Doña Isabel, soberana propietaria de Castilla, de León, etcétera, fue coronada reina de Aragón en la ciudad de Zaragoza, en la Seo de San Salvador en una jornada de cierzo impetuoso, que andaba a ventadas.
Para seguir el ritual de coronación de las señoras reinas y que no se perdiera una letra, pues que los aragoneses eran muy celosos de lo suyo, ayunó tres días antes de la celebración, se bañó y se confesó la víspera. Vestida de blanco como un ángel del Señor e montada en un caballo blanco también e con gualdrapas de seda del mismo color, salió, precedida del portaestandarte con su pendón y de una compañía de tambores y atabales, rodeada de multitud de nobles, dos llevándole las riendas, a más de damas, caballeros, pajes y doncellas, del palacio de la Aljafería. Entró en la ciudad por la puerta del Portillo para, recorridos los cosos, atravesar la puerta Cinegia, que abría la muralla de piedra, y andar por callejas hasta dejar a derecha el fosal y la iglesia de San Gil y enfrente el muro de la judería, y ya tomar Pellicería y San Pedro y llegar a la plaza de La Seo donde destacaban, enfrente, el soberbio edificio de la Catedral y a la izquierda las casas de la Diputación del Reino. Allí descabalgó la señora entre loores del pueblo, tenido el estribo por el rey Fernando, que la esperaba, tras hacer el camino aclamada por la multitud, aliviada, pues que por fin encontraría resguardo del viento.
En la sacristía de la iglesia durmió la reina con sus damas, para levantarse al alba e dejarse aviar con dos camisas nuevas, bragas nuevas también y una preciosa dalmática de fustán blanco ribeteada de oro, e ser peinada por doña Clara, que le dejó los cabellos al aire, a la nuca, por eso de seguir el minucioso ritual de coronación de las reinas de Aragón. E ya dispuso repartir los atributos de la realeza entre sus damas, para que se los llevaran: a doña Clara le entregó el cetro, a doña Beatriz el pomo y a doña Mencía de la Torre la bacina de plata sobre la que iba la corona.
Al salir todas de la sacristía, iba doña Isabel emocionada pues, al recibir ella lo que era de su esposo, del mismo modo que su marido había recibido lo que era della, se unían dos reinos en sus cabezas, en la cabeza de don Fernando y en la suya, dos reinos que habían luchado durante siglos y siglos precisamente por mantenerse separados, e lo que no habían conseguido las guerras, lo lograba un matrimonio, alabanzas sean dadas al Señor.
E con eso en el pensamiento, avanzaba doña Isabel, precedida de sus damas, alta la cabeza, para postrarse sobre una rica alfombra ante el altar mayor —que estaba en obras— y recibir de su esposo —magníficamente ataviado para la celebración—, la corona y el anillo que le puso en el cuarto dedo, y así mismo la bendición del arzobispo. Mejor dicho, del clérigo que representaba al arzobispo, a don Alonso, que no oficiaba por ser aún niño pero que presente estaba. Tras de oír la santa misa hubo de ofertar siete monedas de oro a la catedral en significado de las siete virtudes cardinales, e ser ungida, como era costumbre, por el dicho clérigo que no era otro que el señor obispo de Huesca, delante de muchos religiosos, nobles señores y ante el justicia de Aragón, que era juez de fueros y contrafueros en aquel reino.
Finalizada la coronación tornó con la comitiva, bajo el mismo inmisericorde viento, al palacio de la Aljafería, cabalgando sobre el mismo caballo, con el cetro en la su mano derecha, con el pomo en la su izquierda, aclamada, mismamente como había venido. Le aguardaba el convite en la sala del trono, ella sola en mesa alta, el salón muy encortinado y ornado de tapices y alfombras. Hizo mandar que las doncellas repartieran vino y confites a las gentes que la vitoreaban fuera del palacio e los doscientos corderos y treinta mil panes que aparejó don Gonzalo Chacón. Contenta, muy contenta, pues que, a más, no le molestaba el embarazo, salvo lo del ardor de estómago, que no se lo quitó en los nueve meses. Nada le impidió, pues, sumarse al regocijo y, como una dama más, bailar una gallarda con su marido.
E muy honrada fue doña Isabel en su reino de Aragón e muy holgada estuvo, sobre todo cuando recibió el rico presente de los judíos de Zaragoza que le regalaron doce terneras, doce carneros y una vajilla de plata, tan completa que necesitó doce hombres para ser trasladada. Y ella se dejó ver y aclamar por las gentes en la ciudad, pues visitó conventos e iglesias y entre éstas, la de Santa María la Mayor, donde se postró con mucha devoción en el humilladero de la Virgen, que es la parte de atrás de un pilar sobre el que la Señora se había aparecido, poco antes de morir y ascender al Cielo, al apóstol Santiago para darle ánimo cuando estaba predicando la fe de Cristo a las Españas. Visitó al igual la de las Santas Masas, que, situada extramuros, guardaba los restos de innumerables mártires de cuando la dominación romana.
