La reina Isabel de Castilla, de León, etcétera, antes de iniciar viaje a Andalucía para poner orden entre los hombres que hacían el corso en la mar y paz entre el duque de Medina Sidonia y el marqués de Cádiz, que parecían los amos de aquella tierra, volvió a hablar largo con el médico judío Lorenzo Badoz, pues que en sus años de matrimonio sólo había tenido una hija, preciosa, sí, pero sólo una, a más de un embarazo que se le había malogrado cerca de Tordesillas, dejándole grande dolor físico y profundo abatimiento.
El médico le propuso someterla a una cura contra la esterilidad momentánea —tal aseveró con vehemencia— que padecía puesto que, bendito sea Dios, había sido capaz de traer una hija al mundo, y la ilustró largo sobre el procedimiento a seguir:
—No se pueden pedir resultados ciertos a lo que seguido os diré, alteza, pero se aprecian beneficios con este tratamiento según el doctor Agnani de la Universidad de Bolonia, que sigue en su obra al gran Maimónides…
—Decid, buen Badoz…
—Mi reina y señora, ¿tenéis mala gana de comer, antojos, desmayos o hinchazón de pechos?
—No.
—Entonces podemos proceder… Para vencer la dificultad del embarazo, lo primero que deberéis hacer es permanecer tres horas inmóvil en el lecho tras el acto carnal y, si queréis traer al mundo varón, dormir siempre del lado derecho y sobre un paño bermejo.
—No veo inconveniente. Doña Clara, ¿tenemos paño bermejo?
—Lo buscaremos, alteza.
—E por la mañana, al desayunar, tomaréis, alteza, un preparado de cuatro onzas de aguamiel a razón de cuatro partes de agua llovediza… Cuando sintáis dolores de vientre será señal de preñez…
—¿Es agradable de tomar?
—Sí, mi señora… Vuestras camareras observarán si tenéis olor en la boca al despertar y si hay bermejura en vuestros pechos…
—¿Oyes, doña Clara?
—Sí, alteza.
Ido el médico, la mayordoma recomendaba a la reina que no bebiera tanta agua fría y mejor dejara el negocio en manos de Dios. Lo mismo que le decía fray Hernando de Talavera, su capellán, que añadía que despachara presto al judío, pues que no creía en Dios. Pero Isabel les respondía que el asunto llevaba mucho tiempo en manos de Dios, que no se quedaba encinta y que necesitaba un hijo varón, por la cuestión sucesoria.
Y como ni el dormir de tal manera, ni el reposo después del acto, ni el aguamiel en ayunas le hacían favor, pese a que yacía con su marido, presto el médico cambió de remedio y le preparó en su botica un compuesto de manzanilla, coronilla de rey y sabina, de cada uno un manojo; anís, alcaravea, de cada uno, una onza; dos onzas de miel rosada colada; un dracma de sal común; todo mezclado y hecho medicina según arte. Pero, aun poniendo muchas esperanzas en el preparado que la señora se tomaba cada día en ayunas, volvió a fracasar estrepitosamente. Y ni San Juan Evangelista, a quien le tenía mucha devoción la reina, ni que ésta diera limosna a monasterios y conventos, ayudó.
Así las cosas, como doña Isabel se ponía nerviosa también de la ineficacia de los brebajes y ya no podía dilatar más el viaje a Andalucía, que había disturbios en Sevilla a causa de ciertos judíos conversos, lo abandonó todo ciertamente aliviada.
La gran dama sufría, y mucho más cuando el galeno pretendió ponerle emplastos de agua y almizcle debajo del ombligo, untar sus partes bajas con aceite de muscabellino, que una partera la examinara por dentro y que un barbero le sangrara la vena safena. Entonces dijo taxativamente que no, para desahogo de doña Clara y de fray Hernando, que habían padecido mucho por ella y no habían dejado de aborrecer aquellos métodos, a más de dicho mil veces que creían más en Dios que en el médico, como es de razón.
Y menos mal que la cura permaneció silenciada, pues a saber en qué hubieran quedado los loores que la señora recibía de sus vasallos de haber conocido que, queriendo enmendar lo que no compete a hombre ni mujer, se había sometido de grado a semejantes tratamientos, cuando las cosas del nacer y del morir son de Dios en exclusiva, cierto que las del nacer con cierta ayuda.
