20

El mismo día de las vistas con la reina, Leonor y Juana Téllez de Fonseca insistieron a la bisabuela en tratar de retrasar la audiencia que les había otorgado la señora para tornarles el marquesado de Alta Iglesia, a fin de que pudiera acompañarlas. Pero doña Gracia se negó, aduciendo que fueran a buscar lo que era dellas sin dilación, no fuera a suceder algo, algo malo en el ínterin, no fueran a arrepentirse los señores reyes de la devolución, pues los reyes, de siempre, se muestran mudables a la hora de dar. A más, que no habían recibido una blanca del señorío en toda su existencia y que tiempo era de cobrar lo que era suyo, de oficiar de señoras de trescientos vasallos y de recibir el homenaje de los mismos:

—Id, hijas, no os demoréis, que las rentas de trescientos siervos suponen más de un millón de maravedís al año… Id por lo vuestro…

E la dama no consintió otra cosa e las despidió muy contenta, y lo que dijo a Wafa:

—Ya es hora de que mis nietas hagan cosas por su cuenta y vayan sin mí por el mundo, porque me moriré presto además…

—A la señora le queda mucha vida…

—No, Wafa, hasta es posible que con casi ochenta años sea la mujer más anciana de Castilla toda…

Cuando llegó Gonzalo Chacón a buscar a las marquesas, éstas ya estaban ricamente aviadas con los vestidos de sus bodas, pintadas de cara, con rojete en las mejillas, bellas en fin. Siguieron al mayordomo por los pasillos, subieron y bajaron escaleras, siendo miradas por unos y por otros, por la multitud de cortesanos que pululaban por allí. Llegaban a los aposentos de doña Isabel, situados en una de las torres cuando, de súbito, salió el rey Fernando de una habitación. Chacón se detuvo en seco y se inclinó, ellas también le hicieron una graciosa reverencia, de las que les había enseñado a hacer la bisabuela, y el monarca saludó con la cabeza, las miró a los ojos por un instante, y fuese luego a donde fuere con su compaña de secretarios, seguido también de sus bufones, que lo habían estado esperando a la puerta de sus aposentos. A gusto hubieran estado un poquico las marquesas observando a aquella tropa vocinglera de seres deformes, unos enanos, otros altos y desgarbados, otros tullidos como ellas, pero rientes todos, pero les fue imposible porque Chacón volvió la cabeza llamándolas para que continuaran la marcha por pasillos y más pasillos.

Llegados al salón, el oficial indicó asiento a las marquesas, e en esto se presentó una mayordoma que dijo llamarse doña Clara Alvarnáez, de la que ellas ya habían oído hablar abundantemente pues no se separaba de la reina, y les explicó que la señora estaba acabando de oír misa y que las atendería en breve. Y, en efecto, se escuchaba cantar el Salve Regina a los muchachos de la escolanía, y en esto, ay, que las damas vieron a María de Abando, muy ataviada con un vestido de brocado, que la traía un oficial y no le daba silla, sino que la dejaba de pie, en un rincón, e le hubieran preguntado de grado qué hacía allí, pero se presentó doña Clara y las hizo pasar a otra estancia donde las esperaba doña Isabel ya sentada en una pequeña cátedra.

Las marquesas a un gesto de la reina avanzaron, se arrodillaron y besaron la mano de la soberana, que las hizo sentar a su lado, e sacó de una arquilla que le acercaba doña Clara un pergamino muy rico y coloreado. Se lo entregó luego a las mancas, que lo cogieron cada una con la mano que tenía. E habló deste modo la gran dama:

—Mi señor el rey y nos, nos holgamos de poder devolver a vuesas señorías el castillo y villa de Alta Iglesia, pues que pertenecía a vuestra casa antes de la proclamación del rey de Ávila por merced de nuestros antepasados, para vosotras y para vuestros hijos, siempre que nos sirváis con la lealtad que lo han hecho vuestros predecesores…

—¡Alteza, es grande favor y beneficio lo que nos hacéis! —respondieron las damas al unísono. E fueron a levantarse para marcharse, pero la reina les indicó:

—¡Teneos, marquesas, que deseo hablar de un negocio con vuesas mercedes!

—Diga vuestra alteza, que estamos para servir a Dios y vos… —contestaron las gemelas a la par.

—¡Doña Clara —dijo—, haz entrar a esa dicha María, e déjanos solas!