Cierto que se marchó un bastante amohinada, pues que su marido y ella, habiendo convocado Cortes, pidieron subsidios para su casa y para empezar la guerra contra el reino de Granada, conquistarlo y sumarlo a los reinos de la Cristiandad; y, siendo así, para que el turco, que tenía todo el Oriente y amenazaba las costas italianas de tiempo ha con sus bajeles, no tuviera apoyo, en el sur de España, para aprisionar a los reinos cristianos en una cuña; e, vaya, los aragoneses no los concedieron… Ricoshombres, caballeros, clérigos y gentes de las ciudades les negaron cualquier dinero, en razón de que antepusieran a los intereses generales de los reinos ciertos intereses particulares. A que los soberanos resolvieran antes los agravios que les presentaron —muchos dellos irresolubles en poco tiempo—, consistentes en pleitos de los nobles entre sí por tierras o fortalezas, y de las ciudades y villas otro tanto; cuando los reyes no habían tenido nada que ver en ello. Y eso, lo que dijo don Fernando:
—Sepa doña Isabel que estas gentes son así. De primeras, dicen que no a cualesquiera propuesta.
—Quizá sea bueno, mi rey y señor, y se ahorren así problemas. Por el momento no pagan… Veremos qué pasa en Cataluña y en Valencia con lo mismo…
—Allí nos darán, ya, lo verá su alteza.
Y sí, sí, catalanes y valencianos les dieron los subsidios que solicitaron y les hicieron grandes fiestas e bailes; en Valencia incluso quemaron ruegos de artificio. De otro modo doña Isabel se hubiera llevado mala imagen de los reinos de su señor esposo.
Doña Leonor Téllez de Fonseca, marquesa de Alta Iglesia, tras soportar una comezón que le llevó a maltraer, atendió a las palabras de su señora abuela y puso su ingenio a trabajar para encontrar de una vez el famoso tesoro de don Tello, su antepasado. Que no se trataba de iniciar las pesquisas, que ya llevaba con ellas mucho tiempo y casi había derruido la mansión de la calle de los Caballeros, sino de partir de alguna posibilidad o argumentación o base.
Estaba convencida de que, de llegar a alguna conclusión, sería por gracia del Señor Alá, entre otras razones porque el Corán contiene lo que Él reveló al Profeta para que lo trasmitiera de su propia boca a los hombres. No obstante se encomendaba un día a Dios y otro a Alá, por no hacer un feo a Dios, además que bien sabía que Dios y Alá eran lo mismo… E de ese modo, confiada en Alá o en Dios, tras asombrarse una y otra vez de que el libro empezara por la última hoja y no por la primera, y acostumbrarse a que faltaran las vocales e y o, y a que la a, la i y la u estuvieran representadas con tildes, las más de las veces ilegibles y confusas, contó letras, sílabas, aleyas, y sumó, restó, multiplicó y dividió. Leyó de derecha a izquierda a la manera musulmana y de izquierda a derecha a la manera cristiana. Dio a las letras el valor numérico que tenían, en vano. Todo en vano hasta que, gracias a Alá, el día en que inició el ayuno de ramadán, junto a las dos moras de la casa como si fuera una musulmana más para pedir favor, atisbo un poco de luz.
En aquella jornada se le ocurrió contar las cosas que tenía sobre la mesa, los cuatro pétalos de flor, las veintidós hojas de olivo, y le llamó la atención que hubiera cuatro pétalos y veintidós hojas, pues ella había nacido en el cuarto mes del año, en abril, como es sabido, y precisamente el día 22… E, aunque muchos pensamientos corrieron por su mente en ese preciso instante, pues que se preguntó una vez más para qué buscaba si un sinnúmero de sus antepasados habían hecho otro tanto ya sin hallar nada, o si lo hacía para poder decir: «Yo, Leonor, encontré el cofre de don Tello» o, sencillamente, para terminar con aquella dilatada historia, o porque Marian y Wafa le habían hablado de tesoros desde niña, el caso es que se dijo que lo que venía en la arqueta le estaba indicando una fecha, que bien podría ser la de su nacimiento, cierto que todavía le faltaba por encontrar, entre lo poco que tenía, el año, la cifra de 1451…
Y hubiera seguido indagando, pero hubo de interrumpirse porque Wafa, que la acompañaba, puesta al corriente de los descubrimientos, emitió por su boca el zagharit, ese alarido que, moviendo sorprendentemente la lengua, lanzan los musulmanes en situaciones de gozo o tristeza extrema, en este caso de alegría, y claro acudieron alborotadas todas las moradoras de la casa.
