Los reyes don Fernando y doña Isabel se reunieron en la sala del trono del Alcázar de Sevilla con una nutrida representación de prelados para que les expusieran por lo menudo lo que tenían contra la religión judía y dieron voz a todos. El primero en hablar, tomándole incluso delantera al arzobispo don Pedro González de Mendoza, que a más era cardenal de España, fue un tal fray Alonso, religioso de San Pablo:
—Saludos, señores rey y reina… Los culpables de la expansión judía fueron dos rabinos llamados Ravate y Ravina que, cuatrocientos años después del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, glosaron el Talmud, lo copiaron y lo enviaron por todo el mundo hasta donde los hebreos no tenían casas…
Pero enseguida intervinieron otros quitándose la palabra de la boca, con encono muchos dellos:
—E los tales rabinos pusieron pena de muerte espiritual para que ningún judío oyese otra doctrina.
—Fray Vicente Ferrer intentó convertirlos en el reino de Valencia e lo consiguió con muy pocos.
—Llevan a sus hijos a bautizar y en cuanto llegan a su casa les lavan la cabeza para quitarles el agua bendita.
—¡En Sevilla cualquier día predicarán los rabinos la ley de Moisés desde nuestros púlpitos!
—¡Dios no lo permita!
—¡Son peste!
—¡La fiera de la herejía anda suelta!
—¡Son tragones y no dejan de comer a la costumbre judía!
—Olletas de cordero, manjaricos de cebollas y ajos fritos, carne guisada con aceite en vez de tocino…
—Por evitar el puerco, altezas…
—Además, les apesta el aliento a ajo.
—Comen carne en Cuaresma y en las vigilias…
—¡Guardan las pascuas y el sábado como mejor pueden!
—¡Violan monasterios y engañan a monjas para que yazcan con ellos!
—¡Han allegado grandes caudales y haciendas, ajustándose al dicho que Dios mandó en la salida del pueblo de Israel de robar a Egipto ya sea por arte o engaño!
—¡Son soberbios, y dicen de sí mismos, pavoneándose, que no hay gente mejor ni más discreta ni más aguda ni más honrada que ellos!
—¡Nunca quisieron tomar oficio ni arar ni cavar ni andar por los campos criando ganado!
—¡Son gente logrera!
—Nos, tenemos gran pesar por lo que nos relatan vuestras reverencias —manifestaba el rey, apesadumbrado.
—¿Y qué proponen vuestras reverencias que hagamos? —preguntaba la reina, aterrada de tanta maldad que le referían los clérigos.
—He dictado una constitución, conforme a los sacros cánones, de la forma en que el cristiano debe tenerse desde el día en que nace. La he hecho poner en tablas en las parroquias, e no ha aprovechado nada… Los judíos, altezas, son pertinaces —sostenía el arzobispo de Sevilla.
—¡La santa fe católica recibe gran detrimento! —gritaba fray Alonso con vehemencia, sin recatarse delante de los monarcas.
—¡En nuestros señoríos no queremos herejes ni apóstatas! —señalaba la reina—. ¿Qué podemos hacer, señores, contra tanta pravedad?
—¡Pedir bula a Su Santidad Sixto IV para proceder por justicia contra la herejía!
—¡E cuando se reciba la bula, ordenar la Inquisición!
—¡E castigarla por vía del fuego!
—Nos, hemos de partir hacia Extremadura para meter en cintura a la condesa de Medellín y a otros como ella que no nos entregan sus castillos y se permiten aliarse con el obispo de Evora, de tal modo que los portugueses andan por esa parte de Castilla como si fuera dellos. No obstante, de acuerdo con el señor arzobispo, dejaremos que vean sobre todo lo dicho el obispo de Cádiz, fray Alonso de San Pablo y don Diego de Merlo, aquí presentes los tres. Salud os dé Dios, señores —terminó el rey.
—Él os colme de venturas…
E luego la reina habló con don Fernando en privado:
—Mi rey y señor, treinta clérigos, entre ellos un arzobispo y un obispo, han dicho horrores de los conversos, llamados en lenguaje vulgar marranos…
—Desde la gran matanza de mil trescientos noventa y uno se convirtieron muchos, pero existe inquina general contra ellos. Yo tengo varios secretarios conversos e son buena gente y muy cristianos… Quizá todo responda a envidia.
—No sé, marido; dicen que se convierten de cara a su vida pública, pero que en sus casas siguen con sus prácticas…
—Yo dejaría este negocio; en su casa que…
—¿No irá su alteza a decir que haga cada uno lo que tenga a bien?
—¿Por qué no?
—Porque Dios es Uno… ¡Ay, Fernando!
—Pedidle vos bula al Santo Padre y ya veremos qué hacemos con ella. A fin de cuentas, el rey Felipe IV de Francia expulsó a los judíos de sus estados en el siglo XIII y más tarde los reyes de Inglaterra… De cualquier manera nos vendría bien acrecer nuestras arcas con las haciendas de los que judaízan, pues necesitamos mucho dinero para la guerra contra los sediciosos, que no van a acabar nunca… E, después de poner paz en Extremadura, haremos guerra al moro, guerra sin cuartel, señora…
—Don Fernando, lo que vos digáis.
