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Doña Isabel hubiera deseado cuidarse en su tercer embarazo y dormir ocho horas diarias a más de siesta, pero lo único que pudo hacer fue bajar con tiento las escaleras del Alcázar de Sevilla, siempre del brazo de sus damas. No montar caballo ni mula y hacerse llevar en andas a las iglesias y, de consecuente, no dar un paso de más ni más largo, pero descansar apenas descansó, pues que no la dejaban estar. Eso sí, durante la fetación comió por dos para que lo que crecía en su vientre, quiera Dios que fuera varón, naciera hermoso y sano, e tanto preocuparse por el niño gozó de peor salud que en sus anteriores empreñamientos.

Los días se le hacían cortos para recibir a tanta gente que le iba, ricos y pobres, todos a desearle buen parto, y los viernes repartía justicia pública en un sitial situado en el patio del Alcázar a quien se la pedía, dejando los casos dudosos para que los resolvieran sus secretarios. Pero no todo eran felicidades, pues el señor rey hacía la guerra contra los sublevados andaluces y extremeños y no paraba en casa y, si hablaba de pedir las parias al rey moro de Granada que hacía años que no se cobraban pues el sarraceno se había aprovechado del desgobierno de los tiempos del rey Enrique, era por carta.

Ella pasaba su tiempo atendiendo al legado del Papa, escuchando las quejas del obispo de Cádiz, que le pedía perdón general para los señores de la zona, levantiscos de lo más, y oyendo gritar al pueblo contra los judíos. Hubiera querido regodearse con lo suyo, no teniendo que mediar entre el duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz por el oeste, o entre el conde de Cabra y el señor de Aguilar por el este. O verse engordar a gusto. O leer o hacerse leer, o jugar al ajedrez. O bordar las ropitas del niño por nacer… Pero en cuanto doña Clara la veía con una aguja en la mano, se apresuraba a quitársela no le fuera a venir arrebato como a su señora madre, que continuaba residiendo en el castillo de Arévalo con sus paños y sus damas, y le llevaba papel y tintero para que le escribiera. O la acuciaba con otras cosas, como que debía despachar con sus secretarios otra vez, cuando ya lo había hecho por la mañana temprano, porque había postergado enviar dineros a los hijos de la fallecida reina Juana, la madre de la Beltraneja y tres más, que no tenían qué ponerse. O que tenía que enviar recado a tal convento para que rezaran misas por su feliz alumbramiento, pues se había olvidado de él y andaban las monjas dolidas con ella. O le enseñaba los dibujos preliminares que había hecho un tal Gil de Siloe para la tumba de su padre el rey don Juan, que deseaba ubicar en la cartuja de Miraflores, cercana a Burgos.

E así los días transcurrían con pasmosa celeridad para la reina, aromados con el olor a flores de los jardines del Alcázar, avanzado el embarazo, sin ayunar en Cuaresma y sólo guardando abstinencia el Viernes Santo, tras recibir a clérigos, a nobles y a los veinticuatro de Sevilla, que le felicitaron la pascua de Resurrección de aquel año, pero sucedió un hecho nimio que vino a perturbar su paz. Fue que don Gómez Manrique, el autor de farsas y hermano del fallecido maestre de Santiago don Rodrigo, el Señor le haya dado descanso eterno, cerrado el postigo se presentó con un regalo para la reina, vive Dios, un libro, que no contenía precisamente recomendaciones para el buen gobierno del reino ni para la educación de su hija, sino poesía.

La soberana, después de una jornada muy ajetreada, se había despojado ya de las sayas y enaguas y, en camisa de dormir se aliviaba la hinchazón de pies en una aljofaina con agua templada y sales, tal le dijo don Gonzalo Chacón al noble, y que la señora no podía recibirlo, que esperase a mañana. Pero el Manrique, que era hombre empecinado, porfió con el mayordomo, asegurándole que traía a la señora el mejor regalo que la gente de su casa podía hacerle en aquel momento y posiblemente en los siglos venideros.