La mayordoma salió rezongando pero sin decir una palabra, en razón de que ya había dicho bastante, pues ¿cómo recibir a las dos nobles y a la moza a solas?, ¿qué dirían las gentes de la Corte? El hecho correría por doquiera, suscitaría envidias, decires, suposiciones, maldecires, calumnias incluso. Mejor estuviera presente al menos ella, que se dejaría cortar la lengua antes que decir una palabra de aquello tan importante que la reina de Castilla y Aragón tenía que decir a dos marquesas y a una mujer del común, pues, ¿cómo, después de un montón de años, era posible que recordara que habían estado a su lado en la «farsa de Ávila» y quisiera preguntarles de aquello?

Entró María e quedóse pasmada de ver otra vez a las marquesas, tanto como ellas de su presencia. E se hizo un denso silencio en la habitación… E mejor, vive Dios, porque, como si se hubiera espesado el aire, las cuatro no hubieran podido articular palabra, pues comenzaron a respirar mal, no a asfixiarse, que sería exagerado, pero sí a sentir cierto ahogo, el mismo que sufrían cada vez que se juntaban. El mismo no, mayor, pues que estaban en lugar cerrado, donde es común que el aire se cargue. Pero no era la cargazón del aire no, era otra cosa…

Por fin habló la reina con la mano en la garganta, otro tanto las marquesas con su única mano, cada una en el pecho, e la María tocando las manitas del niño malparido de su antigua patrona que llevaba colgadas del cuello. E dijo Isabel con voz entrecortada, la que podía emitir en aquel momento, dirigiéndose primero a María:

—¿Eres tú la moza que estuvo con nosotras tres en el trono del rey de Ávila, el día de su proclamación?

—Sí, alteza, yo soy… Me llamo María.

—Lo sé… —y ya juntó las manos y habló a todas—. Tengo para mí que cuando estoy con vuesas mercedes respiro mal…

—Yo también, alteza.

—Y yo, señora.

—Y yo…

—He convocado a sus señorías y a esta María para que platiquemos y discurramos qué es aquesto. Deduzco por vuesas palabras que os sucede otro tanto a las tres, ¿qué decís?

—Yo lo he venido hablando con mi hermana —confirmó Leonor—. Desde la proclamación de vuestro señor hermano y en otros acontecimientos como en vuestra boda, en el entierro del rey Enrique, en vuestro ensalzamiento al trono y, ahora, en la jura de vuestro hijo el señor don Juan como príncipe de Asturias…

—Sí —abundó Juana—, doña Leonor y yo lo hemos comentado a menudo, pero dañoso no es. Nos separamos y se termina esta angustia, que mortal nunca ha sido; además, es pasajera…

—E tú, moza, ¿qué dices…?

—Señora, lo padezco como vos y estas damas… Lo sufrí antes y también al asomarme por la puerta del palacio donde las cortes proclamaban al príncipe, vuestro señor hijo, e quise catar en agua clara por ver qué sucedía, pero no lo hice, pues he estado ocupada. Pero grave no es…

—Grave no, es incluso llevadero.

—Oye, pues cata, María. Que cate María en agua clara —propuso Juana.

—¡Catar, catar, jamás! —se negó la reina—. ¡Yo no creo en agüeros!

—Yo tampoco —explicó Juana—, pero ya que ésta sabe catar, que cate…

—Por si nos da alguna luz —intervino Leonor.

—¡Ténganse sus señorías! —alzaba la soberana la voz—, que antes es menester que sepamos si tenemos algo en común…

—Dice bien su alteza —aseveró Juana.

—Las cuatro somos mujeres —aclaró María, y las otras la miraron a los ojos como diciendo ¡qué sandia!

—Nosotras, alteza, nacimos el mismo día que vos… El veintidós de abril de mil cuatrocientos cincuenta y uno… Nos lo hizo notar nuestra señora abuela ha tiempo ya.

—¡Oh, vive Dios! Por cierto, vuestra señora abuela ha estado delicada de salud, ¿se encuentra mejor?

—¡Oh, sí!

—¡Anda, yo también nací ese mismo día! —exclamó María.

—¡Ah!

—Y en el mismo año, en mil cuatrocientos cincuenta y uno.

—¡Oh!

—¡Esto es negocio de cavilar! —propuso Leonor.

—¡Es negocio de Dios! —sostuvo Juana.

—¡Aquí hay algún diablo! —atajó María de Abando.

—¿Un diablo?

—¡No lo quiera Dios!

—Ea, no saquen sus señorías las cosas de quicio… —templó la reina, santiguándose.

