18

Dejada Sevilla y llegados los monarcas a Córdoba, pusieron paces en las parcialidades que allí había entre el conde de Cabra y el señor de Aguilar, que hacían guerra y paz a su arbitrio por toda aquella tierra, causando gran daño a naturales y vecinos. Y, oyendo a muchas personas, mandaron hacer justicias y restituciones a las gentes que por unos o por otros habían quedado desposeídas de sus haciendas, con lo cual tornó la paz a aquel lugar y aun anduvieron haciendo otro tanto por la comarca. A don Alonso de Aguilar lo hicieron devolver las torres que tenía y lo expulsaron de la ciudad con la manda de que no tornara sin su licencia. Al conde de Cabra no lo mandaron llamar, aunque hubiera sido del gusto de la población que los reyes sometieran a su autoridad a ladrones grandes y pequeños. Además, que llegado a los oídos de rey y reina que sus oficiales, contadores, alcaides, secretarios, mayordomos y escribanos se repartían grandes dádivas so color de derechos de sus oficios, y se atrevían a demandar más de lo debido, los señores investigaron. E ciertamente hubieron de privar del cargo a unos cuantos abusones y aun confiscar los bienes de otros, de los que habían aceptado soborno.

Y en ésas estaban los reyes, muy enojados, pretendiendo don Fernando abroncar a Gonzalo Chacón, que no se había enterado de nada:

—¡Este hombre no ha sabido ver qué estaban haciendo sus subordinados a sus espaldas!

—¡Discúlpele su alteza, que no puede estar en todo!

—¡No tiene disculpa!

—Me sirve a mí en lo grande y en lo menudo… Perdónelo don Fernando… ¡Hágalo por mí!

—Si vos me lo pedís, lo haré…

Y hubieron de interrumpir aquella conversación, que bien pudo terminar en porfía, porque llegaron nuevas de que el rey de Portugal don Alfonso había regresado a su país después de viajar a Francia para sellar grande alianza con aquella monarquía y, juntas ambas, hacer cuña contra Castilla por el norte y por el oeste, Dios no lo permita. Y, es más, supieron también que el arzobispo de Toledo estaba juntando gente de armas en Alcalá de Henares para unirse al lusitano y al francés, olvidando los juramentos que había hecho a sus señores naturales y llevando hablas secretas con don Alfonso para informarle que era el mejor momento para proseguir la guerra abandonada tras el descalabro de Toro, en razón de que había muchos nobles descontentos con el hacer de Fernando e Isabel.

Los reyes alertaron a todas las fortalezas situadas a diez leguas de los reinos enemigos. En Toledo, don Gómez Manrique, el autor de farsas, que a más era un gran capitán y tenía la ciudad, hubo de enfrentarse a la vecindad que, partida en partes, creía que mudando de rey cambiaría de fortuna, pues andaban los habitadores corajudos porque habían de sostener a las gentes de armas que componían la Hermandad, tributo que les resultaba muy oneroso a más que se sumaba a otros.

Pero lo que hablaba don Fernando con doña Isabel en el Alcázar de Córdoba:

—Lo malo no está en los vecinos de ciudades y villas, sino en el arzobispo Carrillo que malquista desde Talavera y que ha invitado a holgar en esa villa al rey de Portugal, cuando hasta su hijo, el príncipe Juan, intenta disuadirlo, pues no en vano lo derrotamos en Toro… Y en esa maldita condesa de Medellín que tiene Mérida y, conforme avancen las tropas lusitanas, les servirá de bastión…

—Es un veneno esa condesa…

—Es hija de su padre.

—Hija bastarda de don Juan Pacheco, el antiguo marqués de Villena… A mí me lo hizo pasar mal este hombre, aunque recuerdo muy bien que siendo muy chica se presentó en Arévalo, donde vivía yo con mi señora madre y mi hermano Alfonso, e fue el primero que me quiso casar con vos. Es más, le aseguró a mi madre que haría un buen matrimonio.

—¿Y ha hecho su alteza buen matrimonio?

—¿Vos qué creéis?

—No sé, os lo pregunto…

—Recordad, mi rey y señor, que fueron los ángeles los que me abrieron paso en la casa de Vivero para unirme a vos…

—¡Qué tiempos, señora!

—Cuánto ha cambiado todo, marido mío, en pocos años… ¡Oh, ya llaman a la puerta, Fernando, abrid vos!

—No nos dejan estar ni un minuto… Voy a abrir, esta noche continuamos —terminó el rey, haciéndole una carantoña a su esposa.

