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Tres mil personas, cuatrocientos carros, millares de caballos y acémilas constituían el séquito de los reyes de Castilla. La población salía a los caminos a saludar a la comitiva y a gusto se hubiera acercado a los señores, pero era detenida por los mayordomos, para no lamentar desgracias pues, aunque la Hermandad cumplía a satisfacción su cometido y limpiaba los caminos de ladrones, salteadores y violadores de mujeres, ahorcando del primer árbol que hubiere a los que menester fuere, era preciso andar con tiento y con mil ojos, pues una cosa era que aldeanos y villanos vitorearan desde la ribera del camino y otra que pretendieran acercarse a los reyes queriendo besarles las manos o llevarles un cestillo de fruta o un boto de vino, en razón de que mezclado entre la gente sencilla podía haber un homicida que ocultara en el cinto un puñal asesino.

A más, que sucedió varias veces a lo largo del camino que, enviados los aposentadores por delante para que prepararan tal casa o palacio, en algunas ciudades y villas los señores que las tenían del rey Enrique negaron la entrada a los reyes, y en más de una ocasión hubo que porfiar y amenazar a los que tenían las torres, que los habitadores siempre estuvieron del lado de los soberanos.

Un 24 de julio, tras dejar atrás Talavera, Cáceres y Plasencia y otras muchas poblaciones, la reina hizo su entrada triunfal en Sevilla por la puerta del río, e había tanta multitud dándole la bienvenida que tardó más de tres horas en llegar al Alcázar. Ella sola, en razón de que su señor marido se había quedado pacificando la sierra. Le fue hecha grande recepción por el duque de Medina Sidonia, que mandaba allí desde el tiempo del rey Enrique y le entregó las llaves de la ciudad, por los veinticuatro, los oficiales reales, la clerecía y por el pueblo, que ondeaba banderas con el Tanto Monta. Un mes después llegó don Fernando y se le hizo otro tanto recibimiento.

Así las cosas, los reyes, aposentados en el Alcázar, se holgaron y tuvieron mucho placer, pues había en la Corte condes, duques, abades reglares y seglares, comendadores y muchos grandes caballeros de Castilla, de Aragón y hasta de Sicilia. Y en esto, una noche en la que el postigo estaba ya cerrado, se presentó sin avisar el marqués de Cádiz, don Rodrigo Ponce de León, que tenía Jerez de la Frontera en su gobernación y era contrario al de Medina Sidonia. Los reyes lo recibieron y él les besó las manos e les entregó las llaves de sus castillos. Los señores, viéndolo mozo y aguerrido, le dieron su amistad y lo metieron en su consejo, atinando pues que el joven les haría mucho servicio en las guerras venideras.

La reina pasaba los días yendo de acá para allá y navegando por el Guadalquivir hasta Sanlúcar para ver el mar. Como había nacido tierra adentro, se maravillaba de las tonalidades, del movimiento y la inmensidad del agua, y se entretenía paseando por el camino de las Afueras, parejo a la ribera del río, o comentando con sus damas la visita del marqués de Cádiz, diciendo de él u oyendo:

—Don Rodrigo Ponce de León bien pudiera ser don Lanzarote del Lago por la mucha galanía que emana de su persona.

—Es gallardo y gentil.

—Y osado como pocos, pues que hace la guerra al moro por su cuenta…

—Nos servirá bien cuando don Fernando tome la dirección de la guerra…

—¿Es cierto, alteza, que vos y el señor rey tenéis en mente dar batalla sin cuartel al sarraceno?

—Es cierto… Tomaremos el reino de Granada, primero por la parte de occidente, e luego por oriente.

La reina, por la mañana despedía a su marido, que andaba sitiando la fortaleza de Utrera, pero a la noche la visitaba en la cama con más frecuencia que nunca, y así estaba, descansando. A veces pensando en volver a empezar con los remedios del médico judío, el que la había tratado de su esterilidad infructuosamente, amén de peregrinar por los conventos e ir de Santa Ana a Santa Paula, de Santa Paula a Santa Clara, andando, para pedir favor a las santas, sin dudar que alguna le haría merced, pues no en vano eran mujeres y la entenderían, y de ese modo lograría su deseo de quedarse empreñada.

