El día en que el príncipe Juan, a la corta edad de diez meses, fue jurado príncipe de Asturias por la nobleza, la clerecía, los maestres de las órdenes militares, caballeros, canónigos de Santa María y demás gentes de alta cuna, doña Isabel padeció opresión en el pecho, y no fue de emoción, no.
Fue que, reunidas las Cortes en el Alcázar de Toledo, en los escabeles ocupados por la nobleza de Castilla, en concreto, en el trigésimo nono, cuadragésimo y cuadragésimo primo estaban sentadas las tres marquesas de Alta Iglesia, doña Gracia, doña Leonor y doña Juana por este orden, y en algún lugar de la sala del trono, aunque Isabel no la había visto con sus ojos, sentía con sus sentidos a la moza pueblerina que había estado con las mancas y ella proclamando, las primeras, al malogrado rey de Ávila hacía ahora muchos años.
Y como en otras ocasiones, se le ponía el corazón en un puño y respiraba mal, tanto que hasta su señor esposo se apercibió del hecho y le preguntó con semblante preocupado:
—¿Qué os pasa?
Y ella negó con la cabeza y respondió:
—Es la emoción, don Fernando.
Pero no era emoción, no. Y se dijo lo que se decía siempre que se juntaban las cuatro, porque no le cabía ninguna duda de que la aldeana o menestrala, lo que fuere, andaba por allí como ya venía sucediendo en todos los grandes acontecimientos, como si las cuatro mujeres tuvieren que estar juntas en lo grande que ocurriera en el reino.
Y tan pronto le venía miedo por aquel extraño hecho, como le quitaba importancia; es decir, lo mismo que otras veces. Ah, pero esta vez no, no dejaría pasar la ocasión. Reuniría a las marquesas y a la mujer del vulgo y les hablaría de lo que le sucedía, por ver qué le decían ellas, por ver si les ocurría otro tanto o era negocio de su imaginación.
Cierto que era cuestión delicada decirle a doña Clara que convocara a las tres juntas, más que nada por la moza, pues las damas bien podían ir a verla porque las llamara para devolverles el castillo y villa de Alta Iglesia que arrebatara el rey Fernando, poco después de la batalla de Toro, a los ladrones que lo tenían desde tiempos de don Enrique, o porque ellas quisieran decirle alguna cosa, dado su alto linaje, pero la moza otro negocio era. A ver, ¿por qué llamar precisamente a ella? ¿Cómo enterarse de su nombre y de su oficio sin levantar sospechas? ¿Qué le diría a su madrina, cuando sus damas le servían en lo grande y en lo menudo con dedicación y anhelo e no necesitaba gente de fuera? ¿E cómo llamar a las mancas y dejar a la bisabuela en casa sin hacerle desaire? ¡Oh, oh, qué habría de pensar! Pero lo quería resolver presto, en razón de que su marido y ella habían de viajar a Aragón para que el príncipe Juan fuera jurado príncipe de Gerona y ya estuviere todo atado y bien atado.
En los bailes y en los juegos que se celebraban en Toledo por la feliz ocasión, doña Isabel se topaba con las marquesas, ora en el patio de armas del Alcázar bajando de las andas en las que se hacían llevar de un sitio a otro, ora en el baile o por las calles de la ciudad, e la saludaban con una reverencia, pero en aquellos lugares no se encontraba con la rústica. Cierto que una tarde corría cañas don Fernando, el mejor de todos los caballeros en arrojar el bofordo, en la plaza de Zocodover e derribaba uno, dos y hasta tres tablados seguidos, recibiendo de las gentes vítores, e doña Isabel, que presidía los juegos desde una tribuna con varios nobles y los veinticuatro de la ciudad, observó a la moza que pasaba cerca. E fue que la rústica la miró a los ojos y ella también, e que cruzaron reina y vasalla la mirada, una mirada dulce, dulce, como si se hubieran causado arrebato. E resultó que la menestrala, o lo que fuere, anduvo unos pasos con la cabeza vuelta para verla más tiempo, y que la reina no le hubiera quitado la mirada de encima nunca en la vida, pues que notó una ligazón con ella, que no angustia, que esta vez no fue angustia. Y se decidió:
—¿Ves a aquella mujer, doña Clara?
—Sí, alteza.
—Dile a don Gonzalo que mañana me la traiga a mi habitación después de misa.
—¿Esa moza de la saya bermeja?