E, vaya, que las malas noticias de la posible invasión portuguesa y de la alianza de su rey con el arzobispo Carrillo de Toledo llevaron a los reyes a Guadalupe para proveer por allí contra la más que posible guerra. Por eso enviaron capitanes para que guardaran el marquesado de Villena y, es más, hartos ya de tanta deslealtad, embargaron las rentas del primado, para que se enterase de quién mandaba en Castilla, pues tenía el hombre el pensamiento siempre lleno de alborotos, y atinaron porque presto no pudo pagar ni el sueldo de sus domésticos, a más que no se le juntaron gentes. Recibieron a los embajadores que les envió el rey de Francia con grandes señas de amistad, sabedores de que poco antes le había prometido lo mismo al portugués, conscientes de dónde estaba el rey de Francia; no obstante, los honraron mucho, y Fernando aprovechó el momento para hablar con ellos del pleito que tenía por el condado de Rosellón en los reinos de Aragón, largo litigio cuya resolución quedó en manos de dos hombres buenos.

Los reyes no estuvieron quietos, que no iba con ellos la quietud, y no doblaban el brazo a la hora de hacer justicia o llamar al orden. Por eso, cansados ya de que la condesa de Medellín tuviera tomada Mérida, cuando pertenecía de antiguo a la orden de Santiago, y conocedores de que la dueña, mujer de grandes atrevimientos, había tenido preso durante cinco años a su propio hijo, le enviaron a su condestable con nutrido ejército a que la pusiera en obediencia. Pero no olvidaron la vía diplomática para evitar la guerra con el reino vecino; muy al contrario, doña Isabel cruzó abundantes cartas con su tía, la duquesa viuda de Viseo, mujer asaz sesuda y hermana de su señora madre, que continuaba con sus bordados en el castillo de Arévalo esperando la llamada del Señor, para que convenciera al rey Alfonso de Portugal de abandonar la malhadada idea de conquistar Castilla; y, claro, la voz de la infanta se sumó a otras, y en aquellos países se levantó barullo.

E llamada la reina por su señora tía, la duquesa, que fuera más cerca de ella para intercambiar mensajeros con mayor facilidad, los monarcas se mostraron dispuestos a llegarse a Trujillo, pero antes de dejar Guadalupe les sorprendió una mala noticia: la muerte del rey don Juan de Aragón, Dios lo haya acogido en su seno, acaecida a 20 de enero de 1479, día de San Sebastián, en la ciudad de Barcelona. Así las cosas, todos los del reino de Aragón, de Valencia, Sicilia, del principado de Cataluña y del resto de islas y señoríos, llamaron a don Fernando para que fuese a tomar posesión de los sus reinos.

E, como ya habían cargado los equipajes en los carros y las gentes de la compaña estaban montadas en los caballos y mulas, los soberanos de Castilla y Aragón tomaron la vía de Trujillo, donde le celebraron solemnes funerales al rey muerto, y discutieron con las gentes de su consejo el orden que debían llevar los títulos de los señoríos que tenían en las cartas que expidieran en el futuro. E quedaron, así:

«Don Fernando y doña Isabel, por la gracia de Dios, rey y reina de Castilla, de León, de Aragón, de Sicilia, de Toledo, de Valencia, de Galicia, de las Mallorcas, de Sevilla, de Cerdeña, de Córdoba, de Córcega, de Murcia, de Jaén, del Algarve, de Algeciras, de Gibraltar, conde e condesa de Barcelona, señores de Vizcaya e de Molina, duques de Atenas y de Neopatria, condes de Rosellón y de Cerdaña, marqueses de Oristán e de Gociano, etcétera». Porque tenían más, al parecer.

Fernando picó espuelas camino de Aragón para tomar posesión de los sus reinos, quedándose Isabel sola para ordenar en toda la desventura que se preconizaba para el reino de Castilla, para defenderlo del enemigo, pues don Alfonso de Portugal, ciego y sordo, tenía varias fortalezas por Extremadura. E así las cosas, cruzaba cartas con su marido, que estaba en Barcelona:

Me voy a Alcántara. Se la he pedido al alcaide que la tiene de mi hermano y tengo para mí que me la ha de dar. Si es así, me iré allí para estar más cerca de mi tía doña Beatriz, si no ya veré. Haré venir a nuestra hija de Segovia, pues parece que, de haber paces, entrará en el trato, pues habremos de dar rehenes y don Alfonso los quiere de linaje. No me importa, porque al lado de mi tía estará bien y aprenderá portugués… Mi rey y señor, ¿qué os parece?