Ya se murmuraba, mucho más los pobladores de Sevilla, que eran lenguaraces en demasía, que los reyes no tenían más que una hija y le echaban la culpa a ella, que hasta el doctor Badoz había sostenido meses atrás que la falta de hijos es achacable a la mujer y no al marido, máxime a aquel marido que ya tenía dos descendientes. Uno, la infanta Isabel, otro, un bastardo. Un niño de siete años, que sería nombrado arzobispo de Zaragoza si sus mentores, entre ellos el propio rey, meneaban bien los hilos en la Corte de San Pedro de Roma.

Y por tanto ir de convento en convento, doña Isabel un buen día se sintió embarazada. Precisamente el que salió de Sevilla para acercarse a la aldea de Los Palacios, situada en la marisma del Guadalquivir a dos leguas de la capital, para saludar a un cura, dicho don Andrés Bernáldez, párroco del lugar, que redactaba una crónica della y de su esposo el señor rey. E se llegó hasta allí porque quiso conocer a aquel hombre que escribía por su cuenta, sin manda ni pensión.

Fue recibida por las autoridades, por el cura Bernáldez, que no cabía en sí de gozo, y por los setecientos vecinos a la puerta de la iglesia, que estaba llena de flores.

La reina se sentó en una silla e dejó que todos los habitadores le besaran la mano; es más, escuchó a una viuda que le fue muy llorosa, e hizo que le dieran cien maravedís para que pusiera una lápida digna en la tumba de su esposo y arreglara su casa, cuyo tejado se había desmoronado a consecuencia de una gran tormenta habida. Y escuchó a los mozos que le cantaban unas canciones muy sentidas y alabó a las niñas que, vestidas con trajes de muchos volantes, bailaban muy serias, para ella, meneando los brazos y zapateando fuerte en el suelo. A la atardecida dio por terminados los homenajes e con unas cuantas damas fuese con el regidor y el cura Bernáldez a la rectoría. Y comentóle a éste:

—Se dice, padre, que escribís desde los doce años…

—Sí, mi reina y señora, mi abuela me animó a ello. Una noche me interrumpió cuando le leía un libro y me dijo: «¿Por qué no escribes de las cosas de ahora? No hayas pereza de escribir las cosas buenas porque las sepan los que después vinieren».

—¿E vuestra abuela os hizo servicio o deservicio?

—Servicio, señora. Sepa vuestra alteza que disfruto…

—También Pulgar y mosén Diego de Valera e tantos otros…

—Me propuse dejar memoria de las cosas hazañosas de mi tiempo.

—Buen propósito; de ese modo las gentes habrán placer de leer u oír lo sucedido.

—Cierto que lo que escribo es ajeno a mi oficio… Si Dios me da salud lo haré, invicta señora, hasta que el reino moro de Granada caiga en manos de cristianos…

—Dios os escuche… Ea, leedme algún párrafo de esas memorias vuestras.

—Lo haré, señora, pero tened en cuenta que quod vidimus testamus…

—Leedme donde no salga yo ni mi esposo…

E fuese el cura a su escritorio e sacó unos legajos, buscó unos papeles e comenzó a leer sin que se le trabucara la voz, pese a que estaba rojo de emoción:

—Corría el mes de agosto del año de gracia de mil y cuatrocientos setenta y cinco, e andaba yo confesando e oí muy recia lluvia e llegúeme a la puerta de la iglesia e observé que caían piedras de granizo grandes como huevos de gallina, haciendo temblar el campanario de tal manera que comenzó a crujir e apercibíme de que la tierra bullía y se estremecía y el agua de los pozos se alzaba e daba gran golpe de vuelta… E acerquéme al altar muy alterado llamando a Jesucristo y a la Virgen Santa María… Todo pasó en poco compás de tiempo, en poco más de lo que cuesta cantar el salmo De profundis… E se cayó un pedazo del tejado de la iglesia e mató a dos mujeres que venían a recogerse, Dios las tenga con Él, pues todos con espanto creían que era venido el fin del mundo… E quiso el Señor que cesara la tormenta…

