16

El 30 de junio, entre las diez y las once, antes de que azotara la calor en la ciudad de Sevilla, doña Isabel, reina de Castilla, de León, etcétera, en un aposento lleno de candelas, reliquias e imágenes de santos, alumbró un hijo varón que recibió al ser bautizado el nombre de Juan. Lo hizo delante de tres oficiales de la ciudad y un escribano, siendo asistida por una partera llamada la Herrera, que fue registrada por si escondía algo entre las sayas; también en presencia de varias de sus damas, entre ellas doña Clara que, como en la ocasión del nacimiento de la infanta Isabel, le tapó a la soberana la cara con un paño para que no viera lo que veían todos los presentes, que eran multitud, y además esta vez le mojó el vientre bien mojado con agua bendita.

—¡Es un niño! —exclamó albriciada la dicha Herrera.

Y sus palabras corrieron llevando felicidades por el Alcázar y por la población y sus arrabales, donde doblaron alegres las campanas de iglesias y monasterios, donde los frailes y las monjas, conocedores del feliz nacimiento, dejaron de rezar después de meses.

Doña Isabel se holgó a la voz de la comadrona, don Fernando también al aviso de Gonzalo Chacón. La madre se contentó de primeras pero, cuando limpio el niño y limpia ella de las malas sangres y los humores, lo tomó en sus brazos y vio que era menudo, no pudo evitar hacer un mohín de desagrado, y comentó luego con doña Clara, que no con las otras damas pues no era cosa de echar a los vientos, que la criatura era enclenque mismamente como su hermano Alfonso, que vivió poco. La mayordoma hubo de recordarle que el recién nacido se había adelantado cuatro semanas e no podía ser grueso, y decirle que lo criarían con buena leche e buena vianda e crecería sano con ayuda de Dios, que ya se encargarían ellas de tirar del manto del Todopoderoso pidiéndole salud para el niño. La parturienta no se durmió, pese a que hubiera sido lo natural después de tanta fatiga, quizá porque se había movido poco a lo largo de su embarazo, no fuera a malograr el fruto de sus entrañas. Siquiera cerró los ojos un instante y ella misma, después de retirados los plumazos del parto, cambiada la ropa de cama y aromada la habitación, eligió entre varias el ama de cría del futuro príncipe de Asturias. A una dicha doña María de Guzmán, una mujerona de grandes pechos que, casada con un caballero, había perdido al hijo que alumbrara.

En Sevilla hubo grandes alegrías durante tres días. El 9 de julio, el pequeño Juan fue bautizado en la iglesia de Santa María la Mayor, toda muy adornada de flores y paños de raso, por el arzobispo de aquella diócesis y cardenal de España don Pedro González de Mendoza, con padrinos y madrina de alcurnia.

El niño fue llevado en procesión a la iglesia, acompañado por todos los estandartes de las cofradías de la ciudad, con asonada de trompas y chirimías. Lo traía en brazos su ama, la dicha doña María, muy triunfante y bajo palio, llevado por varios regidores, todos vestidos con magníficas ropas de fustán negro que les dio el concejo. El plato con la candela lo llevaba en la cabeza un pajecillo, sosteniéndolo un grande, e dos donceles portaban la ofrenda, un jarro y una copa dorada, muy buenos. E detrás del ama seguían cuantos nobles había en la Corte y muchas gentes y caballeros. La madrina, que era la duquesa de Medina Sidonia, montaba una mula blanca, cuya rienda llevaba el conde de Benavente, y la seguían nueve doncellas todas vestidas iguales de brocado con mucho aljófar grueso. Y claro, ante tanto boato, las gentes estallaban en vítores y deseaban larga vida al niño, muchos de ellos encomendándolo al Creador, pues que era menudo y se sabía, y otro tanto a sus señores padres.