Doña Gracia se levantó rauda del sillón, todo lo aprisa que le permitían sus entumecidos huesos, dejó el Código de las Siete Partidas en el asiento y se encaminó a los aposentos de su nieta. Catalina retiró las cacerolas del fuego, Marian abandonó la escoba en el rellano de la escalera, e se presentaron todas. Para encontrarse, ay, a Leonor propinándole sendas bofetadas a Wafa, vaya, lo que nunca había hecho. Lo que nunca había hecho una marquesa de Alta Iglesia con criados ni esclavos, al menos desde que la cocinera entrara a servir en la casa y, naturalmente, se quedaron pasmadas, y dolidas, como si los bofetones los hubieran recibido en sus propias mejillas; además, la contemplaron mirando a todas airada, revolviendo los ojos, desafiando a su bisabuela que, avanzando hacia ella, le preguntaba con voz pausada:
—Leonor, ¿has encontrado alguna clave?
Y ella respondía:
—¡No, Wafa ha avisado antes de tiempo!
Y la otra se permitía recomendarle:
—Hija, deja ya de buscar el cofre del rey moro…
Y Leonor contestaba como si fuera una niña enrabietada:
—¡No, no y no!
—¡Ea, dejémosla sola! —ordenó la anciana a las criadas. E fuera de la habitación comentó con ellas:
—Doña Leonor se está alunando con tanta búsqueda infructuosa… Lo mismo que le sucedió a don Alvar, el que anduvo desmoronando el castillo de Alta Iglesia, y a doña Urraca, la que se quemó toda ella porque una candela le prendió el vestido… No sé, quizá sería bueno que le pusiéramos un tesoro a la mano o que lo fuéramos a buscar a Alaejos o que hiciéramos un viaje a Italia para distraerla y de paso vender las dos casas que tenemos… O que hiciéramos lo que hubiera hecho don Beppo: derruir nuestra mansión y los castillos con abundante artillería, previo encargo de los cañones a un maestro armero… Tengo noticias de uno de Valladolid que sirve al rey nuestro señor… No sé, hijas, no sé qué hacer… Si le pongo un tesoro a la mano y se entera nunca me lo perdonará…
E lo que luego echó en cara Catalina a las esclavas en las cocinas:
—Esto del tesoro nos va a hacer perder el seso a todas… Las señoras están alunadas. Juana, que es más débil de carácter, se alocó antes y se fue monja, a padecer, pues que entró descalza en el monasterio a sufrir el frío y la humedad… Y la culpa de todo la tenéis vosotras, vosotras, que les llenasteis a las niñas la cabeza de pájaros con vuestros cuentos de tesoros… Wafa la que más, pues les enseñó a leer en árabe… Le están bien las dos bofetadas…
—¡Catalina, no digas eso…!
—Eres cruel con nosotras, Catalina —se defendió Marian.
—¡Cruel, cruel, malditas moras…! A todo esto, ¿por qué te ha pegado, Wafa?
—¿Por qué nos llamas malditas si somos tus amigas? —intervino Marian.
—Leonor estaba muy alegre porque había encontrado una fecha entre las cosas que traía la arqueta de la capilla… E yo grité de contento, no hice más que mostrar mi alegría… —respondió Wafa.
—No se ha oído ese grito vuestro en esta casa desde el fallecimiento de doña Leonor que en paz descanse. Te precipitaste, Wafa…
María de Abando maridó con Mingo Pérez, cuadrillero de la Hermandad, en la localidad de Hernansancho, cercana a Ávila, sin que fueran leídas las amonestaciones. Mingo entró en la sacristía de la iglesia como una tromba, le dio una bolsa de dineros al sacerdote, le invitó a beber, y el hombre los maridó sin oponer resistencia en razón de que ya estaba borracho a los pocos tragos, y vaya vuesa merced a saber si ofició el rito de la iglesia romana al completo, pues que anotó el matrimonio en el registro parroquial con letra ilegible de tanto que la mano le temblaba.
Los soldados y la vecindad de Hernansancho dieron por bien casados a los contrayentes, que se albriciaron y fueron felicitados por conocidos y desconocidos, pues invitaron a todos a beber en la posada. Tras obsequiar al personal, María y Mingo se retiraron e yacieron como esposos que eran en una cama estrecha y, maldita posadera, plagada de chinches. Al alba, María estaba tan desesperada y llena de habones que se sentó en la única silla que había en la habitación, nada más fuera por alejarse del colchón, y a la hora de pagar a punto estuvo de echarle mal de ojo a la patrona; si se contuvo fue por no armar escandalera, por Mingo, que era sargento de la Hermandad y debía dar buen ejemplo.