Mientras esperaba el dictamen del abogado, doña Gracia Téllez pretendió en vano platicar con sus bisnietas para comentar las diferentes situaciones. Hubiera querido hablarles juntas y por separado, pero no lo consiguió: Leonor, como si hubiera renacido en su corazón el ansia de encontrar el cofre del rey moro, andaba con Wafa en el jardín horas veinticuatro tratando de descifrar el pergamino; y, ay, Juana pasaba el día y buena parte de la noche arrodillada delante el altarcillo, rezando e dándose golpes en el pecho, como si tuviera alguna culpa de lo sucedido.
La dama, aunque pareciera contrariada y tratara a las criadas con cierta acritud, cuando se ponía en la piel de sus bisnietas cavilaba para sí que mejor se distrajeran cada una a su modo, buscando el tesoro o rezando, para que no se dejaran abatir por el grave problema que tenían: el de su matrimonio.
Así las cosas, sin interlocutoras, andaba la señora diciéndose que, aunque no tuviera experiencia en pleitos ni menos de tal índole, que sus dos casamientos habían resultado aceptables a los ojos de Dios y de los hombres, como había vivido tiempo sobrado para dirimir entre lo justo y lo injusto y poseía sentido común, tenía obligación ineludible de enmendar su propia necedad, pues no en vano prácticamente había obligado a sus bisnietas a maridar. Había empleado sus artes de persuasión a fondo y conseguido ilusionarlas por los novios respectivos y, como eran bobaliconas e inexpertas, las dos se habían dejado entusiasmar un poquico, lo suficiente para presentarse libres ante el altar de Dios.
Y no era que la marquesa se echara culpa de lo hecho ni menos de lo ocurrido, que no se podía prever de primeras, ni menos de lo pretendido, que era bueno en esencia y bendito de Dios dejarlas bien casadas antes de que el Señor la llamara a su lado; era que de una forma u otra estaba dispuesta a resolver los problemas de sus bisnietas aunque fuere lo último que hiciere en este mundo… Ya fuera arreglando el negocio con la viuda Torralba a las buenas, ya sobornando a los jueces o llegando a una componenda con el obispo o acudiendo a los servicios de María de Abando, no le tuviera Dios en cuenta tales desatinos, pues que era anciana y se encontraba en enojoso aprieto.
—¿Qué estarán haciendo ahora? —se preguntaba de tanto en tanto y llamaba a Catalina—. ¿Qué hacen mis nietas?
—¡Ah! —exclamó la cocinera. Y añadió—: ¿Manda algo más la mi señora?
—No, Catalina, no —respondía y tornaba a sumirse en sus pensamientos.
La cocinera, desde el mismo momento en que se enteró de la violencia que había hecho Andrés a su esposa, de que Martín había resultado impotente con la suya, de la inquina que las marquesas habían soportado por parte de las cuñadas y del tratamiento que les había dado la viuda Torralba, consciente, además, de que los matrimonios son para toda la vida y de que el negocio tenía mala solución, estaba triste, muy triste, y recorría la casa hablando sola, mascullando:
—¡Ya lo decía yo, mil veces lo dije!
E se detenía en la puerta del aposento de doña Gracia para oírla susurrar:
—Porca miseria!
E se iba algo más aliviada, como si le contentara la exclamación de la señora, quizá porque las penas compartidas se soportan mejor.
Al noveno día del regreso a casa de las marquesas, tornó el licenciado Alfar, ensopado, pues que llevaban cinco días cayendo una lluvia espesa, espesa, en la ciudad de Ávila. Llamó al postigo y pidió hablar con doña Gracia, que lo recibió en el gran comedor, sentada en un sillón al lado de la chimenea, bajo el retrato de don Beppo, con los espejuelos puestos. Y dijo:
—Señora marquesa, he estudiado con detenimiento el caso de vuestras nietas…
—¿Sigue lloviendo, Alfar? ¡Catalina, llévate la capa del licenciado y sécala!
—Gracias, señora.
—Decid, Alfar, decid…
—Son dos casos.
—¡Sí, hablad!
—Las dos han abandonado el domicilio conyugal.
—En efecto.
—Una de ellas ha sido tomada por mujer por el esposo con mucha violencia, siendo que es noble y merece respeto… La otra permanece inmaculada porque el marido no pudo…
—¡Sí, seguid!