E así las cosas, estaban en Sevilla los naturales y los foráneos muy albriciados, con la reina recuperada ya de su parto, con el niño que no hacía asco a la teta, pese a que era enclenque; con calor, con la calor propia de la canícula, con las esteras de las ventanas bajas, con los toldos cubriendo las calles, con los hombres mojándose en el río y las mujeres echándose agua a la cara en las fuentes…

Ninguno de los habitadores mirando el cielo, pues que sólo levantar la cabeza producía sofoco, cuando, ay, Dios, corrió el espanto por doquiera, pues hizo el sol un eclipse a la hora del mediodía del 29 de julio e todo se cubrió de negrura durante mucho rato, mucho más tiempo del que duraban por lo regular aquellos fenómenos… O acaso fuera que la abadesa de Santa Paula, que era anciana y se iba ya deste mundo, mandó tocar las campanas de su iglesia a rebato y que a los sones cundió el miedo como si llegara el Juicio Final. El caso es que las gentes corrieron alocadas. Unas camino de sus hogares, otras hacia los campos de los arrabales, otras a las iglesias, creídas de que se aproximaba el Ultimo Día, que se cumplían los vaticinios de los predicadores y que el Señor llamaba a su presencia a los pecadores para pedirles cuentas, e se azotaban las gentes con sus cinturones y con lo que encontraban y se llenaban los cabellos de ceniza e rezaban… E aquel tiempo se hizo largo, largo, y en varios días no tornó el cielo de Sevilla a su claridad habitual.

En el Alcázar, sintióse el eclipse y sufrióse. Pues los agoreros, que eran muchos, primero sovoz y luego en voz alta, comenzaron a decir que el hecho de que se produjera el eclipse a los treinta días justos del nacimiento del príncipe Juan era señal de mal agüero y, aunque no se atrevían a expresarlo con claridad, recordaban:

—El nacimiento del infante se adelantó cuatro semanas.

Y en las escaleras las gentes santiguándose aventuraban:

—Quizá el príncipe, de no apresurarse tanto, hubiera nacido precisamente en este día…

—¡Oh, no!

—Hubiera sido un hijo de la oscuridad…

E no valía que algunos nobles y capellanes quitaran importancia al asunto, pues en las cocinas, en las cuadras, en las bodegas y en los puestos de guardia, las gentes de la servidumbre temblaban y los perros aullaban, y con razón, porque el sol no tornaba a su color, sino que emanaba niebla espesa.

Por supuesto, en las habitaciones de la reina también el miedo se trocó en espanto, y las damas se llegaron a las ventanas e, como el fenómeno dolía a los ojos, las cerraban presto e aconsejaban a doña Isabel que no mirase. Pero la reina miró, pues que era cosa de ver, e como duraba aquello, fuese en busca de su hijo que, casualmente, estaba mamando del pecho de doña María, el ama. E doña Clara le dijo al ama que dejara de darle la teta mientras durase el eclipse, no fuera a tomar la criatura leche agria y le viniera cólico, y doña Isabel asintió. Y el niño lloró pues que le quitaron la teta.

La reina tomó en brazos a su hijo e fuese con él a que lo bendijera fray Hernando de Talavera, su capellán, que lo hizo con gusto mientras el niño lloraba y lloraba, que desde que se lo quitaron al ama no había dejado de llorar como desesperado, y eso que no era un hambrón precisamente. Para que se callara hubo de tornárselo al ama, toda vez que fray Hernando dijera que el eclipse era un fenómeno natural de los astros y que a los astros y a las estrellas los mueve Dios, pero que había que andar con cuidado con él y no mirar, pues no en vano ya lo había advertido el griego Platón, que en su obra titulada Fedón puso en boca de Sócrates la siguiente frase: «Que debía prevenirme de que no me ocurriera lo que les pasa a los que contemplan y examinan el sol durante un eclipse. En efecto, hay algunos que pierden la vista, si no contemplan la imagen del astro en agua o en algún otro objeto similar».

Tal citó textualmente el clérigo, que era hombre leído. Doña Isabel, como el príncipe lloraba en sus brazos y callaba en los del ama, un tantico desairada dejó al niño y atendió la lección de astronomía de su capellán, a la que se sumaron varios nobles, y contempló el sol reflejado en el agua contenida en un lebrillo, y se admiró como el resto de la concurrencia de las maravillas de Dios.

E, ya recuperada y pasada la cuarentena, volvió la reina a hacer justicia los viernes y a asistir a los consejos de su marido con los secretarios. En el primer consejo el rey propuso comprar los derechos para conquistar las islas Canarias a la familia andaluza que los tenía y no hacía uso de ellos, a más de enviar embajadores al rey moro de Granada Muley Hacén para demandarle las parias que sus antepasados habían abonado a los reyes de Castilla. Isabel se mostró de acuerdo; cierto que lo que no esperaba, y se sintió sorprendida como todos, fue la respuesta del sarraceno, que orgulloso dijo:

—Los que pagaban parias han muerto y los que las recibían también.

