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Llegada doña Isabel a su castillo de Medina del Campo —villa de la que aún no recibía un maldito maravedí en razón de que había empeñado sus rentas a los judíos cuando era moza, para sufragar los gastos de su casa—, apenas instalada, lo primero que hizo, pues que sentía curiosidad, fue dar audiencia a don Gonzalo Chacón y escuchar de sus labios la historia de los desdichados matrimonios de las dos marquesas de Alta Iglesia. Sólo doña Clara estaba presente, para evitar que los comentarios del mayordomo corrieran de boca en boca si eran malos, y si era buenos también, porque la larguísima conversación mantenida con ellas había suscitado más que celos, envidias entre los nobles. Precaución ésta que la honraba y la hacía mujer de prendas, pero innecesaria porque, ya durante la estancia de los reyes en Toledo, se supo en la Corte que los dos maridos de las Téllez habían sido incapaces en la cama y se había hecho burla dellos, tanta que don Andrés Gil de Torralba, el marido de doña Leonor, la había abandonado y había buscado refugio en Segovia con su hermano el obispo, como es dicho.

A la reina, que no entraba en los dimes y diretes de sus cortesanos, la noticia de las separaciones de las marquesas le cogió de nuevas y comentó con sus padrinos que las damas se habían precipitado:

—Separarse de un marido a los dos meses de casar porque no cumpla en la cama, me parece apresurado.

—Dice bien su alteza…

—Máxime, siendo las marquesas mancas. Quizá los esposos no atinaron por la tara, pues que se dijo en Ávila que su manquedad era negocio diabólico…

—¡Quiá, del diablo no es…! Ellas son buenas personas e muy cándidas e ingenuas… Las conozco bien…

—La reina Blanca, que en el Cielo esté, fue paciente doce años con el rey Enrique, que haya gloria.

—¡Las marquesas son dos benditas, aunque tengo para mí que han obrado con ligereza, pues podían haber esperado un tiempo más, si no tanto como doña Blanca, algo más…! ¡Ea, don Gonzalo, que pasen mis damas e esa dueña que pide justicia al rey…!

Dejó la señora la historia de las mancas y, pese que había hecho ya muchas justicias contra malhechores y dictado penas de muerte, se entristeció con lo que le fue una vecina de la villa a pedir y con lo que luego, al iniciar la pesquisa, se descubrió, pues que, después de escuchar a la dueña, preguntó varias veces a sus secretarios:

—¿Es que no va a terminar nunca la maldad en el mundo?

Entró en la sala noble del palacio una mujer madura que, tras arrodillarse ante la reina, dijo llamarse doña Pelegrina y estar casada con un tal don Payo, gallego él e hombre honrado. E dijo entre lágrimas que, teniéndole a su marido la cena aparejada, no se había presentado a comer ni a dormir la pasada noche. Que asaz preocupada, a la amanecida había enviado mensajeros a las casas de parientes y amigos por ver si se había quedado allí; y preguntado a los vecinos si lo habían visto, ella yendo también de casa en casa, e nadie le había dado razón. E que por eso se presentaba a la reina para que lo mandara buscar, pues que, acaudalado como era, debía andar secuestrado, en manos de ladrones, pues no era hombre de mujeres del común a muchos.

La señora, viéndola llorar, se puso en su lugar sin hacer esfuerzo alguno, porque imaginó a su marido secuestrado, zarandeado, golpeado, traído y llevado, y le advino un temblor en razón de que amaba a don Fernando tanto o más que aquella dueña a su esposo. E ella misma la interrogó:

—¿Adónde salió don Payo, te lo dijo?

—¡No, señora, no!

—¿Ha frecuentado últimamente a personas desconocidas?

—No, pero andaba con cierto disgusto, alteza.

—¿Qué clase de disgusto? ¿Te comentó alguna cosa?

—Leía un pergamino y hacía cuentas… Yo le preguntaba y no me respondía… Ni a su hijo mayor le contestaba…

—¿Qué decía el pergamino?

—No lo sé, alteza, no sé leer…

—¿E tus hijos?

—¡Tampoco!