E mandaba Chacón recados a doña Clara, e doña Clara despedía a los pajes, pues no era hora de incomodar a su alteza. Y fueron y tornaron varios donceles con recados y respuestas, y cundió aquello del libro y suscitó intriga entre las damas, y a la reina también le picó la curiosidad. El caso es que la soberana recibió al Manrique. Que, tras arrodillarse ante ella, desearle parabienes y besarle la mano, le entregó el primer ejemplar copiado de Las coplas a la muerte del maestre don Rodrigo Manrique, escritas por su desaparecido sobrino don Jorge, fatalmente muerto en el asalto a un castillo pocos meses antes, el Señor haya tenido misericordia de él.

Y, vive Dios, que el gesto de aquel hombre, de aquel Gómez, que era literato y le llevaba el libro de un sobrino que había sido literato también, a hora intempestiva y como si fuera oro, demostrando la generosidad del dicho, cuando los cronistas oficiales no perdían ocasión de zaherirse y de increparse por cualquier necedad, le hizo creer en la bondad del género humano y no dudó en recibirlo. A más, que el libro de versos de extraña rima alteró el ritmo de su corazón ya fuera porque hablaba de su propia familia, del rey don Juan, su padre, de su hermano Alfonso y del rey Enrique, ya fuera por la tristeza que contenía o porque hablaba de la vanidad de la vida, y ella que tanto empeño ponía en todo lo que hacía: ¿para qué?

Cierto que doña Clara y las damas le rogaron reiteradamente que no se apesarara y lo dejara, pues no estaba en el mejor momento para leer amarguras, pero ella se lo aprendió de memoria y hasta lo mandó copiar para su marido el rey. Además, que recitaba:

Ved de cuán poco valor

son las cosas tras que andamos

y corremos,

que, en este mundo traidor,

aun primero que muramos

las perdemos.

O lo que decía el poeta de su familia:

¿Qué se fizo el rey don Juan?

Los infantes de Aragón

¿qué se ficieron?

¿Qué fue de tanto galán?

O:

Pues su hermano, el inocente,

que en su vida sucesor

lo ficieron

¡qué corte tan excelente

tuvo, e cuánto grande señor

le siguió!

Las damas, aunque se asombraban con ella de la belleza de aquellas estrofas, querían distraerla a toda costa, pero doña Isabel les respondía que se dejaran de melindres:

—Sé bien, señoras, lo que he de hacer, y no he de caer en tristezas… Lo que me conmueve es que el capitán haya mencionado a mi padre y a mi hermano Alfonso…

Y sus camareras asentían porque, en efecto, para llorar era y porque la gran dama no sólo sabía bien lo que había de hacer, sino muy bien, y lo que se decía cada una para sí:

—Tiene razón: nadie hubiera dado una higa por ella cuando nació y, mira, es la reina más poderosa del mundo y quizá la única; no entiendo cómo el capitán don Jorge no la ha mentado en su obra, pues méritos tiene más que suficientes para estar en ella.

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A los quince días de las hablas de doña Gracia Téllez con doña Elvira, viuda de Pedro Gil de Torralba, las dos familias se juntaron en el gran salón del palacio de la calle de los Caballeros. De una parte, las tres Téllez. De otra, todos los moradores de la casa de la plaza de la Fruta, a más de Juan, el obispo de Segovia, y Pedro que era contador del rey, que habían venido ex profeso.

El notario, puesto al corriente de que sólo levantaría un acta y no dos, dejó la escribanía en una mesa que le había asignado doña Gracia, tomó asiento, sacó un pliego de papel de oficio e llamó:

—Doña Leonor Téllez de Fonseca, excelentísima marquesa de Alta Iglesia… Don Andrés Gil de Torralba, caballero…

Los dos se sentaron en dos sillas que había dispuestas ante la mesa del fedatario, que le preguntó a Leonor:

—Doña Leonor Téllez de Fonseca, señora marquesa de Alta Iglesia, ¿contrajo vuesa merced matrimonio por palabras legítimas de presente con don Andrés Gil de Torralba, caballero, aquí presente, el pasado 8 de mayo en la santa iglesia de San Juan de esta ciudad?

—¡Sí!

—¿Es verdad que hubo muchas gentes que lo podrían atestiguar?

—¡Sí, es verdad!

—¿Es verdad que pronunció su señoría las palabras propias de los esponsales… «Yo, Leonor, tomo a vos, Andrés, por esposo», el 8 de mayo próximo pasado en la dicha iglesia?