En esta guisa, don Fernando proclamó la guerra contra el reino de Granada desde Lorca hasta Tarifa y mandó hacer muchos pertrechos de artillería, aunque luego la demoró y firmó treguas por tres años para en el entretanto recuperar la hacienda real.

E muchos asuntos que resolver tenían los reyes, pero todas las noches antes de cenar hacían un hueco en sus labores y contemplaban a su hijo el príncipe Juan. Se reunían en el aposento del niño e lo veían mamar del pecho de doña María, le observaban el primer diente o cómo lo bañaba el ama o le cambiaba de pañal, o sencillamente cómo crecía, o lo contemplaban riendo, y padre y madre le hacían carantoñas. El rey mirando muy mucho quién había en la habitación, pues que era hombre, no fueran los maledicentes a decir tal y cual.

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Doña Gracia Téllez, en el momento en que se convenció del embarazo de su bisnieta, intentó en vano rememorar lo que había sentido en su cuerpo la única vez que se quedó preñada, por contrastarlo con lo que le decía Leonor. En vano, porque habían pasado como mil años. Por supuesto que se había acordado de doña Ana, su hija, y la había tenido presente en sus oraciones y preguntado por ella a la vieja Catalina, pero en la fetación y en el parto no había vuelto a pensar.

Se presentaba Leonor en su aposento, que no le había venido la «enfermedad» iba para seis meses, que tenía bermejura en los pechos y que orinaba continuamente, que el niño se movía en su vientre como una sierpe, que no podía con el peso de su cuerpo y, como no recordaba lo suyo, la mujer no le podía decir ni aconsejar. Ni podía llamar al médico, pues su bisnieta había anulado el matrimonio con Andrés por no haber consumado matrimonio y ya no tenía marido.

Fue Leonor la que dijo de ponerse en contacto con María de Abando para que la asistiera en el parto. La bisabuela dudó, pues que la anterior consulta que le hizo le había resultado muy cara. Un buen caballo pagó pero, por fin, lo hizo. Eso sí, despidiendo antes a los criados que había contratado cuando sus bisnietas estuvieron viviendo en la casa de la plaza de la Fruta, y para que se fueran contentos les dio el doble que a los italianos, quedándose sólo con las moras y la cocinera, que eran mujeres de fiar, y ya pudo llamar a la Niña del Cristo de la Luz.

María que, recuperada de su enfermedad, había vuelto a los ensalmos de Juana y Martín, se presentó rápidamente en la mansión de la calle de los Caballeros, como si la llamaran de una casa cualquiera, sin recordar que en presencia de las marquesas sufría un cierto ahogo que no sabía a qué achacar, pero esta vez no sintió nada, quizá porque estaba sólo con una dellas. Y no se sorprendió con el embarazo de la marquesa, pues no en vano se había maliciado que algo ocultaba aquella familia, llegando a pensar incluso que las moradoras escondían un tesoro, pero no, no, qué sandia, habían estado tapando la preñez de Leonor.

—Muy avanzado está el embarazo de doña Leonor; no obstante, puedo arreglarlo…

Y como a la interesada y a la bisabuela se les demudaba la color, se apresuró a detallar sus servicios:

—Si vuesas mercedes lo desean, yo puedo acabar con la criatura y recomponer el virgo a la señora…

Porca miseria! —exclamó doña Gracia varias veces seguidas, quitándose los espejuelos de los ojos.

—¡No sé si deseo al niño, pero no pienso hacer nada ni por él ni contra él; lo he llevado mucho tiempo conmigo! —aseveró Leonor.

—Tened en cuenta, señora Leonor, que si hay que hacer es menester actuar presto, pues a lo menos estáis de cinco meses —informaba la ensalmera a la par que se encogía de hombros.

—De seis.

—¡Escucha, moza, lo que quiero es que asistas a mi nieta en el parto!. ¿Estás capacitada para ello? ¿Lo has hecho alguna vez?

—¡Cientos, señora! —mintió descaradamente María, porque en su época de aprendizaje en el rabal bilbaíno había asistido a muchas curas, pero a un parto nunca.