—El hecho de haber nacido las cuatro el mismo día nos une con ciertas ligazones —aseveró la ensalmera.

—¡Explícate! —exigieron las tres damas a la par.

—Algo hay.

—¿Qué?

—Las cuatro tenemos el mismo horóscopo…

—¿Cómo vamos a tener el mismo destino si doña Isabel es reina de Castilla y Aragón, mi hermana y yo marquesas y tú curandera o a saber si bruja? —cortó Leonor.

—¡No me llame doña Leonor bruja, que le llevo hechos varios importantes favores!

—Sanadora, lo que quieras llamarte…

—Las cuatro vinimos al mundo el veintidós de abril de mil cuatrocientos cincuenta y uno, pero ¿a qué hora nacisteis, señoras? —preguntó María, dejando la porfía que hubiera podido entablar con la marquesa.

—Yo, después de mediodía —dijo la reina.

—Nosotras también —hablaron las marquesas.

—Yo también —añadió María—. Sepan sus señorías que la luna llena de abril lucía espléndida, roja, roja, e que yo y, de consecuente, sus mercedes, nacimos bajo una luna que trae felicidades…

—¡Vaya felicidades que trae esa luna; mi hermana y yo vinimos mancas! —terció Juana con tristeza en la voz.

—A vuesas mercedes les comió un perro las manos, ¿no es eso lo que se dice?

—¡Es falso! Allí había mil criadas que no hubieran dejado acercarse a un perro al lecho de nuestra madre, ni menos que fuera dañino o desconocido… —explicó Leonor.

—Pues entraría alguno en un descuido dellas, hambriento además… ¿No trajisteis sangre en los brazos? —sostenía María de Abando con vehemencia. Pero las otras negaban con la cabeza:

—En el vientre de su madre no pudo sucederles nada a estas damas. Lo más posible es que se distrajeran las sirvientas y que, una vez nacidas, las hiriera un animal o un hombre, algún malvado, pues que dices que traían sangre fresca en el brazo —sostenía la reina.

—Oh, alteza, yo he visto nacer monstruos… Una niña con dos cabezas… Dos niños juntos imposibles de separar… —mentía María quizá para darse importancia, aunque oír lo había oído.

—Oye, ¿eres bruja? —preguntó la soberana a María.

—Yo, señora, hago ensalmos para sanar las imaginaciones que produce la mente, curo heridas de sangre, alivio enfermedades, cato en agua clara, vendo alegrías y amores, pero magias no hago, no.

—¿E cómo sabes lo de la luna roja de abril?

—Porque mirando el cielo en abril se ve la luna, alteza, espléndida, mucho más grande y luciente que en otras épocas del año…

—¿E los hijos de la luna roja de abril son bienaventurados?

—¡Sí, señora!

—¡Eres una embaucadora, María! ¿Cómo nosotras somos bienaventuradas?

—Lo sois. ¿No os han criado unas sirvientas que os han guardado de todo mal y que os quieren como a sus hijas? E cuando erais púberes, ¿no tornó de Italia vuestra señora abuela para encarrilaros la vida? A pesar de vuestra orfandad, ¿no habéis mantenido vuestros títulos de nobleza y dineros? ¿Vuestra manquedad os impide ir por el mundo con la cabeza bien alta? ¿Habéis pasado hambre alguna vez? ¿No? Pues sois muy afortunadas, señoras…

—E yo, María, ¿soy afortunada? —demandó la reina.

—Mucho, alteza, mucho… ¿Qué hombre o mujer daba una higa, y perdonad, porque vos ocupaseis el trono? Sois reina de Castilla y Aragón… Tenéis dos hijos, un marido que os ama y os respeta y un pueblo que rompe en vítores a vuestro paso…

—¡Es cierto lo que dice María! —sostuvo con viveza la soberana, y las marquesas se guardaron de contradecir tal aseveración.

Y volvió a hacerse un silencio en el aposento que rompió Juana:

—Alteza, yo ya respiro bien, se me ha retirado el ansia…

—¡Ahora que lo dices, yo también!

—¡Oh, sí!

—Lo que nos pasa, lo de la angustia, nos sucede en un primer momento, luego se va… A más, yo me encuentro muy a gusto con vuesas mercedes, aunque sea plebeya e no merezca estar aquí… —largó María, que hablaba más que ninguna.

—¡Par Dios, es cierto!

Y estaban tan plácidamente las cuatro juntas que pasaban las horas y era tiempo de almorzar, y a doña Clara se la llevaban los demonios en la antesala, a más que estaba dolida con la reina porque, por primera vez, tenía un secreto para con ella.

