraba que se asemejaba extraordinariamente a su suegra doña Juana Enríquez. E, preguntando por cómo y cuánto comía el príncipe Juan, decidía cambiarle de nodriza, despedir a doña María de Guzmán y ajustar a una dicha doña Juana Velázquez que tenía más teta que la otra, por ver si el pequeño medraba con el cambio.
A mitad de febrero, ya incorporada a las tareas propias de gobierno, con gran contento de su esposo y vasallos, escuchaba atentamente de labios de sus secretarios la narración del primer auto de fe de la Inquisición contra herejes malandantes que había tenido lugar en Sevilla.
Sabido es que rey y reina, tras platicar largo con clérigos de misa y regulares sobre los conversos que judaizaban impunemente en aquella ciudad y otras muchas de los sus reinos, encomendaron la erradicación de la herejía a dos religiosos y a un oficial, gentes celosas de su oficio, que se pusieron a trabajar tan pronto sus altezas recibieron bula del papa Sixto IV. De tal manera que, a los pocos días, los tres encargados mantenían encarcelados en el convento de San Pablo a buen número de hombres y mujeres, muchos dellos amillonados e, a instancia de parte, incoaban proceso contra ellos llamando incluso a letrados de la ciudad para que corroboraran su justicia. Decidían luego levantar hogueras y quemar a seis hombres y seis mujeres, judíos pertinaces, que no quisieron convertirse a la verdadera fe, o cristianos nuevos, apóstatas, en realidad, pues que, pese a haber sido bautizados, seguían practicando el hebraísmo.
Supo doña Isabel que los doce reos de herejía fueron llevados de San Pablo a la dehesa de la Tablada donde se habían levantado tribunas —como cuando se corrían cañas—, montados en mulas, con las manos atadas a la espalda, con el sambenito cosido en el jubón, encorozados e increpados por la multitud que llenaba las calles, y que fueron quemados, pues no consintieron abjurar de su milenario error, pues que el señor Jesucristo, a Dios gracias, vino a cambiar lo que era menester cambiar de las viejas escrituras. Y eso que fray Alonso de San Pablo, uno de los tres inquisidores, antes de encender las hogueras, hizo todo lo posible para convencerlos con un brillante sermón lleno de palmarias verdades, pero los conversos se negaron a escuchar aquella joya de la oratoria sagrada e fueron dados al brazo secular de la justicia, que prendió el fuego y murieron con grande agonía levantando gran pestilencia. Como se merecían porque sólo hay una fe verdadera: la cristiana.
Conoció la reina que, habiéndose quedado pequeñas las mazmorras del convento de San Pablo para albergar al gran número de herejes que poblaban Sevilla y sus comarcas, los inquisidores pidieron el castillo de Triana para encerrarlos y que de allí sacaron para otro tanto a gentes principales de la ciudad, entre ellas el gran rabino y varios clérigos, sin que les valieran sus riquezas para nada, pues que los jueces eran hombres probos. Y que de aquellos pagos huían las gentes de las otras confesiones, es decir, los judíos y los moros, asustados, hacia los pueblos del derredor y a Portugal, donde el rey Juan, que había heredado el trono, fallecido su padre el señor Alfonso V, los recibía previo pago de un tributo, y hacia el reino de Granada. Pero resultó que algunos dellos se presentaron en Roma, ante la Corte Papal, a denunciar la matanza que tenía lugar en Andalucía, donde, además, los inquisidores revolvían en los cementerios judíos y quemaban los huesos de los muertos para que nunca disfrutaran de paz eterna, o en estatua a los que se morían de los pavores durante el proceso, poniendo figuras de yeso atadas a un poste y dándoles fuego en el quemadero de Tablada, pese a que muchos ya habían abjurado y, queriendo reconciliarse con los cristianos viejos, salían los viernes en procesión, aplicándose disciplinas.
La alta dama se sobrecogía al oír hablar de tanta pravedad, pero más se estremecía al escuchar por la menuda que a Sevilla y otros lugares había llegado la peste, más fiera y mortal que otros años, y que uno de los padres inquisidores fray Alonso de San Pablo había muerto de ella; o que el río, el Guadalquivir, había llevado tres días de avenida, como no se recordaba otra, anegado casas, huertas y sembradíos con el consiguiente perjuicio monetario. Y pese a tanta desgracia, se manifestaba en completo desacuerdo con los que estimaban que la presencia de la peste y la crecida del río constituían una señal de Dios, que quería hacer justicia contra los que la impartían tan sañudamente en su Santo Nombre, porque era menester terminar con la herejía al precio que fuere.