—Bien.

La anciana continuó hablando con ella, preguntándole cuánto dinero quería por sus servicios.

Leonor abandonó el comedor, llamó a Wafa y fuese a la huerta para contarle que ya tenía partera, demandándose si la tal María era mujer de confianza y capaz de mantener la boca cerrada con negocio tan malhadado. Tal se decía, pese a que la había propuesto ella, e iba muy corajuda por lo que le esperaba dentro de tres meses a no tardar, entre Santa Liberada y Santa Marta, que llevaba los días bien contados desde que abandonara de mala manera la casa Torralba.

—Que sea lo que Dios quiera, Wafa, con esta María… No sé qué haré si habla…

—Por un maravedí es capaz de vender su alma, tal dice Catalina…

—He ocultado mi preñez durante seis meses debajo desta saya. No quiero que se enteren los Torralba… Sería capaz de cortarme la mano que me queda si llegaran a saberlo…

—Ninguna persona desta ciudad sabrá que llevas un hijo; no tengas cuidado y no exageres, Leonor… No digas tal pues estás tentando a Alá, que tu mano te es tan necesaria como a mí las dos…

—No sé si he hecho bien al abandonar a Andrés…

—Has hecho lo más conveniente, recuerda que es una mala bestia…

—¡Ea, Wafa, amiga, dejemos este negocio, vayamos al tesoro!

—Por Alá, Leonor, ¿nunca vas a cansarte de buscarlo?

—No. ¡No tengo nada mejor que hacer y no he de darme mal por mi preñez, claro que no la puedo ignorar!

Hubiera podido distraerse Leonor de otro modo: jugando al ajedrez o a naipes con la bisabuela; yendo a los mercados a recorrer puestos; saliendo a la puerta del Grajal para ver cómo regresaban las ovejas merinas camino del sur hacia los pastos de invierno; cosiendo la canastilla del niño, tejiendo, leyendo, o mismamente con lo que sucedió en su casa más que terciado su embarazo, en los llamados meses mayores, de haber prestado atención.

Porque una noche, pasadas las once, llamó al portillo un caballero, sin criados ni escuderos, que resultó ser Martín Gil de Torralba, el marido de Juana, y pidió hablas con su esposa.

Enterada la marquesa por la cocinera, que a punto estuvo de negar la entrada al visitante, dejó de rezar y ordenó a la criada que abriera la puerta grande e fuese al zaguán a esperar a su marido. Y, desechada su intención de profesar en la Claras de Tordesillas, al parecer, tomó de la mano a su esposo, subió a su habitación con él y, sin requerir los servicios de Marian, que de un tiempo acá era como si fuera su aya, pues que Leonor acaparaba a Wafa a toda hora por lo del tesoro, echó la tranca.

La bisabuela, sabedora de lo acontecido, nada tuvo que decir ni que objetar, pues que entre esposos la prudencia dicta mantenerse al margen. Cierto que le sorprendió cómo se atrevía el dicho Martín a presentarse en casa de su mujer, pues que no había cruzado palabra con ella en la reunión que tuvieron las familias pero, ah, como sabía de amores, se adujo que tal vez los esposos se hubieran dicho con los ojos lo que tuvieren que decirse, y ya tras el primer estupor echó su imaginación a volar, creída de que la presencia de Martín respondería a una historia de amor.

Leonor se distraía buscando el cofre de los Téllez ciertamente, pero no pudo evitar sentir y sufrir que su embarazo prosperaba, pues llegó a engordarse más de veinticinco libras, a sofocarse por subir un piso de escaleras y a sentirse disgustada con su cuerpo. Ya sabía que beldad no era, pero tamaños cambios, la piel tensa y que, puesta de pie, no se veía la punta de los chapines, la pillaran desprevenida. A más, la acidez de estómago, los calores y el peso la hacían vivir desazonada y ansiosa. Y se quejaba:

—Tengo la cara como un pan y el vientre como un odre lleno.

Lo del tesoro no prosperaba, que ama y esclava se limitaban a adivinar las seis primeras líneas del pergamino, que estaba muy borrado, y a leer lo que decía Wafa que estaba escrito, pues Leonor no era capaz de leer ni que forzara la vista: «En el nombre de Dios, el Clemente, el Misericordioso. El honor a Dios, señor de los mundos. El Clemente, el Misericordioso. Soberano del Ultimo Día. A Ti te adoramos y a Ti pedimos ayuda. Llévanos por el buen camino», lo que era una oración.

