La reina Isabel hubiera deseado hablar con doña Clara del contento que llevaba su buena amiga doña Beatriz de Bobadilla por haber recibido la merced del marquesado de Moya; o de las leyes promulgadas en las Cortes de Toledo; o de lo vistoso que resultó que los caballeros de las órdenes militares tremolaran banderas en la ceremonia de jura de su hijo, el príncipe, como heredero de los sus reinos; o de los ciento cuatro millones de maravedís que le concedieron los procuradores de las ciudades; o de la formación del Consejo Real. Pero le resultó imposible. Porque hubo de contarle a la menuda lo que había platicado durante casi un día entero con las marquesas de Alta Iglesia y con una mujer del pueblo con fama de bruja. Llevaba pensado hacerlo sin prisa porque había mucho camino que recorrer hasta Medina del Campo y mucho más hasta Aragón, pero hubo de entrar en el tema para no desairar a la dama que, dicho en lenguaje vulgar, andaba con el morro fruncido y se le notaba muy dolida, tanto que, sin darle el tratamiento oportuno, apenas tomaron asiento en el carruaje, le preguntó:
—¿Qué hiciste, hija mía, toda la jornada con las mancas y la otra?
—Te voy a decir, querida madrina. Te parecerá necio pero, las veces que hemos estado las cuatro juntas, me ha sucedido que me venía un ahogo al pecho e no podía respirar bien… Me ocurrió por vez primera en la proclamación de mi hermano Alfonso… Te resultará sandio, pero quería saber qué me sucede, aunque no deseo que corra por ahí, pues me tacharán de alunada; no olvides que tengo el precedente de mi señora madre y que las malas lenguas buscan qué recriminarme…
—¿A ellas también les pasa lo del ahogo?
—Talmente.
—¿Y qué?
—No sé… El único lazo que nos une es que nacimos a la misma hora, el mismo día y el mismo año, bajo una enorme luna roja que señoreaba en el cielo…
—¡Oh!
—Por eso la María dijo que éramos hijas de la luna roja…
—Tengo para mí que viniste al mundo siendo de día, e no recuerdo qué luna lució luego… —respondió doña Clara moviendo la cabeza en gesto dubitativo.
—Mi madre me lo dijo alguna vez.
—No sé, Isabel, háblalo con el señor rey…
—No; de momento guardaré silencio.
—Por mí no tengas cuita que me moriré antes de hablar y ni a don Gonzalo le diré palabra. ¿E las otras damas? ¿Qué han comentado?
—Pues no saben a qué achacarlo. No aclaramos nada; quizá incluso confundimos las cosas porque la María, que es buena mujer aunque tenga algo de bruja, sostuvo que la luna roja trae felicidades y que las marquesas y yo somos muy afortunadas. Della no dijo si lo era o no lo era, pero se le veía contenta.
—Razón lleva porque eres la reina más poderosa del mundo y, pese a ser mujer, reconocida como tal, obedecida y amada… Y las marquesas se casaron con dos mozos muy gallardos e amillonados, mucho más de lo que hubieran podido esperar, dada la tara que padecen. Bodas fastuosas fueron, que yo estuve representándote.
—Algo sucede con las damas. Doña Leonor ya no está maridada y doña Juana se entra monja en las Claras…
—¡Oh!
—Por cierto, entérate…
—Lo haré; le preguntaré a don Gonzalo.
—El caso es que estuvimos muy bien las cuatro juntas, como si un lazo de afecto nos uniera…
—¿Pero no sufrís sofoco?
—¡Sí, pero se pasa presto…!
—No caviles, hija; piensa que vas a ser coronada reina de Aragón y tu hijo príncipe heredero… Será don Juan III de Castilla y Aragón, el egregio hijo de don Fernando V, y II, respectivamente, y tuyo, querida mía…
—¿Cómo no he pensar en ello, madrina, si lo siento desde que era chica, desde la llamada «farsa de Ávila»?
—Pues no le des importancia porque no la tiene. ¿No aseguras que se pasa rápido?
—Sí.