El caballero don Martín Gil de Torralba dejó la casa de la calle de los Caballeros avergonzado tal vez, pues que había sido incapaz de cumplir como varón con su esposa doña Juana Téllez de Fonseca, e no hizo siquiera ruido al marcharse y cerrar el portillo.
El caso es que cuando llegó Juana a ver a Leonor, que estaba recién parida, e todas alzaron la voz en el aposento, la mora Wafa rogó se fueran a platicar al gran comedor para no despertar a la señora, que había pasado mucha fatiga. E damas y criadas se retiraron.
Juana se mostró empecinada:
—¡Si alguien desta casa se hubiera acordado de mí y me hubiera llamado, le hubiera podido dar la mano a mi hermana!
Pero las otras respondieron lo mismo que ya le habían dicho:
—¡Juana, hija, en estos tres meses te hemos llamado mil veces para mil cosas!
—Yo la que más, hoy mismo, cuando tu hermana entró en parto —explicaba Marian, y las otras asentían a la par que la esclava.
Después de muchas pláticas Juana explicó, primero a su bisabuela a solas y luego a las sirvientas en la cocina que, como su marido había sido incapaz de quitarle la doncellez, tras mucho deliberar y sopesar la situación entrambos, habían acordado desvincularse para siempre, levantar acta ante notario de aquella separación e irse a servir a Dios. Él a los Jerónimos de Guadalupe, ella a las Clarisas de Tordesillas.
La bisabuela le dijo en un primer momento:
—Entrarás en religión si es tu deseo.
Pero las criadas se opusieron desde el principio:
—¿Cómo nos vas a dejar solas?
—¡Te necesitamos para vivir felices!
—¡Te hemos echado a faltar mientras estuviste encerrada!
—¿No te importamos una higa?
Y ella, después de asegurarles que las tres, Leonor y la bisabuela, le importaban lo que más deste mundo, aseveraba una y otra vez:
—¡Me llama el Señor Dios e no puedo permanecer sorda durante más tiempo! Lo que me ha sucedido con mi marido es prueba de que me debo a Él y no al mundo.
Ante respuesta tan taxativa, las sirvientas se quedaron mudas, pero Leonor se enfadó con ella cuando se enteró de sus propósitos y no le dirigió la palabra en varias semanas.
Y hubo muchas hablas en aquella casa sobre la decisión que había tomado Juana. Doña Gracia le advirtió cientos de veces, las criadas, miles, y Leonor le volvió la cara cuantas veces se la encontró por los pasillos. La bisabuela misma le decía:
—La vida religiosa no es fácil, es de servicio.
—Lo sé.
—Levantarse a maitines al amanecer y, después, rezar laudes durante toda la vida y cuando más frío hace, es duro…
—Estoy por ello.
—No sé si en las Clarisas se servirá a Dios como es debido, pues se comenta que la reina Isabel quiere llevar a frailes y monjas a más honesta vida e que le va a solicitar al Santo Padre licencia para reformar las órdenes religiosas.
—¡En las Clarisas se sirve a Dios, abuela, y se reza por los pecados del mundo!
Doña Gracia le hubiera preguntado a gusto a su bisnieta cómo, rezando mismamente a Dios y a Alá —en razón de que ella la había visto arrodillada en una alfombrilla y con las manos cruzadas sobre el pecho—, se iba con nuestro Dios si el otro había sido tan importante para ella como el verdadero. Y advertido a gusto también que si se marchaba de casa su hermana se moriría de pena.
Pero ya podían hablar unas y otras, que Juana no se apeó de su decisión. E, convenido un día con su marido, ella misma llamó al notario, al mismo que había levantado el acta de Leonor para que diera fe de otra separación, ésta de muy otro tenor que la anterior. Pues los esposos declararon ante el fedatario y unos testigos ajenos a sus familias, presentes las Téllez y sus criadas e la viuda Torralba por parte de Martín, que habían recibido la divinal llamada, Dios les diera ánimo para llevar la cruz que voluntariamente cargaban a sus espaldas:
—Yo, Juana Téllez de Fonseca, marquesa de Alta Iglesia, declaro ante vos, Antón de Inés, notario de esta ciudad de Ávila que, habiendo sido llamada por la gracia del Espíritu Santo para servir a Dios como la última de sus siervas, pido a mi esposo, el honorable caballero don Martín Gil de Torralba, aquí presente, que para bien y salud de mi ánima me otorgue su consentimiento para profesar en religión en el monasterio de Santa Clara de la villa de Tordesillas, cercana a Valladolid, pues es mi deseo y elección alejarme de las vanidades del mundo mientras el Señor me dé vida… E por todo lo dicho por mi propia boca solicito de vos, mi marido, otorgación y consentimiento.