Le hubiera gustado hablar con Juana, con su hermana gemela, que siempre estuvo a su lado pero, vaya, ahora no, pues al fin se enteró de que andaba encerrada en su aposento con el marido, yaciendo o no yaciendo con él, vaya vuesa merced a saber, porque no salía ni para ir a misa, y el esposo tampoco. Y Marian, que había cambiado de ama, no podía dar noticia alguna de lo que sucedía en aquella habitación, puesto que la dama se hacía dejar en la puerta la comida, la tina para el baño y la bacina de las malas aguas, y las entraba o sacaba cuando el pasillo estaba despejado, e cuando deseaba cambiar las sábanas las echaba fuera, hasta la fecha sin manchas de sangre, y se hacía ella misma la cama, como si fuera criada. E, además, no se oían hablas ni ruidos de ningún género en aquella estancia.

Ya podía presentarse en la puerta cualquiera de las moradoras de la casa y preguntar por la salud o bienestar de los encerrados, que no contestaban ni a la bisabuela, que andaba preocupada con motivo. Por Juana, que había caído en gran insania, y por el niño de Leonor, que crecía y crecía y que habría de nacer gigante, con lo cual Leonor, que era ya mujer madura y, sin embargo, primeriza, tendría un parto largo y difícil. Y no se podía llamar a matrona acreditada para que la asistiera en la parición, pues que toda Ávila se hubiera enterado de la preñez de la marquesa y, de consecuente, sólo se podía confiar en María de Abando que, dedicándose a vender picardías y a hacer de alcahueta, pese a que aseguraba haber asistido a más de mil parturientas, a saber si era cierto, poco crédito merecía.

Cercana la fecha de que Leonor diera a luz, doña Gracia trataba a menudo con la ensalmera y, amén de ajustar con ella que fuera la matrona, le pedía que se quedara con el niño y lo criara como si fuera de su carne. Y, habiéndole contado que el marido de Juana se había presentado en la casa, que su bisnieta lo había recibido y que ambos andaban encerrados en una habitación, la instaba a que echara ensalmo a los dos para que consumaran su matrimonio o rompieran de una vez, pues que aquello no era modo ni manera, en razón de que para San Pedro cumplirían tres meses sin salir del aposento, lo que holgaba sobremanera a la bruja, pues tenía mucho que ver en la llegada de Martín a la mansión y en el encerramiento de los esposos y, claro, seguía con sus conjuros, yéndose a la noche al campo baldío.

La dama le ofrecía uno, dos y hasta tres caballos, los que le quedaban en las cuadras, una arqueta llena de doblas de oro que pesaba dos libras, un pagaré con vencimiento a tres años y otro a otros tres de mil maravedís cada uno, y hasta le daba el castillo de Alaejos para vivir retirada con la criatura que alumbrara su bisnieta. Pero, para pasmo de doña Gracia, María de Abando le decía que no quería dineros, que se quedaría el niño por nada e la señora andaba confusa.

E llegó el día. A la alborada del 29 de julio, día de Santa Marta, doña Leonor Téllez de Fonseca, marquesa de Alta Iglesia, sintió un leve dolor en el vientre, e luego otro y otro regularmente, y llamó a Wafa que, más aterrada que ella, fue a despertar a Catalina, a la bisabuela y a Marian, que se personaron de inmediato en el dormitorio. E Marian fue a buscar a Juana, que no le abrió la puerta de su aposento ni atendió a su llamada, y eso que la mora golpeó con los nudillos como si se quemara la casa. E la bisabuela mandó a Marian que fuera presto por María de Abando, que deseando servir a la señora se presentó corriendo, e atendió a la parturienta que se debatía en terribles dolores e se retorcía en la cama. E, vaya, que doña Gracia, que había dudado de la maestría de la ensalmera, se complugo, pues la mujer mandaba y ordenaba a las criadas que acercaran una bacina para recoger las malas aguas, que trajeran sábanas limpias y que hirvieran agua abundante, y mientras la bisabuela le colocaba las reliquias familiares en la frente y en el pecho para que le hicieran favor, la otra palpaba el vientre y las entrañas de la pobre Leonor que, cuando la dejaban los dolores por un instante, lloraba en razón de que dudaba de haber hecho bien al separarse de Andrés o de traer el niño al mundo, vaya vuesa merced a saber, el caso es que rabiaba de dolor.