Las hijas de la luna roja mantenían animada plática, muy albriciadas, constatando que se les había ido la angustia y que no les volvía. Las marquesas insistiendo en que catara María. La ensalmera, haciéndose valer por ver si le daban aquellas damas algún dinero —unas decenas de maravedís, pues que como mujer de oficio llevaba lo de cobrar muy imbuido en la sesera—, sostenía que los miércoles era menester hacer agüero entre las cinco y las siete de la tarde para que saliera bien el negocio. La reina negándose a cualquier asunto que tuviera que ver con la magia, ni blanca que fuere, y aseverando que los astros nada tienen que ver con el nacimiento de las personas, que la ligazón que tenían las cuatro se debía a otra cosa, sin saber qué nombre ponerle. Y las cuatro conviniendo en que aquello, lo del ahogo, no se podía sacar de allí, de tal manera que se juramentaron para no decir palabra ni consultar a sabios ni a nigromantes, entre otras razones porque allí había ya una sortera.

Y es que María hablaba la que más, y aseguraba que echaba las suertes, las habas, e decía de compararse las cuatro por ver si físicamente tenían similitudes; por eso se pusieron todas frente a un espejo.

E, bueno, resultó que la reina, Leonor y María tenían la misma altura y complexión; Juana no, que era medio palmo más baja y más menuda. E la cara, Juana la tenía afilada e Isabel, Leonor y María gordezuela y cada vez más mofletuda, conforme avanzaban en edad. E las manos, las de las nobles cuidadas y finas, las de María de palma amplia como mujer de oficio que era. E los ojos, los de Isabel verdiazules y bellísimos, los de las marquesas color avellana y más bien chicos, y los de María negros y rientes como luceros.

E sí, sí, pero las damas le preguntaban a María:

—¿Y qué?

Y ella, que no sabía qué decir, pretendía leerles las rayas de la mano. Pero doña Isabel se negaba, aduciendo que en la palma de la mano se leía el porvenir, y que allí no iban a encontrar lo que buscaban pues que pertenecía al pasado, al momento en que nacieron quizá, e quería que María les hablara de la luna roja de abril.

Pero en esto, María tomó la mano izquierda de Leonor, la única que tenía, e le dijo que tenía las rayas muy limpias y que podría hacer buen augurio. De la línea de la vida le aseguró que sería longeva; de la de la cabeza que era mujer empecinada, que su vida estaba a punto de cambiar favorablemente y que se encontraría con gratas sorpresas en poco tiempo. Silenció que tendría presto algunos quebraderos de cabeza y, al verle la línea del corazón, le vaticinó que la esperaba un amor profundo.

La dama se quedó suspensa, esperando la reacción de la reina, que no comentó nada, pero que no quería saber su porvenir, pues se recogió las manos en la saya. Juana, ante la actitud de la soberana, quedóse con ganas de conocer el suyo. Pero Leonor, todavía con la palma extendida, le preguntó dónde veía tanta cosa, y la quiromante le señaló la eme y los montes de la mano, ora debajo del dedo índice, ora del meñique, ora la línea que llamaba del corazón e le indicó puntitos rojos y blancos o crucecitas o lo que llamaba cadenetas. El caso es que las cuatro mujeres disfrutaban estando juntas, la reina sin acordarse del almuerzo, hasta que cerca de las tres llamó doña Clara pidiendo licencia para servirlo, e doña Isabel dio silla a todas en su mesa, incluida a su madrina, y comieron las cuatro hijas de la luna roja y la mayordoma. Claro que la conversación decayó, se tornó convencional, pues ninguna abordó el tema que las había unido. Terminado el condumio, doña Clara, como la reina no le decía que se quedara y no les decía a las otras que se fueran, retiróse con los domésticos que habían servido la mesa más amohinada de lo que había venido.

Ya metidas en harina, continuaron las hijas de la luna roja un tiempo más, esperando que dieran las cinco para que María catara en agua de beber, sin haber padecido ansia ninguna desde la mañana, platicando de buena gana, a gusto entre ellas, como si se conocieran de toda la vida y tuvieran amistad. Las nobles sin tener en cuenta la rusticidad de María, María sin amilanarse ante las nobles.