Y nada tenía que decir a lo que le contaban sus secretarios que hacían los inquisidores por todos los sus reinos porque estaba el turco rondando las costas del sur de Italia. El rey de Nápoles, que era pariente de don Fernando, pedía auxilio y ellos le enviaban veintidós naves y, muerto el viejo sultán, el nuevo, un dicho Bayaceto, hacía guerra cruel a los cristianos en las tierras de Austria; cuando ella, ay, estaba otra vez encinta, con las piernas llenas de sangrantes varices, aunque esta vez sin ardor de estómago, loores a Dios, pues llevaría mejor el embarazo.
Doña Leonor Téllez de Fonseca se llevó un sofocón. No por el tesoro del rey moro, sino porque su cuerpo le jugó una mala pasada. A ver, no había yacido con varón pero no le había venido la «enfermedad» en cuarenta días, e empreñada no estaba no, que bien lo sabía ella, que bien lo supo cuando lo estuvo. A más, sufría dolores al orinar, quizá porque le habían quedado secuelas de su parto, e no valía que la abuela, poniéndose los espejuelos y acomodándose en el sillón en el que pasaba jornada tras jornada en un duermevela, le dijera que las consecuencias del parto suceden seguidamente al mismo e que no se presentan pasados los años, que padecería otra cosa, alguna pequeña dolencia, pues que estaba lozana como una rosa y no se le había ido la gana de comer… No valía, porque la dama se veía ya con un pie en el otro mundo debatiéndose en penosa enfermedad durante un tiempo, poco; luego muerta y enterrada sin haber encontrado el cofre de don Tello, y se la llevaban los demonios e andaba airada por la casa hasta tal punto que las criadas comentaban:
—Leonor tiene desarreglo.
—No es para enojarse.
—Nada se gana con ello.
—La mujer que pretenda ser tan regular como los ciclos de la luna, es necia…
—El cuerpo sorprende las más de las veces.
—Con la edad se le ha agriado el carácter…
—Nuestra ama es muy diferente a sus antepasadas, que nunca dijeron una palabra más alta que otra en esta casa.
—Doña Leonor, su madre, era una bendita de Alá.
—Doña Ana, su abuela, una santa…
—Doña Gracia, su bisabuela, es mujer llena de bondades…
—Leonor tiene temple.
—Para algunas cosas, para otras, no.
—Para gritarnos, sólo sabe gritarnos…
—Descarga en nosotras todo lo que le sale mal…
—Es muy bonito echar la culpa a los demás.
—Las sirvientas estamos para eso, para que nos echen la culpa.
—El cuerpo de la mujer está lleno de misterios que ni ella misma entiende…
—Alá le está castigando por no querer a su hijo…
—A este angelote, que no hay niño más bello en la tierra toda.
—Toma el niño, Wafa, que se ha orinado y te toca cambiarlo a ti.
—¡Sucio, se hace pis pis en la bacina…!
—¡Marrano!
—¡No le digas marrano al niño, Catalina, sucio es suficiente, o aprenderá a hablar mal…!
—¡Ven Juanico, que te contaré el cuento de un tesoro!
—¡Maldita mora, Wafa, ni se te ocurra…!
—¿Quieres que le pase al niño lo mismo que a la marquesa?
—¡Ay, hijas… Todo lo que hago está mal hecho… Me recrimináis cualquier cosa… La señora me pegó… No sé, mejor morirme…!
—¡Salam! —gritaba Marian.
—¡Que haya paz, moricas! —pedía también Catalina.
—¡Catalina eres tú la que más bulla arma…!
—Bueno, vamos al mercado que se hace tarde. Escribe la lista, Wafa, pues luego se nos olvida la mitad: pan, tocino, fruta, verdura…
—Espera, antes tengo que cambiar los pañales al niño.
—Habremos de ir las tres para traer tanta cosa…
—¿Qué vas a hacer hoy de plato principal, Catalina?
—¡Cerdo!
—Nosotras no podemos comer tanto cerdo, algún día no te digo, pero tanto no, que lo prohibió el Profeta, bendito sea…
—¡La señora Gracia mastica mejor el cerdo que la ternera…!
—No me lo explico. En esta ciudad la ternera es tierna, como si bebieras leche, apenas hay que masticarla.
—Ea, si no queréis cerdo, no comáis… Tarde o temprano os tendréis que convertir al cristianismo, moras, que la reina quiere acabar con la herejía y, después de los judíos, iréis los musulmanes, eso se dice en el mercado… Y ya vale de bulla y cháchara, que si las señoras nos llaman no las oiremos…
Y las señoras llamaban, asonaban la campanilla y las criadas sin enterarse, y claro doña Gracia torcía el gesto y Leonor gritaba:
—¡Nadie me atiende en esta casa! ¡Me estoy muriendo e nadie me presta atención…!