Mi señor padre, el rey don Juan, Dios le dé vida eterna, lleva nueve días de cuerpo presente en la casa episcopal. Lo han vestido con un muy rico ropón de terciopelo carmesí, forrado de martas cebellinas, largo hasta los pies y debajo lleva una túnica de seda del mismo color, e calzas granas, e zapatos de fustán con bordados de plata. En la cabeza le han colocado un bonete negro y sobre él la corona, en el pecho el collar del Toisón de Oro del duque de Borgoña… Es una procesión de gentes, lo velan de día y de noche… Os digo, señora, que habré de empeñar mi collar de la dicha Orden para pagar los treinta mil panes que lleva el obispo entregados a los pobres que vienen a llorar el cadáver de mi señor padre, a más que en velas llevo gastada una fortuna… Don Juan será enterrado en el monasterio de Poblet, que es del Císter…

E cuando doña Isabel le leía la carta de su esposo a doña Clara, se mostraba quejosa del contenido, pues que no le decía palabra de qué hacer contra el portugués y los rebeldes de Extremadura, pero la mayordoma le respondía:

—Vuestra alteza sabe muy bien qué hacer en esta guerra que tenemos… Si vuestro esposo os dijera qué hacer, seguramente se quejaría de que le decía y no la dejaba hacer.

Y, en efecto, lo sabía, y se hubiera molestado de haber recibido instrucciones.

Fernando, mi rey y señor, he de entregar a la infanta nuestra señora hija para conseguir la paz. No temáis, que mi tía la cuidará como si fuera suya… Le voy a dar oro y joyas, para que luzca en la corte de Lisboa, pues está hecha una mocita.

¡Entregadla, que ha de estar asaz bien con doña Beatriz, que es mujer de prendas y muy cristiana!

Y deste modo, el rey en Aragón atendiendo a sus negocios y la reina en Extremadura, tras sofocar las revueltas y conquistar los castillos, firmó paces entrambos reinos en Alcáçovas, ella por Castilla, su tía Beatriz por Portugal, por las cuales entregaba a su hija Isabel en prenda de alianza para casar cuando estuviera en sazón con el príncipe Alfonso, hijo de don Juan, el heredero del trono lusitano. A su vez el rey de Portugal renunciaba al título que había usurpado de rey de Castilla, a más que juraba no consumar su matrimonio con doña Juana la Beltraneja, que tenía diecisiete años, y darle seis meses de tiempo para dirimir su porvenir: si quedarse en Portugal, o maridar con el príncipe Juan de Castilla, niño de pocos meses, quedando rehén de la duquesa de Viseo hasta que la criatura alcanzara la edad púber, o entrarse en un convento. Sabedora de lo que la esperaba, doña Juana, dicha la Beltraneja, profesó en las Clarisas de Coimbra e se puso bajo el amor de Dios.

Arreglado lo anterior, los reyes convocaron cortes en Toledo para solicitar subsidios, pues que las rentas de la Corona estaban enajenadas de tal manera que no tenían para mantener a sus hijos ni para llevar el gasto de su casa. Y, como apenas les quedaban alcabalas ni tercias, pidieron a los que las tenían del rey Enrique que las devolvieran, dándoles a cambio juros de heredad a perpetuidad, e a los que no se las quisieron tornar se las compraron a bajo precio. Pues lo que dijeron a los procuradores que hacían así o tendrían que imponer nuevos tributos con el consiguiente agravio de sus súbditos e, aunque al principio hubo barullo en el Alcázar, luego se sosegaron los ánimos y hasta cambió el talante de las gentes, de tal manera que nadie osaba sacar las armas contra otro ni enojar al vecino ni alzar la voz. Y lo que se comentaba en la sala del trono del palacio y por toda la ciudad, que la justicia de rey y reina llegaba a todas partes y mejor aceptar lo que dijeran, pues que ambos eran hijos predilectos del Altísimo como se venía demostrando, en virtud de que todo negocio que pretendían, iniciaban, desarrollaban y concluían les salía bien, y nadie dudaba que eran benditos de Dios. Y es más, empezó a correr por Castilla que don Fernando había nacido en gracia, cuando señoreaba en el ancho cielo el cometa que se avistó en 1452. Y de doña Isabel se comentó largo que, pese a lo mucho que había quitado a todos, dejó a las iglesias, conventos y monasterios con el mismo pan y todas las cosas que tuvieren, es decir, que no les quitó nada ni se las compró por dos reales.

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Mucho revuelo causó en el palacio de la calle de los Caballeros la irrevocable decisión de Juana de entrarse en las Clarisas de Tordesillas, pues lo que decían las moradoras, si al menos hubiera elegido un convento de la propia Ávila, yendo a misa allí la hubieran podido ver en el momento de comulgar, cuando asomara la cabeza por el ventanillo que abrían de la clausura. Pero, Señor Jesús, en Tordesillas, tan lejos, no la verían nunca más, y la casa se quedaría triste, triste, y la bisabuela se dolería y la cocinera también, y las moras gritarían ese grito desgarrado que arrojan por su boca los musulmanes en situaciones de dolor; además que Leonor, abandonada la lectura del pergamino, ya sufría y más parecía un alma en pena vagando por la casa.