—Podría decirte que consultaras con algún astrólogo, pero ni a ti ni a mí nos gustan miaja…
Por donde pasaba la regia comitiva, los caminantes, labriegos, lavanderas y otras gentes de oficio, y hasta frailes y monjas dejaban sus faenas y se acercaban a vitorear a la soberana que unas veces saludaba y otras no. Llevaba la dama en su corazón cierta tristeza, arrepentimiento quizá, pues no se quitaba de la cabeza que el día en que recibió a las otras tres hijas de la luna roja anduvo muchas horas sin rezar ni mentar a Dios, con horóscopos, lunas y magias; además, que permitió catar en agua clara en su presencia y que le leyeran las rayas de la mano a una de las marquesas. Por eso, a la noche, cuando los aposentadores le encontraron una casa donde pernoctar, antes de cenar, llamó a fray Hernando para que la confesara y, arrodillada ante él, como nunca antes había hecho reina de Castilla, soportó todo el enojo que su comportamiento suscitó en el capellán, que fue grande, y después hubo de estar dos días casi retirada, sin recibir, sin atender los problemas del viaje ni a los que le iban de las ciudades y villas, delegando en don Gonzalo y otros mayordomos, siquiera pensando en la guerra que su marido y ella emprenderían pronto contra el reino de Granada o en lo que había platicado con las nobles y la moza, cumpliendo la mucha penitencia que le impuso el clérigo, pues quiso limpiar su alma.
Estuvo dos jornadas como si no estuviere, sin salir del carruaje ni para estirar las piernas, sólo interrumpiéndose para orinar y cuando doña María, la nodriza, le llevaba al pequeño Juan, para tomarlo en brazos y hacerle unos arrumacos, pocos, porque había de aplicarse con las oraciones, no fuera a llevársela Dios al otro mundo sin haber acabado de rezar la penitencia, que es de personas avisadas permanecer alerta.
Leonor y Juana Téllez de Fonseca le enseñaron a la abuela el pergamino que les había entregado doña Isabel, restituyéndoles el castillo y villa de Alta Iglesia, muy albriciadas, pero del negocio de que eran hijas de la luna roja de abril de 1451 no le dijeron palabra. Mejor, porque, al conocer la dama que esa luna augura felicidades, hubiera dicho que no, que lo que trae es buen tiempo, pues en Italia se dice: rosso di sera bel tempo si spera, lo cual les hubiera aclarado nada y confundido más. Amén de que hallaron a la dama bastante alterada quitándose y poniéndose los anteojos, con un espejo en la mano, mirándose el hueco que le había dejado el diente que se le había caído meses atrás y exclamando:
—Porca vita!
Que, vaya, se encontraba fea, al parecer.
E la dejaron estar antes y durante el viaje de regreso a Ávila, pues Juana tenía sus anhelos puestos en el convento de las Damas Pobres de Santa Clara de Asís, de Tordesillas y, dado que corría el verano, quedábale el tiempo justo para hacer el equipaje y retirarse del siglo el próximo día 11 de agosto; y Leonor, que tampoco dejaba de cavilar, tenía todo el tiempo que Dios le diera de vida para encontrar el cofre del rey moro. Así, que ninguna de las dos se detuvo a pensar por un momento en las coincidencias que tenían con la reina y con María de Abando, que cada una llevaba sus afanes muy definidos en la cabeza, tanto que a menudo otra cosa ver no les dejaban.
Antes de apearse del carruaje, la abuela se guardó en la faltriquera el espejo con el que se había mirado y remirado el hueco dejado por el diente y tornó al mundo para asombrarse a la par que ellas. Pues que, al llegar a la puerta de la casa, salió a recibirlas la buena de Catalina con un niño gordezuelo y bien comido en los brazos, que no era otro que el Juanico, el de María y Leonor, pues que de las dos era, la mar de alegre la doméstica, moviéndole las manitas al niño para que saludara a las recién venidas. Las moras bajaron raudas del carro y, delante de los hombres que lo conducían, no se recataron en mostrar su sorpresa. Acercándose a la criatura, le preguntaron a la criada qué hacía con un niño en brazos, como si no lo conocieran.
Lo hicieron muy bien las esclavas porque, conscientes de la importancia que tenía lo que primero hicieren, ya que estaban presentes los carruajeros viendo y oyendo todo, demandaron al unísono:
—¿Qué haces con este niño, Catalina?
