Se trasladaba la señora Isabel a los sus reinos de Aragón con su mucha compaña, hombres y mujeres todos muy bien de salud y albriciados, salvo ella que devolvía de continuo, ya le dieran de comer capón, pularda, cordero o bacalao. También el cordero y el bacalao, pues de sentarle mal las aves hubiera echado la culpa a aquel aborrecimiento que le produjeron en su mocedad y amén, pero no, arrojaba todo lo que comiera porque estaba de nuevo empreñada.
—¿Qué si no? —se preguntaba tentando el pecherito de reliquias que llevaba prendido en el jubón.
E no es que tuviera ya demasiados hijos, que tenía sólo dos y estaba por recibir con amor de madre todos los que el Todopoderoso le enviara; es que estando en la primera falta ya le ardía el estómago e vomitaba a toda hora. Y no era cuestión de presentarse en Zaragoza de tal guisa, pues que bien le había aleccionado el señor rey de cómo era el talante de los aragoneses, que todo lo consideraban desaire, al parecer, pues no en vano habían conseguido limitar la autoridad real con sendos privilegios que los antepasados de don Fernando se habían visto en la necesidad de rubricar. Y eso, que de no mejorarse no podría ser coronada en la catedral de San Salvador… Amén de que, en otro orden de cosas, estaba preocupada por su hijo; ya podían decir de él los cronistas maravillas, que se criaba canijo como su hermano Alfonso; y estaba por cambiarle el ama, pese a que doña María tenía leche a rebosar y era mujer discreta, pues que tapaba al niño con manteos y, para que las gentes no repararan en lo alfeñique que era, lo llevaba vestido con ropa larga hasta los pies… A Dios gracias, Isabel, su hija, era una mocita lozana que rebosaba salud, según le escribía desde Portugal —donde estaba de rehén desde las llamadas paces de Alcaçovas, que tanto bien habían logrado para ambos reinos—, cuidada por la duquesa de Viseo… Pero no vivía de ardor de estómago y quería un hijo o hija fuerte y hermoso, y lo pedía a Dios, y sus damas con ella.
Y así, deteniéndose lo justo para pernoctar, las camareras de la reina rezando y ella sin mejorar de salud, la comitiva cruzó la raya de los reinos, siempre aclamada por las gentes que dejaban sus faenas e salían al camino con vítores en la boca, para el rey, para el príncipe y para ella. E juntada con su marido en Calatayud, ya fuera por estar con él o por las buenas aguas de aquella tierra o porque Dios aprieta pero no ahoga, tal se dice, se recompuso; y, llegando a Zaragoza, ya los vómitos eran un mal recuerdo, aunque la siguiera aguijando el ardor de estómago que no la abandonó durante todo el embarazo y ni con cocimientos de jengibre se le arregló un tantico.
En el palacio situado extramuros de la ciudad que alzaran los reyes moros, dicho de la Aljafería, se hospedaron los señores e fueron muy honrados y servidos por aquellos vasallos que, según la reina, eran iguales a los castellanos, leoneses, asturianos, etcétera, pero con los que, según el rey, era menester andar con cuidado y con cien ojos, pues que, de primeras, celosos de sus privilegios, se negaban a cualquier propuesta.
E allí, en el salón del trono, recibiendo el homenaje de clérigos y nobles, conoció al pequeño Alonso de Aragón, arzobispo de Zaragoza cuando apenas acababa de dejar la teta y ¡Santa María!, hijo bastardo de su señor marido y, ay, que le tembló la mano cuando se la dio a besar, pero no la voz, que la mantuvo firme. Y, vaya, que la presencia del muchacho le avivó una duda que tenía… La duda de si su regio marido andaría con amantes o barraganas o si frecuentaría las casas de contentamiento cuando iba de aquí para allá, que era a toda hora.
Por eso, acabada la recepción, le preguntó a doña Clara:
—¿Has visto al pequeño?
—¿Qué pequeño, querida mía?
—Al arzobispo…
—Lo he visto, hija —respondió la mayordoma bajando la cabeza como queriendo ocultarse debajo de la tierra.
—Es vergüenza que los hombres siembren el mundo de bastardos e hijos naturales y éstos sean nombrados arzobispos y hasta reyes…
—Dices bien, Isabel, pero deja la cuestión, que no te conviene pensar en agruras…
—¿E qué hace don Fernando cuando va por ahí con sus capitanes y secretarios…?