—¡Sí!
—¿Para qué la quieres, Isabel? Perdone su alteza, quiero decir ¿para qué la quiere su alteza?
—¡Déjame, que deseo platicar con ella!
—¿Con ella precisamente u os sirve otra cualquiera?
—Aquélla, doña Clara; quiero preguntarle si estuvo conmigo en la proclamación del rey de Ávila… Tengo para mí que es la misma.
—Os recuerdo, alteza, que mañana a la mañana tenéis vistas con las marquesas de Alta Iglesia, que vienen a recibir el castillo y villa del mismo nombre, que les tenían arrebatados los ladrones que ahorcó el rey Fernando…
—¡Ah!
—¿Dejo lo de la menestrala para otro día?
—¡No, no, recibiré a las cuatro! ¡Es casualidad, pero las marquesas también estuvieron conmigo en la entronización de mi hermano!
E así las cosas, con la ocasión a la mano, doña Isabel no durmió porque por fin al día siguiente, y con ayuda de Dios, quizá esclareciera aquel misterio del ahogo que le venía cuando se juntaban las cuatro mujeres desde la llamada farsa de Ávila.
Doña Gracia Téllez, recibida invitación de los señores reyes para asistir a la proclamación del príncipe don Juan, había mandado hacer los baúles y, sin echar a faltar el diente que se le había caído o acostumbrada ya a andar por el mundo sin él, tapándose los labios con la mano, se había presentado en la ciudad de Toledo con sus bisnietas y las esclavas moras, dejando a Catalina de guardiana de la casa, pues que estaba aquejada de recio resfriado.
Sus familiares la siguieron a regañadientes, en razón de que Leonor andaba otra vez con el pergamino de la capilla y Juana, tras entrar en hablas con la abadesa de Santa Clara de Tordesillas y ser admitida para profesar en aquella santa casa, rezaba, recogida en sí misma, y se preparaba para ingresar el 11 de agosto próximo veniente, día de Santa Clara, en el monasterio. No obstante, dejaron sus labores y la acompañaron.
Llegaron unos días antes de la celebración e los aposentadores de los monarcas las alojaron en el Alcázar con otros nobles señores. E iban y venían por la ciudad, calle arriba, calle abajo, que en Toledo, ya se sabe, costanas por todas partes. Del Alcázar a la catedral, de la catedral al Miradero para ver todo bien, que había mucho que ver de los romanos, de los godos y de los moros. E fue que doña Gracia, que era muy anciana pues había nacido con el siglo, se indispuso, le vino calentura, una calentura muy mala, según el médico judío que la visitó, que le aplicó varios remedios sin atinar con ninguno.
E fue que Marian, que había empezado a rezar al señor Alá por el alma de la bisabuela pues que el galeno no daba una blanca por su vida, un viernes por la tarde, regresando de la mezquita, se topó con María de Abando y, claro, se detuvo a platicar con ella y le preguntó de inmediato por Juanico, pues que había criado a su madre y se lo pedía a gritos su corazón:
—Por ventura, María ¿qué haces aquí? Y el hijo de Leonor ¿dónde está?
—He venido por cambiar de aires. Lo he dejado en Ávila con una buena mujer…
—¡Qué pena! Lo que no sabes es que doña Gracia está muy enferma, padece calentura…
—Cosa mala a su edad; si quieres iré a verla…
—¡Ven, ven conmigo!
—¿Qué señales tiene doña Gracia?
—Está amuermada, no habla, tiene la cara roja, e le arde la frente; a más no come, no quiere tomar ni caldo… Le hemos ido a buscar aguas curativas a las fuentes de varias iglesias y a la de una sultana mora que hay santa en una almunia cercana, e le damos poco a poco, a cucharetas, pero no mejora… No lo quiera Dios, pero me da mala espina.
—¡Ea, vamos, pues!
Platicando, llegaron al Alcázar. E entraron por la puerta de servicio, e andaban por los corredores evitando a las gentes, pidiendo paso, subiendo y bajando escaleras, atravesando patios y pasillos y, por fin, llamó Marian a una puerta. Primero, a la de las gemelas e, como no había nadie, hizo otro tanto en la de la anciana. Le abrió Wafa, que se sorprendió sobremanera al ver la compañía que traía su amiga, y no pudo dejar de exclamar:
—¡Oh, por Alá Todopoderoso, es María!