Doña Gracia hablaba con ella y se quejaba:

—Juana, hija, del convento no te dejarán salir ni para verme morir…

E Juana la interrumpía con otro negocio:

—¿Cuándo va su merced a llamar al notario para formalizar la renuncia de la parte que tengo del marquesado a favor de mi señora hermana?

—Ya que hablas de eso e evitas platicar de otra cosa, te diré que el título lo tienes de iure pero no de facto, pues que el castillo y villa de Alta Iglesia fue asaltado y ocupado por unos ladrones durante veinte años o más, seguramente más, desde que lo vino a decir aquel preste que llevaba una sacristana con él y que vivió en esta casa, ¿lo recuerdas? Ahora lo tienen los reyes, cierto que están por devolvéroslo a ti y a Leonor…

—E se lo has pedido a la reina.

—¡Sí!

—Bueno, pues abrevia el negocio porque yo para Santa Clara entro en el convento, como tengo convenido con la señora abadesa.

—¿Qué día es?

—El once de agosto.

—¡Imposible! La reina todavía no os habrá tornado el título…

—Yo no necesito ser marquesa; que lo reciba mi hermana, ¿no hemos quedado que renuncio y amén?

—Tú tienes que estar presente cuando su alteza lo dé…

—¡No!

—¿Con esa rebeldía que te ha venido de pronto te vas a ir a servir a Dios?

—Mira, abuela, no quiero porfiar contigo; me voy a dar un paseo con Marian… E no descuides lo de mi renuncia. ¿Al menos a Leonor le parece bien lo que voy a hacer?

—Tu hermana no quiere un título de nobleza para ella sola, quiere una hermana a su lado…

—¿Quiere una hermana y no me habla en semanas?

—Lo único que ha hecho sin ti ha sido traer un niño al mundo; si hubieras estado con ella…

—No es cierto, ha hecho otras cosas sin mí… ¡A Dios!

—¡A Dios, hija!

Y Wafa, la que más lloraba de todas las habitadoras de la casa, le comentaba en los escasos momentos en que Leonor le daba asueto:

—Juana, hija, te he criado y atendido desde que naciste, ¿me vas a dejar sola?

—No admiten criadas en las Clarisas, ni menos moras…

—Podrías pedirle a la priora que me tomase de fregona o de guisandera, al menos viviríamos en la misma casa…

—Eres mora, Wafa, no puedes estar en un convento cristiano.

—Pues en tu boda no llevé velo y estuve en la iglesia como una más…

—No insistas, no insistas… Que entre todas me estáis sacando de mis casillas…

—Oye, Juana, si quieres voy a que me bautice el párroco…

—No, no quiero que te bauticen, eres musulmana… ¡E calla ya!

O era Marian la que la recriminaba:

—Tu hermana anda apenada, y si te vas es capaz de morir de pena; ya conoces el afán que pone en lo que hace.

—Mi hermana no me habla, lleva muchas semanas sin dirigirme la palabra.

—Le dolió mucho que no estuvieras con ella…

—¿Por qué mientes? Lo que la trastorna es haber dado a su hijo a esa María…

—Eso también, que yo no he tenido hijos, pero tengo para mí que un hijo no se da…

—En vez de venirme a mí con matracas, habla con ella y que lo remedie cuanto antes, que luego será tarde.

O era Catalina:

—Cuando ponga sopa a cocer, será Leonor la que se coma el tuétano de los huesos, que yo siempre te lo he dado a ti porque eres la más menuda de las dos… Ay, ya no confundiré vuestras voces… Ya no iremos a comprar nunca juntas yemas ni membrillo…

—Ya no seremos la buena y la mala, la alegre y la triste, la necia y la aguda…

—¡Ay, Juana, no te enojes!

—En todas las familias, un hijo o una hija entra en religión y no se organiza trapatiesta; al contrario, se alegran las gentes de que un familiar se vaya a servir a Dios y a rezar por ellas.

—Aquí no, quizá porque somos pocas personas…

—En esta casa es como si Dios no existiera… Leonor y yo nos hemos criado con Dios y con Alá, las moras han adorado a Alá, la abuela no ha tenido a otro dios que a don Beppo, tú la única cristiana de la casa, y odias a los judíos y a los conversos…

—¡Calla, Juana, calla, no hables de esas cosas!