—No sé, no he oído palabra…
—¿Me lo contarías si lo supieras?
—¡No te lo diría, Isabel…!
—No me lo digas nunca, doña Clara, por favor… Que nadie me hable nada desta cuestión… Que suficiente es saber que antes de maridarme ya tuvo a este Alonso y una niña de una dama catalana llamada Aldonza de Alamán… Prefiero ignorar los que ahora pueda tener…
—No temas, con la esposa, con la agraviada, la gente suele guardar silencio…
—Mejor, madrina.
—Y que lo digas, hija.
—Oye, doña Clara, otra cosa… ¿Es verdad que don Hernando, mi capellán, me parangona en sus escritos con la Virgen María y a mi hijo con San Juan?
—No sé quién es, pero hay uno que te compara con Nuestra Señora…
—Entérate, que he de acabar con esa necedad y quitarle la pensión a quien lo diga…
—Lo cierto es que los que escriben pensionados se exceden en loores contigo y con el rey… ¿Qué vas a querer cenar?
—Una taza de caldo y alguna fruta…
—¡Eso no es comida para el niño…!
—¡Ea, llama a doña María, que traiga al príncipe, que tengo cariños… Mañana lo llevaré a que vea la casa de fieras de este palacio! ¿A ti esta doña María te parece buena nodriza?
—Sí. Por la leche que trae y las palabras que calla, digna es de servirte, señora.
Al día siguiente de su ingreso en el convento de Santa Clara de Tordesillas, sor Juana Téllez de Fonseca, marquesa que fuera de Alta Iglesia, sufrió un sarpullido que le producía picazón por todo el cuerpo, no mucha, la suficiente para ofrecérsela a Dios. A la semana, a Dios gracias ya sin comezón, echaba a faltar su mano izquierda como nunca en su vida, en razón de que, para realizar los trabajos que le encargaba la abadesa, hubiera necesitado las dos manos y Leonor no estaba a su lado. Precisaba de sus dos manos para moldear buñuelos en la cocina, pelar las manzanas de la compota, amasar el pan; escobar, escurrir la bayeta de fregar; hoyar la tierra del huerto con la azadilla, etcétera, so pena de eternizarse en aquellas labores y llegar tarde al coro para rezar sexta o vísperas, como a menudo le venía sucediendo, y que toda la comunidad la recriminara con la mirada, pues que había de ocupar su sitio, un sitio fijo, de otro modo hubiera pasado inadvertida. Y, vaya, que sin su hermana no podía mondar la naranja que les daba la priora para postre y se la guardaba en la faltriquera para comérsela después en la letrina, pues hubiera estado mal visto que las hermanas la vieran comer fuera de horas, a más que le pedirían un gajo, o dos, o la naranja entera, porque doña Teresa era tacaña alimentando a sus monjas: un cuenquillo de vino caliente muy aguado con una rebanada de pan para el desayuno, sopa de berza con escasos trozos de tocino y una naranja o pera o manzana para la comida y, para la cena, barbo del Duero hervido sin más aderezo y un buñuelo o un mojicón de mazapán cuando no era día de ayuno que, entre cuaresma, vigilias, pascuas, novenas, triduos, etcétera, era uno sí y otro también.
A las tres semanas de estancia, sor Juana tenía hambre, ella que, a decir de la vieja Catalina, había comido siempre como un pajarico. Además, se encontraba por primera vez físicamente disminuida a causa de su manquedad; no obstante no se arrepentía y estaba contenta de haber tomado la determinación de abandonar el siglo y servir a Dios, aunque echaba en falta a las mujeres de la mansión de la calle de los Caballeros. Y, ciertamente, que servía al Señor como la que más en aquella casa, pues a más de rezar el Oficio y las Horas, alzaba sus propias plegarias, cantaba en el coro con buena voz, atendía las lecciones de la maestra de novicias con aplicación y, salvo que hubiera necesitado tener la mano que no tenía para cumplir con premura los trabajos que le encargaba la priora, no echaba de menos las vanidades del mundo. Amén de que, pese a que ni los impedidos ni los feos podían entrar en religión —quizá por alguna antigua ley que ella desconocía— había recibido buena acogida por parte de sus nuevas hermanas. Ellas la miraron de la cabeza a los pies, detuvieron sus ojos tiempo y tiempo en su brazo manco, y eso que lo llevaba escondido en los pliegues del hábito, y los volvieron a detener cayendo con ella en descomedimiento, mismamente como si procedieran de familias garbanceras, que allí no había damas sino gentes del común, pero lo hicieron por curiosidad y nunca faltando a la caridad, pues no observó miradas descaradas u ofensivas. La miraban sencillamente porque estaba en aquel lugar. Y también ella miraba y no sólo a las monjas sino las losas del suelo, las paredes, las puertas, las columnas del claustro, las sillerías, los tapices, los cuadros, las imágenes, la ropa de celebrar, etcétera, para conocer bien a sus compañeras y la fabrica del monasterio y sus enseres, pues que había de vivir allí.