—Lo de haber abandonado el domicilio conyugal mereció pena capital para Dalanda Álvarez, vecina de esta ciudad, que fue ahorcada hace veinte años en la plaza…
Un escalofrío recorrió a la dama e fue a hablar, pero el abogado la interrumpió:
—Si me permite vuestra merced… Sin embargo, diez años después del primer suceso, Petra González, acusada de otro tanto, al ser perdonada por su marido, sólo tuvo que abandonar la ciudad…
—Mirad, mozo, yo no quiero saber de Dalandas ni de Petras…
—Digo lo que digo, la mi señora, porque es menester saber a las claras en qué lugar nos encontramos.
—Nos encontramos en mal lugar y en situación apurada. Continuad…
—Y vuestra señora nieta, la que está empreñada, ¿ha vuelto a decir que se encuentra en tal estado?
—¡No!
—¿Por qué no? ¿Acaso ya cree que no lo está?
—¡No lo sé, no desea hablar de ello!
—Es razonable… No obstante…
—¿Qué, Alfar, qué? ¡Os voy a pagar lo que pidáis, sea mucho, poco o lo justo!
—No voy a hablar de dinero con vuesa merced, tomaré lo que tengáis a bien darme… Sería de suma importancia que yo platicara con vuestras nietas…
—No hablan siquiera conmigo, señor licenciado… Están ocupadas…
—¡Ah!
—Seguid…
—Con vuestra nieta la que permanece doncella no hay caso; se alega matrimonio no consumado e vuelve a su casa con lo que llevó de dote, e si no se la tornan ponemos pleito…
—El asunto está en la otra… Bien lo sé… ¿Y qué?
—No podemos alegar violencia porque no figura en las Partidas…
—¿No había mujeres en la época del Rey Sabio?
—Alegar no podemos alegar nada, lo que sí podemos es tratar de que los esposos se separen de mutuo acuerdo, pero, si la dama está encinta y el padre pide el hijo para sí, será para él… Podemos manifestar que la familia del marido ha malquistado y ha metido el diablo entre los esposos y que no pueden convivir, e compensar al marido de algún modo… O sostener que entre ellos había tan mal solaz que hubieran acabado muertos los dos…
—No hablemos del posible hijo, que puede ser mera ilusión…
—¿Y la dama qué dice del hijo?
—No dice nada; insisto en que no habla…
—Ha sufrido tan grande impresión que es comprensible.
—Ya podían los doctores y licenciados de las universidades enmendar el desvalimiento que padece la mujer.
—¿Desvalimiento? Perdonad que os contradiga, señora marquesa; la fémina, como ser débil que es por su natura, está protegida, mismamente como los niños que están salvaguardados incluso antes de abandonar el vientre de la madre…
—¿Qué salvaguarda tiene la mujer si le toca un mal marido?
—Marquesa, vayamos a lo que nos ocupa —rogaba el mozo, rojo como la grana y sudoroso.
—¡Ea!
—Con doña Leonor está la disyuntiva…
—¿La disyuntiva?
—Primero, será menester saber si la dama se quedó empreñada o no cuando la violentó su esposo…
—Alfar, cualquier embarazo se puede ocultar… Id a estudiar más, leed las Partidas de principio a fin, encontrad algún resquicio, qué sé yo: que no se ha visto marquesa maltratada en la historia de España… Leed el Fuero Real… Consultad con un tal Montalvo, que ha recibido encargo de los reyes, nuestros señores, para recopilar las antiguas leyes… Del posible embarazo no os ocupéis, que lo haré yo… Trata el caso como afrenta… Probad de acudir a la reina… E ahora id con Dios…
E lo que pensó la dama cuando el licenciado abandonó la habitación, que andar con leguleyos no es bueno, pues que el mozo quería pleitos y no pactos. Que no había insistido en hablar con la viuda Torralba y aprovechar la circunstancia de que tampoco se hallaba en una situación muy airosa precisamente. No obstante, envió a Catalina por los mercados a que se enterara por lo menudo de las historias de aquella Dalanda y de la tal Petra, las que le había mencionado el abogado.
Al décimo día de la llegada de las marquesas a casa, tras corroborar las historias de la Dalanda y la Petra, doña Gracia llamó a la viuda Torralba después de consultar a sus bisnietas que, sin atenderle apenas, le contestaron que hiciera lo mejor para ellas, palabras que la halagaron sobremanera, pues hacer por ellas era hacer por toda la familia.
Mientras doña Gracia Téllez quería deshacer los matrimonios de sus bisnietas, María de Abando deseaba recomponerlos, pues no en vano había cobrado por anticipado doscientos maravedís de la viuda Torralba, como va dicho. El caso es que, la dama deshaciendo por un lado y la bruja tratando de rehacer por otro, el negocio ni se descomponía ni se recomponía, y tiempo pasaba y el niño se asentaba en el vientre de Leonor.