—Es el hijo de María, la ensalmera de la calle de las Losillas; me lo ha dejado porque ha tenido que atender unas urgencias…
—¡Si no vuelve por él nos lo quedaremos e le daremos crianza…! —intervino Juana.
—¡Lo haremos criadico…! —sostuvo doña Gracia.
—¡Nos vendrá bien un criadico, señora, que nosotras ya estamos viejas! —aseveró Catalina con entusiasmo.
E allí, a la puerta de la casa, todas decían algo menos Leonor, la madre natural, que miraba y miraba la escena con los ojos muy abiertos pero se había quedado muda, al parecer.
E bajados los baúles, llevados los caballos a la cuadra e encerrado el carruaje en las cocheras, la abuela entregó a los hombres que le habían servido una bolsa de maravedís a rebosar y los despidió; astuta, como siempre, les dio mucho para que hablaran del dinero en vez del niño. La Catalina, al despedirlos, les gritó que no se gastaran los cuartos en la taberna, pero allí se encaminaron sin hacer comentarios de la criatura y sin extrañarse de que la María de Abando, la bruja de la calle de las Losillas, hubiera dejado a su hijo para que se lo cuidaran en aquella linajuda mansión en vez de dejarlo con una vecina, que hubiera sido lo propio.
Pasado un tiempo, fue bueno que los carruajeros supieran que el niño era hijo de María de Abando y que lo corrieran por el Mercado Grande y aun añadieran que doña Gracia Téllez había dicho de hacerlo sirviente suyo. Y fue bueno también que en los tenderetes las comadres aclararan que el Juanico no era hijo natural de María sino de una aldeana de nombre desconocido que, atendida por la ensalmera, había fallecido de parto, y que aquélla se lo había quedado y hasta lo había llevado a cristianar. Fue bueno porque las marquesas de Alta Iglesia no tuvieron que andar con embustes ni discurriendo mentiras. De cara a los habitadores de la ciudad, tuvieron un criado y amén.
Un criadico no, que la anciana marquesa, apenas atravesó el umbral de la puerta el día en que regresaron de Toledo dijo:
—Al niño lo haremos marqués. Será tu heredero, Leonor.
Tal expresó ante el contento de todas las presentes, excepto el de la madre de la criatura, que estaba pasmada, mirando con los ojos muy abiertos pero sin ver, pues se sorprendió sobremanera cuando su hermana, quitándole el niño a la cocinera, se lo entregó. No sabiendo qué hacer con él, se lo pasó a Wafa que lo tomó en los brazos e le movió las manitas y le hizo unos molinetes como haría una madre con su hijo. E la madre verdadera miró a todas a los ojos como rogando favor, como pidiendo tiempo al tiempo, e fuese a lo suyo, a buscar el cofre de don Tello.
Y en eso anduvo tiempo y tiempo más aplicada que nunca, pues en la ciudad del Tajo había conseguido comprar, por fin, un ejemplar del Corán en un baratillo de libros que se organizaba una vez por semana en la plaza de Zocodover, e ya no se limitó a estudiar la primera aleya que, según Wafa, era la escrita en el pergamino, sino que se leyó el libro entero y anduvo trajinando con las otras cosas que había en la arquilla hallada en la capilleta, que no era ni mucho menos del rey moro, sino de algún antepasado desconocido.
Así las cosas, pasaban los días en la mansión de la calle de los Caballeros, con Juana rezando más que nunca y memorizando la regla de Santa Clara; con la abuela haciéndose leer por Wafa las Partidas del rey Alfonso el Sabio; el capítulo referente a la adopción, pues que deseaba que Juanico —el bambino, decía— fuera prohijado por su nieta para que heredara el marquesado como le correspondía por su nacimiento; con Catalina esmerándose en la cocina y disputándoles el niño a las moras; con Marian con doble trabajo, pues había de pasar el plumero y barrer y limpiar las tinas para el baño y las letrinas ella sola porque Wafa, su compañera, era requerida por doña Gracia y por Leonor para que les leyera y, como si no corriera el tiempo, todas en una porfía perdida, tratando de disuadir a Juana para que no se entrara en las Clarisas. Pero el 11 de agosto, a la hora de medio sol, doña Juana Téllez de Fonseca, después de entregar grande limosna para los pobres de la catedral de Ávila y recibir la bendición del señor obispo, se presentó en el portón del convento de Santa Clara.