La reina hubo de interrumpirle pues que le vino un terrible dolor al vientre y se sintió indispuesta, e fuese a descansar a los palacios que había edificado el rey don Pedro. Y una vez allí, recuperada de aquella punzada que la había dejado sin habla, quitó importancia al dolor sufrido, sostuvo que era cosa de mujeres, actuó como si nada e incluso comentó con sus damas que Bernáldez era más humilde que Hernando del Pulgar y mucho más que Diego de Valera, y lo achacó a que el cura no tenía empleo oficial. Y, como se había complugado con las memorias, encargó a don Gonzalo Chacón que le pidiera copia al autor para leerlas con calma y que le diera dinero sobrado para reparar la iglesia, no fuera a caer otra tormenta y se llevara a más feligreses al otro mundo, Dios no lo permita.

Ahora bien sabía lo que le pasaba: que estaba empreñada. Por eso cuando se quedó sola con doña Clara, se lo dijo:

—Doña Clara, creo que estoy encinta.

—¡Albricias, me alegro por ti, niña! Me alegro por vuestra alteza —se corrigió la dama, levantando los brazos al cielo.

Y sí, sí, loado sea Dios.

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La viuda Torralba se presentó en la casa de la calle de los Caballeros con los ojos arrasados de lágrimas y sin ninguna compañía. Fue llevada al gran comedor, donde esperó largo rato con la cabeza gacha. Doña Gracia, después de entrar en el aposento y sentarse, le dio su mano a besar, incluso permitió que se la besara más de la cuenta, más allá de la cortesía y, consciente de que la gente burguesa se amilana a veces ante la noble, decidió tirar por aquel camino y atacó:

—Señora mía, doña Elvira, sabed que estoy muy enojada, a punto de acudir a la reina para que ella me haga justicia en persona… Si no lo he hecho todavía es por evitar que eche a volar el desdichado resultado del matrimonio de mis señoras nietas, pues hay cosas tan vergonzosas que mejor taparlas…

—Si viviera don Pedro, mi marido, no hubiera sucedido nada de esto —asentía la viuda gemiqueando.

—Nunca una Téllez ha recibido afrenta semejante… Mis antepasadas, todas marquesas desde el buen rey Alfonso VIII, el de las Navas, que otorgó a don Tello Téllez, mi antepasado, título de nobleza, han sido tratadas conforme a su rango por sus maridos, y hablo de trescientos años… Las mujeres de la casa hemos estado sirviendo a nuestros señores los reyes, que es lo mismo que servir al reino como bien sabéis, con dedicación, desprendimiento y anhelo al lado de nuestros maridos, que han pertenecido a las grandes familias de Castilla, y con ello hemos agrandado el señorío… E mis señoras nietas llevaron grande dote a sus matrimonios e muchos regalos de duques y condes, y cuarenta carros de ajuar de oro y plata y ricas telas, e lo más importante, señora mía, nuestro escudo de armas…

—Yo…

—Previsto estaba labrar en la fachada de vuestra casa nuestras armas, cuando no hay mayor honor en tierra cristiana… E yo tenía para mí que mis señoras nietas casaban con caballeros… Asumí que no fueran títulos, que no fueran mayorazgos, por la disminución física que padecen, pese a que no les impide manejarse en el mundo a la perfección… Pero no os las di de barato, señora: os di, di a vuestros hijos, dos Téllez, las dos marquesas de Alta Iglesia, uno de los títulos más antiguos de Castilla… Que de la misma época los Cabeza de Vaca y anteriores, ninguno, pues hasta los condes de Haro son otra familia… ¡Dos Téllez de Fonseca, señora!

E sin dejar de llamarla «señora», doña Gracia continuaba:

—¡Estas desdichas las vamos a arreglar vos y yo, si os avenís, pues creo que no son de pregonar! ¡Qué formas, qué maneras las de vuestro hijo Andrés! ¡Qué lástima lo de vuestro hijo Martín!