Fue Leonor la que habló a su hermana después de mucho tiempo de evitarla:

—Juana, no quiero tu media parte del marquesado…

—Debes tomarlo, de otro modo habrá jaleo con las monjas… Voy a llevarles sólo dinero contante y sonante. Los inmuebles quedarán para ti; nuestra abuela lo quiere así, pues no desea partir las vajillas de nuestra señora madre ni el ajuar de otras antepasadas con ellas… Me llevaré mis cosas personales… Te dejo casi todo, hermana, hasta el tesoro del rey moro.

—Dice nuestra señora abuela que al convento puedes llevar una dote, la que quieras, sin renunciar a lo demás, pues quién sabe…

—Yo sé lo que he de hacer.

—¡Qué suerte tienes de saber lo que has de hacer! Yo no sé si he hecho bien de separarme de Andrés.

—Hiciste muy mal, máxime estando encinta… Pero lo peor que has hecho ha sido dar a tu hijo a esa María, que además de alcahueta es bruja.

—No podía tener al niño en casa; se hubiera corrido por Ávila e la justicia se lo hubiera entregado a mi marido.

—No sé qué clase de sentimientos tienes, ni si tienes sentimientos… A ratos me resultas inhumana hasta el delirio…

—¡Ay, amarga de mí! A veces es menester acallar los sentimientos…

—¡Ea, hermana, reflexiona y enmienda lo que se pueda enmendar!

—Ando desganada, no puedo pensar siquiera en el cofre de don Tello… He dejado de buscarlo…

—¡Albricias, Leonor; ahora podrás pensar en tu hijo!

—¡Me tratas mal, Juana!

Y así o parecidos se sucedían los días en el palacio de la calle de los Caballeros. La bisabuela valorando los bienes de sus bisnietas con el judío Yucef, el que más sabía de precios en la ciudad de Ávila, para dividirlos con equidad, contando las doblas que le tenía guardadas el hebreo para darle a Juana la parte que le correspondía, dudando si convertirlas en pagarés para no llevar dinero, cada vez más cansada de los jaleos que se suscitaban en aquella casa, tentada de poner a la venta el palacio de Milán y la villa a orillas del Tesino, pues que se veía ya con poca vida. Entre otras cosas, porque un día, sin comer alimento duro ni roer huesos, se le cayó un diente, un colmillo, que la afeó mucho, y fue menester llamar al sacamuelas para que le extrajera la raíz, e le dolió harto. En pleno sufrimiento, pidió un espejo de mano y no paró de mirarse el hueco que le había quedado en la boca, y fue quizá por eso que dejó de sonreír y se mostró taciturna.

Taciturna andaba también Leonor porque su hermana, que era mujer terca como no había otra terquedad en el mundo, iba a profesar en religión en breve y, vaya, que ser el doble de rica de lo que ya era no le contentó miaja. A más, que estaba lo del niño, lo de su hijo. Lo del hijo que le diera a María de Abando, que era mujer trapacera y hasta bruja quizá. Que le dio el niño, a su hijo, como si le diera un gatito, quiá, no de ese modo, peor, que los animales recién nacidos suscitan sentimientos de ternura. Y ella no, no, no tuvo apego ni cariño ni ternura, siquiera curiosidad, por el ser que había de nacer ni durante ni después del parto.

Pero se interesó por él y a Wafa le preguntó qué había traído al mundo, si un niño o una niña, si estaba entero y si tenía las dos manos, y bien hubiera podido terminar con la vida del niño o la niña, porque la dicha María se lo propuso a las claras, pero no quiso, que iba contra Dios y contra la vida que Dios da a cada persona e, de consecuente, no podía privar de la vida a lo que naciera, un niño en este caso. Y, aunque ciertamente no lo miró a la cara ni lo tuvo en sus brazos ni le dio un apretujón, ella fue la que le indicó a Wafa que le pusieran el nombre de Juan, por su hermana y en recuerdo de su padre.

Claro que ahora empezaba a penarle, tal vez porque la dicha María había venido dos veces a la casa con el niño en brazos a visitar a la bisabuela y, pese a lo que pensaban las otras habitadoras, aquella maldad de que carecía de sentimientos, no carecía dellos, quiá, los tenía y muy profundos además, pues que le latía apresuradamente el corazón nada más de pensar en la criatura. Y a los nueve meses de ser madre sin serlo pues no ejercía de tal, tan hermoso que debía de ser, ya hubiera dado la única mano que tenía por tener a Juan en sus brazos.

Subiendo y bajando las escaleras, recorriendo los pasillos de la mansión como una sombra, tras reflexionar abundante sobre el particular, Leonor ya se decantaba por plantearle sus cuitas a la bisabuela a fin de enmendar lo que había hecho tan torpemente y traer el niño a casa. E inventaba historias, previa preparación de la escena, para contar: que alguien, que una mala madre, había dejado el crío en la puerta del palacio, que se lo habían encontrado en un camino, medio muerto de frío y lo habían recogido como buenas cristianas que eran; o que había llovido del cielo, en fin.