Pero presto, ay, otro pesar vino a asentarse en el corazón de sor Juana, un negocio que había dejado sin resolver cuando se retiró del mundo… Ay, que olvidadiza como había sido siempre, no había caído en la cuenta de que, antes de entrar en el convento, no había concedido la libertad a la buena de Wafa, la esclava que la había criado desde que naciera por encargo de su señora madre. Por vez primera se sintió encerrada y penó porque cuando había llamado al notario para renunciar a sus derechos sobre el marquesado en su hermana Leonor, bien pudo, a la par, manumitirla en premio a sus muchos desvelos, pero se olvidó e ya no podía enmendar su fallo, siquiera pedirle a Leonor que lo hiciera ella. En razón de que no podía escribirle ni enviarle al mandadero del cenobio con el mensaje, pues la abadesa le había quitado el cálamo y el papel entre otras muchas cosas, y ella se había ido del mundo con la misma voluntad que San Pacomio, que pasó su vida vagando por los desiertos de la Tebaida, o San Basilio, que se instaló en algún lugar del Ponto, ella para morir allí, en las Claras de Tordesillas, sirviendo a Dios libremente en el lugar que había elegido.
Así que, pese a que en la santa casa había antídotos más que suficientes contra los venenos y egoísmos que devoran las almas, tales como la oración y la mortificación, sor Juana Téllez no pudo evitar que a los pocos meses de estancia le viniera melancolía.
Lo contrario que a su hermana, quien, aun echando de menos a Juana, andaba exultante por su mansión de Ávila porque había leído tres veces el Corán de punta a cabo y descubierto, gracias a Dios y a los espejuelos de la abuela —que se los había prestado de grado—, que la frase escrita en el pergamino que hallara años atrás no pertenecía a la primera azora, llamada basmala, que era una invocación al señor Alá, muy hermosa por otra parte. Andaba albriciada pese a que a la cuarta lectura del sagrado libro todavía no era capaz de ponerle número a la aleya contenida en el pergamino, y a gusto se hubiera presentado al alfaquí de la única mezquita que quedaba en pie en la ciudad para que la ayudara y la sacara de dudas. Si no lo hizo fue por no suscitar escándalo, que los moros estaban mal vistos por la población, no tanto como los judíos, pero sí mal vistos también, y ya se hablaba de que se convirtieran a la verdadera fe o que se fueran de las Españas con viento fresco.
Pasaba jornada tras jornada con el libro y con Wafa, que había reconocido mil veces su error y le llevaba la corriente, pues mejor tener a su nueva ama entretenida, que de otro modo la mandaría a limpiar con Marian y mejor leer o escribir que barrer o quitar el polvo. Con Wafa y a veces también con Marian, que se unía a las buscadoras al acabar sus faenas para escuchar de labios de Leonor lo que el Profeta Mahoma, bendito sea su nombre, había dicho sobre el becerro de oro y contra los avaros, lo que más se acercaba a las palabras oro o tesoro, en todo el Corán. Con Wafa y con Marian en exclusiva porque ni doña Gracia ni Catalina querían saber nada del cofre de don Tello… Claro que la abuela le decía a veces:
—Si no ves señales, si no ves claro en el Corán, habrás de leer entre líneas y utilizar tu ingenio… —tal aseveraba sin ayudarla lo más mínimo ni decirle haz esto o estotro.
Y lo que le recriminaba Leonor:
—Me podía su merced prestar apoyo… Nada más fuera por terminar con la enojosa historia del tesoro del rey moro.
E Catalina le decía:
—Déjalo estar hija, que has de quedar alunada… Olvídate de él que, hasta ahora, sólo te ha traído quebraderos de cabeza.