—Estoy avergonzada, señora marquesa; me avendré a lo que dispongáis… A Andrés no lo eduqué así… Si miento que me caiga muerta ahora mismo… Lo de Martín fue una desgracia que sin duda podrá reparar…

—Me ha venido a oídos —siguió la dama en su batalla, tan embalada estaba que al demonio le hubiera costado trabajo detenerla— que corre por Ávila que la manquedad de mis nietas se atribuye al diablo… Mejor será que si ese rumor proviene de vuestra casa, de alguna de vuestras hijas, que tengo para mí son asaz parloteras, lo acalléis de inmediato, pues de otro modo lo pondré en conocimiento del señor obispo… Os hago saber que no caerá en saco roto debido a que mis señoras nietas fueron bautizadas en la santa iglesia de San Juan por su antecesor, el preclaro varón don Alonso Tostado de Madrigal, descanse en paz…

—Señora marquesa, vuestras palabras serán órdenes para mí…

—¡No quiero que hagáis nada de más, señora mía!

—Decidme vos… Mis hijos están muy arrepentidos de su proceder…

—No deseo arrepentimientos ni avenimientos… Mis señoras nietas no volverán a vuestra casa… ¡Los matrimonios terminaron el día en que la abandonaron!

—A vuestros pies, marquesa.

—Ante notario declararemos matrimonios no consumados. Leonor y Andrés mentirán. Lo resolveremos todo en una semana, que llevamos demasiado tiempo en esta guisa… Vuestros hijos tendrán que venir a firmar…

—Dos semanas, señora; Andrés está enfermo en Segovia, con su hermano, el señor obispo.

—Dos semanas… E antes quiero que esté aquí el ajuar de mis señoras nietas. ¡Id con Dios, doña Elvira, hemos terminado!

La viuda quiso besar los pies a doña Gracia, pero ella lo evitó. No obstante, al despedirla, como si fuera una igual, la abrazó para sellar el pacto.

Radiante quedóse la anciana, radiante. Tan alborozada o más que el día en que se casó con don Beppo, el Señor le haya dado vida eterna, por eso se apresuró a enviar a una criada con una buena bolsa de dineros a la iglesia de San Juan para que los pobres de la parroquia compartieran su alegría, y a Catalina le mandó hacer mejor comida.

En razón de que le parecía mentira haber resuelto los casos de sus bisnietas sin necesidad de abogado y, lo mejor, sin pleitos que hubieran hecho públicos aquellos tristes asuntos, a más de la misma manera siendo dos negocios diferentes, y tan fácilmente además. Porque en sus diez días de cavilaciones había pensado en accidentes, deseándole la muerte a Andrés, el más peligroso de todos, en desgracias para la viuda e sus tres hijas, y hasta en calamidades colectivas y, lo que son las cosas, aun siendo mujer piadosa, se le hubiera dado un ardite, Dios la perdone, que la peste se hubiera llevado a media ciudad, a media Castilla, eso sí, con todos los Torralba incluidos.

Y andaba pagada de sí misma, pues que ya en su juventud con su saber estar y elocuencia había sabido hacerse un hueco entre las orgullosas damas italianas, que llegaron a considerarla una de ellas. En breve, que estaba como unas pascuas, pues no había perdido aptitudes y había domeñado a una rica burguesa, pese a sus muchos años, cuando los burgueses andaban por el mundo orgullosos de sí mismos y talmente como si fueran duques.

Sí, pero un hecho oscurecía su triunfo: que Leonor hubiera de declarar en falso delante del notario que su matrimonio no había sido consumado, pero se descargaba la mala conciencia diciéndose que declarar ante un notario no es lo mismo que jurar, que la tal mentira no hacía mal a nadie y que por decirla su bisnieta no sufriría la condenación eterna.