Sobre las doce del mediodía, cuando ya apretaba la calor en la ciudad de Ávila y a la par se contemplaba un eclipse de sol que dejó boquiabierta y temblando a la población, tras un último y grande dolor de Leonor, la comadrona recibió una criatura en sus brazos toda llena de moco y sangre, la examinó y gritó albriciada:

—¡Es un niño!

Y, la verdad, allí no se alegró nadie, salvo la partera, que era ajena a la casa, y eso que la criatura había venido al mundo con las dos manos y todo lo demás que las personas tienen, a nuestro Señor sean dadas muchas gracias y loores.

E fue que doña Juana Téllez de Fonseca casi se cruzó en la escalera con María de Abando, que iba con un niño en los brazos, cuando salió de su habitación después de tres meses, dos horas después de mediodía. En camisa de dormir, con el cabello lacio y sin lavar, con mala cara, teniéndose el vientre con la única mano que tenía. Cerró la puerta dando un portazo dejando a su marido dentro, al parecer, e clamó:

—¡Marian, Marian!

Pero la esclava no la oyó, en razón de que estaba ayudando en el parto de Leonor, que ya había alumbrado un niño gordo y hermoso y, a Dios gracias con dos manos, como dicho es.

E camino de las cocinas la dama continuó llamando:

—¡Marian, Wafa!

E iba rezongando, pensando ya en castigar a sus criadas y preguntándose si, tanto tiempo sin verlas, se habrían buscado otra ama. Se presentó en la cocina y llamó a Catalina, que tampoco andaba por allí, e se puso a revolver por las alacenas, y en esto entró la guisandera con unos barreños y no debió reconocerla, pues que gritó retrocediendo unos pasos:

—¡Ah!

—¡Soy yo, Dios mío!

—¡Ay, Juana, no te había reconocido!

—Me duele el vientre, me duele mucho, dame algo que me alivie…

—¿Qué te pasa? ¿Qué tienes, niña mía? ¿Qué negocios te traes? Estás fea, desgreñada, sucia, ¿qué es aquesto, Juana, niña?

—He pasado una noche horrible y una mañana peor…

—¿Por qué?

—No sé.

—¡Hazme caso y envía a tu marido a su casa!

—¡Calla, maldita vieja!

—¿Así me pagas mis desvelos? ¡Ingrata!

—¡Calla, Catalina, me duele todo! ¡Me voy deste mundo, me vinieron terribles dolores en la madrugada y han acrecido durante la mañana!

—¡Peor está Leonor!

—¿Qué le sucede a mi hermana?

—Ha tenido un niño que se llamará Juan en recuerdo de vuestro padre… Ahora, descansa… ¡Ea, que empieza a hervir el agua! Mira, atiende, atiende para cuando yo me muera, a un preparado que me dijo María de Abando… Echas en agua hirviendo un manojo de hojas tiernas de artemisa, un chorro cumplido de vino tinto y dos cucharadas de miel. Lo dejas cocer lo que se tarda en rezar tres credos, y…

—¡Calla! ¿Un niño, has dicho un niño?

—¡Un niño que tiene las dos manos, y grandote como su madre!

—¡Par Dios, Catalina!

—¡Bébetelo, que te hará bien!

—¿Estás segura de que tiene dos manos?

—Y tanto… Lo primero que le hemos mirado las moras y yo…

—¡Oh, Catalina, eso quiere decir que los descendientes de mi hermana y míos no sufren la maldición!

—No sé qué quieres decir, vosotras no estáis malditas… Un perro…

—¡Qué perro, por los clavos de Cristo! ¿Cómo puedes decir que un perro se nos comió las manos delante de un tropel de criadas?

—Lo que se contó entonces, Juana… Ahora, yo sólo sé que tenemos que dar gracias al Señor porque el niño haya nacido entero con sus dos manos y todos sus coxoncitos de varón…

—¿Leonor está bien?