E pedía un sedativo, un cocimiento de valeriana aunque ya se hubiera bebido un lebrillo entero. Catalina le llevaba un cuenco bien cargado y le encarecía que consultara al médico, a uno judío a ser posible, suponiendo que todavía quedara algún descendiente de Abraham en la ciudad, pues que muchos de ellos, sabedores de que en Andalucía los quemaban vivos, se largaban a otros lugares en busca de vientos más propicios, llevándose lo que podían.
Pero Leonor, que no quería consultar con un hombre, le pedía:
—Llama a María de Abando, Catalina, que venga.
—No está en la ciudad… De estar, hubiera venido a ver a tu hijo… —respondía la guisandera, recalcando bien aquello de «tu hijo».
María de Abando entró la primera en la casa de la calle del Embobadero, pues que Mingo fue cortés y le cedió el paso, y apenas traspasó el umbral se llevó gran susto al escuchar una ronca voz a sus espaldas. Ella, que era capaz de ver lo lejano, en esta ocasión no fue capaz de ver lo cercano: a la madre de su esposo, una mujer vieja, de nombre Salvina, que estaba sentada en una banqueta en el zaguán esperando a su hijo todos los días del año hasta que sonaban las once de la noche en el reloj del monasterio de Santa Ana, sin una vela que iluminara el lugar, la muy rata.
Rata y arpía, tal dedujo María nada más que la miró a los ojos.
—¿Dices que te has casado, pardal? ¿Con quién? ¿Con ésta? ¿Quién es? —preguntó la Salvina a su hijo en un aparte sin despegar la mirada de su nuera.
—Es María, mi esposa…
—¿Qué oficio tiene?
—No tiene oficio, es mi mujer… Os ayudará en las faenas de la casa… Os vendrá bien, madre, con ella terminaréis antes.
—Las faenas de la casa nunca se acaban, hijo.
—Las dos me cuidaréis a mí. ¡Ea, María, saluda a nuestra madre!
—¿Cómo está la señora Salvina? Yo estoy muy contenta de haber maridado con Mingo…
—¡Este Mingo es un granuja! ¿Dó se ha visto casarse sin avisar a su madre? ¿E tú de dónde eres moza? ¿De qué casa eres?
—¡Dejadla, madre, no le preguntéis tanta cosa!
—Viví mucho tiempo con las monjas de Santa Ana…
—¿No serás tú la Niña del Cristo de la Luz?
—Yo soy.
—¡Ay, Mingo!
—¿Qué es aquesto Mingo? Yo estoy muy orgullosa de haber sido la Santa Niña del Cristo.
—¡Ea, déjense de pláticas sus mercedes, que mañana hablaremos largo e vámonos a descansar que es muy tarde!
E, vaya, que durmió el matrimonio en la cama de Mingo que era asaz estrecha porque la madre no quiso dejarles la suya e no pudieron ni cantearse, claro que a Mingo no le importó, pues ardoroso como era, desfogó su ardor varonil. Pero todo empezó mal en aquella casa, lo constataron los dos.
Empezó mal y continuó peor. Porque ido Mingo a su trabajo, le dijo María a su suegra que se le habían presentado unas urgencias y que se iba, pero la dueña quiso retenerla:
—Antes de irte, friega los vajillos del desayuno, haz las camas, barre el heno viejo y echa otro nuevo, ve a la fuente a buscar agua, al mercado a comprar vianda, pásate por la cerería que tengo encargadas unas velas e, cuando termines, remiéndale a Mingo estas bragas…
María miró a suegra a los ojos, se tentó el saquillo de las manitas del niño malparido y salió dando un portazo, rezongando, diciéndose que no era criada y se encaminó a las casas del convento de Santa Ana para saludar a la hermana Miguela que, vaya por Dios, había fallecido. Se la había llevado el Señor hacía un mes escaso, y lo sintió la moza. Se detuvo en la ermita del Cristo de la Luz, que le dedicó una mirada alegre, o tal se le hizo. Recorrió la tapia de las Gordillas, se detuvo en el ángulo por donde sale el primer sol, volvió sobre sus pasos y contó los ladrillos hasta el trigésimo tercio, según la clave que había discurrido con el día, mes y año de su nacimiento para no olvidarla nunca jamás, y en el lugar exacto donde había enterrado su tesoro tentó el suelo con las manos, acarició la hierba que crecía y suspiró. E contenta porque nadie había revuelto aquella tierra, subió a la ciudad por la iglesia de Santo Tomás, que estaba ya muy alzada y hermosa, y entró por la puerta del Obispo, cada vez andando más deprisa, que iba a casa de las marquesas a ver a Juanico, a su Juanico.