Cuando la dama comunicó a sus descendientes que había llegado a acuerdo con la viuda Torralba, Leonor y Juana, las que debían estar más interesadas en la presta resolución de sus asuntos, siquiera mostraron un atisbo de regocijo, como si no fuera con ellas, y como doña Gracia mostrara enojo, le respondieron una detrás de otra palabra a palabra:

—Abuela, lo que hagas bien estará… Me da una higa… Desde el día de las bodas, no he hablado con mi esposo ni cinco minutos; sólo crucé con él una palabra: el sí que le di ante el altar en mala hora… No me hables de él, pardiez…

E la señora, tras reprocharles a una y a otra que dijeran «higa» y «pardiez», pues una dama evita en toda ocasión palabras ordinarias, una vez más se asombró de que sus bisnietas respondieran por separado lo mismo las dos, sílaba a sílaba, y las dejó estar porque lo que le dijeron era la verdad palmaria.

Después de consultar al licenciado Alfar, que le aseguró que un protocolo notarial no anula matrimonio, sino que había que presentar demanda de nulidad ante el juez eclesiástico si quería hacer bien las cosas, siguió con sus planes, a ratos orando en la capilleta con Juana para que nada se torciera, para que llegara el día señalado… En ésas estaba cuando zurció el demonio, y su bisnieta le dijo la antevíspera de firmar que, después de pensarlo mucho, no iba a separarse de Martín, tal le expresó:

—Lo que me ha sucedido con mi marido se puede reparar…

Tal dijo, pese a que había estado eligiendo convento para profesar en religión, dudando entre las Huelgas de Burgos y las Clarisas de Tordesillas, ambos de damas con prebendas y, como era mujer empecinada, no hubo modo ni manera de hacerla rectificar. Lo único que consiguió doña Gracia de ella tras mucho insistir fue que si llevaba en mente propiciar otro ayuntamiento con su marido, lo hiciera después de que el notario levantara el acta de Leonor.

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María, la bruja de la calle de las Losillas, andaba alborozada porque, colocado el muñeco que representaba a Martín Gil de Torralba en un cerco junto al de su esposa en un campo baldío, sobre un paño bermejo, unidos los dos por un cordel bermejo también, decía mil loores de Juana y al hombre se le enderezaba el miembro viril:

—¡Martín, escúchame! Juana, tu mujer, es amable, bondadosa, obsequiosa, caritativa, efusiva, expansiva, buena cristiana, buena esposa, y tengo para mí que será muy buena madre…

Y no tenía duda ninguna de que sucedía tal, lejos que estuviera Martín. A más, que catando en agua clara lo veía practicando fornicio adulterino en una habitación sin definir con una moza, bien definida ciertamente y la mar de garrida, no menuda como Juana, o manchando las sábanas de la cama cuando estaba solo en el lecho. Y, claro, andaba albriciada, pues se hallaba en vías de cumplir la manda de la Torralba al completo, en razón de que ya había conseguido la mitad, eso sí misteriosamente y antes de hacer nada, cuando Andrés desfloró a Leonor y, de consecuente, a punto estaba de recibir la tercera bolsa que había ajustado con la viuda, con la cual se juntaría con un capital.

Andaba albriciada porque había hecho por la celebración de las bodas de las marquesas posiblemente más que nadie en este mundo y porque tenía para sí que sus magias estaban dando resultados. Cierto que se estaba trastornando, pues que vivía los días y las noches para ellas, sólo deteniéndose para preguntarse cómo un miembro viril podía tener tanta importancia…

Y una noche, pasadas las diez, estaba practicando sus encantos con el saquito del niño malparido, loando las virtudes de Juana, animando a Martín, alzando los brazos al cielo, en su casa, pues que andaba con fuerte resfriado, cuando llamaron a la aldaba.

Era un soldado de la Hermandad de Ávila que le llevaba recado de Mingo y le decía, un tantico aturullado, que no podía ser de otro modo, dada la noticia que salía de su boca, que el sargento Mingo Pérez se había casado con una moza, con una labradora rica de una aldea cercana. A María, aunque lo había rechazado mil veces, las más de malos modos, aquella noticia inesperada le dolió en lo más íntimo de su corazón. Tras ofrecerle un vaso de vino al hombre, lo despidió prometiéndole leerle las manos de balde en otra ocasión y, contrariada, tornó a la magia.