E sonaron las cinco de la tarde en un reloj de figuritas doradas que había en la habitación sobre la chimenea, e la ensalmera pidió un vaso de agua, que se lo sirvió Juana de una jarra que había sobre una mesa. Acercóse la moza a la ventana e encomendóse a quien se encomendare, que no a Dios o sus Santos. Bien seguro lo tuvo Isabel que, como aborrecía agüeros y a agoreros, tuvo miedo de que, de repente, saliera un demonio del vaso o vaya vuesa merced a saber. El caso es que la María, tras revolver en su talego, se llevó algo a la boca y rezó unas letanías, elevando la voz cuando mentaba a Nuestra Señora y a los santos Pedro y Juan, pues que debía querer que la oyeran, e así las cosas, tras marcar un círculo invisible en el suelo, sentóse dentro.

A poco entró en trance, o tal creyeron las damas, aunque bien podía estar engañándolas, e babeó e echó espuma por la boca, poca, la que le caía por la comisura de los labios, pero para entonces ya estaban las otras temblonas. La reina a punto de acabar con aquel disparate, arrepentida de haberlo permitido porque habría de confesarlo a fray Hernando, y la abroncaría, que su capellán no paraba en barras ni con la soberana de Castilla, y eso. Pero la bruja, que bruja era, pues de otro modo no haría lo que estaba haciendo, se sacó lo que llevara en la boca, una hoja de árbol o arbusto, e tornó al mundo lloriqueando y, por supuesto, pasmando a sus mirantes, que abrieron unos ojos como platos, las tres, las tres. E dijo con voz cavernosa, la que se tiene cuando se está en una dificultad:

—He visto mi nacimiento y no puedo menos que llorar, señoras mías, pues que a mi madre le sorprendió su parto lejos de casa en una campa e quiso salvarme, pero falleció desangrada a la vista de un perro, que no había por allí alma viviente…

Las otras exclamaron apesadumbradas:

—¡Dios!

E, como la catadora parecía dispuesta a continuar con los nacimientos de las demás, pues que cerró los ojos y a punto estuvo de meterse la hoja en la boca, doña Isabel interrumpió aquello diciendo:

—No queremos que nos hables de nuestros nacimientos, sino de la luna, de esa luna roja que has dicho estaba en el firmamento a la hora en que nacimos.

Que no, no quería saber cómo había sido su venida al mundo, que fue mala, pues era voz común que las pariciones de las mujeres de la casa de Avís eran largas, a más que su señora madre se alunó hasta perder el seso, e no deseaba conocer a la menuda aquella desgracia.

María, un tantico contrariada, volvió a catar en el vaso de agua clara e dijo con voz solemne:

—Cuando nacimos el sol se hundía por el oeste, rojo… La luna se alzaba por el este, llena, hermosísima, roja, roja…

—¿Eso es todo? —demandó Leonor.

—Todos los días sucede semejante, María —intervino Juana.

—El día veintidós de abril de mil cuatrocientos cincuenta y uno era Jueves Santo, de consecuente, la luna estaba llena o casi llena o iniciando ya el cuarto menguante —informó la reina, porque la Pascua es el primer domingo después del plenilunio de primavera.

—¿E no nos dices más, María? ¿Qué planetas lucían, qué estrellas?

—La luna estaba tan roja y tan enorme que tapaba todo… No veo nada más.

—¿Bueno y qué?

—¿Qué pasa con esa luna roja?

—Que reparte felicidades.

—¡Vaya!

—Si lo desean sus mercedes hago horóscopo.

—No, yo ni quiero ni creo —adujo doña Isabel.

—¿Cómo vas a hacer horóscopo si se necesita manejar números e instrumentos e tener mucha ciencia en la sesera? ¿Acaso sabes leer y escribir?

—No.

—Mi madre —cortó la reina— me dijo varias veces que el día que yo nací había luna llena, roja además.

—A nosotras no nos dijeron nada, pues hubo mucho revuelo en la habitación de nuestra madre e las criadas no pudieron mirar por la ventana.

—A mí tampoco me dijo nada mi madre putativa, porque me recogió entre las sayas de mi madre verdadera al día siguiente…

—¡Oh!

—Pero puedo asegurar que aquel día se abrieron las rosas y los lirios…

—Oye, María, ¿no serás una camandulera?

—No, señora Leonor, no. Lo he visto en el agua de beber. Además, en esta conversación, a la que he sido llamada por su alteza la señora reina Isabel, se busca desenlace para lo que nos sucede, lo del ahogo, cuando estamos juntas las cuatro. Yo he contribuido con lo de la luna roja, e podría encontrar otros puntos de unión entre nosotras si sus mercedes me dejaran hacer a mi arbitrio… Vuesas señorías no han dicho nada; que no se torne entonces contra mí mi aportación… E que no me llame camandulera la dama Leonor, que le hecho varios servicios a satisfacción, ¿o no?