La acompañaron todas las moradoras de la casa de la calle de los Caballeros, excepto la guisandera, que se quedó al cuidado de Juanico. Todas, a lo largo del viaje, volvieron a intentar en vano que desistiera de su propósito porque habían de echarla a faltar pero, como era mujer empecinada, sólo pudieron despedirla derramando enormes lagrimones.
Ella besó a todas en la cara, las abrazó y les apretó la mano sonriendo como bien podía, pues también le venían lágrimas a los ojos. Cogió la arqueta que llevaba con pagarés que valían un valer —su dote—, vigiló que los carruajeros le acercaran el baúl y, sin volver la vista atrás para que no la vieran llorar, se descalzó y llamó a la aldaba del cenobio. Y, pese a qué era mujer de linaje y a que llevaba cuantiosa bolsa, hubo de aguardar tres horas a que la recibiera la señora abadesa, recordando las últimas palabras de su hermana:
—¡Te escribiré, Juana!
—¡No me escribas, Leonor, por Dios…!
Esperó con buena cara en el zaguán de aquella santa casa donde había de encontrar luz para practicar la perfección contenida en los santos cuatro Evangelios, para ejercitar la humildad y la castidad, para sufrir la pobreza poniendo trabas a sus propias pasiones y para sacrificarse por amor de Dios.
En el viaje de vuelta, de haber ido a orinar, doña Gracia, a la ribera del río en vez de esperarse a llegar a la posada, hubiera podido contemplar a un hombre medio desnudo, semioculto detrás de un árbol, que movía frenéticamente las manos. Con aquel encuentro hubieran tenido motivo de conversación y no hubieran llorado tanto; al revés, quizá se hubieran alegrado pues, en casa ya, Catalina tal vez les hubiera narrado por lo menudo quién era aquel personaje.
María de Abando también regresó a su casa de Ávila, haciendo un buen trecho del camino en el cortejo de la reina Isabel como si fuera una más de las tres o cuatro mil personas que la servían o la deservían, pues con ella iban grandes señores, mayordomos, oficiales, soldados, domésticos de todas clases y gentes de baja estofa como sorteras, cómicos, rateros, descuideros, mujeres de contentamiento, etcétera.
María, la última de la ingente compaña, andaba echando las habas. Pero, sabedora de que la soberana no gustaba de vaticinios, retirábase a la vera del camino para ministrar y, con bastante parroquia durante todo el viaje llenábase la faltriquera de muy buenos maravedís. Tanto es así que, al detenerse el séquito de doña Isabel extramuros de Ávila a pasar la noche, cuando ya estaban cerradas las puertas y se alzó el campamento, al ser llamada por un noble para que le echara las suertes, no quiso desaprovechar la ocasión de llenar otra bolsa y se presentó en la tienda de un tal don Andrés, que la entretuvo mucho más de la cuenta. No pudo pues entrar en la ciudad para llegarse a ver, sólo fuera un momento, al pequeño Juanico.
Y es que el tal título, un dicho don Andrés Cabrera y su mujer doña Beatriz de Bobadilla, recién nombrados marqueses de Moya por la soberana, querían a toda costa que les echara los agüeros y, vaya, que no se conformaron con que lo hiciera una vez, que se lo pidieron veinticuatro veces por ver cómo les había de ir en el futuro, con la nombradía de marqueses. Y como le dieron mucho y le prometieron más si el destino les fuere propicio, María pasó la noche con ellos y el día siguiente también, montada en el carruaje de los señores, detrás del de la reina, pues doña Beatriz era dama della y muy principal. Echándoles las habas doce veces al marido, otras tantas a la mujer, pidiéndoles sosiego y que no la distrajeran e que se estuvieran quietos, pues si salían a servir a doña Isabel y volvían, las habas hablarían confuso. Y eso les rogó, que delegaran sus funciones en otras damas y mayordomos, pues que bien sabía quela soberana estaba asaz cargante, empreñada otra vez, sin haberlo advertido todavía quizá, pero ya con la impertinencia propia de las embarazadas. Lo sabía porque lo contempló netamente en el agua clara cuando cató en sus aposentos pocos días atrás pero, como la señora no era mujer que gustara de augurios, guardó silencio.