—¡Sí, es verdad!

—¿Qué declaráis ante mí, Antón de Inés, notario de la ciudad de Ávila?

—Que no habiendo sido consumado mi matrimonio, vos, Antón de Inés, levantéis acta de lo que expreso por mi propia boca…

—¡Sea, queda oído y escrito!

Y el notario preguntó lo mismo a Andrés, que respondió otro tanto con voz un tantico cortada ciertamente. Se levantó acta y todos los presentes firmaron como testigos, y él dio fe con su firma de aquel acto por los siglos de los siglos.

Acabado el protocolo, doña Gracia no invitó a los Torralba ni a un vaso de vino. Los largó con parabienes, sin más, e quedóse contenta de que su bisnieta hubiera respondido a las preguntas del notario con la cabeza alta, mientras el marido lo había hecho con la cabeza gacha, lo lógico a la vista de los sucesos. Más alegre hubiera podido estar de haber resuelto también lo de Juana y Martín, que hasta aquel momento había considerado problema menor comparado con el de Leonor, pero que a partir de ese momento se convertía en problema mayor, si no véase la vida arrastrada que tuvo el rey Enrique, el cuarto, por otro tanto, por ser impotente. Radiante podía haber estado porque la viuda había devuelto el ajuar de sus bisnietas y, dejándose de predicciones, se dispuso a remitirle el acta al obispo de Ávila para que procediera canónicamente a la anulación del matrimonio de Leonor y Andrés, pese a que el licenciado Alfar le había informado que ése no era el procedimiento y que los cónyuges deberían personarse ante el juez eclesiástico.

Acabados los formalismos, Leonor volvió con Wafa al jardín a leer y releer el pergamino de la arqueta, cada día que pasaba más convencida de que no era el cofre del rey moro. Juana, pese a que no invalidó su matrimonio, cuando hubiera podido hacerlo con más derecho que su hermana, no hizo nada porque Martín se le acercara o por acercarse a Martín, al menos nadie vio nada y al quedar vacío el comedor hizo lo que venía haciendo de un mes acá: arrodillarse ante el altarcillo de la capilleta y orar.

Cerrados los casos, las viejas criadas respiraron hondo, por fin, porque a ninguna de las tres les habían gustado miaja los maridos, y mucho menos el de Leonor. Las sirvientas nuevas de la casa anduvieron revoloteando, tratando de saber qué sucedía, qué ocultaban sus señoras, haciendo cábalas mil. Lo supieron cuando doña Gracia se lo dijo, considerando oportuno contarles, que obligación no tenía, que sus bisnietas se habían casado con dos hombres impotentes, mismamente como el rey Enrique, que haya gloria, y que, tras dos meses sin consumar los matrimonios, habían pedido la anulación de los mismos, pues de otro modo ni Leonor ni Juana tendrían hijos y se perdería el marquesado. Y aquellas criadas lenguaraces, que no habían estado presentes en el levantamiento del acta y no se enteraron si había firmado una de las marquesas o las dos, debieron aprobar la medida, pues el hecho no corrió por la ciudad. Por alguna causa desconocida o porque coincidió que se conoció a la par que la reina doña Isabel estaba otra vez grávida, se habló poco de las mancas, aunque bien hubiera podido comentarse hasta la saciedad de ambos acontecimientos, de la preñez de la reina y de la separación de la marquesa, o de las maniobras que la bisabuela se traía con el obispo, el joven abogado Alfar y con un notario.

El caso es que llegó el sosiego a la casa de la calle de los Caballeros. Que las esclavas moras sacaron el equipaje de sus señoras de los baúles y lo metieron en los grandes arcones, que guardaron los regalos de bodas que no eran de oro ni plata y lo bueno lo dejaron expuesto en el gran comedor al lado de lo de doña Leonor de Fonseca y otras antepasadas.