—Sí, como es mujer recia ha tenido buen parto… ¡Doce horas!

—Y con el niño ¿qué vamos a hacer?

—Se lo ha llevado la María, que ha asistido a tu hermana…

—¡Ah! ¿Es lo que ha mandado la abuela?

—Sí.

—¡Ea, vamos, Catalina, que ardo en deseos de ver al niño!

—El niño no está, se lo ha llevado la María, te lo acabo de decir…

—¡Oh! ¿Cómo puede ser?

En efecto, cuando doña Juana Téllez de Fonseca llegó corriendo, ya más arreglada de tripas, al dormitorio de su hermana para conocer a su sobrino, la criatura no estaba. A más, que Wafa le cerró el paso:

—Tu hermana se recupera, debes dejarla descansar…

—¿Dó está el niño, Wafa?

—¡Se lo ha llevado la María, la alcahueta!

—¿Sin dejármelo ver?

Y lo que le dijeron las criadas con toda la razón:

—Llevas tres meses encerrada en tus habitaciones.

—Es como si ya no vivieras aquí.

—Nos hemos tenido que acostumbrar a vivir sin ti.

—Y no creas, que lo hemos sentido…

—Te hemos echado de menos.

—Hemos penado y rezado por ti, no fuera a hacerte ese hombre alguna maldad —rezongaba Catalina.

—No he estado con «ese hombre», he estado con mi marido…

—¡Por supuesto, tú nunca estarías con «un hombre»! —interrumpió la bisabuela.

—¡Abuela!

—¡Ay, niña, cuánto bueno de ver!

—¿Y el niño?

—Se lo ha llevado la alcahueta, como convine con ella…

—Me hubiera gustado conocerlo…

—Lo verás.

—¿Y Leonor?

—Está dormida, recuperándose.

—¿Lo ha pasado mal?

—Sí, pero el negocio ha sido breve, a Dios gracias; sólo doce horas.

—¿Doce horas son pocas?

—¿Dónde está tu marido?

—Se ha quedado aviándose… Se va, abuela, nos separamos de mutuo acuerdo… No hemos consumado el matrimonio.

Y no fue la marquesa la que preguntó por qué no lo habían consumado, fue la cocinera:

—¿No ha podido?

—¡No!

—Le está muy bien —rezongó.

—He pasado un día horrible con dolores de vientre… Me ha mejorado la tisana que me ha dado Catalina.

—Te echó de menos Leonor, preguntó por ti… Debiste estar con ella, teniéndole la mano en el parto —le dijo la bisabuela con voz dolida, a la par que no salía de su admiración porque sus dos bisnietas hubieran pasado enormes dolores a la vez.

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María de Abando continuó con los encantos que venía haciendo de un tiempo atrás a Juana Téllez y a Martín Gil de Torralba, yendo de noche al campo baldío con los dos muñecos, el de la dama sin la mano izquierda, es decir, manco. E ya no los unía con un cordel bermejo, no, los ponía bien atados cuerpo a cuerpo, cara con cara, como los hubieran dejado a lo mejor en una sepultura si los dos hubieran vivido una historia de amor que anduviera en los romances y hubieran muerto como dos grandes amantes. Y en el agua clara veía a Juana suspirar y a Martín yacer con mujer placera y se contentaba, pues que, aunque lentos, sus hechizos hacían progresos.

Cierto que también tuvo su mente ocupada en otras cosas que le sorbieron tanto o más el seso si cabe, sobre todo desde el momento en que la anciana marquesa le propuso asistir a su bisnieta Leonor, que estaba empreñada de su esposo, que la tomó con violencia, como ya sabía por las cocineras de los Torralba… A más, Dama de Amboto, de quedarse con el niño que naciera, prometiéndole esto y estotro.

Y, como es común que toda mujer quiere un hijo por su natura y ella, María, no podía tenerlo pese a que pretendientes para casarse no le habían faltado —por lo que oyera de boca de María de Ataún sobre que las brujas no deben tener descendencia, pues paren diablos e no es cuestión de traer semejantes criaturas al mundo que ya hay bastante mal por doquiera—, viendo solucionado el problema del demonio, en razón de que tendría un niño, o niña, a más sin la incomodidad de llevarlo en su vientre y parirlo, y que sería suyo aunque no lo fuera de natura, empezó a agradarle aquella posibilidad y dejó volar su imaginación, de la que, a Dios gracias, no andaba escasa.