Si la dama hubiera sabido que la ensalmera estaba trabajando en el asunto, e si la bruja hubiera tenido noticias de las intenciones de la marquesa, tal vez hubieran podido ponerse de acuerdo y de ese modo no se hubieran entrecruzado las acciones de doña Gracia con los encantos de María que, una por acá, otra por allá, vinieron a complicarlo todo, y eso que por un momento pareció que se resolvía el caso satisfactoriamente.
María, al fallar una y otra vez con los dibujos en la ceniza del fogón, hizo unos muñecos de miga de pan, lo único que tenía a mano en aquel momento y, vuelta a fracasar, otros de arcilla, pues que su ánimo no se vino abajo.
Pasados los ocho días de lluvia, que anegaron la ciudad de Ávila y desbordaron el río, cuando remitieron las aguas y los lodos que perdieron las cosechas de la comarca, la mujer salió todas las noches de su casa al tocar las doce campanadas en el reloj del hospital de Santa Escolástica con los dos muñecos envueltos en un trapo color bermejo. Buscaba un campo baldío y trataba, primero mirando a levante, luego a poniente, luego al norte y al sur, de hallar buenos vientos en cualquier latitud. E haciendo un cerco con un palo de un palmo al menos de profundidad para que de allí no saliera ni un suspiro, extendía el paño bermejo, colocaba los muñecos, los ligaba con un cordel bermejo también y echaba conjuros por doquiera:
—¡Martín, Martín, escúchame que tienes el hinojo hincado y quiero alzártelo!
O:
—¡Martín no te vayas con cualquier mujer, que vengas a Juana!
O algo semejo. E a la mañana se personaba en casa Torralba con un odrecillo de aguardiente para sonsacar a las cocineras, contenta, pues que recordaba de principio a fin las lecciones de su madre. Contenta, pero no alborozada en razón de que llevaba casi dos meses con los ensalmos sin alcanzar resultados concretos; consciente, no obstante, de que lo hecho estaba dejando honda mella en los corazones de Juana y Martín; y eso que todavía no había agotado sus recursos, pues le quedaba por hacer lo de prender fuego a una hoguera e invocar al demonio.
E oía de las cocineras:
—Te aseguro, María, que nuestra ama la señora Elvira anda en tratos con doña Gracia.
—¿Desea volverlos a juntar?
—Yo te diría que sí.
—Pero Andrés no quiere…
—Ni Martín tampoco…
—¿Cómo?
—Los dos le escriben a su madre desde Segovia e le dicen que se van frailes al convento más lejano del mundo…
—Les sucede que están avergonzados…
—No es para menos.
—También doña Elvira se lleva mucha trápala con sus hijas…
—¿Catalina, la hija mayor, ronda el pozo del espíritu?
—Nuestra señora nos ha prohibido hablar del espíritu del pozo, pues que luego hay pavores en la casa… Nosotras no hablamos de lo que no nos deja y cumplimos sus órdenes.
—Os traigo cinco maravedís a cada una, y el aguardiente…
—¡Déjanos el odre, que nos lo beberemos luego!
—E trae los dineros.
—Cinco para ti, cinco para ti… Decidme…
—Andrés, después de violentar a doña Leonor, fuese con la barragana que tiene en el rabal del San Nicolás e la dejó empreñada… Se lo ha dicho a su madre en una carta…
—¡Jesús, María!
—Lo que les sucede a estos mozos es que en presencia de sus mujeres se les hinca el hinojo porque son mancas y les viene el miedo…
—Son mancas, pero se valen por sí mismas, e son bellas y tienen galanía y muchos millones de maravedís…
—Sí, pero el miedo es el miedo y a veces no se puede reprimir.
—Es cierto.
—Vete ya, María, que tenemos faena.
—Dios con vosotras…
E aquel día la bruja de la calle de las Losillas, después de la conversación, abandonó la mansión muy enojada consigo misma… ¿Cómo, pardiez, había representado el muñeco de Juana Téllez de Fonseca con las dos manos cuando era manca? ¿Acaso estaba necia?
Con ánimo de remediarlo de inmediato, en cuanto llegó a su casa cogió el muñeco de Juana y le cortó de un certero tajo con un cuchillo la mano izquierda, la que no tenía la marquesa.