Pero antes de que sonaran las once en el reloj de Santo Domingo, volvieron a llamar. Era la Petra Aldana, la tabernera, que entró en su casa como una tromba, llorando además, gritando desesperada que había sorprendido a su marido yaciendo con otra, alborotando a la vecindad, cuando no eran horas, y vaya que le dio silla en el zaguán, lo más lejos posible de la chimenea donde tenía los muñecos de los esposos Torralba Téllez, no fuera a verlos. Empleó muchas horas María en serenar el ánimo de la mujer, y hubo de dedicarle abundantes palabras y darle varios cocimientos. Con lo que tuvo que encender el fuego y esconder los muñecos.

E fue capaz, pese a que le venían nervios cada vez más fuertes por lo que ya llamaba la traición de Mingo, pues se le iba el pensamiento a él, de aplacar la ira de la tabernera, que había venido a pedirle que echara mal de ojo a su marido y a la mujer placera sin dilación, tras hacerle beber cinco tisanas de melisa bien cargadas, y tomarse ella otras tantas. El caso es que al alba la Petra, atemperada la cólera que había traído, se dormía en la silla e María tuvo que dejarle la mitad de su cama.

Sólo entonces pudo dedicarse a su pena, a pensar en Mingo. Que sería feliz con su esposa, seguramente una moza de catorce o quince años, un poquico entrada en carnes como son las labradoras, temerosa de Dios y buena cristiana, agraciada de rostro, alegre de temperamento, y dispuesta a tener muchos hijos. Y se representaba a Mingo recorriendo los anchos campos de Castilla, muy erguido en el caballo que le regalara, mandando un piquete de soldados de la Hermandad de Ávila, apresando ladrones, ahorcándolos en los árboles a la vera del camino en nombre de los señores reyes de Castilla, haciendo justicia, en fin, con mucho celo, con el mucho entusiasmo que ponía en todas las cosas que hacía, y con el mismo brío o más yaciendo con su esposa en su casa de labranza. Y, claro, le venía tristeza al corazón, porque además, entre pensamiento y pensamiento se acordaba de Mot, y no podía reprimir sus lágrimas ni casi respirar por la congestión de nariz que llevaba, pues andaba resfriada. Pasadas las doce del mediodía, Petra aún lloraba en el lado derecho de la cama y María en el izquierdo, y cuando la tabernera le preguntó qué le sucedía, ella mintió y le contestó:

—Me da mucha pena lo tuyo, Petra.

—¡Échale mal de ojo a Francisco y me iré riendo, María, pardiez!

—Aojaré al señor Francisco cuando me lo pidas con sosiego, dentro de unos días, si estás por ello; de otro modo te arrepentirás, que no es negocio baladí… Debes sopesar si le perdonas o no… Ten en cuenta que casi todas las mujeres perdonan los cuernos que les ponen sus maridos…

—¡No le perdonaré jamás! ¡Estaba con una mujer placera en mi cama!

—Piénsalo bien; yo en el entretanto no haré nada contra Francisco…

Aquel día Petra no abrió su taberna.

María tampoco abrió la puerta de su casa para que entrara su parroquia, y eso que llamaron varias gentes a su puerta. Siquiera se asomó a la ventana y eso que se congregó gente en la calle de las Losillas, la que asistía al entierro de una vieja.

A la atardecida la ensalmera, casi sin pensar ya en Mingo, sin tildarlo de impaciente, lo que hubiera sido completamente falso pues llevaba diez años pretendiéndola, sin tacharse de indecisa, sin pensar en que las brujas paren diablos, pues que no podía por la mucha fiebre que le producía el resfriado, se metió en la cama y no oyó que Perico, su otro pretendiente, la llamaba con insistencia. Tampoco oyó a los vecinos de la calle que requerían sus servicios, porque enterrada una anciana, a poco falleció una joven, y les vino miedo y quisieron consultar a la ensalmera, pues no se creyeron lo que aseguraban médicos y enfermeros del hospital de Santa Escolástica, que las muertes de las dos mujeres eran naturales e inevitables, dada la mucha vejez de una de las finadas y de la enfermedad incurable que había padecido la otra.