—¿Cómo no saben leer tus hijos? ¿No sois gente acaudalada?

—Sí, señora, pero los dos que tenemos son malos estudiantes e no quieren ir a la escuela de los frailes…

—¿Cómo lo habéis consentido tú y tu marido…? ¿No te das cuenta de que si tus hijos supieran leer, ahora sabríamos qué decía el pergamino y el contenido nos daría pistas para encontrar a tu esposo?

—Sí, alteza, pero yo soy mujer apocada y el escrito no está en mi casa…

—No se puede ser blanda en la educación de los hijos…

Terminada la audiencia, la señora llamó a los alguaciles y los envió a recorrer la villa en busca del secuestrado y de los secuestradores. Para entonces ya corría por la población la desdichada historia de doña Pelegrina. Enteradas de que doña Isabel estaba haciéndole justicia personalmente, las gentes colaboraron con grande solicitud. De tal manera que, al día siguiente, a la voz de una forastera llamada María, que a lo menos era hechicera, los propios vecinos habían conseguido acorralar en una vivienda a un mercader sevillano afincado en Medina, que según se contaba había asesinado con ayuda de un criado al dicho don Payo para arrebatarle unas casas, y a un notario de la villa que había dado fe pública, en falso, sobre una transacción entre los dichos don Payo y su asesino.

Prendidos y encarcelados el mercader y su criado, la reina ordenó al alguacil mayor de la villa que los interrogara y, como no confesaron, mandó que les aplicaran tormento para ejemplo de codiciosos y homicidas. Dudó entre utilizar el ladrillo, el brasero o la garrucha pero, secundada por sus damas, eligió esta última. Además, envió a doña Beatriz de Bobadilla a las casas de la cárcel para que le trajera noticias, pues que doña Pelegrina seguía llorando en la puerta de palacio por la desaparición de su esposo.

A poco el mercader confesó. Llevado al pie del artilugio llamado garrucha, los alguaciles habían procedido según costumbre. Habían tomado la cuerda que pendía de una rueda que estaba clavada en el techo, le habían atado al reo las manos a la espalda con fuerte nudo, y este nudo a la cuerda colgante de la polea, y lo habían ligado al peso que se ponía en los pies, y luego tirado, según se hace. E fue menester darle poco tormento al homicida porque confesó, antes de que se le descoyuntaran los huesos, todo lo que ya corría de boca en boca en la villa y más. Dijo que había matado a don Payo con ayuda de su criado y que lo había enterrado en un hortal de su propiedad cercano al río, e que había sobornado al fedatario para que levantara documento de compraventa en falso. Como quiera que el dicho notario se había arrepentido de su mal proceder e querido enmendar el perjuicio hecho, lo había matado también, no fuera hablar, e de lo que pretendió del tal don Payo sostuvo que le quiso quitar las casas porque eran muy buenas y tenía apetito por ellas, dicho presto, codicia dellas.

Doña Isabel, enterada por la Bobadilla y luego por el alguacil mayor, ordenó que lo ahorcaran en la plaza de San Antolín a la vista de la población. Primero a él, luego al doméstico, que confesó lo mismo, pues no merecían otra cosa el ladrón asesino y su cómplice. Pero como el tipo tenía mujer e hijos menores, no le requisó sus bienes —lo mismo que a la viuda del notario—, gesto que fue muy celebrado en la población de Medina. En cuanto a doña Pelegrina, la mujer del asesinado, doña Isabel, una vez enterrado el cadáver, la consoló. La llamó, le dio las manos y un recuerdo suyo: un pañuelo con sus armas bordadas, gesto que se comentó de norte a sur en las Españas.

A poco, los vasallos de los señores reyes tornaron a holgarse pues que en ciudades y villas se recibió carta de don Fernando anunciando que la reina, su mujer, volvía a estar encinta. Loores a Dios.

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Doña Juana Téllez de Fonseca fue recibida por doña Teresa, abadesa de las Damas Pobres de Santa Clara de Asís, de Tordesillas, comúnmente conocidas como las Claras o Clarisas, que abrazó a la dama y aceptó la arquilla de los pagarés con una gran sonrisa.