Tras desayunar, marido y mujer tomaron el camino de Ávila, ella a la grupa del jaco, rascándose los habones ciertamente, pero la mar de contenta y hablando sin parar. Queriendo saber de Mingo, pues que tantos años conociéndolo y no sabía nada de él, ni si tenía padre ni madre ni hermanos, ni si había tenido otras novias, ni cuántos portugueses había matado sirviendo al rey Fernando en la guerra, ni cuántos maleantes había ahorcado sirviendo en la Hermandad, ni qué le había prometido el marqués de Cádiz para abandonar la ciudad que lo había visto nacer, aunque ya tenía constatado que su marido llevaba entre ceja y ceja, de antiguo, marcharse a Andalucía.
—¿Tienes padres o hermanos, Mingo?
—Tengo madre… Mi padre murió cuando yo tenía ocho años, de la peste… Mi madre, que se llama Salvina, se ganó la vida de costurera y me crió y me llevó a la escuela, e por eso me pude emplear de contador en el monasterio de Santa Ana…
—¿E ganas más en la milicia que de contador?
—¡Sí!
—¿Tu naciste en Ávila?
—¡Sí!
—¿Tu madre es buena contigo?
—Muy buena… En cuanto gané dinero, lo primero que hice fue retirarla de la aguja…
—¿Ya no trabaja?
—No. Es vieja…
—E le das parte de lo que ganas…
—Claro… Lo primero que haremos al llegar a Ávila será ir a mi casa, nos alojaremos allí… Mi madre se va a sorprender de que me haya casado… Me va a reñir…
—¿No te dejarás regañar por tu madre?
—Por mi madre es por la única persona deste mundo que me dejo sermonear… Ella siempre ha querido lo mejor para mí.
—¿Tú crees que le gustaré?
—Seguro.
—Oye, ¿por mí te vas a dejar regañar?
—También.
—Oye, Mingo, lo primero que haremos será ir a la calle de los Caballeros a buscar a Juanico, que peno por verlo…
—¡Ah, no, María, lo primero es ir a casa de mi madre, a mi casa…!
—Oye, Mingo, mejor que no…
—María te he dicho que viviremos en mi casa… La tuya la levantas, así no pagaremos alquiler…
—¡Ah, no, Mingo; viviremos en la mía, que yo tengo allí mis cosas y me viene parroquia e nos vendrá bien que yo gane dinero, que no me va mal con mi industria…!
—¡Ah, no, María, yo no quiero que trabajes… Tú a cuidarme a mí, e yo te pondré una criada…!
—¿Tanto dinero ganas?
—No, pero con el marqués ganaré mucho más.
—¿Cuánto ganas, Mingo?
—Diez maravedís diarios, pero he de alimentar al caballo e pagarme la manduca cuando estoy de servicio…
—E darle a tu madre…
—E darle a mi madre…
—¿Cuánto te queda a fin de mes?
—Nada… A veces no me puedo tomar un vaso de vino en la taberna.
—¿Tantos peligros que sufres por los caminos para eso?
—El dinero cuesta de ganar y se va como el agua.
—Oye, Mingo, yo lo primero quiero ir a buscar al Juanico…
—¡Ah, no, lo primero es lo primero: mi madre!
—Oye, ¿no me preguntas por qué tengo al niño?
—Me dijiste que no tenía madre y que lo habías recogido…
—Sí, me dio pena, y mira, ahora me he buscado una obligación… Ya verás, es muy hermoso, gordote y de mejillas coloradas…
—Hiciste caridad con él… Cuando estemos asentados en Andalucía tendremos muchos hijos.
—Ya tenemos uno que se llama Juanico… Entras por la puerta del Puente y vas derecho a Caballeros por Grajal, Mingo, mi amor…
—No… Rodearé hasta San Vicente y de allí a la calle Embobadero que es donde yo vivo, en una casa de la abadesa de Santa Ana…
—Oye, me muero por ver a mi hijico…
—Pues habrás de dejarlo para mañana…
—¿Y si me quedo en Grajal?
—No te quedarás porque cerrarán las puertas y eres mi mujer y me has de obedecer… —sostenía Mingo con voz severa.
—No empieces de ese modo, Mingo…
—Ahora eres mía, María.
—¿Qué quieres decir con eso?
Y como no era cuestión sacar los pies del tiesto porque llevaban poco más de veinticuatro horas maridados, María aceptó que era mujer casada y que, de consecuente, había de obedecer a su marido:
—Bueno… lo que tú quieras, esposo mío.