Pero sucedió que la reina doña Isabel, Dios le dé larga vida, la llamó para que fuera con su bisabuela y su hermana a Toledo a ocupar en la jura del príncipe Juan como heredero de la Corona el lugar que le correspondía entre los linajes de Castilla, el cuadragésimo, como va dicho. E fue de mala gana porque la bisabuela dijo:

—Las Téllez no faltaremos a tan fausto acontecimiento.

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El hijo de Leonor crecía en los brazos de María de Abando, que muy bien cuando le hacía carantoñas o cosquillas y el pequeño le sonreía, pero a ratos no sabía qué hacer con él, máxime cuando lloraba, pues que no tenía experiencia con los negocios de la maternidad ni se había ocupado durante el tiempo en que acordó con la marquesa quedárselo en preguntar a las madres jóvenes, lo que le hubiera sido útil, aunque inútil también, pues que cada niño es un mundo. No obstante, como Juanico era tragaldabas, se estaba criando sólo con la leche de vaca rebajada con miel y el chorrito de vino e con papilla de trigo, y a los nueve meses era una bola risueña y llorona que pesaba dieciséis libras. Un peso que llevar a sus espaldas cuando iba de aquí para allá, pero María caminaba ufana con él porque era hermoso como un ángel e las buenas mujeres la paraban por la calle para hacerle arrumacos. A más, que había sido aceptado por la vecindad como uno más, como si ella tuviera marido, pues a los tres días de llegar a su casa con él, a la atardecida, llamó a las vecinas, sacó unos vasos, aguardiente del bueno y unas tortas. Reunidas en el zaguán, les explicó que había ido a una aldea cercana para asistir en el parto a una moza que había fallecido e que como la criatura, la campesina, no tenía familia ni, de consecuente, el niño tampoco, se lo había traído con ella para darle crianza en el amor de Dios. Y fue que alabando su buen hacer se quedaron todas las comadres conformes, en razón de que ante la orfandad del Juanico hubieran hecho otro tanto. A ver, que todas eran madres y en la mesa de San Francisco donde comen cuatro comen cinco, y eso, no fue menester que María mintiera más, e hasta una de aquellas mujeres fue madrina en el bautizo y su marido padrino.

Así las cosas, a ratos azarada, a ratos quejosa, a ratos radiante, arrojando de la puerta de su casa al Perico, que continuaba rondándola, ya con más causa porque conoció que estaba casado, el muy bribón; ocupada de día y de noche, dejados ya los ensalmos que había venido haciendo para ayuntar carnalmente a los esposos Torralba Téllez, en razón de que los dos habían pactado entrarse en sendos conventos, atendiendo a su clientela con menos afán que anteriormente, por el Juanico, que le arrebataba el corazón, hubiera podido ser feliz, todo lo feliz que cabe ser en este mundo, pues que no en vano tenía un hijo, casa propia, amplia además, con habitación para sus ollas, buena chimenea, buena ropa, buena vianda, buen lecho con dos plumazos mullidos, e clientela sobrada. Lo dicho, hubiera podido ser feliz, pero es común que la felicidad se troque de la noche a la mañana en amargura.

Porque sucedió en Ávila que fray Tomás de Torquemada vino una vez más a sermonear a santo Tomás, e que la vecindad se abarrotó en la iglesia como en ocasiones anteriores. María no fue a escuchar al prior porque no había sido instruida en la doctrina cristiana y le resultaba tedioso, pero la encendida voz del dominico, que más parecía un rayo, soliviantó los ánimos de la población, pues que la había emprendido contra los judíos y, como debió parecerle poca diatriba la que salió de su boca, también contra las brujas.

E, claro, los habitadores de Ávila, muy engallados, pidieron hogueras e increparon a los judíos que, sintiéndose amenazados, se encerraron en sus casas con la tranca, pues Su Santidad Sixto IV ya había remitido bula a los reyes para restablecer la Inquisición y terminar con la herejía. E, sin hacer distingos, abuchearon a los conversos, creídos de que muchos continuaban judaizando, y a las brujas, las hijas de Satanás, según voceó el predicador desde su pulpito, sin ningún motivo.

En principio todo fueron insultos, pero luego hubo más; en concreto, en la calle de las Losillas los vecinos sacaron imágenes de la Madre de Dios a la puerta de sus casas e se colgaron del cuello escapularios.

María, vido lo que había, se apresuró a tomar medidas. Levantó dos montones de piedras en el umbral de su casa, uno a cada lado, y tendió un paño bermejo en la ventana del piso de arriba.