E quería dejarle un rato a su hijo, al Juanico, para que pensara en otra cosa. Pero Leonor no lo quería, y se lo tornaba sin esbozar siquiera una sonrisa, aunque algunas veces lo miraba, cierto que de lejos, como si le tuviera prevención cuando era carne de su carne. Y de otra carne, de una malvada carne, de la de don Andrés Gil de Torralba, como recordaban las criadas, ¡malhaya! La señora no había podido quitarse de la mente el dolor de aquella violencia y siquiera tenía una palabra, un cariño para la criatura, el fruto de aquella malhadada unión.
Regresaba María de Abando a su casa, después de haber hecho grande servicio a la villa de Medina del Campo y a la soberana de Castilla, en virtud de que, como va dicho, propició la resolución de un alevoso crimen. Iba andando despacio retirándose a la vera del camino para dejar pasar a los carros y a los jinetes que iban y venían, ofreciéndoles sus artes, extendiendo la mano para que le dieran alguna moneda cuando, cerca de Ávila, la detuvo un piquete de soldados de la Hermandad y le revisó los talegos que llevaba, encontrándole, ay, dos mudas de ropa, un vestido de brocado bueno, un mandil; hierbas, piedras, un saquillo con habas secas; unos naipes; retales de tela, cordeles; frascos, polvos, en fin, todo el ajuar de una bruja. Y claro la interrogaron, le preguntaron que de dónde venía y adónde iba.
—¿De dónde vienes, mujer?
—De Medina… Soy partera…
—¿Partera?
—¿Qué haces con el equipaje de una bruja en el zurrón?
E María, sin perder aplomo, explicó a aquellos hombres el contenido de sus talegos:
—Vean sus mercedes que llevo dos mudas para cambiarme de ropa, un vestido bueno por si tengo que atender a dama principal, un mandil para no manchármelo; hierbas, piedras, frascos con unturas y polvos para mitigar el dolor de las parturientas; unos naipes para entretenerme mientras el niño llega, y unas habas para echarle las suertes, pues que es bueno saber cuál será la fortuna del nacido… E si sus señorías lo desean les leeré las manos o les echaré las suertes de balde…
E sí, sí quisieron aquellos hombres que les echara las suertes de balde… E fue que la María leyó las manos de los diez soldados que la habían detenido e dio en observar que los diez realizarían grandes hazañas en poco tiempo e así lo expresó, resaltando que eran soldados que ponían gran ardimiento en el combate contra los malvados y, próximamente, contra los moros, dejando a todos pasmados. En efecto, los componentes de aquella cuadrilla, gente de milicia curtida en mil escarceos, tenían pensado dejar la Hermandad de Ávila y alistarse en los ejércitos del marqués de Cádiz para combatir al sarraceno hasta arrojarlo del solar hispano. Lo venían pensado a sugerencia de su sargento, hombre valiente y decidido donde no haya otro. E más que se pasmaron de la María cuando ésta les habló, sin ponerle nombre, de su capitán, el mejor hombre de Ávila o de Valladolid, de donde fueren… E claro, los hombres, albriciados, sacaron de beber e invitaron a la sortera, que se aplicó al vino, empinó la bota y rió con ellos, evitando de ese modo que le revisaran los refajos y le encontraran las bolsas de oro.
Si María habló del capitán fue porque los observó disciplinados y bien sabía que la disciplina de una tropa se debe a sus mandos en exclusiva, creyendo que el que llevaba la voz cantante sería el jefe, pero no. Resultó que no lo era, que era uno más de la cuadrilla, y le dio lo mismo porque alabó al que hablaba y al ausente. Pero, vaya, resultó que se presentó el cuadrillero, el capitán que, lo que son las cosas, no era otro que Mingo, el que fuera su novio, o lo que hubiere sido Mingo para María, el que la rondara a poco de instalarse en la ermita del Cristo de la Luz, el que, según noticias, se había maridado con una labradora rica. E fue que descabalgó Mingo del jaco que ella le regalara y que, reconociéndola, se quedó sin habla y tardó un tiempo a decir:
—¡Cuánto bueno de ver, María…! —E volviéndose a sus subordinados con los que estaba muy unido, al parecer, presentó a la moza—: ¡Compadres, os presento a María, mi novia…!
E qué quisieron saber los compadres, que se acercaron a María y, tratándola como si fuera dama, le besaron la mano y le hicieron reverencias, eso sí, inclinándose más de la cuenta, mientras hacían correr el boto de vino.