Contenta andaba la aspirante a novicia al lado de la priora recorriendo patios y pasillos, las dos seguidas por un hombre —luego supo que se trataba del mandadero del convento—, que llevaba a hombros el baúl con sus pertenencias, oyéndola decir:

—En esta santa casa, doña Juana, aunque no faltan maledicentes que nos acusan de mil horrores, dormimos en tabla, sobre un colchón de paja que se apelmaza con la humedad del río y, señora mía, vestidas con el hábito y con la toca a mano para estar preparadas cuando el Señor nos llame a su lado… Pasamos el día rezando, el Oficio y las Horas… Comemos poco, lo justo para no desfallecer… Algunas hermanas, las que todavía no han sabido vencer el vicio de la gula, se quejan de que pasan hambre, el resto mortificamos el estómago por amor de Dios… La hermana que lo desea se aplica penitencia como cosa suya personal, que en esto la Regla no entra… El calor o el frío se sufren y el no tener nada también… Carecemos de bienes propios, pues que así lo quiso nuestra madre Santa Clara, y ella no los poseyó, pues que dijo que ni sus manos le pertenecían, que eran de Dios…

»Lo que traéis en esta arquilla lo emplearemos en reparar el tejado que se hunde por la parte del río y en pagar a los abogados, pues estamos en pleitos con los vecinos de la villa por unas tierras y por los portazgos que dio el rey Alfonso XI, el del Salado, a nuestras antepasadas, porque los villanos, hija, son gente disconforme, irrespetuosa e incongruente en su actuar, e nos quieren arrebatar lo que tenemos de antiguo…

»Lo que menos se observa en nuestra regla es el silencio, hija, que estamos cien monjas, que es como decir cien comadres… En mis diez años de abadiado no he conseguido que guarden el precepto… Que salen de laudes parloteando y del mismo modo entran a completas, y eso que, a Dios gracias, en el ínterin no ha sucedido cosa ninguna que haya alterado la vida de la comunidad e ni lo mucho que cantamos les fatiga siquiera una miajica, pues se van a dormir sin abandonar su verborrea…

—Si vuestra maternidad lo desea, yo seré muda…

—No, hija, no, que ya tenemos a sor Inés que no habla palabra por hacer penitencia y es asaz molesto, pues es dama sesuda y a veces preciso de su consejo.

—Yo estoy aquí para lo que os sirváis mandar…

—Éste es mi despacho… Pasad… Llamaréis a mi puerta cuantas veces me necesitéis… ¡Deja el baúl en la mesa! —ordenó dirigiéndose al criado y volviendo la mirada a Juana dijo—: Ahora he de revisar vuestro equipaje, pues que las monjas desta casa no podemos tener nada nuestro.

Y doña Teresa le quitó a Juana todo lo que llevaba: el manto de piel de zorro, las zamarras de lana, los refajos, los zapatos, la manteleta que le había tejido la abuela con sus propias manos para que tuviera un recuerdo suyo; los dos pares de calzas de lana albardilla que le había regalado Marian; el jabón de olor, el frasco de perfume de alegría; el recado de escribir; la cruz de oro que le había dado Leonor; las tortitas de almendra que le había horneado Catalina con tanto cariño; el anillito que llevaba Wafa en su dedo meñique, lo único que le quedaba a la mora de cuando vivió en la morería con su padre, su madre, sus madrastras y sus hermanos… Ay, Wafa, querida Wafa… Queridas abuela, hermana, Marian y Catalina… Le requisó todo, menos las bragas, los jubones y el peine, pero los besos que le dieron sus parientes y criadas, que aún los sentía en sus mejillas, eso no, porque nunca se los podría arrebatar.

E presto se encontró Juana vestida de monja, con un hábito de color pardo, con una cofia blanca atada con cintas al cogote —la única prenda que distinguía a las novicias—, con un cinturón de gruesa soga del que pendía un crucifijo; una tabla en el suelo del dormitorio común, un juego de lienzos de cama de tela burda, dos mantas; sin calzas, sin zapatos; pasadas las siete de la tarde, cantando vísperas en el coro de la iglesia del convento junto a veintitantas novicias y frente por frente de setenta monjas, es decir, mirada por cien personas e, iniciándose en la santidad en razón de que no había probado bocado desde el desayuno.