Y, qué quiso hacer, pardiez, qué quiso hacer… El hecho fue que la vecindad, que se había limitado a mirarla mal, comenzó a llamarla bruja cuando salía o entraba, ya llevara en brazos al niño o no lo llevara, y aunque ella, al principio, no hizo caso, sino que sonrió con su mejor expresión, presto hubo de correr a refugiarse en su casa, tan torvamente la miraban y tan malamente la increpaban:

—¡Bruja!

—¡Hija de Satanás!

—¿De quién es tu hijo? ¿Del diablo?

E de ese modo a María, que a mucho era ensalmera, como repetía una y mil veces a quien quisiera escucharla, le venían pavores e aceleraba el paso o corría con toda su alma. Porque bien sabía que aquellas gentes buscaban brujas y, las hubiera o no las hubiera en la ciudad, estaban dispuestas a encontrarlas. E no se atrevía a enfrentarse a la multitud, a las mismas mujeres que habían bebido su aguardiente en el zaguán de su casa poco antes.

El caso es que ya no le iba parroquia, que incluso los desesperados, hasta los que le habían ido a pedir veneno para acabar con su vida, que alguno hubo, la habían abandonado, e que el personal llamaba a su puerta gritando:

—¡Bruja, bruja!

—¡Hoguera para María de Abando!

Y ella se preguntaba:

—¿Qué he de hacer, Dama de Amboto? ¿Marcharme a otra ciudad o vagar mientras viva?

Y la Dama de Amboto, que estaba lejos, en las provincias Vascongadas, no le contestaba; por eso le demandaba otro tanto al Cristo de la Luz que, pese a estar a escasas tres millas de ella, tampoco le respondía. O ella no le escuchaba, porque había jaleo fuera, por el gentío, y jaleo dentro por Juanico, que lloraba de oír a los de fuera llamándola lo que no era.

Por eso, puesta en un brete, decidió marcharse de Ávila con dolor en su corazón, pues que habría de abandonar su casa y sus cosas, lo que tenía después de muchos años de no tener nada salvo un talego y de vivir de la caridad que le había hecho la hermana Miguela; después de ser llamada «santa», que así la llamaron las buenas gentes cuando se estableció en la ermita, e más de una mujer, destalentada por demás, pretendió que hacía milagros y, vaya, que de repente, como quien dice, era bruja.

E como el jaleo, que la mantenía en vilo, sólo decrecía a la hora del almuerzo y entrada la madrugada, habiendo anticipado al judío Yucef tres meses del alquiler de la casa por si tardaba en volver, hechos tres talegos de equipaje que pesaban una arroba y con el niño en brazos, optó por largarse antes de que amaneciera cuando sonaban las cinco en el reloj de la iglesia de Santo Domingo, abandonando lo que había querido: su casa, sus cosas y su ciudad.

Cuando empezó a clarear, anduvo bien pegada a la muralla para disimular su propia sombra con el niño dormido en los brazos, bendito sea Dios, pues que de haber llorado la hubieran descubierto los que querían llevarla a la hoguera. Y, tras esperar que abrieran la puerta del río, tomó el camino de los puertos, el del sur, para detenerse a quinientos pasos y dejar uno de los zurrones que llevaba, el que menos falta le hacía, escondido en el hueco de un árbol para volver a buscarlo cuando regresara, porque habría de tornar, pues no en vano había dejado enterrado casi todo su dinero bajo la tapia de las Gordillas, como va dicho.

E iba renqueando, pensando en dejar otro talego, mirando dé tanto en tanto las admirables murallas de la ciudad, cuando el Juanico comenzó a lloriquear pues tenía hambre, e se detuvo a la vera del camino para prepararle la mamadera. Prendió una hoguerica e puso un cuenquillo al fuego para calentarle la leche, y en ésas estaba cuando oyó gran alboroto a su espalda e hubo de ocultarse entre unas matas y grandes piedras, dichas por allá cantos, pero no le valió de nada porque unos jinetes de la Hermandad de Ávila, llamados por el humo, la descubrieron al instante.

Cierto que, viéndola mujer y con un niño, como no la conocían, la dejaron estar y sólo le preguntaron si había visto a una mujer vieja y arrugada, a una bruja que causaba pavor verla, que además iba sembrado piedras por el camino, haciendo montones, borrando sus pasos y conjurando a los demonios con semejante hechicería. Y no, dijo que no había visto a ninguna mujer, y se guardó muy mucho de decir que, aunque joven todavía, era ella. Aprovechando que los hombres iban mal informados, siguió apriesa, apriesa, con el cuenquillo de leche en la mano, a tal paso que las liebres de haberla visto le hubieran tenido envidia.