Y, sí, sí, muy bien… Doña Gracia descansando el pensamiento. Leonor con su pergamino. Juana con sus oraciones. Catalina en la cocina. Wafa asegurando a Leonor que el contenido del escrito era la primera aleya de el Corán, y Marian, arrodillada detrás de Juana, mirando el altarcillo y la tabla, lo pintado en ella: un castillo y una tropa de jinetes, muy lejanos, y más cerca un Calvario con el Señor Jesucristo clavado en la cruz, y Santa María Virgen y San Juan al pie de la misma, ambos llorando e alzando la mano como si quisieran quedarse con el alma del Señor. A ratos la esclava a punto de rezar un avemaría, y eso que era mora, e moviendo las manos para quitarse de la cabeza orar al Dios cristiano.

Y todo bien, muy bien, pero el día en que el concejo de Ávila recibió cartas del señor rey anunciando la preñez de la señora reina, su esposa, en la casa de la calle de los Caballeros no hubo alegrías. No porque las habitadoras no fueran personas generosas y muy capaces de holgarse con el bien ajeno, no. Si no se felicitaron de la suerte de doña Isabel fue porque las dos gemelas se presentaron ante la bisabuela con ciertas noticias.

Leonor con que estaba segura de que esperaba un hijo, pues había cumplido dos faltas, y Juana con que decididamente se entraba en las Clarisas de Tordesillas.

Y lo que musitó doña Gracia:

Porca vita!

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María, habiendo escondido los muñecos de Juana y Martín en el hueco de la chimenea, pasó una semana postrada en la cama muy enferma con mucha fiebre, congestión de pecho y fuerte tos, remediándose con un cocimiento muy espeso de flores de reina de los prados, pétalos de amapola, una brizna de raíz seca de diente de león, hojas de cola de caballo y un chorro de jalea real. Levantándose a ratos para poner todo a hervir cada cuatro horas y para calentar en la chimenea unas piedras que, envueltas en tela, se metía en la cama para procurarse calor; para decirle a una vecina que estaba enferma, para comunicarle otro tanto a Perico, que no la dejaba estar con sus pretensiones, pues mientras estuvo convaleciente llamó a su puerta todos los días entre la nueve y las diez de la noche queriendo que se fuera con él y, ay, para contemplar con sus ojos la muerte de un joven judío que tuvo lugar en la puerta de su casa.

A los diez días andaba ya bastante mejorada, tosiendo menos y con el pecho más descongestionado. A ratos con Mingo en la mente, a ratos con Perico, que la molestaba, pensando hacerle un hechizo y enviarlo lejos para siempre, a ratos con el aquelarre que se celebraba en la campa de Miravilla, a orillas del Nervión, la noche de San Juan, precisamente aquella noche. La mayor fiesta de brujos y brujas de la comarca, pues que se juntaban a lo menos doscientas ollas y un buen montón de ellas venían de la Francia.

E recordaba cómo, tras abonar la entrada y meterse en el cercado, se saludaban las gentes con calor, brujos y brujas que habían venido volando encarnadas en aves o en mula o a su paso, que había de todo, y comenzaban a formar corrillos, a platicar y a jactarse de las proezas que habían hecho durante el año. Una aseguraba que había quitado la tormenta en Oñate, otra que había calmado la galerna en Lequeitio, y otra más que había juntado merluzas en el cabo de Machichaco para que las recogieran los pescadores de Bermeo. Si una decía haber hundido un barco en el puerto de Pasajes, otra declaraba haber viajado a Jerusalén en una noche y vuelto a casa, y algunas incluso comentaban haber visto y hablado con la Dama de Amboto en las cuevas de Aralar… Las más mintiendo descaradamente, pues que las brujas son personas mendaces y exageradas por su natura…

Recordaba María a los niños que guardaban las jaulas de los sapos… Ah, y el momento de abrir las jaulas y el jaleo que se organizaba, pues que, tras apalear a los bichos, todas las brujas se precipitaban en busca de los menudos para hacer con ellos untura mágica y frotarse y de ese modo disfrutar con los sueños que producía el ungüento, sueños o realidades, pues unas sortiñas aseguraban una cosa, y otras otra… E cuando llegaba la reina del aquelarre, vestida con rico traje de oro y perlas, y otrosí el rey, tocado con unos cuernos de vaca e con el rostro tiznado de negro… E cómo lo adoraban las gentes, e… e… e…