Llamando la atención de las tres marquesas. E fue que Juana dejó de escribir, se le cayó el cálamo de la mano y echó un borrón en el papel. E fue que la anciana alzó la cabeza e sonrió, pese a que estaba muy enferma. E fue que Leonor quedóse pasmada de ver a la ensalmera.
—Disculpen las señoras, Marian me ha pedido que venga a ver a doña Gracia.
E Juana comenzó a musitar a oídos de su hermana lo mismo que le había dicho en las dos ocasiones que había visto a María:
—No debiste darle el niño.
—No me lo podía quedar, tú tampoco… ¿No te vas a las Clarisas?
—Tal vez hubiera podido llegar a un pacto con Martín…
—¡Pues no haber vivido enjaulada! ¿Quieres que te recuerde que me dejaste sola durante más de tres meses?
—¡Sola no, estuviste en muy buena compañía!
—¡Ea, no discutan sus mercedes, que nunca lo han hecho! —intervino la bisabuela, volviendo a levantar la cabeza.
Pero las hermanas continuaban:
—No entiendo, Leonor, cómo no te importa el niño.
—Mi antiguo marido me violentó como si fuera una aldeana… Yo así no quería…
—Hubieras podido considerar ese hecho tan denostable un accidente, apuesto que a casi todas las casadas les sucede lo mismo, y perdonar…
—Yo no perdono a un bárbaro de mal solaz…
—No comprendo cómo no se te revuelve el corazón…
—¿Tú qué pardiez sabes lo que sucede en mi corazón?
—Estás ciega con el dichoso tesoro…
—Y tú con Dios.
—¿Dó está el hijo de Leonor? —preguntó Juana cambiando de conversación, y María respondió:
—Mi hijo está en Ávila, bien cuidado —y se guardó muy mucho de decir que estaba en casa dellas y que había tenido que salir huyendo de la ciudad encarnada en ave o en abejorro, que ni ella lo sabía.
Cuando las marquesas dejaron de porfiar, María examinó a la anciana, dijo que padecía una fiebre altísima e rebuscó en su morral. Sacó unas hierbas y echó a faltar otras, e quiso enviar a la mora Wafa a buscar hojas de sauce. E iba a salir la mora, pero Leonor suscitó una cuestión: si iba Wafa sola se perdería, pues no conocía la ciudad, e dijo que fuera Marian también, pero Juana avisó que doña Gracia tenía poco aliento, y fue María apriesa, apriesa, no fuera que las esclavas se confundieran de planta, pues no las conocían como ella, e hiciera una barbaridad.
Entre que María volvía y no volvía, pues que hubo de llegarse al río Tajo por la puente de San Martín, las marquesas estuvieron recriminándose entre ellas, por el niño. Y sólo se interrumpieron cuando llegó la curandera con las hojas, e poniendo un pucherico en la chimenea, esperó a que hirviera, echó un manojo, y a las pocas horas fue milagro. Doña Gracia abrió los ojos, movió las manos, habló, revivió, en fin, y al séptimo día se incorporó a los fastos cortesanos, mismamente como si hubiera resucitado. Pero en el entretanto sucedieron algunas cosas.
Cuando María abandonó las habitaciones de las Téllez, fue abordada por un oficial de la reina que dijo llamarse Gonzalo Chacón, e se asustó como no podía ser de otra manera, a más que ya llevaba mucho sobresalto en el cuerpo. Le preguntó su nombre y su oficio, y ella contestó, temblona la voz:
—Me llamo María de Abando e soy curandera.
Ante el pasmo del otro, añadió:
—También leo las suertes, pero no hago magias contra la santa religión…
—La reina doña Isabel quiere verte mañana a las diez… Te presentas en la puerta grande y preguntas por mí…
—¿La reina desea verme?
—¡Sí, nuestra señora es mujer que habla con gente del común, que quiere saber de sus vasallos!
—¡Ay, Dios mío!
—¡No faltes o enviaré a los soldados a buscarte!
—¿Por qué quiere hablar la reina conmigo?
—Tómalo como una bendición de Dios… Muchos se darían con un canto en los dientes por ser recibidos…
—¡Lo que mande su merced!
E fuese a su posada y no durmió apenas porque tanto se preguntaba si doña Isabel, la reina, querría meterla presa o si sabría del inmenso favor que le había hecho el día de sus bodas y se lo querría agradecer.
Pero no, no, que era otra cosa.