Se detuvo en un claro a dar de desayunar al niño y a cambiarle el pañal. Guardó el sucio, pues que tenía cuatro pañales pero no más, para lavarlo en la primera fuente que encontrara, y tornó al camino conocedora de que en cualquier momento podía toparse con otro piquete de soldados.

Y sí, al caer la noche, oyó ruido de pasos, se detuvo dispuesta a hacer su mejor hechizo, a convertir a los que la buscaban en sapos. Dejando al niño en la ribera del camino, alzó los brazos e a punto estaba de convocar al señor Satanás, pero no eran soldados, no, era el hombre desnudo, el que andaba por Ávila enseñando lo que se tapa, que se le presentó bailoteando las manos y gritando:

—¡Don Juan!

—¡Pardiez, eres tú! ¡Qué susto me has dado! ¡Un poco más y te envío al mundo de los sapos!

E, vaya, que como había pasado tanto miedo, aceptó de grado la compañía del tipo; eso sí, le hizo señas de que se cubriera sus vergüenzas y él obedeció. Entonces María le dio pan y queso y al niño también un buen tarugo de pan, porque no podía hacer fuego, e los tres hicieron aprecio al yantar. Pero la mujer, antes de ponerse a dormir al claro de luna, le pidió al loco:

—Mira, don Juan, si esta noche vienen soldados, pues me buscan, coges a mi hijo y lo llevas a casa de las marquesas de Alta Iglesia, en la calle de los Caballeros. Llamas a la puerta y se lo das a la primera mujer que salga, dices que es el hijo de Leonor y que vas de mi parte. Yo soy María de Abando… ¿Lo harás?

Agradeció María que el hombre asintiera con la cabeza, pues no habló palabra siquiera parecía decirle otra vez que se llamaba don Juan, que no le bailoteara las manos y que se durmiera pronto, pues tenía muchas cosas en qué pensar. Y es que, ay, le venía a las mientes la muralla de Ávila, aquel inmenso cerco, cuyos moradores la habían querido y, ahora, los mismos, la perseguían. Y movía la cabeza, apesarada, diciéndose que de haber tenido una mano libre, después de atravesar el puente, se hubiera quitado las sandalias para no llevarse de allí ni el polvo, aunque bien sabía que estaba llamada a regresar, por lo de su dinero, su tesoro. E con ése o con los miedos que llevaba porque los soldados la querían atrapar, creyéndola bruja, lo que le producía tanta pena o más que lo anterior, pasó la noche en una duermevela. Para, al despertarse, tentar al niño y constatar que, ay, ay, no estaba el Juanico, ni unas varas más allá el don Juan, que se lo había robado.

Y, abandonando su equipaje, creída de que el loco la habría entendido mal, regresó a Ávila, exponiéndose a que la hicieran presa, a que la encerraran en una celda y a que la llevaran a la hoguera, en razón de que, aunque no lo fuese por su natura, actuó como las madres hacen. E de noche hizo los conjuros oportunos y se encarnó en ave, o en abejorro, que nunca lo supo. Y volando, o como fuere, se presentó en la calle de los Caballeros e llamó a la aldaba, y lo que se dijo luego, pasado un tiempo, cuando pudo serenarse y pensar en el negocio:

—Aquella vez volé de verdad, pues que, cerradas las puertas de la ciudad, las murallas de Ávila resultan imposibles de trepar.

Llamó, arrebatado el ánimo, a la aldaba de las marquesas, e acudió a la puerta la vieja Catalina que, viéndola como venía, le dijo con voz serena.

—El hombre que anda desnudo me ha traído al hijo de Leonor de tu parte. Las marquesas no están, que esta mañana han partido hacia Toledo.

E le ofreció un vaso de orujo e la entró en la cocina e le enseñó el niño, que dormía plácidamente. E cuando María respiró a su ritmo habitual le acercó una escudilla, y le informó:

—Te buscan, María. Corre por toda la ciudad que eres bruja… Es clamor lo que hay contra ti… Márchate cuanto antes. … Al hijo de Leonor lo cuidaré yo e cuando regresen las señoras lo haremos todas.

—Te dejo a mi hijo, no al hijo de la señora Leonor… Te lo dejo porque estoy apurada, pero volveré por él.

E tornándose otra vez en ave, o en lo que fuere, en razón de que la Catalina la vio desaparecer por un tris, volvió a la vía de Toledo con un solo talego a la espalda para ir más descansada.

Antes de subir los puertos, María se encontró con unas buenas gentes de Salamanca que llevaban su mismo rumbo e iban a la jura del príncipe don Juan. Ellas le hicieron hueco en un carro y anduvo como una dama, eso sí, echando en falta al Juanico y despotricando sovoz contra la vecindad y autoridades de Ávila.