—Tiene razón la moza, ténganse las damas —atajó la reina.

—Es cierto. Es la única que ha dado una posible explicación. E no ofendas a María, hermana —rogó Juana.

—Yo no sé si merece la pena hablar tanto desto, porque malo no es —se defendió Leonor.

—Es muy bello que seamos hijas de la luna roja de abril de mil cuatrocientos cincuenta y uno y que aquel día nacieran los lirios y las rosas, y un honor que entre nosotras se encuentre la reina doña Isabel —sentenció Juana, y las otras asintieron.

—Pero no es nexo de unión —atacó Leonor—, porque nuestra señora nació reina, nosotras marquesas y mancas, y María mujer del común… De consecuente, lo de la luna roja es casualidad, que no nexo… A más, que tenemos unas vidas diferentes…

—La vida es personal y única —adujo Juana.

—No me interrumpas, hermana… Acaso estemos unidas en la muerte…

—¡No mientes la muerte, par Dios, hermana!

—Que estamos de regocijo —atajó doña Isabel, y dio las manos a todas.

—Si me permite vuestra alteza, estaba yo —dijo Leonor frenando las alegrías— hablando de que tenemos vidas diferentes… La reina, de reina, Juana profesa presto en religión en las Clarisas, María es sanadora… La reina tiene dos hijos, María uno, nosotras ninguno, e no tendremos porque yo no me volveré a casar después de mi desastroso matrimonio, e mi hermana tampoco porque se entra monja…

Se hizo un silencio en el aposento… Aunque doña Isabel a gusto hubiera preguntado a doña Leonor por su desastroso matrimonio y a doña Juana otro tanto, pues si se entraba monja por algo sería, y a María el oficio de su marido… Aunque María hubiera rebatido las falsas aseveraciones de Leonor y tal vez dicho que su hijo era de quien era… Aunque Leonor, observando a la encantadora, tan segura de sí y tan sabida, quizá le hubiera preguntado si era capaz de encontrar tesoros, por lo del cofre de don Tello, que tenía mucho empeño en hallarlo… Aunque Juana posiblemente le hubiera dejado catar en el agua clara las vidas de todas, pero el caso es que se callaron unas y otras.

La soberana miró el reloj de la chimenea e indicó que se había hecho tarde. Dijo que cada una pensara en el asunto y de juntarse otra vez cuando regresara de Aragón para hablar del tema, haciendo hincapié en que lo del ahogo, angustia o sofoco, llámese como se llame, aunque fuera a cuatro, grave no era, cierto que un poco molesto sí, negocio en el que ya habían convenido todas con anterioridad. E dio las manos a besar a sus vasallas, que se despidieron della arrodillándose e con pena en el corazón, pues que habían sido honradas por la principal señora de Castilla y Aragón, que más alto la Virgen María, e habían disfrutado.

E la reina asonó una campanilla y entró don Gonzalo Chacón e acompañó a las marquesas a sus aposentos y a la María a la salida del Alcázar. El mayordomo besó las manos a las señoras e despidiólas en la puerta de sus habitaciones con una gentil reverencia. La misma que le hizo a la moza cuando la dejó en el portón principal, asombrando a los soldados de la guardia, que se preguntaron quién sería aquella mujer. E también las gemelas pasmaron a caballeros y nobles y suscitaron envidia cuando recorrieron los largos pasillos, pues días después les llegaron comentarios de que doña Isabel las protegía. E, vaya, que como el personal indagó sobre ellas, se supo que se habían separado de sus maridos, que Juana y su esposo se entraban monja y fraile, respectivamente, y cayó el oprobio sobre el esposo de Leonor, que hubo de abandonar la Corte por un tiempo y refugiarse en Segovia con su hermano el obispo, porque lo miraba todo el mundo, del pinche de las cocinas al rey Fernando, con sorna.

A los pocos días doña Isabel partióse de Toledo camino de Medina del Campo con una gran comitiva, para luego ir a los reinos de su esposo. Los cortesanos y las muchas gentes que la habían servido y acompañado durante su estadía en la ciudad volvieron a sus predios.

Así que, no de otra manera, se separaron las hijas de la luna roja, a la espera de las aventuras que Dios quisiera depararles en los años venideros, cuando los campos sembrados empezaron a dar sus frutos…

(Continuará…)