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Gracias a los jaleos que hubo en Medina del Campo con la busca, captura, tormento, sentencia y ahorcamiento del mercader sevillano y su sirviente, María de Abando llenó otra bolsa de dineros, pues anduvo por la villa anunciando:

—¡Mozos y mozas, por veinte blancas echo las habas…!

¡Moza, te diré si te vas a casar…! ¡Dueña, te descubriré si tu marido te es infiel…!

Y claro, le iba gente. A más, que también para llamar a la parroquia cataba en agua de beber y relataba por lo menudo los progresos de los alguaciles que buscaban casa por casa al homicida y se hacía corro en su derredor. Y, es más, fue ella la que, a instancias de la justicia, adivinó donde estaba oculto el mercader y el lugar donde estaban enterrados los cuerpos de los asesinados. Así que le fue más gente a que encontrara desaparecidos, ubicara cautivos en los países musulmanes, expulsara demonios, curara paralíticos y tullidos, en fin, como si milagros hiciere. Y, por supuesto, se conoció en la villa que había una dueña, bruja quizá, haciendo agüeros y ganando mucho oro en la plaza de San Antolín, sentada en las gradas de la iglesia mayor. Frente por frente de cambistas y monederos, a ratos desafiándolos con la mirada, pues aquellos sujetos murmuraban della, comentando enojados que si el personal se gastaba los dineros con la tipa no se los dejaban custodiar a ellos, y que perdían. Lo que era ciento por ciento falso, pues que mientras los vecinos le pagaban a María unas miserables blancas, a los banqueros les llevaban arcas repletas de doblas de oro y papeles, es decir, pagarés y letras de cambio que valían tanto o más que el oro.

Los monederos comenzaron a azuzar contra ella e, personados unos cuantos ante la justicia de la villa, atestiguaron contra una dicha María, adivinadora de mucho valer pues que había descubierto el lugar donde se escondía el homicida de don Payo y su cómplice y dos cadáveres en un huerto. Así que la que había sido iluminada del Señor y hasta santa, según algunas comadres lenguaraces, de repente se tornó bruja, en razón de que el oro se hace sitio en todas partes. E, vaya, que los amos del dinero propusieron al alguacil mayor que la quemara en la plaza de San Antolín en una gran hoguera como hacían las justicias en Alemania y Francia con las hijas de Satanás. Y si afirmaban tal es porque los banqueros eran gente viajera, y un día intercambiaban mercancía en Milán, otro en Venecia, otro en París, otro en Hamburgo, ya que el dinero corre sin fronteras. Pero, como los monederos sacaban los pies del tiesto, en virtud de que la santa o bruja, lo que fuere, no había hecho daño a la población, sino todo lo contrario, favor, por lo que va dicho, a lo más que se avino el alguacil fue a darle unos cuantos azotes, no más de diez ni menos de cinco, atada a la picota que estaba instalada en la plaza para escarmiento de otras brujas y hechiceras. Y lo que decía el hombre:

—Señores, a mí me vino bien que la dueña catara en agua y descubriera dónde estaban enterrados los cuerpos de las víctimas y dónde se ocultaba el homicida. De ese modo pude hacer justicia rápidamente y servir a la reina Isabel, que es servir al reino, y merced a ella la señora, que más alto Santa María, nos ha felicitado a mí y a la vecindad.

E, ante palabras tan sesudas, los banqueros aceptaron que el alguacil llamara a la ensalmera, la interrogara y le diera diez azotes por ejercer en plaza pública sin permiso de la autoridad y sin abonar la alcabala correspondiente.

En marcha se puso el alguacil mayor, que era hombre diligente, en busca de María de Abando, pero no la encontró, no. Que, cuando él entraba por un extremo de la plaza, ella salía por el contrario, quizá trocada en ave o en mosca, que tenía recursos para eso y más. Desapareció María de las escaleras de la iglesia donde había hecho buen negocio, visto y no visto, como por arte de magia.