Le vino a la mano ocasión de ser madre sin serlo verdaderamente y se contempló a sí misma con un ser pequeñajo en sus brazos, llevándolo muy sujeto, no fuera a trompicarse y lastimarlo, dándole de comer con una mamadera, aseándolo, limpiándole las heces y haciéndole arrumacos a toda hora hasta malcriarlo y, ay, que se le revolvió el corazón y, pese a que nunca había pensado en niños, prácticamente no hizo otra cosa a partir de entonces.

Iba a la mansión de la calle de los Caballeros casi a diario a preguntar por Leonor y por lo que la dama llevaba en su vientre. E hablaba con la bisabuela, que ya le tenía mucha confianza porque ella se comportaba con educación y no era una entrometida, sino fiel servidora que aconsejaba esto o lo otro para la comida de Leonor y, pese a que le extrañaba no ver nunca a las bisnietas andar por la casa, no preguntaba lo que no debía. No demandaba a la anciana:

—¿Dó andan vuestras señora nietas, que no las veo nunca por acá?

Para que la dama le mintiera, si fuera caso. Pero, dada la facilidad con que la señora Gracia le llevaba las cosas a la mano, un sentimiento desconocido hasta entonces comenzó a suscitarse en el corazón de María y comenzó a pensar, a hacer planes y discurrir qué diría de la criatura para que los vecinos de la calle de las Losillas murmuraran menos, porque murmurar, murmurarían. Andaba con los nervios aflorados y, en las postrimerías de la preñez de Leonor, no sosegaba ni de día ni de noche, y eso que se había quitado un peso de encima, pues estaba al tanto de que Juana y Martín se habían vuelto a juntar y que estaban encerrados en casa de la bisabuela, en una habitación.

De tal modo que pasaba jornadas enteras en la mansión dejando desatendida a su clientela, ya fuera acompañando a la anciana, ya a la cocinera, mujer que al principio la había evitado y hasta insultado, pero que acabó aceptándola en razón de que parlotera como era, no tenía otra persona con quien hablar, siendo que la señora Leonor y la mora Wafa pasaban el día en la huerta leyendo y la señora Juana no salía de sus habitaciones ni para ir a la letrina. Marian hacía guardia a la puerta de su ama llorando a ratos, y la bisabuela recorría el patio o paseaba por el jardín apoyada en su bastón, o se sentaba en el comedor bajo el retrato de su marido italiano. Y eso, pues eso.

María comentaba con la cocinera:

—Me llevaré al niño conmigo, Catalina, y lo criaré mismamente como si fuera mío…

Y la guisandera contestaba:

—Todo esto es desatino… Las bodas con los conversos fueron condenadas, ya lo decía yo, pero nadie me hace caso en esta casa… Soy el último pito. Que tú te lleves al niño soluciona el presente, pero no es de ley quitarle al que haya de nacer el título de marqués…

—Doña Gracia dice que todo se podrá arreglar…

—La señora no vivirá mil años. Leonor no hará nada; ya la ves, todo el día con el pergamino.

—¿Busca alguna cosa? Anda afanada como si quisiera encontrar un tesoro…

—No he de decir palabra.

—E Juana, ¿qué hace?

—No sé, lleva meses recluida… No sale de su aposento… Es muy de ella eso de estar tiempo y tiempo con una cosa… Hasta que se encerró con su marido rezaba en la capilla día y noche…

E así transcurrían las jornadas, todas las habitadoras de la casa de la calle de los Caballeros temiendo que llegara el día del nacimiento, cada cual por sobradas y distintas razones.

La verdad es que el 29 de julio, día de Santa Marta y coincidiendo con un eclipse de sol que sobrecogió a la población de Ávila, fecha más que esperada en la mansión, Leonor y María, las más interesadas en aquel negocio, supieron estar a la altura de las circunstancias. Una trayendo un niño al mundo con mucho dolor, según maldición que la mujer sufre desde los tiempos de nuestros Primeros Padres; otra recogiéndolo con el corazón alborozado, mismamente como hubiera hecho una verdadera madre, e abandonando la casa, después de aviar a la recién parida, contenta como unas pascuas con un niño sano muy apretado en sus brazos.