Martín respondió correspondiendo al ruego, petición y demanda de su mujer:
—Yo, Martín Gil de Torralba, esposo vuestro, contesto a vos, doña Juana Téllez de Fonseca, que me es grato daros, y os doy licencia e permiso e expreso consentimiento en el nombre de Nuestro Señor Dios para entrar en cualquier orden o religión que os plazca, en todo y por todas cosas. Amén.
E repetido el acto, dando licencia Juana a Martín, firmaron los testigos y el notario. E de este modo el matrimonio de Juana terminó, en el mismo lugar que el de su hermana gemela diez meses antes, en el gran comedor de la casa de la calle de los Caballeros.
El día de la parición de Leonor, María de Abando llegó a su casa con un niño en un brazo y un hatillo de ropa que fuera de las marquesas cuando nacieron en otro, diciéndose que menos mal que tenía dos manos, y otras dos la criatura que llevaba, pues que hubiera sido difícil aviarse siendo manca con tanto bulto y hacer pasar inadvertido al niño de haber nacido tullido.
Con un varón, mejor varón para andar por el mundo, grandote él, que ya pesaría doce o trece libras, que lloraba porque tenía hambre, pues llevaba varias horas nacido y sin comer.
Que las señoras no habían previsto lo de la ropita porque, vaya, eran muy dejadas. Leonor había parido relativamente pronto para ser mayor y primeriza, y no había preguntado ni qué era lo que había alumbrado, si niño o niña, cierto que ella lo gritó cuando la criatura le cayó en los brazos envuelto en las secundinas y bien pudo enterarse, ni si tenía dos manos, ni si era manco como ella y su hermana. Doña Gracia, dada su mucha edad, se había retirado porque le había venido angustia al ver las malas sangres. Juana no había estado presente. La mora Wafa, que era la esclava de la parturienta, se había mostrado más nerviosa que su ama. La mora Marian otro tanto, a más que le susurraba a Leonor palabras misteriosas, algo como que se recuperase pronto para continuar buscando, e bajaba la voz cuando hablaba de buscar. La Catalina renegando como siempre contra los judíos conversos. Y lo que se decía la comadrona que, vaya, era comadrona a más de ensalmera, santiguadora, saludadora, aojadora, sanadora y bruja, era que, en realidad, la naturaleza de Leonor lo había hecho todo.
Acabado el parto, la bisabuela había llamado a María a su habitación y le había entregado el niño envuelto en una sábana, pero sin pañal, pues aquellas damas no habían cogido la aguja durante los nueve meses de preñez de Leonor siquiera para coser unas bragas:
—Toma, María, será tuyo… Cuídalo como hemos convenido… Yo mientras viva te daré para que pases con holgura y nunca le regatees comida; cuando yo falte lo harán mis nietas… Aparte de criarlo, cuando alcance la edad lo llevarás a la escuela de la Catedral, pues lo haremos paje del rey a ser posible, y en el futuro discurriremos cómo le traspasamos el marquesado… Tú deberás hacer que se lo merezca y que sea buen hombre y temeroso de Dios. ¿Estás segura de que lo quieres?
—¡Oh, sí señora!
—¿Tienes algo que preguntar?
—Sí señora. ¿El niño será mío?
—Sí.
—¿Podré hacer lo que hace una madre con su hijo?
—¡Naturalmente!
—¿E nadie me dirá lo que debo hacer?
—Nadie. Pero quiero que lo lleves a bautizar, que tengo para mí que no frecuentas los sacramentos… Ya sabes, debes llamarlo Juan…
—Bueno, me voy, que la señora Leonor ya está aviada e descansando.
—Lo traes de vez en cuando, que me gustará verlo…
—Los deseos de la señora son órdenes para mí.
—¡Con Dios, María!
—Falta me hará, que he curado niños de disentería, de tabardillo, de mal de garganta y de otras muchas cosas, pero no he criado ninguno ni visto criar…
Y, vive Dios, le hacía falta ayuda del Señor, pues que cuando llegó a su casa y fue a la fresquera a buscar leche, la encontró agriada y, dejando al niño en la cama, se encaminó a casa de una vecina, que le dio un cuenquillo de leche de cabra. Se la administró con una cuchareta a la criatura pero, ay, al momento defecó unas heces verdinegras encima del cobertor poniéndoselo perdido. Y ella iba y venía como si no fuera ella, como si le hubiera venido tontera de tan azarada que estaba y le faltaran las manos. E se equivocaba y tomaba una cosa por otra, pero había de salir del ofuscamiento porque el niño tenía hambre e se chupaba las manos con rabia, y llegarse a la taberna de Petra Aldana a que le diera leche de vaca para rebajarla con miel y hasta echarle un chorrillo de vino para que no le causara daño en las tripas. E no sabía si ir con el niño o dejarlo en casa, pues que se había levantado relente pese a ser finales de julio.
El caso es que María estaba más atada con la criatura que un gato con un menudo.