E, vaya, que había barahúnda en la calle de las Losillas… Que a la puerta de la casa de María se oían voces e debía de haber gente que luchaba pues se oía blandir espada. Y se acercó la ensalmera a la ventana e abriendo un poco el postigo no vio nada, pues había mucha oscuridad, pero oyó cómo varios espadachines cruzaban golpes e insultos y, a poco, como los vecinos salieron con faroles, pudo observar que tres hombres iban cercando a otro, que estaba en absoluta inferioridad de condiciones e de no llegar la justicia presto, el sujeto, quien fuere, moriría en un momento, pues que sus enemigos lo acosaban con saña. Y ya estaba el tipo acorralado, precisamente en la puerta de la casa de María, cuando escuchó un golpe sordo y comprendió qué había sucedido: que los tres espadachines habían clavado a su adversario, rival o competidor, lo que fuere, precisamente en su puerta. Y sí, sí, tal era, pues sacó la cabeza por la ventana y lo vio. Gritó, claro, y resultó que su alarido se oyó en toda la calle, e salieron más gentes a las ventanas. Los espadachines se quedaron pasmados e, como se hizo silencio, se escuchó el último estertor del hombre que, vive Dios, se encomendó al Señor Yavé, el Dios de los judíos.

Hubo entonces mucha bulla. Porque los homicidas comenzaron a insultar el cadáver del judío, que decían llamarse Simuel y era joven, el hijo mayor del cantor de la aljama de la ciudad, un dicho don Solomon. A llamarlo judío, puerco, marrano y otras lindezas, es decir, lo que era y lo que no era, y los vecinos se sumaron a los insultos y, es más, empezaron a patalear también al muerto con saña, como si a ellos también les hubiera hecho algo malo el mozo. E no pararon hasta que se desplomó el cadáver al suelo, que había quedado clavado en la puerta de la casa de María, como es dicho, y si terminaron no fue por ellos, que hubieran seguido pegando, sino porque una mujer pidió caridad a gritos, e se acabó aquello. Lo de los golpes, pues que continuaron con las hablas.

Los homicidas explicaron a todos los que quisieron oír, que fueron muchos, que encontrándose al tal Simuel en la plaza de la Fuente del Sol, lo invitaron a cenar a la posada de la Estrella, cuya trasera daba a la tapia de las marquesas de Alta Iglesia —ya sabían todos los oyentes dónde estaba la posada, pero los espadachines relataban todas las menudencias del suceso—, porque era la noche de San Juan y por divertirse un poco, para hacerle broma. E, sentados en la mesa, le pidieron a la posadera puerco, un buen guiso de cerdo con abundante salsica e mucho pan e mucho vino… E, vaya, que el mozo, que ya venía con el corazón encogido y temblón de piernas, cuando ellos no pretendían hacerle daño, no quiso comer puerco, tan delicioso que lo hacía la guisandera… E para no malemplear el plato, pues que lo habían de pagar, los tres bromistas le quisieron dar a la boca, pero, vaya, que era el chico impetuoso y les escupió a la cara poniéndolos perdidos… E salió por piernas y ellos tras él, como no podía ser de otro modo… E yendo, uno por la trasera de San Juan, otro por Caballeros y otro por la ronda, lo habían conseguido cercar allí, en la calle de las Losillas y, como el judío desenvainó la espada, ellos también lo hicieron y, claro, lucharon.

Terminaron los jóvenes asegurando que el judío había sido necio por enfrentarse a tres hombres, por no comer el puerco y no arrepentirse de ser judío, pues de haber mentado a Dios o a alguno de los Santos de la Corte Celestial, ellos le hubieran perdonado que no comiera, pues no llevaban intención de hacerle daño si no de chancear en la noche de San Juan. E se largaron.

Los vecinos de la calle de las Losillas y aledañas estuvieron hasta el alba comentando el suceso, mostrándose de acuerdo con los homicidas, que sólo habían querido embromar, echando pestes contra los hebreos y conversos. Se esperaron hasta que llegó el rabino de la sinagoga de Moçon, ayudado de otra gente, a llevarse el cadáver, para insultarlo:

—¡Puerco judío!

María, que había presenciado todo desde su ventana, tornó a la cama con mala gana y el estómago descompuesto, sin mirar siquiera los dos escorchones que le habían quedado en la puerta, recién barnizada que estaba.