La primera vez que procedió con los marqueses, sacó un saquete del zurrón y, dispuesta a echar, se sentó en la alfombra que había en el suelo de la tienda, y los señores la imitaron. Desdobló entonces un paño blanco bastante renegrido por cierto y, tras santiguarse a la vista del matrimonio y encomendarse sovoz a los tres demonios sabedores, dijo con solemnidad:
—Nueve habas, nueve, un poco de carbón, otro de cera, azufre, una piedra de alumbre, un grano de sal, un retal de paño colorado, otro azul y una moneda… ¡Míreme don Andrés a los ojos e no baje los suyos hasta que yo se lo indique…!
—¿Yo puedo mirar, María?
—La señora Beatriz puede hacerlo, pero deberá permanecer en silencio. ¡Ea, empecemos, míreme don Andrés e aunque yo baje la mirada no lo haga su señoría hasta que le diga…!
E mirándole a los ojos el caballero, María mordió una de las habas haciéndole una incisión, la juntó con las otras, retiró las nueve a un extremo, cogió los enseres de echar con las dos manos, las apretó, levantó los brazos y las dejó caer sobre el paño. Después, sin detenerse a observar cómo las había distribuido el azar, tomó las habas, la de la muesca incluida, las contó, nueve, se las enseñó a doña Beatriz, las volteó en sus manos y las echó a lo alto. E fue que la del mordisco cayó sobre la moneda, e claro habló albriciada:
—Ya puede don Andrés bajar la vista y mirar, que tiene la fortuna de su parte…
El hombre, que no cabía en sí de gozo, observó. E le entregó un buen puñado de monedas a la sortera que se apresuró a guardarlas. E inició la operación con doña Beatriz, retirando el haba mordida para el hombre y empleando otra nueva y, vive Dios, el albur se repitió pues que el haba volvió a caer sobre la moneda. E quisieron los marqueses confirmar la buena fortuna que les deparaba el futuro y le dieron más dinero y le pidieron que echara otra vez, así hasta doce veces a cada uno, tanto en la tienda instalada extramuros de Ávila como en el carruaje camino de Medina del Campo. E fue que once veces al marido le cayó el haba hendida sobre la moneda y otras tantas a la mujer, e claro, alegres por demás, le daban y le daban monedas a María que a ese paso se prometía grande fortuna también, pues los marqueses lo daban todo, pero a la duodécima vez ni con el hombre ni con la mujer cayeron las habas mordidas sobre la moneda como venía sucediendo para venturas y más venturas de los señores, sino sobre el retal de paño bermejo que, ay, significaba sangre, quizá por haber tentado en exceso a la suerte. Y, como era de esperar, se alteró el ánimo del matrimonio y naturalmente le pidieron explicaciones.
La sortera, que sabía muy bien que aquellos esposos sufrirían violencia en alguna ocasión de su vida, juntos los dos en un lugar cerrado, violencia extrema que a saber si les ocasionaría la muerte, sin poder evitar las preguntas, salió como pudo de aquel interrogatorio, que más parecía inquisición, lo que se comentaba en la zaga del cortejo de la soberana de Castilla que hacían ciertos frailes contra los judíos conversos, por todo el reino. Porque don Andrés, que tenía recia voz, le demandaba:
—¿Qué quiere decir, maldita bruja, que el haba haya caído sobre el paño colorado?
E la Bobadilla, temblona, susurraba:
—¡Es sangre, marido…!
E María hubo de mentir, pues sangre era:
—No es sangre, señores marqueses; es sol, es brillo, es gloria sobre la tierra… El paño azul es mar…
Y, vaya, sus interpelantes que no querían saber malo sino bueno, se quedaron conformes, y le dieron más dinero. De tal manera que, cuando el cortejo de la reina entró en Medina del Campo, María ya llevaba, prendidos en el cinturón y ocultos bajo la saya, dos saquetes de oro, y tenía previsto tornar cuanto antes a Ávila para enterrarlos con el resto de su dinero en la tapia de las Gordillas, y volver a su casa con el Juanico. Si se demoró fue porque la reina hizo tan grande justicia que fue cosa de ver, a más que ella con sus artes ayudó a descubrir un alevoso crimen.