Ella, cuando descubrió a Mingo, pese a los muchos desaires que le había hecho en el pasado, se dolió, pues lo primero que le vino a las mientes fue la traición de aquel hombre que se había maridado con una aldeana rica, y no pudo reprimir la lágrima que le venía a los ojos. Los soldados la achacaron al contento del encuentro e resultó que, como la bota andaba de mano en mano, la moza tardó bastante tiempo en quedarse a solas con Mingo que la llevó a un bosquecillo e comenzó a manosearla, que era muy propio de él aquello de sobar antes de hablar incluso. Le dejó hacer un poquico y luego le espetó a la cara:
—¡Te casaste, Mingo, con una labradora rica…!
—¿Yo?
—¡Tú! Me lo vino a decir un soldado tuyo… ¡Ah, bribón…!
—¿Yo?
—¡Tú!
—¡Es falso! Yo te quise siempre a ti, María…
—¿No estás maridado, pues? ¿Me has esperado?
—Sí, pero no he esperar más… Nos vamos a presentar en ese pueblo que se ve a lo lejos… Llamaremos al preste, le pediremos que nos case de inmediato e nos iremos a celebrarlo a la posada… De otro modo digo que eres puta sabida y te entrego a los soldados o te llevo presa a Ávila por bruja, o te doy una tunda de palos que te dejo baldada aquí mismo… ¿Qué eliges, María…? —E cambiando el tono de voz de la amenaza a la zalema, continuó—: Elige, María, que eres la persona que más quiero en este mundo e deseo vivir contigo en Andalucía… Mis soldados y yo vamos a dejar la Hermandad para servir al marqués de Cádiz, que recluta gente de armas para luchar contra el moro, e nos llevaremos a nuestras mujeres…
Un poco aturdida María por el encuentro, la proposición, las malas maneras, las buenas maneras, la declaración de amor y las miradas de Mingo, pues que a momentos sus ojos despedían ira y seguidamente candor, optó por decirle que sí, que sí, que se casaba con él. En razón de que la habían perseguido por bruja, no por ella misma, sino porque en los reinos de don Fernando y de doña Isabel cazaban brujas para meterlas en la cárcel, azotarlas y amenazarlas con llevarlas a la hoguera. Todo porque los predicadores, sembrando pavores, hablaban del diablo, de los días postreros, de la inminente segunda venida del Señor Jesucristo, e instaban a las gentes a hacer penitencia, pues estaba próximo el año de mil y quinientos, que habría de traer grandes catástrofes y calamidades, las contenidas en el santo Libro del Apocalipsis y, ay, el Fin del Mundo, Dios se apiade de hombres y mujeres, de chicos y grandes, de principales y menudos… Todo porque la soberana les daba cuerda, ya que no era dada a agüeros ni a agoreros como dicho es, y era muy beata, como se añade ahora…
Había tenido que huir con el Juanico en brazos, logrando escapar por un tris de sus perseguidores, merced a sus añagazas. Había tenido que dejar a su hijo en custodia por necesidad y lo había echado a faltar en lo más hondo de su corazón, pues era lo que más amaba… Y tiempo era quizá de cambiar de vida, de aceptar las proposiciones de Mingo, que quería todo lo bueno del mundo para ella y que la miraba con arrobo… Con arrobo y con cólera, que destellos de ambas cosas salían de sus ojos… Además, que era muy capaz de cumplir su ultimátum y darle una paliza si no se casaba con él… Además, que era buen mozo el Mingo y sargento de la Hermandad de Ávila y el hombre que se había llevado su doncellez… Además que, para lavar su imagen de bruja, le convenía hacer casamiento con un hombre honrado, a pesar de que las brujas no debían tener hijos para no parir demonios, pero de eso ya se ocuparía ella… Además, que, a punto de cumplir treinta años, le vendría bien un hombre en la cama, tal se aducía tentando el saquete con las manitas del niño mal parido que llevaba siempre al cuello… Claro que estaba lo del Juanico: que tenía un hijo que no era suyo, pero como si lo fuera…
María le dijo a Mingo que estaba dispuesta a casarse con él en la iglesia del pueblo que se avistaba en la lontananza, ante el alborozo del sargento y de la tropa. El piquete montó a caballo, María a la grupa del jaco de Mingo hablándole al oído, contándole lo del Juanico, que maldita la gracia que le hizo al hombre, pero lo aceptó por el amor que le tenía a María, por el mucho amor que siempre le había tenido.